18
12 de abril de 1943
I
El
Aspro, aquella brisa templada que solía soplar en el sur de Francia,
salpicaba el mar de rociones de espuma que se desprendían de las
ondulaciones del agua. La tripulación del U-755
contemplaba los diminutos veleros que navegaban a su costado,
amurados a babor, conscientes de la costa próxima.
Hubert
estaba en cubierta, observando a aquellos barquichuelos, que como
ellos, avanzaban buscando la protección del cercano puerto de
Toulon. Sus orillas se desdibujaban en la niebla que la noche había
dejado atrás, dando una impresión de paisaje irreal, fantástico,
como si aquel trozo de tierra que asomaba por entre la bruma fuese un
nuevo mundo por descubrir. El marino levantó la mirada para ver en
lo alto las nubes que corrían sigilosas y perdidas, con sus núcleos
de un gris intenso; nubes altivas que semejaban fragatas fantásticas,
navegando el cielo azul.
Era
una mañana fría cuando el gran pez enfiló la rada del puerto,
cerrado al mar por la península de Giens al este y por la de Saint
Mandrier al sur. La nave maniobró, sorteando el “Dique de los
Presidiarios” entre los dos faros que daban paso al arsenal. A la
entrada del puerto unos niños les saludaron, dando saltos de
alegría. Los críos estaban allí mirándolos venir, en silencio,
intentando adivinar las fabulosas aventuras vividas por los marinos
de aquella imponente nave.
Cuando
la Provenza pasó a manos de Francia en 1481, la ciudad inició
un importante desarrollo como puerto militar. A partir de 1643, Luis
XIV consolidó una flota propia, que se estacionó en Toulon,
incluyendo unos astilleros muy bien equipados. Pero la ciudad pagó
un elevado precio por poseer este marcado carácter militar, cuando
las tropas alemanas ocuparon en 1942 la zona libre de Francia que
llegaba hasta Toulon. La flota francesa hundió frente al puerto 75
buques de guerra, para que los soldados de Hitler no pudieran hacer
uso de ellos.
La
tripulación fue acomodada en las instalaciones de la Base de
Submarinistas de Mourillón, junto al arsenal. Grandes naves de
ladrillo rojo acogerían a los jóvenes durante el mes de permiso de
que disfrutarían.
En
aquella ocasión la dotación del U-755 no pudo aprovechar
para viajar a casa. Heinz Blischke fué ascendido y reasignado para
comandar su propio submarino. En unos días viajaría a Dánzig, para
conocer su nueva nave, el U-744.
El
restaurante de la base estaba situado en una planta baja y hacía las
veces de club de oficiales. El vestíbulo era pintoresco, con un
decorado estilo francés. Desde sus grandes ventanales
se extendía una impresionante vista hacia Toulon.
Heinz
Blischke pidió más champan para todos. A Hubert le sorprendió su
sabor agridulce, no lo había probado en su vida, y aquellas burbujas
le cosquilleaban en la nariz. Cuando llegó la segunda botella,
Baurietl, Giltrop y los demás ya hablaban más de la cuenta, incluso
Dietrich Krebs, el teniente. Todo el mundo estaba borracho; fumaban y
hacían fotos, mientras algunos se subían a las mesas para bailar.
Hubert
pensó en lo lejos que quedaba su casa, nunca había estado tan
lejos, y sin embargo tan cerca. Se hacía sumamente extraño que
mientras la gente moría en toda Europa, allí se arremangaran y se
desabrocharan las corbatas por el calor que producía el champan que
salía de las cocinas sin parar, en dirección a las mesas. Una banda
tocaba en el escenario mientras unas cuantas parejas bailaban en la
pista, poseídas por un fuego interno.
—¡Por
el III Reich! —berreó Blischke, con el rostro enrojecido—.
¡Por la Gran Alemania y por nuestro Führer, Adolf Hitler!.
Todos
los presentes levantaron sus copas. Incluso los bailarines
olvidaron por un momento su particular encantamiento y se volvieron,
sonriendo al anfitrión.
Hubert
paseó la vista por la sala, absorbiendo los detalles. Las banderas
con la cruz gamada ondeaban sobre las mesas mientras docenas de
camareros cargados con bandejas llenas de copas de licor, paseaban
entre la gente.
Hombres
refinados con uniformes entallados y perfectamente planchados, de
lustrosos botines; peinados hacia atrás y con colonias caras.
Mujeres con tacones, vestidas a la moda y con escotes de ensueño.
Insignias en las solapas y
pañuelos de seda negra al cuello. Flores desparramadas por las
mesas, y alguna sobre el oído de algún marino. Todo sonaba como un
sordo tintineo: los brindis con las copas, los tacones, la música, y
alguna bandeja que se precipitaba al suelo.
