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domingo, 1 de diciembre de 2013




17

26 noviembre 1942

I


Cogió su equipaje y se caló el sombrero de fieltro, con la otra mano cerrada sobre un diario. El autocar iba repleto de campesinos y soldados con su macuto al hombro que volvían al hogar. Hubert se apeó en la parada de Affeln y comenzó a andar a pie hacia la calle principal, mientras un perro escuálido husmeaba sus pies. Entonces percibió que el pueblo había cambiado desde la última vez. ¿O acaso era él el que había cambiado?. Se quedó parado mirando a los transeúntes que llenaban la plaza, deambulando entre la nieve.
   La gente pasaba con las manos en los bolsillos, a su lado, sin decir palabra. De lejos se veía la hilera de árboles junto a la acera, cerca de la iglesia. La penumbra de las ramas cubría la calle. Entonces le pareció reconocer a dos muchachas, al otro lado.
   Helfriede y Elizabeth volvían en aquel momento de la Iglesia. Cruzaron ante él, pero al principio le tomaron por un extraño y no le reconocieron. Hubert había perdido siete kilos.
  Estaba tan delgado que los pantalones le venían holgados. Las jóvenes se dieron la vuelta al oír que alguien requería de su atención.
   —¡Sssst!. Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre el gentío.
 Elizabeth sonrió, y las dos muchachas corrieron hacia él, abriéndose paso entre la multitud. Hubert quedó extrañado cuando llegaron a su lado, riendo por lo bajo. Entonces preguntó:
   —¿Que ocurre?
   —¡Nada! —contestó Elizabeth—. ¿Por qué lo preguntas?.
   —No se, os noto extrañas
  La gente observaba a aquellos jóvenes abrazados, mientras reían. Al cabo de un rato, sus hermanas le ayudaron con el equipaje y partieron hacia casa.
  Por el camino se cruzaron con un carro tirado por dos hermosos caballos, haciendo sonar las campanillas de latón del pretal. Iba cargado de leña procedente de la limpieza que se efectuaba anualmente en los bosques. Parte de ella sería convertida en carbón vegetal para ser utilizada en los hogares de las casas en invierno. El carretero iba acostado sobre los troncos, medio dormido, pero los caballos daban la impresión de saberse el camino a casa. Hubert observó aquella imagen, como si la guerra no pudiera interrumpir aquella normalidad.
  Los tres hermanos hablaban y reían de camino a Birnbaum, mientras sus voces se mezclaban con el alborotar de cientos de gorriones y el rumor de las ramas de los abetos, mecidas por el viento. Blancas cortinas de nieve colgaban de los árboles, goteando constantemente, mientras el sol pálido no conseguía disipar el frío de la mañana.
   Sus hermanas seguían cuchicheando a sus espaldas.
   —¡Bueno!, ¿me vais a decir al fin que es lo que ocurre?
 Los ojos de Elizabeth se abrieron sorprendidos. Lo miró y respondió:
   —¡Nada!
   Helfriede  soltó  una  carcajada.  Hubert  pensó  que  fuera  lo que fuera lo que le ocultaban sus hermanas, lo descubriría al llegar a casa. El marino sintió un repentino escalofrío. El viento frío acariciaba su rostro, mientras Hubert pensaba que realmente, nada había cambiado desde su última visita. El otoño llegaba a su fin, mientras grandes hojas de tonos rojizos se amontonaban a los lados de la carretera, semienterradas en la nieve.
   Theresa estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña, entonces miró sobre el vallado y vio a los tres jóvenes que se aproximaban por la carretera.

