19
27 de mayo de 1943
I
Un
gran neón verde azulado presidía la barra, sobre una voluminosa
cristalera. Varios oficiales se reunían alrededor de la máquina de
discos Jukebox, y tras ellos se podía ver un cooler de
la marca Coca-Cola. Llamaba la atención el mobiliario de
aquel local de la recóndita base de la RAF, en el aeródromo de
Blida, una ciudad de Argelia a unos 45 km al suroeste de la capital.
El
8 de noviembre de 1942, el aeropuerto fue tomado por la 11ª Brigada
de infantería británica. La toma de aquel remoto enclave fue
primordial para el inicio de la Operación Antorcha, con el
desembarco de tropas Américo Británicas en el norte del África
Francesa. El objetivo de la operación era movilizar las fuerzas
aliadas hacia Túnez, donde se encontraba la retaguardia de los
alemanes. En aquella época el 608 escuadrón se encargaba de la
cobertura antisubmarina para los convoys procedentes de Gibraltar.
Cuando llegaron los americanos se trajeron consigo varios muebles para
acondicionar la cafetería de la base. Querían que
se asemejara a los típicos bares de Manhattan, para así no sentirse
tan lejos de casa. Incluso habían traído una maquina de granizados.
Aprovechaban cualquier vuelo de suministros para añadir una nueva
adquisición al local. La última incorporación era aquella preciosa
maquina de discos de color rojo chillón.
Los
británicos siguieron con la tradición, aportando una preciosa
pizarra donde se podía leer el menú del día, escrito en tiza. Al
fondo se había colgado un enorme póster publicitario donde se veía
a la actriz estadounidense Myrna Loy sirviendo café a un grupo de
marinos. En el Jukebox comenzó a sonar “Shoo shoo shoo baby”,
el nuevo éxito de las Andrews Sisters.
Ogilvie
llevaba seis meses en aquel recóndito agujero, a donde había
llegado el 13 de noviembre desde Gibraltar. El contacto con su
familia se había visto reducido a esporádicas cartas que en
ocasiones, ni siquiera llegaban. Una llamada telefónica en
condiciones, desde allí hasta Inglaterra, era lo más semejante a
una quimera.
—¿Café
o Whiski? —preguntó el camarero.
—El
whisky y el café casan muy bien. Así que prepárame los dos.
El
piloto extrajo la pitillera del bolsillo superior de la chaqueta,
cogió un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Encendió la cerilla
con la cajetilla de fósforos en la mano, mientras protegía la llama
con el hueco de los dedos para darse fuego. Los cubitos de hielo
tintineaban en el vaso mientras Ogilvie le daba un movimiento
circular y cadencioso.
En
aquel momento se abrió la puerta del local, dando paso a un joven
corpulento con un chubasquero militar. Rezongando,
se sacudió el agua que resbalaba por el impermeable. En aquel lugar
solía llover pocos días al año, pero cuando lo hacía era con
intensidad.
—¡Condenado
tiempo! mierda de clima, puñetera lluvia —maldecía desde la
puerta, mientras se acercaba a Ogilvie.
—El
comandante le anda buscando, señor —dijo el cabo.
—¿Y
tiene que ser ahora? —preguntó Ogilvie con mirada interrogante.
Sorbió
un poco de café ya enfriado, y volvió a observar a aquel joven que
se había empeñado en fastidiarle la tarde.
—Dime,
muchacho, ¿crees que cambiará el destino de la guerra si el jefazo
espera un poco?
—Pues...no
sé, señor —contesto el joven, al que estaba poniendo en aprietos.
La música había cesado, cuando Ogilvie vació el vaso y lo inclinó
distraído, con movimientos circulares, mientras el cigarrillo yacía
marchito en el cenicero.
—¡Bueno,
vamos a ver al comandante
Fuera
había dejado de llover, no quedaba más que un resto de neblina en
el aire, de modo que se levantó el cuello de la guerrera,
volvió la esquina y anduvo por la calle paralela a los barracones.