Blischke
soltaba sonoras carcajadas, mientras invitaba a los demás a hacer
corrillo al son de una canción patriótica. Volvía a sentarse y a
pedir otro brindis. Se tomó una copa más de un trago; una ancha
estela de espuma chorreaba por su chaqueta. Iba y venía por las
mesas, bebiendo y saludando a todos. Hubert le observaba entre la
multitud que coreaba su nombre y aplaudía sus triunfos. Aquel joven
de la gran sonrisa se había ganado a la tripulación en poco tiempo,
y ahora marchaba a seguir su camino.
Junto
a él partía también August Giltorp, que había sido asignado a un
nuevo destino, el U-765. Sasse y él no se volverían a ver
nunca más.
II
Eran
las cuatro de la tarde de un martes de finales de abril. El camarero
le puso un café sólo en una taza ligeramente mellada que llevaba
grabado el emblema de la ciudad de Toulon.
Hubert
paseo la yema del dedo por aquel dibujo. Un escudo de color azul, y
sobre él, una cruz de oro. El escudo estaba adornado por una corona
mural dorada, almenada por cinco torres. Con una rama de roble
a la derecha y otra de laurel
a la izquierda, cruzadas entre sí en el extremo inferior.
Entrelazándolas se encontraba una banda azul que mostraba en letras
también doradas el lema: concordia parva crescunt.
Hubert
pensó si sería latín, o algún idioma parecido. No pudiendo
reprimir la curiosidad, preguntó al camarero su significado.
—Mediante
la concordia, las cosas pequeñas crecen —respondió con una casi
imperceptible sonrisa.
El
marino meditó sobre aquello. Concordia era lo que le faltaba al
mundo en aquellos días.
Hubert
pidió educadamente permiso para sentarse en una mesa, junto a un
ventanal por el que se adivinaba la luz exterior, con el sol bañando
la callejuela. Las paredes del pequeño café cercano al puerto
estaban forradas de madera oscura y terciopelo, lo que aportaba un
aire cálido y acogedor al local del barrio de pescadores.
La
puerta de madera crujió sobre sus viejos goznes y el marino se
apartó para dejar paso a un grupo de oficiales que llegaron
sonrientes, comentando su próximo permiso. La pequeña posada fue
asaltada por aquel montón de hombres con cara de ir a una despedida
de algún tipo; entre ellos varios jóvenes de uniforme. Hubert contó
dos oficiales de la Marina y un coronel de la Luftwaffe,
además de varios hombres de paisano. Tras escuchar la conversación,
pudo entender que para alguno de ellos, la guerra había terminado.
No pudo reprimir un sentimiento, que supuso que era envidia.
Cuando
alguien entraba en el local, aprovechaba para escuchar a través de
los postigos, el sonido del Mediterráneo batiendo fuera, en la
playa. Poco a poco se estaba amoldando a aquella manera de vivir. Ni
mejor ni peor que la que había conocido
hasta entonces. Simplemente distinta. Por desgracia era una vida
basada en la muerte y la destrucción. Todas las guerras eran
crueles, todas injustas y dolorosas. Pero escuchar a través de los
hidrófonos de la nave los gritos de los tripulantes de los buques al
hundirse era una experiencia especialmente atroz ante la que le
resultaba muy difícil reprimir la congoja, y le llevaban a mostrarse
vulnerable ante los demás.
Hubert
pagó el café y abandonó el local en dirección al barrio antiguo.
Al llegar se sorprendió al ver algunas de las calles pavimentadas
con guijarros, en un número infinito. En las fachadas,
primorosamente blanqueadas, se abrían las pequeñas puertas con las
jambas y dinteles con piedras labradas.
La
animación en la ciudad era considerable. Varios grupos de personas
iban y venían por entre aquellas callejuelas, formando tertulias a
las puertas de las casas. No tardó en averiguar que aquella
agitación venía siendo habitual en Toulon los días de mercado.
Salió del barrio antiguo para llegar a una gran plaza frente a la
iglesia de San Francisco de Paula.
Un
gran mercado ocupaba la totalidad de la calle que desembocaba en el
puerto, donde un mar de personas deambulaban entre los puestos con
llamativos escaparates, protegidos por grandes toldos de colores.
Hubert
se abrió paso a través del gentío, entre fardos y carretas
cargadas de mercancías. Aquel bullicio le pareció una sinfonía,
con el francés como protagonista. Aquel idioma ya le pareció lo más
romántico del mundo cuando comenzó a practicarlo en Gotenhafen,
incluso durante su estancia en Brest
le cautivó, pero allí en Toulon, sonaba simplemente a música.
Una
larga calle mostraba orgullosa, puestos de venta de frutas y
verduras, pescados, quesos de la zona, y un sinfín de productos
locales. Más adelante se podían encontrar, desde panaderías que
preparaban sus propios panes, hasta carnicerías y tiendas de telas,
vinos y perfumes. Hubert no había visto nunca nada igual, pero le
recordaba a las fruterías de su Affeln, donde aquel chiquillo
travieso se paraba y aspiraba sus aromas.