En casa había mucho ajetreo, y las mujeres cuchicheaban en la cocina. Hubert subió a su habitación, se lavó la cara y las manos en la jofaina de porcelana que tenía sobre la consola y se puso una camisa blanca recién planchada. A pesar del paso de los años, seguía bajando aquellos escalones de dos en dos, como cuando era pequeño.
   Hubert tomó asiento en un banco corto y pulido por el uso, frente al fuego. Las llamas del fogón se alzaban y removían incansablemente. Las tres muchachas rieron y se miraron entre si cuando su hermano se lanzó sobre la olla, hambriento y metiendo la cuchara en la sopa para coger la carne y las verduras.
   Su madre, sentada en un taburete, no apartaba la mirada de su hijo. Entonces, el marino se percató de que estaba siendo observado por sus hermanas y preguntó:
   —¿Que?, ¡tengo hambre!
  —¡¿No querréis comparar la comida que nos dan allí, con la que hace mamá?!, ¿verdad?
  El joven hablaba con la boca llena y apenas se le entendía. Aquello desató las risas de sus hermanas.
  Mientras se acariciaba el cabello, miró a su madre, lleno de recelos. Los cuchicheos entre las mujeres continuaban a sus espaldas.
  —¿Y cuando dices que papá volverá de pescar? —preguntó Hubert. Entonces se percató de que la mirada de su madre ardía.
  —¡Bueno!, como veo que ya has terminado de comer, te lo diré.
 —¿Que ocurre? —preguntó de nuevo. Sus hermanas reían a sus espaldas.
  —¡Papá no ha ido solo! —dijo Theresa, al fin. Hubert no entendía nada.
  —Si entras en el trastero, podrás ver que la caña de pesca de Hermann no está.

Sus hermanas se asomaron a la ventana para verle montar. Subió a la bicicleta de un salto, con asombrosa agilidad, y se marchó en dirección al río. Enfiló el sendero que discurría suavemente, riachuelo abajo, pedaleando con todas sus fuerzas entre la nieve, estaba ansioso por poder llegar cuanto antes a la casa de la torre. Hacía tres largos años que no veía a su hermano.
   La espesa arboleda proyectaba una larga sombra sobre el sendero, mientras los tímidos rayos de sol morían perezosos, intentando atravesarla y filtrándose entre las ramas. Hubert tenía la respiración entrecortada.

Hacía frío, sentado junto al agua. Anton sacó una cerilla y la frotó contra un tronco para encenderla. La cerilla se hundió en la madera podrida, sin prender. Entonces se inclinó a un lado del tronco, encontró una parte dura y frotó nuevamente la cerilla. Prendió la pipa y se sentó a fumar, observando el castillo, mientras su hijo preparaba un nuevo anzuelo.
   Los muros de Brüninghausen proyectaban una alargada sombra que se internaba en el lago. Anton llevaba media vida pescando allí; aquel remanso le producía un profunda sensación de respeto a la naturaleza. Prefería llegar temprano, mientras la superficie de la laguna no mostraba ninguna expresión de vida. Aquel día el silencio sólo era roto por algunas libélulas que planeaban sobre la cristalina superficie, y por su amado hijo Hermann, que no paraba de hablar. Pero entonces fue él quién rompió el silencio.
   —¿Recuerdas la primera vez que vinisteis a pescar con papá? —preguntó a su hijo—. Tu hermano se pasó la tarde intranquilo. Decía que el castillo era la morada de un dragón.
   —El señor Schmidt había recibido unas preciosas cañas de Zürich   —recordó Hermann—. Tu cogiste el dinero del tarro que mamá tenía en la cocina y volviste al pueblo, comprando una para cada uno.
   —Cuando mamá vio el tarro medio vacío se puso hecha una furia. Al día siguiente vinimos a pescar los tres juntos.
   Anton rememoró aquel día. El pequeño Hubert no quitaba el ojo al castillo. Uno de los libros que cogió prestado de la
biblioteca de Affeln contaba la antigua historia de una mágica aldea en la que los niños tenían dragones por mascotas. El pequeño mantenía la idea de que el niño del castillo habría muerto ya, hacía muchos años, pero que el dragón seguiría por allí.
   En aquel momento el sonido de un timbre de hojalata se oyó débilmente bajo la bóveda del bosque.
¡Clinc, Clinc, Clinc!
  —¿Has oído, papá? —preguntó Hermann Sasse—. Ha sonado como un timbre de bicicleta.
   Padre e hijo se dieron la vuelta, entonces lo volvieron a escuchar y acabaron poniéndose en pie. Pronto le vieron llegar, a lo lejos. La pipa de Anton se le escurrió de entre los dedos.
Hermann soltó la caña y corrió como nunca había corrido, con los faldones de la camisa revoloteando. Estaba cambiado. El hijo mayor de los Sasse estaba más delgado y llevaba el cabello corto. Su padre no lo reconoció cuando se apareció por casa, hacía unos días.
   Al llegar el uno junto al otro se abrazaron, perdiendo el equilibrio y cayendo junto a la bicicleta al suelo. Los dos hermanos rodaron por el suelo, revolcándose en la nieve, agarrados entre sí. Durante un minuto forcejearon cogiéndose de las ropas y riendo, se abrazaron y rodaron por el suelo, cubriéndose de barro. Cuando la confusión pasó, Hermann estaba sentado a horcajadas sobre su hermano, y propinándole pequeños puñetazos, le decía:
    —¡Date por vencido!
  Los dos se incorporaron sacudiéndose la nieve de la ropa, entre risas. Su padre les vio acercarse, mientras pensaba que aquel sería un buen día, pues él ya lo tenía todo.
   El recién llegado sacó su caña y se sentó junto a ellos. Hubert escuchó un momento, pero ningún ruido turbaba la quietud. Los tres se miraban en silencio y se sonrieron, no necesitaban más.
Aquellas Navidades, la familia Sasse las pasaría al completo.