Al
llegar a otro edificio, cruzaron una puerta en la que se podía leer
"Comandante de Escuadrilla". Bajo el letrero había una
placa deslizable que rezaba "Cap. Clair Mansell Maybury Grece
R.A.F."
El
cabo se hizo a un lado y Ogilvie entró en un despacho sencillo y
luminoso. El interior de la oficina ofrecía un curioso contraste con
el caos que reinaba en el exterior. Todo estaba ordenado y limpio,
como si se fuera a pasar revista de un momento
a otro. Una cafetera eléctrica borboteaba tras el escritorio,
desprendiendo un delicioso aroma sobre la estancia, donde había otra
mesa repleta de mapas y unos archivadores. A Ogilvie le pareció, en
definitiva, un lugar aséptico.
El
capitán Maybury rondaba los 29 años y a pesar de su juventud, había
hecho más que suficientes méritos para estar al frente de la 608
Escuadrilla. Aquel delgado y apuesto joven era comandante de vuelo
cuando Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania y formó parte del
pequeño destacamento que se quedó en Francia cuando fue invadida
por los alemanes. Más tarde se convirtió en oficial en jefe a cargo
del 59 Escuadrón y en abril de 1942 se hizo cargo del 405 Escuadrón
de las Fuerzas Aéreas Canadienses, con base en Greenwood, Nueva
Escocia.
—¡Pase
Ogilvie! —dijo el capitán, recibiéndole con un firme apretón de
manos.
—¿Como
va el permiso?.
—Bien,
señor. Me levanto tarde, paseo y tengo tiempo para escribir a la
familia. No me puedo quejar.
—¿Le
apetece un café? —preguntó Maybury. A lo que Ogilvie asintió.
Cuando
se dirigía a la cafetera eléctrica, dijo:
—Bueno,
se que tenía unos días de permiso, pero necesito que mañana haga
un vuelo. No se lo pediría si no fuera urgente, y aunque disponemos
de buenos pilotos, prefiero que sea usted. Después de esto le dejaré
tranquilo unos días, ¡prometido!.
—¡Maldición!
—exclamó Maybury, mientras revolvía sobre su mesa, como si
buscase algún orden en aquellos dossiers—. ¿Donde demonios
están los dichosos papeles?, ¡Johnson!, ¡Johnson!.
El
cabo que había traído a Ogilvie asomó por la puerta.
—¡Si,
señor! Disculpe, aquí lo tiene, capitán.
—¿Dijo
usted que quería azúcar?—volvió a preguntar Maybury.
—Sin
azúcar, por favor
Maybury
le sirvió una taza, mientras extraía una hoja de todo el expediente
y se la pasaba a Ogilvie.
—Bueno,
el caso es que, como podrá ver aquí, al parecer uno de los nuestros
tuvo en encontronazo con un U-Boot ayer, en el Canal de
Alborán. Y según el informe del piloto, les dio la impresión de
que el pez sufrió averías de consideración. Incluso se vieron
varias columnas de humo.
—¿Y
por qué no terminaron el trabajo, señor?
—Porque, al parecer sufrieron un impacto directo y volvieron a la base de
Tafaroui con un sólo motor.
—¡Caramba!
—exclamó Ogilvie cerrando el expediente y apartando su taza de
café, ya vacía—. Eso es lo que yo llamo un paseo divertido, ¡si
señor!.
—Bueno,
mi opinión es que si no se interna en España, y de momento no ha
sido así, intentará llegar a su base —dijo Maybury—, y todo nos
hace pensar que salió de Toulon. ¿Sabe?, estaría bien que nos
apuntáramos este tanto. Sería bueno para la moral de los muchachos.
Además, me han dicho que va diciendo por ahí que se muere de ganas
por probar los nuevos cohetes ASW.
—Eso
es lo que les dije a los muchachos, señor
Maybury
le dirigió una amplia sonrisa.
—¿El
incidente tuvo lugar aquí? —pregunto Ogilvie, señalando en un
mapa sobre la mesa.
—Si. Por lo que yo creo, si ese U-Boot se dirige a Francia,
y suponiendo que tendrá prisa por llegar, yo que usted sobrevolaría
la costa española manteniendo una prudencial distancia. No queremos
que el general Franco se vaya a enfadar, ¿verdad?.
