17
26 noviembre 1942
I
Cogió
su equipaje y se caló el sombrero de fieltro, con la otra mano
cerrada sobre un diario. El autocar iba repleto de campesinos y
soldados con su macuto al hombro que volvían al hogar. Hubert se
apeó en la parada de Affeln y comenzó a andar a pie hacia la calle
principal, mientras un perro escuálido husmeaba sus pies. Entonces
percibió que el pueblo había cambiado desde la última vez. ¿O
acaso era él el que había cambiado?. Se quedó parado mirando a los
transeúntes que llenaban la plaza, deambulando entre la nieve.
La
gente pasaba con las manos en los bolsillos, a su lado, sin decir
palabra. De lejos se veía la hilera de árboles junto a la acera,
cerca de la iglesia. La penumbra de las ramas cubría la calle.
Entonces le pareció reconocer a dos muchachas, al otro lado.
Helfriede
y Elizabeth volvían en aquel momento de la Iglesia. Cruzaron ante
él, pero al principio le tomaron por un extraño y no le
reconocieron. Hubert había perdido siete kilos.
Estaba tan delgado que los pantalones le venían holgados. Las jóvenes se dieron la vuelta al oír que alguien requería de su
atención.
—¡Sssst!.
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre el gentío.
Elizabeth
sonrió, y las dos muchachas corrieron hacia él, abriéndose paso
entre la multitud. Hubert quedó extrañado cuando llegaron a su
lado, riendo por lo bajo. Entonces preguntó:
—¿Que
ocurre?
—¡Nada!
—contestó Elizabeth—. ¿Por qué lo preguntas?.
—No
se, os noto extrañas
La
gente observaba a aquellos jóvenes abrazados, mientras reían. Al
cabo de un rato, sus hermanas le ayudaron con el equipaje y partieron
hacia casa.
Por
el camino se cruzaron con un carro tirado por dos hermosos caballos,
haciendo sonar las campanillas de latón del pretal.
Iba cargado de leña procedente de la limpieza que se efectuaba
anualmente en los bosques. Parte de ella sería convertida en carbón
vegetal para ser utilizada en los hogares de las casas en invierno.
El carretero iba acostado sobre los troncos, medio dormido, pero los
caballos daban la impresión de saberse el camino a casa. Hubert
observó aquella imagen, como si la guerra no pudiera interrumpir
aquella normalidad.
Los
tres hermanos hablaban y reían de camino a Birnbaum, mientras sus
voces se mezclaban con el alborotar de cientos de gorriones y el
rumor de las ramas de los abetos, mecidas por el viento. Blancas
cortinas de nieve colgaban de los árboles, goteando constantemente,
mientras el sol pálido no conseguía disipar el frío de la mañana.
Sus hermanas seguían cuchicheando a sus espaldas.
—¡Bueno!,
¿me vais a decir al fin que es lo que ocurre?
Los
ojos de Elizabeth se abrieron sorprendidos. Lo miró y respondió:
—¡Nada!
Helfriede soltó una carcajada. Hubert pensó que fuera lo que fuera lo que le
ocultaban sus hermanas, lo descubriría al llegar a casa. El marino
sintió un repentino escalofrío. El viento frío acariciaba su
rostro, mientras Hubert pensaba que realmente, nada había cambiado
desde su última visita. El otoño llegaba a su fin, mientras grandes
hojas de tonos rojizos se amontonaban a los lados de la carretera,
semienterradas en la nieve.
Theresa
estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña, entonces
miró sobre el vallado y vio a los tres jóvenes que se aproximaban
por la carretera.
En
casa había mucho ajetreo, y las mujeres cuchicheaban en la cocina.
Hubert subió a su habitación, se lavó la cara y las manos en la
jofaina de porcelana que tenía sobre la consola y se puso una
camisa blanca recién planchada. A pesar del paso de los años,
seguía bajando aquellos escalones de dos en dos, como cuando era
pequeño.
Hubert
tomó asiento en un banco corto y pulido por el uso, frente al fuego.
Las llamas del fogón se alzaban y removían incansablemente. Las
tres muchachas rieron y se miraron entre si cuando su hermano se
lanzó sobre la olla, hambriento y metiendo la cuchara en la sopa
para coger la carne y las verduras.
Su
madre, sentada en un taburete, no apartaba la mirada de
su hijo. Entonces, el marino se percató de que estaba siendo
observado por sus hermanas y preguntó:
—¿Que?,
¡tengo hambre!
—¡¿No
querréis comparar la comida que nos dan allí, con la que hace
mamá?!, ¿verdad?
El
joven hablaba con la boca llena y apenas se le entendía. Aquello
desató las risas de sus hermanas.
Mientras
se acariciaba el cabello, miró a su madre, lleno de recelos. Los
cuchicheos entre las mujeres continuaban a sus espaldas.
—¿Y
cuando dices que papá volverá de pescar? —preguntó Hubert.
Entonces se percató de que la mirada de su madre ardía.
—¡Bueno!,
como veo que ya has terminado de comer, te lo diré.
—¿Que
ocurre? —preguntó de nuevo. Sus hermanas reían a sus espaldas.