Se
detuvo ante un puesto donde se exhibían infinidad de tipos de
quesos, y acabó comprando un pequeño queso de Valençay. Se
sentó a comerlo en un banco junto a la fachada de San Francisco,
mientras disfrutaba de la compañía de varios niños que jugaban
allí mismo.
Los
mocosos arrastraban sus juguetes de latón mientras vociferaban
ruidosamente. Uno de aquellos juguetes era un pequeño autobús de
hojalata, pintado de vivos colores, atado a un cordel del que un niño
tiraba, paseándolo por la plaza. Pero junto a aquellos chiquillos le
llamó la atención una niña que jugaba con una peonza.
La
pequeña lanzó con fuerza el juguete, que tras dar un par de saltos
contra el pavimento, acabó yendo a girar a los pies del marino. La
niña se acercó al tiempo que Hubert se agachaba a recogerla,
cuando dejó de girar. El soldado observó aquella bonita peonza en
la palma abierta de su mano.
—¡Bon
jour monsieur! —dijo la pequeña, mirando fijamente a Hubert. La
niña se mostró impresionada por el imponente uniforme del
marino, con aquellos botones del color
del oro.
—¿C'est
nouvelle? —pregunto el soldado mientras le devolvía el juguete.
La
niña respondió señalando tras el joven, hacia uno de los puestos
del mercadillo. Hubert se acercó a aquella parada, donde un joven
artesano labraba la madera. El carpintero realizaba una preciosa
talla mientras la gente se detenía a observar. El marino recorrió
la mercancía con la vista hasta que se detuvo en una pequeña caja
de madera donde se acinaban apretujadas varias peonzas de múltiples
colores y tamaños. Hubert no lo pensó y acabó adquiriendo una en
forma de pera. Pronto estaba lanzando el juguete ante la mirada y las
risas de los pequeños.
Entonces
cruzaron sus miradas. Estaba sentada en un banco de piedra, a la
sombra de la fachada de la iglesia. Vestía un hermoso vestido rojo,
con lunares blancos. Una larga falda se ceñía a sus caderas a modo
de corpiño y se ensanchaba por delante. Su pelo era color caoba,
casi como la noche, y lo llevaba recogido en una coleta de la que
sobresalían algunas puntas cobrizas que rozaban su delicado cuello.
Su hermoso rostro, de ojos verdes y labios sinuosos, mostraba esa
apariencia ingenua de una joven de alrededor de 18 años. Ante la
mirada del soldado, la joven se acercó a la niña de la peonza, que
él pensó que podía ser su hermana pequeña.
La
joven se arrodilló junto a la niña, inclinando ligeramente su busto
hacia adelante. Entonces volvió a dirigir una tímida y efímera
mirada al marino, que acompañó con una sonrisa. Ella siguió
inmóvil un instante, había dejado de sonreír y lo observaba
pensativa. Tras llamar a la pequeña, apoyó una mano en el suelo, inclinó un poco el cuerpo a un lado,
pasó la pierna derecha por delante de la izquierda, y se incorporó
en silencio, mientra volvía el rostro hacia el marino, mirándole a
los ojos. Seguidamente, con la niña de la mano, marchó en dirección
al mercado.
Hubert
observó a aquel precioso ser mientras se alejaba. La joven se detuvo
ante un puesto, al principio de la calle, donde una pareja de
ancianos la recriminó, gesticulando mientras lanzaban miradas
en dirección al marino. Él supuso que debían ser familiares de la
joven que no vieron con buenos ojos que dedicara una sonrisa a aquel
invasor. Nunca sabría de ella, de sus añoranzas o inquietudes. De
sus miedos o ilusiones. Sus caminos se habían cruzado en un punto
para volverse a separar, para siempre.
En
ocasiones se sorprendía a si mismo pensando en el futuro. Todo el
mundo decía que era una chifladura lo de pensar en el mañana, en lo
que les depararía el porvenir. Su amigo Bauriedl decía que en las
circunstancias en que se encontraban, podían encontrar la muerte a
la vuelta de la esquina, por lo que era preferible vivir el día a
día sin pensar mas allá. Sus intentos de analizar la guerra, eran
eso, mediocres intentos por comprender lo inefable. Las guerras eran
eso, guerras, y no podía ser de otra manera.
El
joven lanzó la peonza una par de veces más, mientras su imaginación
viajaba, llevándole lejos. Se imaginó a si mismo formando una
familia, en su querido Affeln, o por que no, allí mismo, en Francia,
junto a alguna joven como aquella. Junto a una joven que le quisiera,
y a la que el querría como a nada en el mundo. Debía ser
maravilloso despertar todas las mañanas y encontrar a su lado a un
ser como aquel. Se imaginó rodeado de pequeños, correteando bajo
sus pies, en una
preciosa granja.