—¡No,
por supuesto que no! —contestó Ogilvie, mientras abría la puerta
y salía. Fuera, la lluvia volvía a arremeter contra el edificio y
se oía el gorgoteo del agua bajando por los canalones.
Muy
lejos de allí, el U-755 navegaba gran parte del día en
inmersión, a cota periscópica, con la entrada de una gran cantidad
de agua que hacía temer por las vidas de los tripulantes. Cuando la
situación se volvía insostenible, se tomaba la decisión de
emerger para evacuar el agua. La humedad hacía que la atmósfera en
el interior de la nave se hubiera vuelto irrespirable.
A
las 22:00 horas volvieron a superficie para efectuar una
radiolocalización de varias aeronaves en las cercanías. Göing
ordenó una nueva inmersión, buscando distanciarse de sus
perseguidores. Las caras en tensión de los hombres mostraban su
preocupación. Penosamente, el U-Boot avanzaba a tres cuartos
de máquina, intentando llegar a casa a salvo.
II
28
de mayo de 1943
Durante
la madrugada, antes de las 04:30, el U-755 navegaba en
superficie, cuando volvió a realizar una radiolocalización de
varias aeronaves. Inmediatamente se volvió a sumergir. Se mantendría
bajo el agua hasta agotar las baterías de los motores eléctricos.
A
las 06:00 asomó a la superficie para comprobar que el cielo estaba
cubierto por nubes bajas y alisadas. Un fuerte oleaje convirtió el
resto del viaje en un infierno.
A
1.698 pies de altura sobre el Mediterráneo, un Hudson Mk VI del 608
escuadrón de la RAF, atravesó una pequeña zona de turbulencias.
Posiblemente se desprendía alguna corriente térmica directamente
desde la superficie del mar. Bill Patchet, el copiloto, se revolvió
inquieto en su asiento. En la época en que estaban era normal que se
desprendieran algunas ascendencias que fácilmente podrían llegar a
sacudir el aparato.
El
ensordecedor ruido de los motores no turbaba a los seis tripulantes,
que estaban entrenados para abstraerse de él y concentrarse en otear
el horizonte.
Ogilvie
se dejó llevar por su intuición, y supuso que si el comandante
Maybury tenía razón y aquel sumergible tenía su base en Toulon,
él debía bordear la costa española en su busca. A estribor de la
aeronave se divisaron las islas de Ibiza y,
más a su derecha, Mallorca.
—¡Allí,
allí, contacto visual a las once! —gritó el artillero—. Es un
sumergible en superficie, y se desplaza a gran velocidad.
El
Hudson se encaró en picado hacia el objetivo, mientras los motores
aceleraban, produciendo rabiosos zumbidos. El bombardero lanzó dos
cohetes sobre el sumergible, que quedaron cortos. Tras la primera
pasada, volvió a encararse al objetivo, mientras recibía fuego
antiaéreo desde el U-Boot.
—¡No
se pueden hundir! —gritó Patchet—. ¡Deben tener alguna vía de
agua en el casco!.
El
fuego antiaéreo desvió al avión de su objetivo, mientras Ogilvie
preparaba una segunda pasada. Esta vez el segundo cohete cayó a
varios metros del submarino, pero con el primer cohete se había
confirmado un impacto en la parte de popa, a estribor. En la cubierta
del U-Boot, la dotación de los cañones antiaéreos seguía
disparando.
Tras
unos momentos de lucha encarnizada el sumergible comenzó a mostrar
una columna de humo.
Eran
las 13:53 cuando el torpedo golpeó directamente al U-755. El
impacto en la parte de babor abolló varias porciones de las planchas
de acero del casco, entre el mamparo de los depósitos diésel.
Aquello provocó que comenzaran a inundarse varios compartimentos
estancos con vertiginosa rapidez.
El
marinero Gerard Pröhl yacía muerto en el suelo. El torpedo había
causado una avería en los engranajes de acoplamiento y los
colectores de los diésel, haciendo que el U-Boot fuera
ingobernable.
