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jueves, 9 de octubre de 2014




El ¿final? de la historia


Ante todo, pedir disculpas por no haber escrito antes. Llegué a España el día 27 de septiembre, o en realidad, quizá no, porque mi mente ha seguido allí durante un tiempo más, en Colonia, en Affeln, y en Birnbaum 4. Llegué al Rhein-St.Martin, un coqueto hotel junto al corazón del casco antiguo de Colonia y frente al Rin, hacia las dos treinta de la madrugada y tras recoger mi llave subí a la habitación para intentar dormir algo. 


Hotel Rhein-St. Martin

A la mañana siguiente me levanté temprano, sobre las siete treinta, y bajé a desayunar en el precioso comedor del hotel, mientras observaba desde el ventanal a la gente que recorría el paseo en bicicleta. 


El casco antiguo de Colonia

Joachim llegó sobre las diez y tras alquilar un auto en la estación de tren, comenzamos viaje hacia Affeln. Nos internamos sin casi apreciarlo en la preciosa región montañosa de Sauerland, rodeados de naturaleza y atravesando pequeñas poblaciones que más que núcleos urbanos parecían decorados de cine donde daba la impresión de estar rodándose alguna película. Nada desentonaba ni parecía estar fuera de sitio.

Sauerland

Las aceras impecables, sin ningún bordillo fuera de sitio ni hierbajos en el arcén; y las fachadas de las casas como recién pintadas. Todo en perfecto orden. A medio día llegamos a Neuenrade y visitamos la vieja estación de tren, totelmente restaurada. Luego fuimos a comer a Ahornklause, un moderno restaurante en la calle Mühlendorf. 


Neuenrade

Monumento a los caídos en Neuenrade 
Joachim Palutzki en la estación de Neuenrade







La estación de Neuenrade




















Affeln está situado en la parte alta de una ladera, por lo que lo primero que se aparece al viajero desde el horizonte es la torre campanario de San Lamberto. A la entrada nos recibió un rebaño de vacas que pastaban en un campo colindante, y luego tras girar a la izquierda se mostró a nosotros la iglesia en su plenitud; realmente era tan bonita como la había imaginado. 



Affeln

Llegamos a la casa donde había vivido Hubert Sasse pasadas las dos de la tarde y estacionamos el auto en la entrada. Al igual que todo lo visto anteriormente estaba como recién encalada y reluciente, como si para las edificaciones de la mágica Sauerland no pasara el tiempo. En el jardín una pareja paseaba un perro manchado de blanco, aunque en la distancia no les pude reconocer. Al vernos llegar se acercaron sin prisa, y entonces pude distinguir a Maria-Luise Erner. Ella sonrió y se acercó para darnos la bienvenida, y tras darle un beso en la mejilla dediqué mi atención al hombre que la acompañaba. En aquel instante quedé perplejo y tuve que apoyarme contra el coche. El hombre que venía a nuestro encuentro no era otro que el propio Hubert Sasse, pero con aproximadamente cincuenta años. Una vez repuesto de mi asombro fuimos presentados. El hijo de Mathilde se llama Andreas, y comparte un asombroso parecido con su tío Hubert. 
En aquel momento me vino a la memoria el último capítulo de la novela. En él, Kaufer llega al mismo lugar que que yo me encontraba, pero con una diferencia temporal de 68 años, para encontrarse cara a cara con un Hubert envejecido, su propio padre. Recuerdo que escribí dicho capítulo semanas antes de que los Erner me enviaran las fotografías, y luego al contemplarlas pude comprobar como en realidad Hubert se parecía mucho a su padre. Entonces lo achaqué a la casualidad, pero en aquel momento, y frente a Andreas tuve la estraña sensación de que todo lo que ocurría estaba predestinado, de que era como una especie de bucle que se cerraba por fín.