Un
vapor hizo sonar su estridente sirena en el puerto, y Hubert volvió
a la realidad. Se metió la peonza en el bolsillo del pantalón,
marchando por la “Avenida de la República”, bordeando el puerto
pesquero hacia los muelles, en dirección a la base, con las gaviotas
maniobrando entre los mástiles de las embarcaciones. Así pasó el
mes, entre idas y venidas a los cafés del puerto y a la plaza del
mercadillo, en busca de aquella joven del traje de lunares, pero sus
caminos ya no se cruzarían.
III
La
noche del 18 de mayo transcurrió en un continuo y monótono ajetreo,
poniendo en orden las provisiones de a bordo. Poco antes de
despuntar la aurora se oyó el pito del contramaestre dando la orden
de maniobrar.
Los
motores empezaron a rugir y el sumergible tembló con el ronroneo de
un felino. Bajo la pálida claridad de las farolas del puerto,
varios hombres se lanzaron a soltar amarras, con un frenético ir y
venir de los marineros, con movimientos ágiles y rápidos.
La
oscuridad envolvía al U-755 mientras se separaba del malecón,
con lentitud. Wálter Göing sostenía su gorra de campaña entre las
manos, sobre el puente, mientras en el horizonte asomaban las
primeras luces del alba. El aroma a puerto impregnaba el aire, al
tiempo que, entre la bruma, la superficie oscura del mar reflejaba la
pálida luz del Sol, a lo lejos.
El buque giró dejando el Golfo de Giens a babor y adelantó a un
grupo de cargueros, con sus luces de posición resplandeciendo en el
amanecer.
La
guardia de puente observaba durante horas el movimiento ascendente
del oleaje. Bajo aquel oscuro cielo, las olas eran como colinas de
ámbar, vítreas y opacas. El brillo del Sol les confería un tono de
esmeralda bruñida. El aire en el exterior era frío, refrescante, y
contrastaba con el olor a mar, a aceite y a humo de cigarrillo.
Göing
recibido órdenes de volver a patrullar las costas del norte de
África en busca de los convoys aliados. La luz aumentaba a medida
que fueron avanzando hacia el sur, conscientes de la importancia de
aprovechar la ventaja de navegar bajo la protección de las sombras.
Durante parte de la mañana, los aviones enemigos impidieron al
sumergible estar mucho tiempo en superficie. Las aeronaves volaban
continuamente y a escasa altura sobre el Mediterráneo, aumentando la
presión sobre las naves que operaban por aquellas aguas.
Navegaban
en inmersión, cuando se detectó un problema en las juntas del
periscopio que producía una pequeña entrada de agua.
Al
día siguiente la avería empeoró. La cantidad de agua que se
filtraba era alarmante y Göing tomó la decisión de informar,
solicitando permiso para regresar a Toulon para una reparación. A
las 17:00 horas recibía la confirmación para retornar a la base.
A
las 18:30 el U-755 se internaba en Toulon, donde un pequeño
contingente de mecánicos les esperaban para reparar la
avería.
Al
día siguiente y con el problema solventado, los hombres de Wálter
Göing volvían a partir, con la preocupación en el semblante. Entre
los hombres de mar era un mal presagio el interrumpir un viaje recién
comenzado por una avería.
La
llegada de la noche trajo la calma para la tripulación. El
sumergible avanzaba a media máquina, protegido en la oscuridad de
una noche sin luna. El silencio en el U-Boot concordaba con el
que había en el exterior, con el de la noche profunda.
Hubert
se quitó las botas, se sacudió ligeramente los pies y se recostó
sobre la dura e incómoda litera, dobló los brazos, apoyó la cabeza
sobre las manos entrelazadas y se reclinó contra las taquillas de la
pared. Una manta se arremolinaba junto a sus pies. La bolsa que había
traído estaba sobre la cama, con algunas cartas releídas infinidad
de veces. Abrió el armario y la guardó. En un rincón se hallaba su
grueso manual de telegrafista con tapas azules, y a su lado, la
pequeña peonza.
Aquel
mes de abril en Toulon, sin poder ir a casa, no le había hecho
ningún bien. Había tenido demasiado tiempo para pasear, y para
pensar. Había estado a solas consigo mismo, triste, tratando de
dilucidar al mismo tiempo su identidad y su porvenir.
Recordó
su infancia, corriendo junto a su hermano por el sendero que
discurría paralelo al río Brüninghauser. Aquel día llovía, con
la hierba mojada a los lados del camino, con altas hayas, como
grandes mástiles que apuntaban al cielo, ondulando en medio del
estruendo del viento primaveral.
Pero en aquel momento, acostado en su litera creyó que aquellos
pensamientos eran meras banalidades en medio de una guerra que
desangraba a medio mundo. Observó desde su cama el ir y venir de sus
compañeros. Se prepararon las mesas y los que estaban de guardia se
sentaron alrededor, hambrientos y optimistas. Le rodeó un rumor de
voces y un estrépito de platos y cubiertos. El marino les contempló
en silencio, felices y sonrientes.