Los mecánicos, con el agua hasta la cintura y en una frenética
carrera contra el tiempo, fueron incapaces de arreglar el daño.
Entonces comenzó el incendio. El fueloil comenzó a arder mientras
el marinero Georg Dimper y el cabo 1º Günter Semmler intentaban
hacerle frente con los extintores. Las bombas de drenaje no podían
contener la entrada de agua. A partir de aquel momento la suerte
estaba echada.
Göing
ordenó detener los diésel y arrancar los motores eléctricos. El
telégrafo de la sala de mando envió la orden pero el mensaje no
llegó a máquinas. En aquel momento, Göing dio la orden, y toda la
tripulación comenzó a abandonar la nave.
Hubert
vio como un espeso humo negro con ocasionales llamaradas anaranjadas
salía de la sala de máquinas. Sasse no necesitó que nadie le diera
la orden. Accionó el emisor FuMO 61 y comenzó a enviar
repetidamente el mensaje de SOS a través del pulsador morse. Una
gran ola se adueñó de la parte trasera del buque avanzando hacia la
parte central con una velocidad endiablada, arrastrando todo tipo de
objetos con ella, mantas, cajas de alimentos, o cualquier otra cosa
que encontraba en su camino.
En
el armario sobre la litera de Hubert, con cada golpe de mar, la
pequeña peonza giraba sobre sí misma, golpeando contra la pared.
Entonces, otro golpe de mar sacudía al U-755 en dirección
contraria y la peonza volvía a rodar en sentido opuesto, en un
movimiento interminable.
La
tripulación corría hacia la escalerilla de la sala de mando. Hubert
y su compañero cortaron la electricidad en la sala de radio antes de
abandonar sus puestos, cuando el agua ya
inundaba el pasillo central. Uno tras otro, los hombres trepaban con
rapidez hasta la torre, y sin pensarlo, saltaban al mar.
—¡¡Vamoooos!! ¡¡Vamooos!! ¡¡Todos fueraaaa!! —gritaba Wálter Göing al pie
de la escalerilla. El saldría el último, no abandonaría la nave
hasta que el último de sus hombres estuviera a salvo.
Bernhard
Adeneuer salió y tras él lo hizo Christians Rudolf. Luego el
comandante inició la ascensión, llegó a la torreta y saltó al
mar. Entonces un descomunal torrente de agua invadió la sala de
mando con fuerza, inundándolo todo. Tras escasos tres minutos de
inundación constante la popa comenzó a hundirse.
Mientras
los hombres saltaban al mar, llegó la primera ráfaga proveniente
del Hudson, que barrió nuevamente la cubierta. Algunos hombres
tuvieron tiempo de saltar al agua pero otros abandonaron el suelo de
madera de la cubierta para salir despedidos varios metros más lejos
en el agua, y ya sin vida. A Hubert sólo le dio tiempo a lanzar una
mirada cargada de miedo y frustración antes de zambullirse entre las
negras y frías aguas del Mediterráneo. Entonces vio a josef
Bauriedl saltar y aterrizar a su lado.
—¡¡Apartaoooos
del U-Boot!! ¡Nada Sasse, nada, ese cabrón viene a por
nosotros! —dijo Bauriedl, mientra braceaba con todas sus fuerzas.
La
imponente proa del U-Boot se estaba elevando varios metros
sobre la superficie del agua, intentando apuntar al cielo, como
clamando por una ayuda que no llegaría. La tensión producida por el
peso del agua en la inundada popa provocó que el casco de la nave se
fracturara con un concierto de
increíbles crujidos, mientras gemía en un último estertor de
muerte.
Los
hombres sabían que tenían que alejarse del submarino que se elevaba
sobre ellos, o serían arrastrados hasta las profundidades por la
poderosa fuerza de succión que originaría al hundirse. Varios
oficiales estaban cubiertos del aceite del buque que cubría la
superficie del agua, y su olor impregnaba el ambiente.