II


El barrendero recogía en un carretón las esquirlas de piedra que producían los canteros. Vicente Cervera, "Pachón", era el barrendero del pueblo y se encargaba de tener limpio el mercado. También ayudaba a recoger los perros que vagabundeaban, además de repartir cartas y hacer recados para quien lo solicitara.
   Aquel hombre servicial y cariñoso entablaba amistad con cualquier artista que actuara en el Cine Teatro Casares y por las noches acudía a los pases de cualquier película, que nunca terminaba de ver porque, en alguna butaca de la ultima fila, acababa por dormirse.
   Siempre iba acompañado de su inseparable escobón. A sus 50 años arrastraba un defecto de pronunciación que los niños aprovechaban para mortificarle, imitándole. Acostumbraba llevar una boina, y vestía una chaqueta de pana con los bolsillos repletos con varias hojas de papel o algún viejo periódico, y ante el asombro de cualquier persona se detenía a modelar con increíble habilidad alguna bella figura de papiro-
flexia. Solía sorprender a los niños en plena calle, regalándoles alguna preciosa figura de papel. Pachón era un buen hombre que se ganaba el aprecio de todos en el pueblo.

El espíritu innovador de Piqueres le había llevado a modificar la manivela del torno, para que al ganar longitud, redujera el esfuerzo necesario para subir los sillares hasta la parte superior de la obra.
   El carpintero subió a lo alto de la torre para comprobar el buen funcionamiento de la máquina, mientras le llamaba la atención la nivelación exacta de las hiladas. José Lleó se quitó la gorra y el pañuelo y se secó el sudor de la frente, cuando el carpintero le puso la mano sobre el hombro, mostrándole su satisfacción por el buen trabajo.
   El maestro albañil le saludó. Piqueres llevaba dos días sin aparecer por la obra. Había visitado las canteras junto a Joaquín Nebot para revisar la calidad de la piedra que se estaba extrayendo para la torre. El muro de toda la construcción se alzaba hilada a hilada siguiendo el plano, mientras en el interior, la escalera helicoidal crecía al mismo ritmo. Piqueres descendió del andamio que dominaba el interior del campanario, a la altura del piso donde se estaba trabajando. La luz del exterior entraba por la estrecha ventana lanceolada, mientras descendía por la escalera, pensando que se acercaba la hora del almuerzo.
    Los hombres dejaban el trabajo unos minutos para comer algo allí mismo, sentados sobre cualquiera de los sillares, entre risas y alegres charlas. En aquellas pequeñas reuniones algunos hombres traían bonitas botas de piel que repletas de vino. Otros repartían un gran trozo de queso, mientras algunos colaboraban con algún tomate cultivado en su huerto.
   Tras probar los diferentes vinos que traía cada uno se solía acabar discutiendo cual tenía mejor paladar. Entre chanzas y bromas, comenzaban a entonar con más entusiasmo que armonía, cantos típicos de la tierra que pronto, a medida que el vino corría por las gargantas, se acababan convirtiendo en tonadillas subidas de tono, a las que el padre Elías solía poner fin.