Tras estrechar la mano del hijo de Mathilde entramos en casa; un hogar sencillo y cálido donde nos esperaba su hija Isabel, de alrededor de 15 años. Tomamos asiento en el comedor y María-Luise desapareció por un pasillo, para volver al poco rato acompañada de una anciana. Algunas personas entran en los sitios de manera ruidosa y festejada por todos; y otras, lo hacen a pequeña escala, casi intentando pasar desapercibidas. Mathilde pertenece a ese segundo grupo. Después de todo, que prisa puede tener alguien que ha vivido uno de los mayores horrores servido de manos de los hombres y sigue estando aquí para contarlo. Recuerdo que se acercó a mi andando sin demasiada dificultad y se sentó a mi izquierda. Luego, de un modo u otro acabó siendo el centro de atención.


Andreas, María-Luise, la hija de ambos, Isabel.
Y en primer término, Mathilde Erner.

Sería hipócrita querer negar que cuando besé a Mathilde Erner sentí algo especial. Es el único pariente directo de Hubert que aún queda con vida. Mathilde me miró a los ojos con la misma expresión que tiene alguien que no acaba de acertar quien es la persona que tiene al lado. A sus 88 años, su mente ya no es lo que era, pero ella sigue recordando con mucha nitidez al hermano que la acompañaba a la escuela. Recuerda aún a aquel chico que irradiaba seguridad, con aquel flequillo áureo que le caía sobre la frente, como una estrella. 



Hubert a los 16 años, en 1937.

Es curioso que ésta adorable anciana siga cobijando en su memoria a aquel muchacho inteligente y risueño que deseaba ir a la universidad. En aquella época sus padres estaban empeñados en la granja y no podían hacer frente a más gastos. Luego Hubert comenzó a trabajar en la panadería de Strauss para aprender el oficio. ¡Quien se lo iba a decir, con la de veces que había chinchado al horondo panadero cuando golpeaba sus preciosos toldos! Pero la realidad fue que aquel trabajo duró sólo unos pocos meses. Hubert estaba decidido a estudiar, y entoncés tomó la decisión de alistarse en la marina; allí podría cursar alguna carrera sin coste alguno. 

Pero por aquel entonces Alemania estaba ya en guerra, y él no podía saber que aquella decisión que acababa de tomar sería su sentencia de muerte.

Hubert en la primera fila, en el centro de la imagen.

La mesa del comedor acabó repleta de fotografías de la familia, y en algunas de ellas pude contemplar a Anton y Theresa Sasse, y a todos los hermanos cuando eran pequeños. Ante mi asombro por tal cantidad de viejas imágenes, Mathilde comentó que poseían muchas más pero que se perdieron durante el incendio de la granja a principios de 1945. Su relato vino acompañado de una enérgica gestualidad. Movía su pequeño cuerpo hasta ocupar mucho espacio a su alrededor, gesticulando con aquellas manos de niña. Luego Joachim traducía para mí.

El avance de los aliados era inminente. El 9º Ejército de los Estados Unidos avanzaba hacia la cuenca del Ruhr, y los alemanes en su retirada pusieron en marcha la conocida como "política de tierra quemada", una táctica militar que consistía en destruir cualquier cosa que pudiera ser de utilidad al enemigo. Así fue como Anton y Theresa vieron impotentes como los nazis incendiaban lo único que le quedaba, les habían arrebatado a sus dos hijos varones en aquella disparatada guerra y no satisfechos con ello les privaron demás de un techo donde cobijarse.
Joachim les preguntó por el Soldbuch de Hubert, el libro donde constaban todos los pormenores de la carrera de cualquier soldado: sus permisos, condecoraciones, y demás. Ante mi sorpresa respondieron que no sabían nada de dicho libro, y yo supuse que la Kriegsmarine debía de quedárselos cuando el Cónsul alemán en España se hizo cargo de sus cosas. Luego María-Luise fue a alguna habitación de la casa y volvió con un pequeño librito entre las manos. Una vez en las mías pude comprobar su alto grado de deterioro, con la mayoría de las páginas sueltas y descoloridas. Dicho libro tenía el mismo tamaño que el diario que Kaufer llevó consigo durante la guerra civil española, con las mismas tapas de piel oscura, y al igual que el suyo también era una agenda que Hubert había utilizado como diario donde anotaba todos los acontecimientos vividos desde su entrada en la dotación del U-755. Otra curiosa casualidad. Con mucho cuidado fuí pasando las delicadas hojas del pequeño diario donde Hubert había escrito sus impresiones, a lápiz y en la antigua escritura Suetterlin. Joachin mostró cierta dificultad para descifrar aquella tipología de escritura, y me explicó que había sido creada en 1911 por el artista gráfico Berlin Ludwig Sütterlin por encargo del Ministerio Prusiano para reemplazar gradualmente las escrituras cursivas que se habían desarrollado desde el siglo XVI, y que fue impartido desde 1915 hasta 1941 en las escuelas alemanas.
El Partido Nazi había prohibido el Suetterlin en 1941y lo reemplazó por las letras del tipo Latino Antiguo. Sin embargo, muchos alemanes criados con este sistema de escritura siguieron utilizándolo hasta bien entrado el período de posguerra. Tras la contienda el Sütterlin volvió a ser una asignatura en algunas escuelas alemanas hasta la década de 1970, pero ya nunca lo fue como escritura oficial.