Todo
duelo con la muerte les resultaba dramático, pero excitante al mismo
tiempo, transportándolos más allá de si mismos. Pero era lógico
pensar que muchos de ellos estaban condenados a perder la partida en
un mundo tan miserable y mezquino como aquel.
A
los ojos de aquel joven, la guerra no era más que suciedad, miedo y
sufrimiento. La guerra le había decepcionado, dejándole
vacío, y recordándole que lo estaba dando todo por nada, y que no
había conseguido ningún objetivo. Hubert parecía suplicar por
respuestas a preguntas que nadie podía contestar.
Sumergido
en aquella vorágine, harto de intentar ordenar sus ideas y de
esperar verter un poco de razón en las heridas, los sentimientos
acabaron por correr a su aire. Le venció ese cansancio que endulzaba
los sentidos, y era ya tarde para remediarlo. Ausente al ruido que le
envolvía, se quedó dormido.
IV
21
de mayo de 1943
Debían
ser más de las 12:00 cuando el teniente Ralph James Drummond entró
en la sala de mando del HMS Sickle (P 224), un submarino de la clase
S de la Royal Navy, construido en los astilleros Cammell Laird y
comisionado el 27 de agosto de 1942. A través de la escotilla vio a
Wayne. Su segundo de a bordo tenía una expresión ceñuda que
acentuaba sus duros rasgos faciales, aunque normalmente solía estar
de muy buen humor.
Drummond
se abotonó el cuello de la camisa, mientras Wayne le ponía al
corriente. Habían partido el 23 de abril desde Gibraltar para
patrullar el Mediterráneo y hacía seis días que habían torpedeado
y hundido al submarino auxiliar alemán UJ-2213 al sur de
Niza, y la tripulación estaba eufórica. Aquella noche se
encontraban cerca de Toulon, el nido de los U-Boots que
operaban aquellas transparentes aguas.
Drummond
tenía 25 años. Era alto y de figura noble y atractiva. Cabello
castaño, la frente tersa y el rostro más bien pálido. Tenía
aspecto de ser uno de aquellos ingleses de actitud académica y
sangre fría que solían hallarse frecuentemente en el Reino Unido.
Para ser un joven que ostentaba un cargo tan importante, James tenía
un carácter humilde, y más teniendo en cuenta sus raíces. Su
tío, Sir James Eric Drummond, dieciseisavo conde de Perth,
había
intentado
hasta la saciedad que su sobrino entrara en el mundo de la política.
Decía que tenía muy buenas aptitudes para ello. Tío James era el
Primer Secretario General de la Liga de las Naciones. En 1933
ostentaba el cargo de embajador británico en Italia y posteriormente
entró en la Cámara de los Lores. Tras estallar la guerra, volvió a
Gran Bretaña como el principal asesor en materia de publicidad
exterior en el Ministerio de Información.
Sin
embargo los consejos de su tío no sirvieron de nada. Ralph quería
realizar el sueño de su vida, seguir los pasos de su padre. Tenía
muy claro la responsabilidad que suponía ser hijo del comandante en
jefe de la División de Nueva Zelanda, el vicealmirante Edmund Rupert
Drummond, Conde de Pert.
Su
madre, Lady Evelyn Frances Butler hubiera preferido que su hijo se
decantara por una profesión más acorde con la educación recibida,
pero su hijo decidió dejarse llevar por su amor por el mar. A los
tres años de ingresar en la Escuela Naval y tras un corto periodo al
frente del HMS H32, recibió el mando de su segundo submarino, El
Sickle.
Un
oficial trajo una taza de café, mientras Drummond repasaba los
últimos mensajes recibidos. El submarino cabeceaba en la superficie
del mar y él estuvo a punto de derramarlo.
—¡Comandante!
—dijo el operador de radar. Drummond se acercó y le puso la
mano en el hombro. El joven oficial señaló la pantalla.
—¡Aquí
está, señor!, lo vi hace un segundo..., ¡otra vez!.
Drummond
observó con atención el aparato, intentando adivinar la naturaleza
de lo que tenía ante sus ojos.
—Parece la señal de otro submarino —dijo Drummond—. ¿No es
cierto muchacho?.
—¡Me
apostaría la cabeza, señor! —dijo el operador, mientras asentía.
—¿Que
más? —siguió preguntando Drummond.
—Se
parece mucho a la señal que vimos el otro día, la del submarino que
hundimos
—¡¡Otro
submarino alemán!! —gritó Drummond—. ¡Zafarrancho de combate
con torpedos!.
El
estridente ruido del claxon de alarma llegó a todos los rincones
de la nave, despertando a los hombres que estaban fuera de guardia.
Todos se levantaron, saliendo despedidos hacia sus puestos de
combate. Las interferencias en el radar eran debidas, sin duda, a la
presencia de otro sumergible en las cercanías.