—¡Papá
no ha ido solo! —dijo Theresa, al fin. Hubert no entendía nada.
—Si
entras en el trastero, podrás ver que la caña de pesca de Hermann
no está.
Sus
hermanas se asomaron a la ventana para verle montar. Subió a la
bicicleta de un salto, con asombrosa agilidad, y se marchó en
dirección al río. Enfiló el sendero que discurría suavemente,
riachuelo abajo, pedaleando con todas sus fuerzas entre la nieve,
estaba ansioso por poder llegar cuanto antes a la casa de la torre.
Hacía tres largos años que no veía a su hermano.
La
espesa arboleda proyectaba una larga sombra sobre el sendero,
mientras los tímidos rayos de sol morían perezosos, intentando
atravesarla y filtrándose entre las ramas. Hubert tenía la
respiración entrecortada.
Hacía
frío, sentado junto al agua. Anton sacó una cerilla y la frotó
contra un tronco para encenderla. La cerilla se hundió en la madera
podrida, sin prender. Entonces se inclinó a un lado del tronco,
encontró una parte dura y frotó nuevamente la cerilla. Prendió la
pipa y se sentó a fumar, observando el castillo, mientras su hijo
preparaba un nuevo anzuelo.
Los
muros de Brüninghausen proyectaban una alargada sombra que se
internaba en el lago. Anton llevaba media vida pescando allí; aquel
remanso le producía un profunda sensación de respeto a la
naturaleza. Prefería llegar temprano, mientras la superficie de la
laguna no mostraba ninguna expresión de vida. Aquel día el silencio
sólo era roto por algunas libélulas que planeaban sobre la
cristalina superficie, y por su amado hijo Hermann, que no paraba de
hablar. Pero entonces fue él quién rompió el silencio.
—¿Recuerdas
la primera vez que vinisteis a pescar con papá? —preguntó a su
hijo—. Tu hermano se pasó la tarde intranquilo. Decía que el
castillo era la morada de un dragón.
—El
señor Schmidt había recibido unas preciosas cañas de Zürich —recordó Hermann—. Tu cogiste el dinero del tarro que mamá
tenía en la cocina y volviste al pueblo, comprando una para cada
uno.
—Cuando
mamá vio el tarro medio vacío se puso hecha una furia. Al día
siguiente vinimos a pescar los tres juntos.
Anton
rememoró aquel día. El pequeño Hubert no quitaba el ojo al
castillo. Uno de los libros que cogió prestado de la
biblioteca
de Affeln contaba la antigua historia de una mágica aldea en la que
los niños tenían dragones por mascotas. El pequeño mantenía la
idea de que el niño del castillo habría muerto ya, hacía muchos
años, pero que el dragón seguiría por allí.
En
aquel momento el sonido de un timbre de hojalata se oyó débilmente
bajo la bóveda del bosque.
¡Clinc,
Clinc, Clinc!
—¿Has
oído, papá? —preguntó Hermann Sasse—. Ha sonado como un timbre
de bicicleta.
Padre
e hijo se dieron la vuelta, entonces lo volvieron a escuchar y
acabaron poniéndose en pie. Pronto le vieron llegar, a lo lejos. La
pipa de Anton se le escurrió de entre los dedos.
Hermann
soltó la caña y corrió como nunca había corrido, con los
faldones de la camisa revoloteando. Estaba cambiado. El hijo mayor de
los Sasse estaba más delgado y llevaba el cabello corto. Su padre no
lo reconoció cuando se apareció por casa, hacía unos días.
Al
llegar el uno junto al otro se abrazaron, perdiendo el equilibrio y
cayendo junto a la bicicleta al suelo. Los dos hermanos rodaron por
el suelo, revolcándose en la nieve, agarrados entre sí. Durante un
minuto forcejearon cogiéndose de las ropas y riendo, se abrazaron y
rodaron por el suelo, cubriéndose de barro. Cuando la confusión
pasó, Hermann estaba sentado a horcajadas sobre su hermano, y
propinándole pequeños puñetazos, le decía:
—¡Date
por vencido!
Los
dos se incorporaron sacudiéndose la nieve de la ropa, entre risas.
Su padre les vio acercarse, mientras pensaba que aquel
sería un buen día, pues él ya lo tenía todo.
El
recién llegado sacó su caña y se sentó junto a ellos. Hubert
escuchó un momento, pero ningún ruido turbaba la quietud. Los tres
se miraban en silencio y se sonrieron, no necesitaban más.
Aquellas
Navidades, la familia Sasse las pasaría al completo.
II
El
barrendero recogía en un carretón las esquirlas de piedra que
producían los canteros. Vicente Cervera, "Pachón", era el
barrendero del pueblo y se encargaba de tener limpio el mercado.
También ayudaba a recoger los perros que vagabundeaban, además de
repartir cartas y hacer recados para quien lo solicitara.
Aquel
hombre servicial y cariñoso entablaba amistad con cualquier artista
que actuara en el Cine Teatro Casares y por las noches acudía a los
pases de cualquier película, que nunca terminaba de ver porque, en
alguna butaca de la ultima fila, acababa por dormirse.