Sobre la última anotación del diario se podía leer la fecha: "26 de mayo de 1943". En mitad de la hoja Hubert había escrito en aquella preciosa caligrafía: "Flugzeug ein zweiter zu bekommen, wir sind zu spät getaucht".
Aún puedo ver la expresión de Joachim cuando me lo tradujo: "ha llegado un segundo avión, esta vez nos hemos sumergido demasiado tarde". Recordé el capítulo 18, donde yo relataba el encuentro del bombardero de Holmes con los hombres del U-755.
Aquella mañana, sobre las  06:26, el oficial Werner Düsing se encontraba de guardia de puente, cuando oyó aquel rugido ensordecedor que se mezclaba con el sonido del viento. En aquel momento el oficial levantó la vista y lo vio, cerniéndose sobre ellos a una velocidad endiablada. El chorro de luz del proyector a proa del Hudson comenzó a pasearse por el costado del sumergible. El oficial ordenó inmersión, pero ya era tarde.
Comenzó a sonar el timbre de alarma, cuando la guardia de puente se dio cuenta de que lo tenían encima. Los hombres cargaban el arma de 20 mm, cuando llegó hasta ellos la primera lluvia desde las ametralladoras de 7.7 mm del bombardero británico. El cabo de marina Helmut Zwaka, el serviola que estaba junto a Düsing, se desplomó como una marioneta sin vida mientras los proyectiles barrían la cubierta del U-755. Su cabeza le colgaba inmóvil en el borde de la torreta. Düsing tomó el puesto del hombre caído cuando el Hudson pasó como una exhalación dejando caer
tres torpedos que se hundieron a varios metros de la nave sin causar daños.  Pero Holmes volvió con una segunda pasada, cuando de pronto una enorme explosión sacudió al U-755 en el costado de babor, a varios metros de popa. El impacto había sido directo, haciendo que la nave se estremeciera como un monstruo herido. Grandes llamaradas asomaban desde el interior del sumergible y varias columnas de humo se elevaban en lo alto. En el interior de la nave, la formidable explosión fue acompañada de una blanca llamarada, que envolvió con lenguas de fuego toda la zona de popa.
El casco de presión había sufrido el impacto directo de aquella bomba, por debajo de la línea de flotación, por lo que el agua entraba estrepitosamente por las juntas del escape de uno de los diésel. Las bombas de achique cumplían su función, manteniendo la inundación a raya, mientras con un soplete se intentaba taponar la vía. Los hombres pasaron la noche intentando reparar la entrada de agua, pero fue imposible.
Aquella noche, al amparo de las estrellas, la tripulación del U-755 subió a cubierta y se realizó un breve funeral por el Matrosengefreiter Helmut Zwaka. Su cuerpo fue envuelto en un sudario y tras unas palabras se le dio sepultura en las aguas del Mediterráneo, muy lejos de casa. Imagino a Hubert tendido en su litera y tomando el pequeño diario entre sus manos y escribiendo la que sería su última frase:
"Flugzeug ein zweiter zu bekommen, wir sind zu spät getaucht". Dos días después el U-755 sería hundido frente a las costas de Mallorca, y el cuerpo de Hubert Sasse llegaría a la playa de Burriana cuarenta y dos días después.