Las
emanaciones del submarino enemigo provenían de la demora 350, casi
del norte. El Sickle hizo todo avante y se dirigió con un rumbo
calculado para situarse en la trayectoria del buque que se acercaba,
viró hacia el enemigo y comenzó a aproximarse, manteniendo tras de
sí la parte oscura del horizonte, para no ser descubierto. La
distancia continuó disminuyendo, mientras el operador de radar
suministraba sin cesar, la información.
—¡Cinco
millas, señor!
Drummond
subió al puente a acompañar a los serviolas, escudriñando el
horizonte. Entonces, los penetrantes ojos de uno de los oficiales de
cubierta comenzaron a distinguir una sombra. A cuatro millas se
definía de pronto en la oscuridad la siniestra silueta de un U-Boot
de la clase VIIC. A aquella distancia el alemán ofrecía
todo su costado al Sickle. Los planes
de Drummond habían dado sus frutos. Su proa apuntaba al enemigo y
tenía además, la ventaja de verlo sin ser visto.
Hubert
despertó sobresaltado y recordó que había tenido un sueño en el
que su padre, vestido de uniforme, le abrazaba con fuerza. Recordó
que Anton nunca le abrazó así, con aquella intensidad. Cuando
despertó, recordó el sueño y sintió miedo. Hasta él llegaron los
gritos del segundo oficial llamando al comandante. Oyó el ruido de
las suelas de sus botas de cuero moviéndose por el piso metálico de
la nave. Se inclinó sobre la barandilla de la litera para ver que
ocurría.
Los
hombres discutían acaloradamente, mientras decían que el operador
se había vuelto loco, y le ordenaban que lo volviera a comprobar.
Hubert
saltó de la cama y se acercó al puesto de mando. El operador del
hidrófono había escuchado algo. Todos los buques producían sonidos
al navegar, bien por las hélices, los motores, o cualquier
maquinaria a bordo, y el hidrófono se encargaba de descubrirlas.
—¡Son
ruidos de hélices! —dijo el oficial de sonar—. Están lejos,
pero estoy completamente seguro, señor.
—¡De
nuevo!, ¡contacto hidrófono! —gritó el operador—. Marcación,
nueve, cinco. ¡Leve ruido de hélices a tres millas náuticas!.
—¡Ha
parado motores, señor! —volvió a decir.
Göing
asomó por la escotilla de acceso a la torre y preguntó al personal
de guardia.
—¿Se
ve algo?
—No,
comandante, y eso que lo tenemos cerca — respon-
dió
Dietrich Krebs, de guardia en el puente.
Todo
el mundo en la sala de control del U-755 se puso en
movimiento. El nerviosismo entre los oficiales era palpable.
Göing
dictó un mensaje a la sala de radio y Helmut Kollwitz lo envió al
Alto Mando:
FT
2248/20/526 de Göing
21-5...
12:34...CH 3622 Dfl. localizado Submarino enemigo
radio-localización
horizontal.
De
pronto, Göing ordenó desalojar la torre y preparar inmersión.
Estando tan cerca del buque que producía aquel sonido sin tener un
contacto visual, sólo podía significar que la silueta del atacante
fuera muy baja, o lo que era lo mismo, que fuera un submarino y
estuviera a cota de periscopio.
Si
estaba situado en marcación, nueve cinco, lo tenían a estribor, y
le estaban mostrando todo su costado, y si además estaba detenido,
era lógico pensar que preparaba un ataque.
—¡Distancia?
—rugió Göing.
—¡Dos
millas náuticas, y sigue parado, señor! —gritó en voz alta el
operador.
—¿Si
disparara sus peces a esa distancia, cuanto tardarían en llegar a
nosotros?
—Unos...,dos
minutos, señor —contestó el operador tras hacer los cálculos con
rapidez.
—¡Avíseme
si se abren las escotillas de torpedos! —volvió a gritar Wálter
Göing—. ¡¡Gente a proa, gente a proa!!.
La
sirena de alarma comenzó a sonar por toda la nave. Todos los
que no eran precisos en sus puestos echaron a correr a toda prisa
por el pasillo, hacia la proa, junto a los tubos
lanzatorpedos.
—¡¡Ha
abierto escotillas ,señor!! —gritó el operador, presa de los
nervios—. ¡¡Torpedos!!, ¡torpedos en el agua!.
Silenciosamente,
el Sickle expulsó cinco torpedos al mar que emprendieron su camino
hacia el blanco. El personal del puente se frotaba las manos,
observando con nerviosismo. El Sickle, como todos los de su clase,
estaba provisto de seis tubos lanzatorpedos a proa, por lo que
Drummond se guardaba uno de reserva, por si era necesario.
—¡¡Inmersión!!,
¡¡inmersión!! —gritó, Wálter Göing, mientras pulsaba su
cronómetro Hanhart.
El
pez de acero se inclinó de proa estrepitosamente, acelerando la
inmersión, ayudado por el peso extra del personal de proa. La
superestructura comenzaba a desaparecer de la superficie, cuando
desde el Sickle se percataron de que habían sido descubiertos.