Siempre
iba acompañado de su inseparable escobón. A sus 50 años arrastraba
un defecto de pronunciación que los niños aprovechaban para
mortificarle, imitándole. Acostumbraba llevar una boina, y vestía
una chaqueta de pana con los bolsillos repletos con varias hojas de
papel o algún viejo periódico, y ante el asombro de cualquier
persona se detenía a modelar con increíble habilidad alguna bella
figura de papiro-
flexia.
Solía sorprender a los niños en plena calle, regalándoles alguna
preciosa figura de papel. Pachón era un buen hombre que se ganaba el
aprecio de todos en el pueblo.
El
espíritu innovador de Piqueres le había llevado a modificar la
manivela del torno, para que al ganar longitud, redujera el esfuerzo
necesario para subir los sillares hasta la parte superior de la obra.
El
carpintero subió a lo alto de la torre para comprobar el buen
funcionamiento de la máquina, mientras le llamaba la atención la
nivelación exacta de las hiladas. José Lleó se quitó la gorra y
el pañuelo y se secó el sudor de la frente, cuando el carpintero le
puso la mano sobre el hombro, mostrándole su satisfacción por el
buen trabajo.
El
maestro albañil le saludó. Piqueres llevaba dos días sin aparecer
por la obra. Había visitado las canteras junto a Joaquín Nebot
para revisar la calidad de la piedra que se estaba extrayendo para la
torre. El muro de toda la construcción se alzaba hilada a hilada
siguiendo el plano, mientras en el interior, la escalera helicoidal
crecía al mismo ritmo. Piqueres descendió del andamio que dominaba
el interior del campanario, a la altura del piso donde se estaba
trabajando. La luz del exterior entraba por la estrecha ventana
lanceolada, mientras descendía por la escalera, pensando que se
acercaba la hora del almuerzo.
Los
hombres dejaban el trabajo unos minutos para comer algo allí mismo,
sentados sobre cualquiera de los sillares, entre risas y alegres
charlas. En aquellas pequeñas reuniones algunos hombres traían
bonitas botas de piel que repletas de vino. Otros repartían un
gran trozo de queso, mientras algunos
colaboraban con algún tomate cultivado en su huerto.
Tras
probar los diferentes vinos que traía cada uno se solía acabar
discutiendo cual tenía mejor paladar. Entre chanzas y bromas,
comenzaban a entonar con más entusiasmo que armonía, cantos típicos
de la tierra que pronto, a medida que el vino corría por las
gargantas, se acababan convirtiendo en tonadillas subidas de tono,
a las que el padre Elías solía poner fin.
Piqueres
se sentó en su taburete, para reanudar la labra del sillar que le
ocupaba desde primera hora de la mañana.
Con
ayuda de un mazo y un cincel tallaba pacientemente la cara vista del
bloque. Aquella cara estaba destinada al paramento exterior del muro
y cuando lo consideraba oportuno comprobaba la perfección de la
misma con un pequeño listón de madera.
Estaba
totalmente abstraído en el trabajo cuando alguien se sentó junto a
él.
—¡Buenos
días nos dé Dios!
—¡Buenos
días, don Elías! ¿que me trae de nuevo?
Ante
la sorpresa de Piqueres, el párroco se subió la sotana hasta las
rodillas mientras se sentaba junto a un sillar desbastado en parte.
Recogió las herramientas junto a él y comenzó a tallar el bloque
con tan buena técnica, que al carpintero le dio que pensar.
—¡Vaya!,
¡Usted ha estado trabajando en mi ausencia! —dijo el carpintero.
—Estos
días atrás he venido a ayudar un poco, y los muchachos me han
enseñado las artes del oficio, que por cierto, debes saber que
es uno de los más antiguos de la creación.
—¡Lo
sé, padre, lo sé! —contestó Piqueres mientras se sonreía.
Después de la misa de las nueve, el padre Elías solía visitar a algún
enfermo. Pero viendo que toda ayuda era bienvenida en el campanario,
había decidido dedicar sus momentos de asueto a contribuir en la
obra.
III
8 de febrero de 1943
Ufaley
era una gigantesca construcción en mitad de los bosques y pantanos
de los Montes Urales, en el distrito federal de Chelyabinsk Oblast,
en la Rusia de Stalin.
Los
campos de concentración utilizados por la Unión Soviética recibían
el nombre de "Gulags" y allí se encerraba a los condenados
a trabajos forzados, entre los que había campesinos, contrarios al
estado, contrarrevolucionarios y más tarde prisioneros alemanes.
El
perímetro de alambre espinoso estaba camuflado con ramas de árboles
para evitar miradas desde el exterior. La alambrada que rodeaba por
todas partes el complejo estaba muy apartada de los edificios
centrales, con lo que se suponía que las instalaciones debían de
ser inmensas. Desde aquella altura, la meseta de los Urales se
extendía hasta el arco del horizonte, llana, como un mar helado.
Tan sólo por delante, el
terreno se ondulaba, diseñando el perfil de unas lomas blancas y
pálidas.