Hubert en casa, durante un permiso. 1942.


La muerte de Hubert, acaecida mientras su hermano Hermann estaba prisionero en Rusia, lo truncó todo. Fue el primer giro inesperado. La vida de la familia, a partir de aquí, dejó de tener pautas, normalidad, mientras intentaban seguir adelante, superando los obstáculos. Nada hacía prever que Hermann tampoco regresaría.

No quiero continuar sin aprovechar la ocasión para ahondar en la persona que fue Hermann Sasse. Recuerdo que estábamos ojeando las fotografías que Andreas extraía de la pequeña caja, cuando Joachim llamó la atención sobre una de ellas. 
Era una fotografía de pequeño formato que mostraba una llanura helada que supusimos en el centro de la parte europea de Rusia, hacia la región de Chernozemie. 
Un río  atravesaba la parte derecha de la imagen, y Palutzki pensó que podría tratarse del Don. Pero lo que llamó su atención fue la aldea que aparecía en el centro de la foto. 
Una gigantesca columna de humo se alzaba sobre ella para perderse en el extremo superior de la vieja fotografía. Al principio no le dimos mayor importancia, pero la siguiente imagen vino a corroborar la importancia de la primera. 
Un grupo de soldados rusos ataviados con gruesos abrigos miraban a la cámara. Los prisioneros caminaban en fila sobre la nieve mientras sus rostros delataban el miedo ante lo desconocido. Como no podía ser de otro modo, la siguiente imagen acabaría por dar un sentido a la historia. 
En la fotografía un grupo de soldados aparecían en el fondo de una trinchera, sin vida y en posturas imposibles. Los rostros inertes mostraban atroces muecas de espanto. Incluso nos atrevimos a suponer que se trataba de los mismos prisioneros que habíamos visto en la imagen anterior. Entonces lo comprendimos todo:  La aldea incendiada, tras ser arrasada. Los prisioneros fusilados junto a una fosa, y sus cuerpos lanzados al fondo, como animales. Toda aquella historia de locura, crueldad y tragedia, se revelaba de pronto ante nosotros de una forma inesperada.
Entonces no pudimos resistirnos a preguntar. Andreas nos miró sin saber a ciencia cierta nuestro repentino interés por la imágenes, y trasladó a su madre nuestra demanda.
—¿Quien hizo estas fotos, madre? —preguntó.
Mathilde las observó entre sus manos, y levantó la vista con el semblante triste.
—Hermann tenía una bonita cámara —respondió—, y la llevaba en el frente. Recuerdo que hizo muchas de estas fotos. Cuando venía de permiso las traía ocultas entre la ropa, y nos decía que las escondiéramos. Hasta que no se deshacía de ellas no parecía descansar de aquella pesada carga. En cada una de sus visitas nos traía más y más. Pero imagino que muchas se perdieron cuando los nazis quemaron la casa.
Entonces lo entendimos todo. Cuando se prepararon las órdenes de la operación Barbarroja, en marzo de 1941, el general Franz Halder, jefe del estado mayor general, fue quien tuvo la principal responsabilidad de que el ejército aceptara las represalias colectivas contra los civiles rusos. Ya en la primera semana de abril de 1941, el teniente Helmuth Groscurth mostró copias de estas órdenes secretas a algunos opositores al régimen: el ex embajador Ulrich von Hassell y el general Ludwig Beck. Hassel escribiría tiempo después en su diario: «Pone los pelos de punta saber las medidas que han de aplicarse en Rusia, y la sistemática transformación de la ley militar concerniente a la población conquistada en un despotismo descontrolado, en verdad una caricatura de toda ley. Este tipo de cosas transforma al alemán en un ser que sólo había existido en la propaganda enemiga. El ejército debe asumir el peso de los asesinatos e incendios que hasta ahora estaban a cargo de los asesinos de las SS.»