Piqueres se sentó en su taburete, para reanudar la labra del sillar que le ocupaba desde primera hora de la mañana.
   Con ayuda de un mazo y un cincel tallaba pacientemente la cara vista del bloque. Aquella cara estaba destinada al paramento exterior del muro y cuando lo consideraba oportuno comprobaba la perfección de la misma con un pequeño listón de madera.
   Estaba totalmente abstraído en el trabajo cuando alguien se sentó junto a él.
   —¡Buenos días nos dé Dios!
   —¡Buenos días, don Elías! ¿que me trae de nuevo?
  Ante la sorpresa de Piqueres, el párroco se subió la sotana hasta las rodillas mientras se sentaba junto a un sillar desbastado en parte. Recogió las herramientas junto a él y comenzó a tallar el bloque con tan buena técnica, que al carpintero le dio que pensar.
   —¡Vaya!, ¡Usted ha estado trabajando en mi ausencia! —dijo el carpintero.
   —Estos días atrás he venido a ayudar un poco, y los muchachos me han enseñado las artes del oficio, que por cierto, debes saber que es uno de los más antiguos de la creación.
    —¡Lo sé, padre, lo sé! —contestó Piqueres mientras se sonreía.
   Después  de  la  misa  de las nueve, el padre Elías solía visitar a algún enfermo. Pero viendo que toda ayuda era bienvenida en el campanario, había decidido dedicar sus momentos de asueto a contribuir en la obra.



III

8 de febrero de 1943


Ufaley era una gigantesca construcción en mitad de los bosques y pantanos de los Montes Urales, en el distrito federal de Chelyabinsk Oblast, en la Rusia de Stalin.
   Los campos de concentración utilizados por la Unión Soviética recibían el nombre de "Gulags" y allí se encerraba a los condenados a trabajos forzados, entre los que había campesinos, contrarios al estado, contrarrevolucionarios y más tarde prisioneros alemanes.
   El perímetro de alambre espinoso estaba camuflado con ramas de árboles para evitar miradas desde el exterior. La alambrada que rodeaba por todas partes el complejo estaba muy apartada de los edificios centrales, con lo que se suponía que las instalaciones debían de ser inmensas. Desde aquella altura, la meseta de los Urales se extendía hasta el arco del horizonte, llana, como un mar helado. Tan sólo por delante, el terreno se ondulaba, diseñando el perfil de unas lomas blancas y pálidas.
   Grupos  de  abetos,  formaban  a  ambos lados del camino de entrada, perdiéndose en la inmensidad. La construcción de un andén con capacidad para varios trenes, completaba las instalaciones. Separados del resto del campo por alambradas, se encontraban la administración y los edificios para los guardianes, así como los talleres de mantenimiento.
   Los barracones de los prisioneros eran grandes casetas de madera, elevadas varios metros del suelo, y se accedía a ellos por medio de una escalera de madera. De aquella forma se evitaban muchas enfermedades y la presencia de ratas. Por las noches, cuando se sacaba fuera a los que habían fallecido, se podía oír el ruido de sus cabezas golpeando contra los peldaños de las escaleras.
  Junto a los barracones se encontraba la pequeña enfermería del campo, donde los enfermos solían compartir las camas para mantener el calor. En ocasiones, al despertar, algunos se percataban de que habían pasado parte de la noche junto a un cadáver.
   Fuera del campo, por una sinuosa senda, se accedía a las fosas comunes. También había un camino apartado que comunicaba directamente el andén de llegada con las fosas y servía para llevar de forma discreta a los enfermos y muertos desde el tren.
   El campo era gobernado con mano férrea. Quien quisiera sobrevivir, necesitaba compañeros. Dietrich Eichler estaba en deuda con Hermann Sasse, ya que probablemente le salvó la vida.      Cuando salieron de Stalingrado, caminaron durante días por la estepa, y entre los 25 y 30 grados bajo cero. Él estaba herido en una pierna y Sasse le cargó a la espalda, porque sabía que si le dejaba en el suelo, le darían muerte.
   Los rusos los subieron a un tren. Cien hombres por vagón, entre militares y civiles, cuando un soldado lanzó una ráfaga de ametralladora hacia el interior del vagón. Apenas les dieron de comer ni de beber.
   Estuvieron atravesando Rusia durante días sin detenerse, mientras la escasa luz entraba entre las tablas de las paredes del vagón. El hediondo olor a muerte les hizo amontonar a los muertos en una pila cerca de la puerta corrediza del vagón. Tras el largo viaje comenzaron a perder las fuerzas, así que los moribundos, se arrastraban ellos mismos hasta la pila de cadáveres. Luego los cuerpos de más abajo, empezaron a descomponerse. Cuando después de veintidós días llegaron a Ufaley y abrieron las puertas, en su vagón solamente quedaban doce hombres con vida. En algunos vagones no sobrevivió nadie.