Mientras
la popa tiraba hacia el fondo, la proa se inclinó hasta quedar casi
vertical, generando una montaña de agua, formada por vapor y espuma.
Dominando la escena, una gran nube de humo blanco se elevaba en lo
alto
—¡¡Apartaoooos
de él!! ¡¡Apartaooos de él!!. !!Os arrastrará al fondo!!
—gritaba Göing.
Pero
los náufragos no reaccionaban, como si estuvieran hipnotizados. En
aquel momento, Wálter fue consciente de lo frágiles que eran él y
sus hombres. Todos los ojos estaban puestos en aquel gigante que se
hundía con lentitud.
La
proa permaneció un instante más en posición vertical, mostrando su
roda fuera del agua, con una de las escotillas de torpedos
abierta, como esperando a algún enemigo invisible para, al fin,
desaparecer de la superficie. Todos los que no se apartaron a tiempo
fueron tragados por la fuerza de succión generada por el navío al
hundirse. Entonces, mientras la nave desaparecía de la superficie,
Göing ordenó tres hurras por el honor del U-755. Los hombres
corearon los vítores como una sola voz.
El
U-755 descendía al fondo marino acompañado de un larga
estela de burbujas de aire. Al ganar velocidad durante el tortuoso
descenso, el sumergible se alabeó, desgarrándose; hasta
que tras una caída de pocos minutos, varios de los torpedos de los
tubos de proa estallaron, decapitando a la nave. Al fin se estrelló
con un fuerte estrépito contra el fondo, formando una inmensa nube
de polvo.
Con
el timón hincado en la arena y dos aspas de una de las hélices
asomando entre el fango, la maltrecha popa del U-755 yacía a
1.605 metros, en el fondo del Mediterráneo. En la torre, la
escotilla estaba abierta. Ya no resonaría con el alegre tamborileo
de las pisadas de sus tripulantes, ansiosos ante la posibilidad de un
permiso en tierra.
El
pecio dormiría para siempre en la oscuridad, convertido en un
amasijo de metal retorcido, tachonado de remaches y mostrando sus
costillas de acero a través de las tripas abiertas, como el
espantoso cadáver de un extinto monstruo. Como un sarcófago marino.
Con el paso del tiempo todo él quedaría cubierto de carámbanos de
óxido, mientras los hongos se alimentarían de sus pútridos restos.
Pero
aún no estaba todo visto. Los momentos finales de la tripulación
del U-755 serían de una violencia espantosa. Los hombres
acababan de ver como su nave desaparecía de la superficie llevándose
consigo a los que estaban demasiado cerca de él, cuando en el aire
sonó un silbido familiar.
El
Hudson iniciaba una nueva embestida a ras de agua. De sus dos
ametralladoras alojadas en el interior del fuselaje del morro, salían
con centelleante rabia los proyectiles, atravesando el aire. Las dos
ráfagas pasaron junto a los jóvenes levantando columnas de agua a
su paso.
—¡A
pasado cerca! —gritó Hubert mientras seguía al bombardero con la
mirada. No hubo respuesta.
Josef
Bauriedl yacía boca arriba con el cuello destrozado.
Sus
ojos, entreabiertos y fijos, observaban la nada, mientras parecía
que intentaba abrir la boca para emitir algún sonido, pero sólo
salía un pequeño torrente de sangre oscura, que caía al agua en
una siniestra cascada. Entonces el avión volvió a hacer otra pasada
disparando sus armas.
Sasse
no tuvo tiempo de reaccionar, ni de poder despedir a su amigo. Sintió
un dolor punzante y vio la sangre aparecer junto a él, a su
alrededor. Entonces, como un pensamiento olvidado, la figura de su
amigo se desvaneció y Hubert Sasse ya no vio ni oyó nada más, y la
negrura se cernió sobre el marino.
III
El
fuerte oleaje y las corrientes hacían muy difícil mantener la
cohesión entre los tres grupos de náufragos. El comandante Göing
dio la orden de nadar hacia el este, en dirección a Mallorca.
Bernhard Adeneuer calculó que la isla se encontraba a 30 o 40
millas.