Hermann Sasse

El aspecto más sorprendente no reside tanto en la cuestión de la implicación de la Wehrmacht en los crímenes de guerra, aún debatida con pasión en la Alemania actual. Lo difícil de evaluar retrospectivamente es el grado de ignorancia que había al principio entre los hombres que formaban los regimientos. Pocos oficiales conocieron la directiva del 23 de mayo del 41 que exoneraba a los ejércitos alemanes a apropiarse de todo lo que necesitaran, así como a hacerse con todo el trigo que encontraran a su paso y enviarlo de camino a Alemania; sin embargo, esas no eran las órdenes principales, si no las de vivir a costa del país ocupado. Y como no, la de no hacer prisioneros bajo ningún concepto, ya que eran un lastre que reducían la capacidad del ejército alemán. Las fotos evidenciaban que Hermann Sasse, al igual que muchos de sus camaradas no estaban de acuerdo con las órdenes que recibían de sus mando, y seguramente tenían muy claro que debían dejar constancia de lo que allí estaba ocurriendo. Muchos soldados como él se jugarían la vida para intentar retratar aquellas barbaridades para dejar testimonio. Lo que tenía pensado hacer con aquellas fotos, ya nunca lo sabremos. Unos años despues sería hecho prisionero Para morir en Ufaley.

Entonces la família Sasse se quedó sola, aislada para siempre, separada del mundo con una realidad no buscada, ni esperada. Mathilde me contó que tuvieron que reinventar una nueva forma de vivir. Se fueron levantando poco a poco, y día a día. La desconfianza hacia los extraños continuó durante un tiempo, pero la necesidad de intervenir en el mundo es innata en el ser humano. Entonces, Josef Kaufer llegó un día y llamó a su puerta.


Cientos de viejas fotografías que reconstruyen la historia de una familia corriente, pero que fue testigo de la peor tragedia que ha vivido la humanidad.

La conversación con la familia del marino fue tomando otros derroteros, hasta que acabamos hablando de mi novela. María-Luise me preguntó quién me había contado los detalles que aparecían en el capítulo donde los dos hermanos juegan en Brüninghausen. Yo respondí que esa parte de la historia formaba parte de mi imaginación, que en un momento dado yo necesitaba recrear aquella lejana relación entre los dos hermanos y construí la visita al castillo partiendo de una experiencia propia. 
Siendo yo pequeño visité junto a mis hermanos una casa abandonada donde encontramos para nuestro asombro aquella habitación repleta de juguetes. Como cualquiera de ustedes puede imaginar, seguimos visitando aquella vieja casona, hasta que mi padre se enteró y aquello puso fin a la aventura. Sólo tuve que adaptar mi propia experiencia para que los hermanos Sasse fueran los protagonistas. Ante mi asombro, María-Luise dijo que se trataba de una curiosa casualidad, porque casi con total seguridad los dos hermanos sí debían jugar por el castillo, ya que ellos solían frecuentar aquella zona cercana a la granja. De nuevo, otra casualidad.