—¡Veinticinco
segundos! —leyó Göing en su reloj.
—Cinco
metros, señor
—¡Treinta
y cinco segundos! ¡estamos bajo el agua!
Cuando
se cumplió el primer minuto dieron por sentado que estaban fuera de
peligro, pero era lógico que el atacante estuviera recargando los
tubos de torpedos.
—Los
torpedos ya deben haber pasado sobre nosotros —dijo Dietrich Krebs.
—¡Parar máquinas! —volvió a gritar Göing—. ¡Silencio absoluto!.
Los
hombres permanecían quietos mientras se hizo el silencio en el
U-755. Nadie se atrevía a respirar. Con la mirada fija, los
hombres se miraban entre sí, escuchando. Si el sumergible no emitía
ningún sonido, no podría ser detectado,volviéndose
invisible para el eventual cazador.
Dentro
de la nave, había caído la noche, oscura y fría. Una especie de
suave neblina se apoderó del espacio y una sensación húmeda se
instaló en el aire. Los haces de las linternas recorrían el lugar,
saliendo de entre la oscuridad. Todos los instrumentos habían
enmudecido. Algunos hombres, tras veinte minutos de espera y en
silencio, llegaron incluso a dormirse.
Se
preparó la salida a superficie para diez minutos después y tras
poner las máquinas en funcionamiento, los instrumentos empezaron a
brillar en la oscuridad, entre sonidos agudos e intermitentes,
mientras las luces del techo comenzaban a volver a la vida. Göing
vio rostros espantados, aterrorizados.
Uno
de los oficiales se enjugaba con la manga del uniforme una gota de
sudor que le caía de la nariz. Otro tarareaba una melodía por lo
bajo, de forma repetitiva, como si su mente estuviese a muchas millas
de allí. Había un olor áspero en el ambiente, por encima de los
olores normales en la nave, que les estaba provocando a los hombres
un intenso dolor de cabeza. La falta de oxigeno se comenzaba a notar.
Göing
suspiró, y exhaló el aire de sus pulmones con lentitud.
—Bueno,
señores, volvamos arriba —dijo con suavidad. No tuvo que repetirlo
dos veces.
El hidrófonista escuchó al Sickle alejándose. Drummond no estaba
dispuesto a quedarse quieto con un U-Boot en inmersión bajo
él. El U-755 salió a la superficie en otra noche sin luna, y
preparado para la batalla, continuó su camino.
V
26
de mayo de 1943
Desde
el aire, el Mediterráneo semejaba realmente infinito, remoto. Así
se lo pareció la mañana del 26 de mayo al teniente de Vuelo L.H.G.
Holmes mientras sobrevolaba la costa de Marruecos a bordo de un
Hudson MkV del 500 escuadrón de la R.A.F.
Habían
despegado desde el aeropuerto de Tafaroui, a donde les habían
destinado desde el pasado 3 de mayo. Aquel aeródromo se encontraba
en Orán, una ciudad portuaria al noroeste de Argelia. Tafaroui había
sido tomado por la 34ª División de infantería del ejército de los
Estados Unidos durante la Operación Antorcha, el 8 de noviembre de
1942.
Holmes,
de 27 años, fue almacenista en Rangiora, su pueblo natal y se había
alistado en la RAF en el 39, por lo que era un veterano piloto, y un
buen conocedor del Mediterráneo. El bimotor se deslizaba suavemente
a 1.640 pies sobre la superficie del agua. Volaron hacia el oeste
durante una hora, observando con atención, con la cara pegada al
cristal, pero disfrutando al mismo tiempo de un estado de serenidad
inducido por el balanceo del bombardero y por la visión del agua
extendiéndose hasta el infinito.
A
continuación viraron al nordeste en dirección a una estela que se
adivinaba en la distancia, a 7.000 millas al norte de la isla de
Alborán. Pronto descubrieron la procedencia de aquella
estela, un U-Boot navegando
en superficie.
La atenta observación de los oficiales había tenido su recompensa.
Holmes elevó el potente bimotor a gran altura para no ser detectado,
y dejó caer a la aeronave, prácticamente en picado, quería
sorprender al sumergible antes de que le avistara y se hundiera.
Werner
Düsing se encontraba de guardia de puente a las 06:26 horas, cuando
oyó aquel rugido ensordecedor que se mezclaba con el sonido del
viento. Los cuatro serviolas no hacían más que otear el horizonte
en todas direcciones, intentando localizar la fuente de aquel
estruendo que se les acercaba. En aquel momento el oficial levantó
la vista y lo vio, cerniéndose sobre ellos a una velocidad
endiablada. El chorro de luz del proyector a proa del Hudson comenzó
a pasearse por el costado del sumergible.
—¡Inmersión,
rápido, inmersión!, —gritó al tiempo que se acercaba a la
escotilla.
Comenzó
a sonar el timbre de alarma, cuando la guardia de puente se dio
cuenta de que lo tenían encima.