Los
hombres en mejor estado nadaban en el primer grupo, mientras los más
débiles lo hacían 100 metros más atrás, intentando mantener la
marcha. Sobre las 14:30, los hombres heridos llamaban pidiendo ayuda.
Algunos de aquellos infelices no tenían chaleco.
Fritz
Bögner se encontraba en el grupo de cabeza cuando oyó los ruegos.
El joven seguía nadando, intentando concentrarse en sobrevivir, pero
no pudo seguir así por mucho tiempo. Al fin retrocedió, nadando
hacia los hombres del
último grupo para prestarles auxilio. Al pasar junto a un cadáver,
se detuvo, le quitó el chaleco salvavidas y continuó. Adeneuer le
vio pasar a su lado y tras un momento de dudas, se unió a él. Al
alférez Adeneuer y a Bögner no se les vería nunca más, aquel
gesto les costaría la vida.
En
el centro del grupo se encontraban el comandante Wálter Göing, el
primer oficial Werner Düsing y el segundo oficial Christians Rudolf.
Tras ellos nadaban el oficial ingeniero Ernst-Adolf Hartmann y los
dos mecánicos principales Günter Semmler y Heinz Wuwer.
Göing
observaba como los hombres iban desapareciendo en la distancia sin
saber que hacer. La corriente se volvió más fuerte y se hizo muy
difícil mantenerse cerca los unos de los otros. A lo lejos, los
hombres gritaban pidiendo socorro, luego los gritos cesaban, dando
paso a otro cadáver más.
Ernst
Oertl miró al cielo. No se veía ningún ave. Si divisara alguna
señalaría la proximidad de tierra firme, pero no había nada, sólo
el mar, inmenso. Había perdido de vista a muchos de sus
compañeros desde que saltaron de la torreta del U-Boot:
Baurietl, Sasse, Eichler, Krips...A la mayoría de ellos no los había
vuelto a ver.
Oertl
era un gran nadador y se posicionó entre los primeros del grupo de
cabeza. Nadaba pausadamente, intentando dosificar sus fuerzas y
respirar del modo adecuado. Realizaba movimientos sincronizados,
alternando un brazo en el aire con la palma hacia abajo, entrando en
el agua con el codo relajado, mientras el otro brazo avanzaba bajo el
agua y moviendo las piernas con patadas oscilantes. Cuando se
fatigaba, cambiaba el estilo, nadando de espaldas, siempre adelante,
como un autómata. A lo lejos escuchaba los gritos de los que se
quedaban rezagados, pero haciendo frente a aquella sensación
de culpa, continuaba adelante. Sabía que si se detenía, su cuerpo
se enfriaría, y estaría muerto.
IV
Media
tarde del 28 de mayo de 1943
Hubert
despertó de su inconsciencia, aturdido y desorientado. No sabía
donde estaba, mirando en todas direcciones, en la inmensidad del mar.
A lo lejos, cinco cuerpos flotaban inmóviles. Entonces lo recordó,
el ataque, el U-755 hundiéndose, el ensordecedor ruido del
avión dirigiéndose hacia ellos mientras disparaba sus
ametralladoras. Los gritos, la confusión, los momentos de pánico.
En aquel instante recordó a Bauriedl, muerto junto a él, y a los
demás. El dolor le hizo recordar que también él había sido
alcanzado.
El
marino se palpó la herida, a juzgar por el orificio de salida, el
proyectil había entrado por su abdomen y había salido por el
costado. Aún sangraba levemente y el dolor era insoportable, pero
debía sobreponerse. No sabía cuanto llevaba inconsciente, pero por
lo alto que se encontraba el Sol en el horizonte, calculó que debían
ser entre las tres y las cuatro de la tarde.
Observó
que el chaleco salvavidas aún estaba en buenas condiciones; la
bombona de aire presurizado estaba vacía, pero
siempre podría rellenarlo con la boquilla si notaba falta de aire.