Reconozco que en ocasiones se me hace complicado discernir que es realidad y qué no, en toda esta aventura en que sigo inmerso. O mejor dicho, cuando creo estar seguro de que soy yo mismo el que lleva las riendas. He intentado, en vano, intentar dar sentido a muchas cosas que han ocurrido desde que comenzó todo esto. Estoy plenamente convencido de que es algo que forma parte del carácter humano: el buscar una explicación a todo, a intentar entender el porqué de las cosas.
A mi regreso he comentado con una gran persona de mi entorno todas las sensaciones que me han acompañado desde que comenzó todo esto, allá por febrero de 2013. 
Él me regaló una preciosa tarde junto a un café humeante, donde la conversación derivó hacia esas personas que en vida tienen un gran apego por todo lo suyo: a su entorno, a ese lugar donde nacieron, y a sus familiares. Siempre según él, dichas personas continúan necesitando de esa cercanía con los suyos cuando fallecen, principalmente si es en circunstancias dramáticas. Necesitan volver a sentirlos cerca, pero no de forma física, como es lógico, sino de forma más bien, espiritual. 
Debo decir que nunca he creído demasiado en esas cosas, y admito que yo soy mas bien de los que sólo creen en lo que pueden pesar o medir.
Me comentó también que Hubert podía ser una de esas personas, y que quizás se había servido de mí para volver a abrazar a los suyos. Tal vez les parezca una locura, pero ello explicaría la imperante necesidad de intentar saber, que experimenté cuando todo esto comenzó. También daría un sentido a aquella sensación que tuve siempre cuando la novela parecía escribirse sola, como si alguien me susurrara al oído: «—Muy bien, sigue por ahí. Tranquilo, lo conseguirás»
O la forma en que me temblaron las manos la primera vez que visité a Marta Kaufer, cuando la foto de Hubert estuvo a punto de resbalar de mis manos y caer al suelo.
Aunque quizá alguien tenga una mejor explicación a todo esto; o al hecho de que el primer capítulo que yo escribiera fuera el que relataba la visita de Kaufer a la granja de la familia Sasse, allá por el año 1946. En él, Kaufer se encuentra frente a un hombre que es el vivo retrato del marino que llegó muerto a la playa de Burriana. Tal vez alguien pueda explicarme también porqué muchos años después yo mismo sentí esa esa misma irrefrenable necesidad de visitar a la familia de Hubert; y al igual que Kaufer, yo me encuentro de pronto frente al vivo retrato de Hubert en la persona de su sobrino Andreas.
Y ya puestos, también podría alguien dar un sentido a la gratificante sensación que tuve cuando abracé por fin a Mathilde Erner. Y tantas y tantas otras sensaciones que preferiría guardar en mi intimidad.

Entre viejos recuerdos y relatos de un tiempo difícil se nos diluyó el tiempo, y muy a nuestro pesar debíamos regresar a Colonia. ¿Significaba aquella despedida el final de la historia? Permítanme que lo dude. El adiós vino acompañado de una promesa. Andreas y Maria-Luise me hicieron cómplice de su deseo de viajar a España para visitar la tumba de Hubert. Ojalá así sea.

En cuanto a Jochim Palutzki, creo que necesitaré vivir muchos años y poder disponer del tiempo suficiente para agradecerle lo que hizo por mí. Porque aparte de hacer de chófer, hizo de traductor, de cómplice, e hizo también de amigo. Bueno de ésto último no sólo hizo, si no que indudablemente, lo es. Gracias, amigo.

Quizá el tiempo me dará la serenidad para detenerme a descubrir que hay muchas cosas que se me han pasado por alto en toda esta historia, y creo que merece la pena seguir indagando, continuar descubriendo. De momento estudiaré la posibilidad de que María-Luise pueda digitalizar el diario de Hubert, y de esa forma podré tener acceso a los pensamientos del marino, a sus miedos, opiniones, y quién sabe a que más.
Estoy plenamente convencido de que ésto no acaba aquí, de que me aguardan hechos inesperados, porque, por muy atento que esté, no puedo adivinar lo que sucederá en el futuro, en ese mañana que aún está por hacer, y por existir. Y que me reserva, en suma, cosas inesperadas.



2 comentarios:

  1. Preciosas letras de una historia del pasado que al final llega al presente,con este precioso reencuentro entre el escritor Jose Barcelo y la hermana de Hubert .Estamos esperando que Andreas y Maria-Louis puedan venir a España y nos cuentes mas en otro libro.Son unas letras contagiosas y intrigantes que no te dejan ni respirar.Gracias Jose y muchos animos.

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  2. Gracias a todos vosotros, por las visitas al blog, y por el apoyo e interés. Me hace muy feliz que la gente sepa apreciar el precioso gesto que hizo Kaufer en 1943. Y esperemos que la familia de Hubert desee cerrar el círculo con su visita a casa de Marta Kaufer y a la tumba de su tío. Sería un emotivo gesto. Saludos a todos.

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