En noviembre del 42, el general Alexander Hartmann llevó a la 71ª División de infantería hasta el centro de la ciudad de Stalingrado, pero fueron repelidos por los rusos. El comandante Friedrich Wilhelm Ernst Paulus, al mando del 6.º Ejercito, intentó tomar la ciudad, pero fracasó y muy pronto se inició una brutal lucha callejera.
   La última pista de aterrizaje de Stalingrado fue tomada. Delante estaban los rusos, que luchaban por sobrevivir. Detrás, un enemigo peor, su propia gente. Disparaban contra cualquiera que intentara volver atrás. Cientos de compañeros fueron fusilados por cobardía ante el enemigo. Su destino estaba claro: matarse unos a otros.
  A mediados de noviembre, los hombres de la 71ª División recibieron la noticia de que habían sido cercados por los rusos, al principio rieron. Pero pronto debieron reconocer que su situación era grave. El 30 de noviembre, el 6º Ejército, con unos 330.000 hombres encuadrados en 22 Divisiones fueron atrapados en una ratonera. En Navidad se perdió toda esperanza de salir del cerco.
   Herman llegó el 5 de enero de 1942 a Stalingrado, formando parte de los escasos refuerzos que aún llegaban al frente para adherirse a la exhausta 71ª División de infantería. Tras aquel permiso de Navidad, él confiaba en no ser enviado de nuevo a primera línea, pero en el último momento pasó a formar parte del Nachrichten-Abteilung, el último batallón de comunicaciones que se envió a Stalingrado. Tomó tierra a bordo de un Junkers Ju 52 de abastecimientos, en el improvisado aeródromo de Gumrak, el único que quedaba en manos de los alemanes.
   Al día siguiente, Hermann entró con su batallón en unas fábricas en ruinas. Al girar una esquina quedó frente a un ruso. Por un pequeño instante ambos soldados se miraron a los ojos. Hermann pensó que estaba ante un niño. Su oponente apenas debía tener los 17 años. Entonces, el ruso levantó su pistola y él hizo lo mismo con su fusil. Hermann fue más rápido.
   El 9 de enero se presentaron dos oficiales del Ejército Rojo en la línea occidental del frente alemán con un ultimátum para Paulus. Si las exigencias de rendición no se aceptaban, los soviéticos lanzarían una ofensiva final contra ellos al día siguiente. El ultimátum fue rechazado. Las epidemias diezmaron al 6° Ejército Alemán; la disciplina ya no existía y el hambre era tan atroz que los alemanes sacrificaron caballos, perros y ratas para poder alimentarse.
   Paulus trasladó el cuartel general hacia los sótanos del Univermag y allí se hacinaron unos 3.000 heridos de diversa consideración, junto a enfermos de tifus y disentería. Los hombres más graves eran dejados fuera, a la intemperie, para que murieran de frío sobre la nieve. Aquella no era ninguna muerte heroica por el Führer, ni por el pueblo o la madre patria. La munición sólo duraría unos días, y la temperatura cayó hasta los 45 grados bajo cero
  El general von Paulus, les ordenó luchar hasta el final. No pensaron demasiado en ello. Porque tenían más miedo al cautiverio que al infierno de Stalingrado
Las palabras del fanfarrón de Hermann Wilhelm Göring, el comandante en jefe de la Luftwaffe, sonaron en la radio:

Cuando hayan pasado mil años, cada alemán hablará de esta
batalla con un sagrado escalofrío”