Grupos de abetos, formaban a ambos lados del camino de entrada, perdiéndose
en la inmensidad. La construcción de un andén con capacidad para
varios trenes, completaba las instalaciones. Separados del resto del
campo por alambradas, se encontraban la administración y los
edificios para los guardianes, así como los talleres de
mantenimiento.
Los
barracones de los prisioneros eran grandes casetas de madera,
elevadas varios metros del suelo, y se accedía a ellos por medio de
una escalera de madera. De aquella forma se evitaban muchas
enfermedades y la presencia de ratas. Por las noches, cuando se
sacaba fuera a los que habían fallecido, se podía oír el ruido de
sus cabezas golpeando contra los peldaños de las escaleras.
Junto
a los barracones se encontraba la pequeña enfermería del campo,
donde los enfermos solían compartir las camas para mantener el
calor. En ocasiones, al despertar, algunos se percataban de que
habían pasado parte de la noche junto a un cadáver.
Fuera
del campo, por una sinuosa senda, se accedía a las fosas comunes.
También había un camino apartado que comunicaba directamente el
andén de llegada con las fosas y servía para llevar de forma
discreta a los enfermos y muertos desde el tren.
El
campo era gobernado con mano férrea. Quien quisiera sobrevivir,
necesitaba compañeros. Dietrich Eichler estaba en deuda con Hermann
Sasse, ya que probablemente le salvó la vida. Cuando salieron de
Stalingrado, caminaron durante días por la estepa, y entre los
25 y 30 grados bajo cero. Él estaba herido
en una pierna y Sasse le cargó a la espalda, porque sabía que si
le dejaba en el suelo, le darían muerte.
Los
rusos los subieron a un tren. Cien hombres por vagón, entre
militares y civiles, cuando un soldado lanzó una ráfaga de
ametralladora hacia el interior del vagón. Apenas les dieron de
comer ni de beber.
Estuvieron
atravesando Rusia durante días sin detenerse, mientras la escasa luz
entraba entre las tablas de las paredes del vagón. El hediondo olor
a muerte les hizo amontonar a los muertos en una pila cerca de la
puerta corrediza del vagón. Tras el largo viaje comenzaron a perder
las fuerzas, así que los moribundos, se arrastraban ellos mismos
hasta la pila de cadáveres. Luego los cuerpos de más abajo,
empezaron a descomponerse. Cuando después de veintidós días
llegaron a Ufaley y abrieron las puertas, en su vagón solamente
quedaban doce hombres con vida. En algunos vagones no sobrevivió
nadie.
En
noviembre del 42, el general Alexander Hartmann llevó a la 71ª
División de infantería hasta el centro de la ciudad de
Stalingrado, pero fueron repelidos por los rusos. El comandante
Friedrich Wilhelm Ernst Paulus, al mando del 6.º
Ejercito, intentó tomar la ciudad, pero fracasó y muy
pronto se inició una brutal lucha callejera.
La
última pista de aterrizaje de Stalingrado fue tomada. Delante
estaban los rusos, que luchaban por sobrevivir. Detrás, un enemigo
peor, su propia gente. Disparaban contra cualquiera que intentara
volver atrás. Cientos de compañeros fueron fusilados por cobardía
ante el enemigo. Su destino estaba claro: matarse unos a otros.
A mediados de noviembre, los hombres de la 71ª
División recibieron la noticia de que habían sido cercados
por los rusos, al principio rieron. Pero pronto debieron reconocer
que su situación era grave. El 30 de noviembre, el 6º
Ejército, con unos 330.000 hombres encuadrados en 22
Divisiones fueron atrapados en una ratonera. En Navidad se perdió
toda esperanza de salir del cerco.
Herman
llegó el 5 de enero de 1942 a Stalingrado, formando parte de los
escasos refuerzos que aún llegaban al frente para adherirse a la
exhausta 71ª División de
infantería. Tras aquel permiso de Navidad, él confiaba en no
ser enviado de nuevo a primera línea, pero en el último momento
pasó a formar parte del Nachrichten-Abteilung, el último
batallón de comunicaciones que se envió a Stalingrado. Tomó tierra
a bordo de un Junkers Ju 52 de abastecimientos, en el improvisado
aeródromo de Gumrak, el único que quedaba en manos de los alemanes.
Al
día siguiente, Hermann entró con su batallón en unas fábricas en
ruinas. Al girar una esquina quedó frente a un ruso. Por un pequeño
instante ambos soldados se miraron a los ojos. Hermann pensó que
estaba ante un niño. Su oponente apenas debía tener los 17 años.
Entonces, el ruso levantó su pistola y él hizo lo mismo con su
fusil. Hermann fue más rápido.
El
9 de enero se presentaron dos oficiales del Ejército Rojo en la
línea occidental del frente alemán con un ultimátum para Paulus.
Si las exigencias de rendición no se aceptaban, los soviéticos
lanzarían una ofensiva final contra ellos al día siguiente. El
ultimátum fue rechazado. Las epidemias diezmaron al 6°
Ejército Alemán; la disciplina ya no existía y el
hambre era tan atroz que los alemanes sacrificaron caballos, perros y
ratas para poder alimentarse.