Se
acercó pesadamente a los cuerpos que tenía más cerca, para
reconocer a Walter Klima, el cabo 1º de marina, y junto a él, al
teniente Dietrich Krebs. Un poco más alejado se encontraba el cabo
de marina Willi Krips y junto a él flotaba sin vida el marinero
Hermann Rakow. Había recibido varios disparos directos, y donde
debía estar la parte derecha de su rostro, no había nada.
Hubert
quiso vomitar, mientras las lágrimas afloraban a sus ojos, luego
pensó en los demás y los llamó gritando, pero sólo le contestó
el batir y el rugido de las olas, y comenzó a sollozar desesperado,
llamando en su interior a Dios.
A
lo lejos, el cielo estaba azul, pero junto a él sólo había agua,
agua oscura y poderosamente aterradora. Pero había recibido un duro
entrenamiento durante años y no le habían preparado para perder el
control al primer revés. En aquel momento recordó que le quedaba un
último cuerpo por ver, pero se encontraba bastante lejos de él y
pensó que no valía la pena gastar energías en llegar hasta allí.
Entonces oyó los gemidos y se acercó nadando, para comprobar que su
compañero Werner Eichler, el cabo 1º de transmisiones, estaba con
vida. El cuerpo del marino mostrada varios impactos, de los que
brotaba sangre.
—¡Eh,
Sasse! ¿donde están los demás? —preguntó Eichler, con un hilo
de voz.
Hubert
volvió la mirada hacia los cuerpos que flotaban ante ellos y
respondió:
— ¡No
hay nadie más!
—¡
Joder!, que cabrones, no nos han esperado
—Bueno, camarada, parece que esto es el fin, —siguió diciendo
Eichler—. ¡Ha sido un honor servir junto a tí!.
—¡No digas eso! —habló Hubert—. Saldremos de esta. ¡Ya verás!.
El
marino pasó uno de sus brazos por debajo de una de las axilas de
Eichler y cogió la axila contraria, utilizando el otro brazo para la
propulsión en coordinación con las piernas. Pronto comenzó a nadar
arrastrando a su compañero.
Hubert
utilizó el Sol para orientarse y recordó que en el momento del
ataque estaban frente a las costas de España. Tomó la decisión de
nadar de espaldas, manteniendo en todo momento el Sol frente a ellos.
Pronto
comenzaron a alejarse de los cuerpos de sus compañeros, que se
mecían arrastrados por la corriente, perdiéndose en la distancia.
Las corrientes del Mediterráneo y el viento de noreste que soplaba en
aquel momento les ayudaban a nadar hacia la costa, pero Hubert sabía
que estaban muy lejos.
Habían
pasado unos pocos minutos, cuando Eichler le oprimió el brazo a su
amigo. Hubert se detuvo para mirarle. Él le habló, pero su
contestación fue un susurro apenas audible. La respiración del
joven sonaba como un silbido ocupado ya por la muerte. Un líquido
rojizo y oscuro resbaló por la comisura de sus labios, mientras
oprimía con sus manos las de su compañero. Luego la presión
desapareció, Werner Eichler había muerto.
Sasse
dejó ir el cuerpo de su amigo. Las lágrimas volvieron a asomar,
mientras le perdía de vista.
El
marino cerró los ojos y comenzó a bracear, en una secuencia de
movimientos alternativa: un brazo en el aire con la
mano hacia afuera saliendo de debajo de la pierna, mientras el otro
impulsaba el cuerpo en el agua. La herida del costado le producía un
intenso dolor y sabía que aquel sufrimiento podría ir acompañado
de pérdidas de consciencia, sobre todo, teniendo en cuenta que había
perdido mucha sangre. Se concentró en los movimientos mientras
nadaba lentamente; aquella concentración le mantendría ocupado,
para no dejarse llevar por el miedo.
A
lo lejos distinguió una columna de humo que se elevaba en el
horizonte. Pensó que era imposible que aquel barco le viera. Él no
podía saber que aquel buque era el destructor de la Armada Española Velasco. En aquel instante el joven perdia el sentido.
A las 18:34 horas un Junkers Ju88 despegaba de la base de Toulon para
unirse a las labores de búsqueda. Otro aparato, salía a las 19:52.
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