—¡A
los antiaéreos, rápido, rápido! —volvió a rugir Düsing.
Los
hombres cargaban el arma de 20 mm, cuando llegó hasta ellos la
primera lluvia desde las ametralladoras de 7.7 mm del bombardero
británico.
El
cabo de marina Helmut Zwaka, el serviola que estaba junto a Düsing,
se desplomó como una marioneta sin vida mientras los proyectiles
barrían la cubierta del U-755. Su piel se había vuelto
amarilla y la cabeza le colgaba inmóvil en el borde de la torreta.
Düsing tomó el puesto del hombre caído cuando el Hudson pasó
como una exhalación dejando caer tres
torpedos que se hundieron a varios metros de la nave sin causar
daños. Los tres hombres comenzaron a disparar mientras sus
gargantas dejaban escapar gritos de rabia.
—¡Está
virando!, ¡está virando!, ¡vamos, acabemos con ese hijo de perra!.
El
cañón del antiaéreo escupía fuego en dirección al bombardero que
se acercaba para lanzar otra estocada. Los proyectiles de 20 mm
alcanzaron por fin al Hudson que comenzó a mostrar un rastro de humo
en su motor de babor. Pero a pesar de recibir un golpe por el fuego
antiaéreo, Holmes siguió con dos ataques en picado, mientras la
ametralladora del vientre del aparato se había unido a la cacería.
En
aquella segunda pasada, dos de los artilleros, el teniente
Eichler y el marinero Örtel
fueron alcanzados por los proyectiles, siendo sustituidos
rápidamente. Otro torpedo salió de la panza de aquel pájaro, sin
mayores consecuencias, hasta que salieron otros dos.
Düsing
consiguió alcanzar de nuevo al bombardero, cuando de pronto una
enorme explosión sacudió al U-755 en el costado de babor, a
varios metros de popa. El impacto había sido directo, haciendo que
la nave se estremeciera como un monstruo herido. Grandes llamaradas
asomaban desde el interior del sumergible y varias columnas de humo
se elevaban en lo alto. En el interior de la nave, la formidable
explosión fue acompañada de una blanca llamarada, que envolvió con
lenguas de fuego toda la zona de popa. Puntales y largueros metálicos
caían como hojas muertas en otoño. La rotura de varios tirantes
había desplazado una sección del casco de presión, proyectando
en todas direcciones tuercas y varios
tornillos, provistos de una temible potencia de choque. Era un
verdadero milagro que nadie hubiera resultado muerto en el interior
de la nave.
Holmes
acababa de dejar al sumergible tras él, cuando el segundo de a bordo
le indicó que perdían altura. El humo llenó la cabina del
bombardero con el desagradable olor del aceite quemado. Las chispas
golpeaban contra los cristales del parabrisas, salpicándolo de lo
que pareció liquido refrigerante. Holmes observó aquel motor, a su
izquierda, envuelto en humo negro, mientras su hélice se detenía
entre estertores.
Durante
un momento se le ocurrió avisar por radio a los guardacostas basados
en Gibraltar, pero el avión volvió a recuperar la estabilidad y
pensó que podrían llegar. El bombardero se alejaba renqueando pero
a salvo, gracias a su otro motor de 1.200 cv, que rugía y
resollaba. Mientras tanto, en el sumergible se hacía inventario de
daños: un muerto y dos heridos por el Hudson. Inmediatamente se
procedió a dominar el incendio con ayuda de los extintores.
El
casco de presión había sufrido el impacto directo de aquella bomba,
por debajo de la línea de flotación, por lo que el agua entraba
estrepitosamente por las juntas del escape de uno de los diésel. Las
bombas de achique cumplían su función, manteniendo la inundación a
raya, mientras con un soplete se intentaba taponar la vía. Los
hombres pasaron la noche intentando reparar la entrada de agua, pero
fue imposible.
—El
agua entra muy deprisa, señor —comentó el mecánico jefe Brumme.
Wálter Göing tenía el semblante serio mientras escuchaba. Las
posibilidades de poder taponar la vía con unas mínimas
condiciones de seguridad eran realmente muy
escasas.
Tras
dos horas de deliberación, Göing envió un mensaje a la base:
Entrada
FT 2250/26/557 para Göing
27-5...06:18...CH7518...Graves
averías.
Entrada
agua escape posterior.
Inmersión
profunda insegura.
Caído
Corporal armas cubierta Zwaka,
heridos
levemente Marinero Örtel y Corporal de cubierta Eichler.
Comenzamos
regreso a Toulon.
Probable
cambio salida escape posterior.
Aquella
noche, al amparo de las estrellas, la tripulación del U-755
subió a cubierta y se realizó un breve funeral por el
Matrosengefreiter Helmut Zwaka. Su cuerpo fue envuelto en un
sudario y tras unas palabras se le dio sepultura en las aguas del
Mediterráneo, muy lejos de casa.
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