Paulus
trasladó el cuartel general hacia los sótanos del Univermag
y allí se hacinaron unos 3.000 heridos de diversa consideración,
junto a enfermos de tifus y disentería. Los hombres más graves eran
dejados fuera, a la intemperie, para que murieran de frío sobre la
nieve. Aquella no era ninguna muerte heroica por el Führer,
ni por el pueblo o la madre patria. La munición sólo duraría unos
días, y la temperatura cayó hasta los 45 grados bajo cero
El
general von Paulus, les ordenó luchar hasta el final. No pensaron
demasiado en ello. Porque tenían más miedo al cautiverio que al
infierno de Stalingrado
Las
palabras del fanfarrón de Hermann Wilhelm Göring, el comandante en
jefe de la Luftwaffe, sonaron en la radio:
“Cuando
hayan pasado mil años, cada alemán hablará de esta
batalla
con un sagrado escalofrío”
Aquella
frase alcanzó la cumbre de la hipocresía. Stalingrado no era
ninguna batalla de héroes, si no una infame masacre. Y ninguno de
los que sobreviviera se sentiría como un héroe. Tres días
después, los soviéticos realizaron un estrechamiento del perímetro
y el día 23 capturaban Gumrak, cortando la conexión con el mundo
exterior. Aquel día, Hermann supuso que ya nunca volvería a ver a
los suyos.
En la mañana del 31 de enero, el edificio de los grandes almacenes
Univermag, fue rodeado por unidades del 64º Ejército del
general Mijaíl Shumilov. Algunos de sus compañeros decidieron
suicidarse.
El
general von Hartmann, permaneció de pie, a descubierto sobre las
vías del tren, esperando la bala que lo matara.
Entonces,
Paulus tuvo que aceptar lo evidente, y a media mañana se rendía con
cerca de 90.000 soldados, los restos de un vasto ejército de 250.000
hombres. Hermann Sasse tenía 23 años y no había visto nada más
que ruinas, muerte y podredumbre.
Aquel
día, los rusos llegaron frente al sótano. Los sacaron fuera y los
llevaron a la Plaza Roja, en el centro de Stalingrado. Allí vieron
como los rusos evacuaban al general von Paulus. El hombre que les
había ordenado luchar hasta el final, había decidido rendirse.
Hermann
recordaba como antes de marchar hacia el cautiverio, tuvieron que
despejar durante días los escombros en la ciudad. Recogieron a sus
camaradas muertos y los amontonaron en las afueras de Stalingrado,
para incinerarlos en grandes piras funerarias que sumieron a la
ciudad en un intenso hedor de muerte.
Cuando
llegaron al campo, el tifus estaba totalmente extendido, y la malaria
y la disentería estaban ganando terreno. Cada noche morían cuatro o
cinco hombres. Tenían claro que el siguiente podía ser uno mismo.
Aquel
último año hubieron muchas bajas, la mayoría por epidemias que se
cebaron en los cuerpos debilitados por el trabajo y la escasa
alimentación. La dieta incluía dos exiguas comidas diarias, a base
de sopa, puré, pan negro y algo de carne, pescado y hortalizas;
aunque en muchas ocasiones las raciones no llegaba para todos. Apenas
había comida, aunque nadie se quejaba. Sasse y Eichler compartían
cada miga de pan.
Algunos prisioneros, traídos desde otros campos contaban atroces
historias de prisioneros alemanes y rumanos que recurrían al
canibalismo para mantenerse con vida.
Con
el desconocimiento de las autoridades de los campos, los prisioneros
cortaban finos filetes de los cuerpos congelados que solían hacer
pasar por carne de camello.
Al
tercer día de haber llegado les llevaron a un amplio barracón de
techo bajo, donde eran clasificados por empleos y utilidad, entre
mecánicos, carpinteros, leñadores y los que eran enviados a un
pequeña cantera cercana. Las filas se dividían en otras que se
distribuían a lo largo de varias mesas.
Hermann
tiró de la manga de Eichler y lo arrastró consigo hacia una de
aquellas mesas. Una vez allí seleccionaron a los que trabajaban la
madera.
—¿Que
sabéis hacer? —preguntó un oficial de la G.P.U.
—¿Quién
es carpintero?
—¿Hay
algún ebanista?
Como
Sasse era carpintero fue inmediatamente escogido y entonces gritó.
—¡Eichler!
ven conmigo, tú eres carpintero.
—¡Ven!,
ya aprenderás.
Eichler
dudaba, ya que él era maestro, pero al final Sasse le convenció.
Tiempo después, Eichler pensaría que aquel día, probablemente
Sasse le volvió a salvar la vida. Los demás prisioneros estaban
talando árboles en el bosque. Allí el trabajo era muy duro y no
había casi nada que comer. A pesar del hacinamiento, en los
barracones de los carpinteros, nunca eran más de dos hombres por
litera, lo cual era de agradecer. También se gozaba de una relativa
libertad y no estaban tan expuestos a malos tratos.