Aquella frase alcanzó la cumbre de la hipocresía. Stalingrado no era ninguna batalla de héroes, si no una infame masacre. Y ninguno de los que sobreviviera se sentiría como un héroe. Tres días después, los soviéticos realizaron un estrechamiento del perímetro y el día 23 capturaban Gumrak, cortando la conexión con el mundo exterior.   Aquel día, Hermann supuso que ya nunca volvería a ver a los suyos.
   En  la  mañana del  31  de enero, el edificio de los grandes almacenes Univermag, fue rodeado por unidades del 64º Ejército del general Mijaíl Shumilov. Algunos de sus compañeros decidieron suicidarse.
   El general von Hartmann, permaneció de pie, a descubierto sobre las vías del tren, esperando la bala que lo matara.
   Entonces, Paulus tuvo que aceptar lo evidente, y a media mañana se rendía con cerca de 90.000 soldados, los restos de un vasto ejército de 250.000 hombres. Hermann Sasse tenía 23 años y no había visto nada más que ruinas, muerte y podredumbre.
   Aquel día, los rusos llegaron frente al sótano. Los sacaron fuera y los llevaron a la Plaza Roja, en el centro de Stalingrado. Allí vieron como los rusos evacuaban al general von Paulus. El hombre que les había ordenado luchar hasta el final, había decidido rendirse.
   Hermann recordaba como antes de marchar hacia el cautiverio, tuvieron que despejar durante días los escombros en la ciudad. Recogieron a sus camaradas muertos y los amontonaron en las afueras de Stalingrado, para incinerarlos en grandes piras funerarias que sumieron a la ciudad en un intenso hedor de muerte.
   Cuando llegaron al campo, el tifus estaba totalmente extendido, y la malaria y la disentería estaban ganando terreno. Cada noche morían cuatro o cinco hombres. Tenían claro que el siguiente podía ser uno mismo.
   Aquel último año hubieron muchas bajas, la mayoría por epidemias que se cebaron en los cuerpos debilitados por el trabajo y la escasa alimentación. La dieta incluía dos exiguas comidas diarias, a base de sopa, puré, pan negro y algo de carne, pescado y hortalizas; aunque en muchas ocasiones las raciones no llegaba para todos. Apenas había comida, aunque nadie se quejaba. Sasse y Eichler compartían cada miga de pan.
   Algunos prisioneros, traídos desde otros campos contaban atroces historias de prisioneros alemanes y rumanos que recurrían al canibalismo para mantenerse con vida.
   Con el desconocimiento de las autoridades de los campos, los prisioneros cortaban finos filetes de los cuerpos congelados que solían hacer pasar por carne de camello.
   Al tercer día de haber llegado les llevaron a un amplio barracón de techo bajo, donde eran clasificados por empleos y utilidad, entre mecánicos, carpinteros, leñadores y los que eran enviados a un pequeña cantera cercana. Las filas se dividían en otras que se distribuían a lo largo de varias mesas.
   Hermann tiró de la manga de Eichler y lo arrastró consigo hacia una de aquellas mesas. Una vez allí seleccionaron a los que trabajaban la madera.
   —¿Que sabéis hacer? —preguntó un oficial de la G.P.U.
   —¿Quién es carpintero?
   —¿Hay algún ebanista?
 Como Sasse era carpintero fue inmediatamente escogido y entonces gritó.
   —¡Eichler! ven conmigo, tú eres carpintero.
   —¡Ven!, ya aprenderás.
  Eichler dudaba, ya  que  él  era  maestro,  pero al final Sasse le convenció. Tiempo después, Eichler pensaría que aquel día, probablemente Sasse le volvió a salvar la vida. Los demás prisioneros estaban talando árboles en el bosque. Allí el trabajo era muy duro y no había casi nada que comer. A pesar del hacinamiento, en los barracones de los carpinteros, nunca eran más de dos hombres por litera, lo cual era de agradecer. También se gozaba de una relativa libertad y no estaban tan expuestos a malos tratos.
   La  brigada  de carpinteros  en  que estaban Sasse y Eichler construía nuevos barracones para dar cabida a los cientos de nuevos prisioneros que llegaban cada mes. En Ufaley existía una auténtica red comercial de distribución y venta de cigarrillos elaborados con estiércol de caballo secado al sol.
   Muy lejos de allí, aquel mismo día, el 8 de febrero de 1943, la familia Sasse recibía la notificación donde les comunicaban que su hijo Hermann había sido hecho prisionero en Stalingrado.