La brigada de carpinteros en que estaban Sasse y Eichler construía
nuevos barracones para dar cabida a los cientos de nuevos prisioneros
que llegaban cada mes. En Ufaley existía una auténtica red
comercial de distribución y venta de cigarrillos elaborados con
estiércol de caballo secado al sol.
Muy
lejos de allí, aquel mismo día, el 8 de febrero de 1943, la familia
Sasse recibía la notificación donde les comunicaban que su hijo
Hermann había sido hecho prisionero en Stalingrado.
IV
26
de marzo de 1943
Louis
François Balanant encendió el cigarrillo a la luz de un portal,
resguardado de la brisa de la noche. Llevaba su gorra azul con
visera, ladeada, con estilo; el frontal adornado con la corona de
laurel y el ancla con estachas en el centro, todo ello bordado en
oro.
El
joven de 22 años paseaba por el “Boulevard de la Gare”, en
Casablanca, hasta llegar frente al hotel. No podía evitar sentirse
atraído por aquel edificio majestuoso de estilo Art Decó que había
sido construido en 1916 por el arquitecto Hubert Bride. Sobre la
fachada, entre la segunda y tercera plantas, un gran letrero en negro
le daba nombre: HOTEL LINCOLN, a su lado se leía también en árabe.
El Lincoln era el mejor hotel de Casablanca y en el pasado había
sido considerado el más lujoso de Marruecos. Casablanca era
protectorado francés desde 1907 y era la ciudad más grande de
Marruecos, así como su principal puerto. En aquellas fechas, La
Marina de la Francia Libre utilizaba aquel hotel para alojar a
algunos oficiales al mando de los buques escolta de los convoys
aliados. La proximidad al puerto lo convertía en el punto idóneo
para tal cometido.
El
joven marino acababa de hacer su primer viaje como teniente de navío.
Recién venido hacía dos días desde Francia, permaneció toda la
tarde en el puerto, preparando las provisiones para la partida.
Balanant
apagó el cigarrillo con la punta de la bota mientras observaba el
gran balcón que recorría la fachada en toda su longitud, en la
segunda planta y sosteniéndose en el aire con la ayuda de grandes
ménsulas. La elegante fachada recibía parte de su equilibrio
estético gracias a los ventanales con arcos de herradura, rematados
con motivos islámicos. Predominaba el recargado uso de formas
geométricas y remates terminados en forma escalonada.
El marino sentía un
especial rencor hacia Alemania. Tras la ocupación de Francia en
junio de 1940, todos los judíos fueron enviados a campos de
concentración. El oficial no sabía nada de sus padres y hermana
desde entonces.
Balanant
empujó la gran puerta de vaivén con ambas manos, adentrándose en
el espacioso hall del hotel. El suelo de la entrada y la zona del
restaurante tenían el suelo de mármol de Carrara, traído
expresamante desde Italia. En recepción, el marino recogió su
maleta, mientras echaba la última ojeada al que había sido su hogar
aquellas dos últimas noches.
Cuatro
grandes arcos de medio punto se sostenían sobre esbeltas columnas,
dando paso al restaurante. Hubert Bride había construido un pequeño
escenario al fondo del local, donde algunas noches se podían ver
entretenidos espectáculos. En aquella época, el propietario del
hotel solía traer desde Francia a algunos artistas de cabaret,
venidos a menos, que por una una módica cantidad entretenían a los
militares. Decía que de esta forma olvidaban por un momento los
duros trances de la guerra.
A
la derecha, según se entraba, un viejo piano de pared parecía
recordar mejores tiempos, en silencio. Junto a él había una gran
estufa de fundición, con una recargada ornamentación estilo Luis
XV. Pero lo que mas cautivó al marino durante su estancia en el
hotel fue aquel suelo de madera de la zona del bar, que emitía leves
gemidos a cada paso, al caminar sobre su tablazón. El teniente de
navío se disponía a salir, cuando en una mesa del bar, varios
oficiales le saludaron.
—¡Eh,
Balanant, acaso te vas a largar sin pagarte una última ronda! —dijo
uno de los ocupantes de la mesa. Pero él no tenía la más mínima
intención de dejarse liar por semejante cuarteto, y dando la primera
excusa que se le ocurrió, se dirigió a la salida.
El
joven teniente había recibido la orden de salida para realizar
tareas de escolta de un pequeño convoy que se dirigía al puerto de
Tipasa, en Argelia. Varios buques llevaban sus bodegas repletas de
repuestos para la Real Fuerza Aérea Británica, con base en el
aeródromo de la ciudad argelina de Blida.
Desde hacía cinco meses, en que varios barcos fueron hundidos por el
U-173, ningún convoy aliado salía de aquel remoto puerto sin escolta.
Aquel
16 de noviembre del 42, el U-173 consiguió pasar a través de
las redes antisubmarinas hasta llegar al interior del mismo puerto de
Casablanca, atacando a varios buques de la U.S. Navy atracados allí,
antes de escapar a aguas profundas en la oscuridad de la noche. Tras
un nuevo ataque del U-Boot, tres destructores se abalanzaron
sobre él con cargas de profundidad, y tras 20 minutos de lucha, una
gran mancha de aceite y escombros flotando en la superficie,
indicaron la destrucción del U-173.
A
bordo del Sergent Gouarne, en el puerto. Louis Vignot experimentó la
necesidad de tocar un poco de música, cuando descubrió, tras un
buen rato de rebuscar en el camarote, que su maleta con toda su ropa
se había quedado en tierra, en el puerto. El marinero cocinero de 22
años cogió una gran rabieta, y nada pudo consolarle.
—¡Me
han robado!, ¡me han birlado mi flauta! —El cocinero volvió
a la pequeña cocina refunfuñando por su mala suerte.
—¡Venga
Louis, no te pongas así! —dijo François Marie Sauvage, intentando
consolar a su amigo. El joven marinero mecánico de 18 años le
explicó que compartiría su ropa con él, sin resultado. A Vignot,
la ropa le traía sin cuidado, su flauta era única e irreemplazable.
Era
una noche clara y la luna brillaba reflejándose en el mar, mientras
el Sergent Gouarne (P 43), avanzaba con dificultad junto al convoy
que dejaba atrás el estrecho de Gibraltar. Aquel
desvencijado cascarón de 1.147 toneladas había sido botado en 1928 en Hamburgo como vapor de arrastre, y tras
varios cambios de nombre y propietario pasó a manos de la Cia
Générale de Grande Pêche en La Rochelle.
Al
comienzo de la guerra fue requisado por la Marina de la Francia
Libre, convirtiéndose en patrullero armado para la defensa de los
convoys aliados. Eran cerca de las dos de la madrugada del 26 de
Marzo, cuando Louis Vignot, aún enfadado, se acostó en su camastro
junto a la cocina, y se durmió.
En
la lejanía, a estribor del buque, pequeñas luces tililaban como
diminutas luciérnagas en la costa de Melilla, junto al faro del Cabo
Tres Forcas. Mientras a estribor, en la oscuridad de la noche, se
divisaba la luz del faro de la isla de Alborán
En
el puente de mando, Louis François Balanant ordenó maniobrar a
babor para mantener el buque cerca de los transportes que componían
el convoy. Aquel joven oficial conocía el peligro de la zona en que
se encontraban.
El
marinero timonel Robert Berthelemy, de 20 años, hizo girar el timón,
hasta que el pequeño vapor reaccionó lentamente a la orden,
variando su curso. Las viejas máquinas del patrullero traqueteaban
ruidosamente en la sala de máquinas. François Marie estaba de
guardia, mientras rebuscaba entre su equipaje alguna prenda que su
amigo Louis se pudiera poner.
El
jefe artillero Joseph Marie Guinet, de 20 años de edad, estaba al
cargo del cañon de 80 mm de proa, junto a los marineros artilleros
Stanislas Guthowski, Jerome Aubriot e Yves Mallo, tres jóvenes que
apenas rondaban los 20 años.
Fue
en aquel mismo instante, sobre las 02:07, cuando unos ensordecedores
chirridos acompañaron a una gran explosión.
Una
gran granizada de acero asomó sobre los costados del navío.
Pegados
a la pasarela, asustados, los jóvenes se preguntaron si sería aquel
su bautismo de fuego, mientras trataban de comprender lo que sucedía.
En
la protección del fondo marino el U-755 acababa de cerrar las
tres escotillas de los tubos lanzatorpedos, después de enviar su
mortífera carga contra el agrupado convoy. Wálter Göing lanzó los
tres torpedos en abanico cuando, para su sorpresa, aquel pequeño
patrullero cambió de curso, acercándose al convoy e interponiéndose
en el camino de los torpedos.
Sólo
uno de los tres proyectiles dio en el blanco, pero para aquel pequeño
pesquero venido a patrullero era suficiente. Después de la
explosión, el barco se estremeció entre surtidores de agua y fuego,
que iluminaron los rostros de los marinos. Joseph Marie Guinet tuvo
la impresión de que sus tímpanos acababan de estallar. Ya no oía
nada, como si la banda sonora de lo que estaba presenciando estuviera
estropeada.
La
cubierta del buque comenzó a perder su horizontalidad, lanzando a
los jóvenes al suelo, resbalando. Joseph Marie se agarró nuevamente
a la pasarela para contemplar, estupefacto, el mar ardiendo. Grandes
columnas de fuego ascendían hacia la noche, al tiempo que varias
explosiones resonaron en las entrañas del navío.
Los
cuatro marinos se dejaron caer desde el cañón de proa por la
pendiente en que se había convertido la cubierta del buque, hasta
llegar al puente de mando.
—¡Mierda,
el buque se ha partido en dos! —escucharon a
Balanant.
Entonces
vieron la chimenea desprenderse de sus anclajes para inclinarse
lentamente en la oscuridad, hasta caer con un fuerte estruendo.
Aubriot vio con horror como algunos compañeros desaparecían bajo
ella.
El
buque se había convertido en dos mitades. La proa y parte de la popa
se elevaban en la noche, por separado, dando al Sergent Gouarne el
aspecto de una gran V que se estremecía entre las llamas. Continuas
explosiones surgían del interior del barco de donde llegaban también
los gritos de terror de los hombres aprisionados en los entrepuentes.
La inclinación de la cubierta se agravaba por momentos.
Jerome
Aubriot, encaramado a la parte más alta de la popa, cruzó una
mirada indecisa con sus tres compañeros. Tras lo cual, saltaron. La
distancia que les separaba del agua era tan irreal, que les pareció
que nunca llegarían al mar. Después, de repente, este se cerró
sobre los tres jóvenes, engulléndolos.
Tras
unos instantes, Jerome rompió la superficie del agua, mientras su
doloridos pulmones aspiraron frenéticamente el aire de la noche. El
marino nadó con pies y manos tratando de alejarse del navío que se
hundiría de un momento a otro, intentando arrastrarlo con él.
No
sabía en que dirección nadaba, sólo se limitó a nadar, a nadar
luchando por su vida al tiempo que buscaba con la vista a sus
compañeros. El artillero sollozaba, casi inconsciente, cuando un
flotador emergió de pronto de las profundidades. Se dejó llevar,
con los dos brazos sobre aquella salvación, mientras llamó a sus
amigos en la oscuridad.
—¡Stanislaaaas!,
¡Yveeees!, ¡Joseeeeph!, ¡tenieeeente!.
Sólo
le contestó el rugir de las olas y el fragor del buque al
hundirse,
acompañado de sordas explosiones, a lo lejos. El Sergent Gouarne
había tardado 90 segundos en hundirse.
El
joven pensó que todos habían muerto, que no quedaba nadie, sólo
él, y que no tardaría en morir también.
«¿Hombres
aferrados a unos maderos?». Jerome pensó que deliraba, pero eran 14
supervivientes de los 70 tripulantes del Sergent Gouarne. Una corbeta
de escolta se acercó a recoger a los náufragos mientras el marino
nadaba hacia el grupo, buscando con desesperación a Joseph Marie
Guinet, a Stanislas Guthowski, o a Yves Mallo. El joven buscó
también a Louis François Balanant. Ninguno estaba.
El
U-755 siguió merodeando alrededor del convoy, a la espera de
otra oportunidad. Sobre las 04:13 realizó otro lanzamiento con una
extensión de tres torpedos, y tras una larga espera de 12 minutos se
oyó una lejana explosión. Tras buscar a cota periscópica, restos
de algún incendio,Wálter Göing supuso que la explosión se pudo
deber a una detonación de final de carrera.
Una
semana después, el 02 de abril, el U-755 seguía por la zona
al acecho de varios convoys, cuando recibió un aviso por radio. Un
convoy, denominado TE20 había salido desde Gibraltar con destino a
Argelia.
El
sumergible pasó parte de la tarde posado en el fondo, a una
profundidad de 52 metros, sobre un banco de arena al este de la isla
de Alborán. Se aprovechó para realizar reparaciones menores y una
pequeña fiesta por el veintitrés cumpleaños de Fritz Bögner. Al
anochecer, con buena visibilidad y un cielo estrellado, la nave
emergió de la protección de las profundidades para divisar a lo
lejos al convoy.
Göing ordenó inmersión a cota periscópica y el monstruo marino
esperó, agazapado, pacientemente, mientras veía pasar a los buques
que formaban el grupo. Dos destructores que no pudo identificar
custodiaban el redil, pero allí estaba, un pequeño arrastrero a
vapor avanzaba a duras penas, tras los demás buques.
El
comandante cedió el periscopio al segundo oficial, que observó.
—Parece
que tiene problemas, señor —comentó Adeneuer —. A juzgar por lo
rezagado que va, y el escaso humo que sale de la chimenea, diría que
ese buque tiene alguna avería en calderas.
—¡Preparen
torpedo uno! —ordenó Göing—. Vamos a acercarnos en silencio.
Aquel
barquichuelo seguía la estela del convoy con muchas dificultades. El
Simon Duhamel era un pesquero de 928 toneladas, propiedad de Les
pecheries de Fecamp, en Fecamp, un pequeño pueblo de pescadores
en la región de la Alta Normandía francesa. Como todo buque capaz
de navegar, fue requisado por la Marina de la Francia Libre para el
transporte de mercancías.
El
jefe de máquinas avisó de un problema de motor tras la salida desde
el Peñón, pero se decidió seguir adelante. Uno de los destructores
iba a estribor, junto a él, pero al divisar un buque en la lejanía
salió rápidamente a investigar, dejando al Duhamel indefenso.
A
las 06:24 horas, el Simon Duhamel II se encontraba al nordeste del
Cabo Tres Forcas, cuando recibió un torpedo en el costado y se
partió en dos, desgarrado en una gigantesca explosión. El Duhamel
ya no era más que una escombrera humeante
que vertía parte de su carga al mar.
La
proa se hundió inmediatamente, pero Wálter Göing contempló desde
su puesto como la popa continuaba allí, como un fantasma que se
negara a abandonar este mundo.
Tras
cuatro minutos de agonía la popa se inclinó lentamente, levantando
columnas de agua que la acompañaron en su muerte, desapareciendo de
la superficie. El único superviviente de los 54 tripulantes sería
rescatado dos días después.
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