IV


26 de marzo de 1943

Louis François Balanant encendió el cigarrillo a la luz de un portal, resguardado de la brisa de la noche. Llevaba su gorra azul con visera, ladeada, con estilo; el frontal adornado con la corona de laurel y el ancla con estachas en el centro, todo ello bordado en oro.
   El joven de 22 años paseaba por el “Boulevard de la Gare”, en Casablanca, hasta llegar frente al hotel. No podía evitar sentirse atraído por aquel edificio majestuoso de estilo Art Decó que había sido construido en 1916 por el arquitecto Hubert Bride. Sobre la fachada, entre la segunda y tercera plantas, un gran letrero en negro le daba nombre: HOTEL LINCOLN, a su lado se leía también en árabe.
   El Lincoln era el mejor hotel de Casablanca y en el pasado había sido considerado el más lujoso de Marruecos. Casablanca era protectorado francés desde 1907 y era la ciudad más grande de Marruecos, así como su principal puerto. En aquellas fechas, La Marina de la Francia Libre utilizaba aquel hotel para alojar a algunos oficiales al mando de los buques escolta de los convoys aliados. La proximidad al puerto lo convertía en el punto idóneo para tal cometido.
   El joven marino acababa de hacer su primer viaje como teniente de navío. Recién venido hacía dos días desde Francia, permaneció toda la tarde en el puerto, preparando las provisiones para la partida.
   Balanant apagó el cigarrillo con la punta de la bota mientras observaba el gran balcón que recorría la fachada en toda su longitud, en la segunda planta y sosteniéndose en el aire con la ayuda de grandes ménsulas. La elegante fachada recibía parte de su equilibrio estético gracias a los ventanales con arcos de herradura, rematados con motivos islámicos. Predominaba el recargado uso de formas geométricas y remates terminados en forma escalonada.
   El marino sentía un especial rencor hacia Alemania. Tras la ocupación de Francia en junio de 1940, todos los judíos fueron enviados a campos de concentración. El oficial no sabía nada de sus padres y hermana desde entonces.
   Balanant empujó la gran puerta de vaivén con ambas manos, adentrándose en el espacioso hall del hotel. El suelo de la entrada y la zona del restaurante tenían el suelo de mármol de Carrara, traído expresamante desde Italia. En recepción, el marino recogió su maleta, mientras echaba la última ojeada al que había sido su hogar aquellas dos últimas noches.
   Cuatro grandes arcos de medio punto se sostenían sobre esbeltas columnas, dando paso al restaurante. Hubert Bride había construido un pequeño escenario al fondo del local, donde algunas noches se podían ver entretenidos espectáculos. En aquella época, el propietario del hotel solía traer desde Francia a algunos artistas de cabaret, venidos a menos, que por una una módica cantidad entretenían a los militares. Decía que de esta forma olvidaban por un momento los duros trances de la guerra.
   A la derecha, según se entraba, un viejo piano de pared parecía recordar mejores tiempos, en silencio. Junto a él había una gran estufa de fundición, con una recargada ornamentación estilo Luis XV. Pero lo que mas cautivó al marino durante su estancia en el hotel fue aquel suelo de madera de la zona del bar, que emitía leves gemidos a cada paso, al caminar sobre su tablazón. El teniente de navío se disponía a salir, cuando en una mesa del bar, varios oficiales le saludaron.
  —¡Eh, Balanant, acaso te vas a largar sin pagarte una última ronda! —dijo uno de los ocupantes de la mesa. Pero él no tenía la más mínima intención de dejarse liar por semejante cuarteto, y dando la primera excusa que se le ocurrió, se dirigió a la salida.
   El joven teniente había recibido la orden de salida para realizar tareas de escolta de un pequeño convoy que se dirigía al puerto de Tipasa, en Argelia. Varios buques llevaban sus bodegas repletas de repuestos para la Real Fuerza Aérea Británica, con base en el aeródromo de la ciudad argelina de Blida.
   Desde hacía cinco meses, en que varios barcos fueron hundidos por el U-173, ningún convoy aliado salía de aquel remoto puerto sin escolta.
   Aquel 16 de noviembre del 42, el U-173 consiguió pasar a través de las redes antisubmarinas hasta llegar al interior del mismo puerto de Casablanca, atacando a varios buques de la U.S. Navy atracados allí, antes de escapar a aguas profundas en la oscuridad de la noche. Tras un nuevo ataque del U-Boot, tres destructores se abalanzaron sobre él con cargas de profundidad, y tras 20 minutos de lucha, una gran mancha de aceite y escombros flotando en la superficie, indicaron la destrucción del U-173.
   A bordo del Sergent Gouarne, en el puerto. Louis Vignot experimentó la necesidad de tocar un poco de música, cuando descubrió, tras un buen rato de rebuscar en el camarote, que su maleta con toda su ropa se había quedado en tierra, en el puerto. El marinero cocinero de 22 años cogió una gran rabieta, y nada pudo consolarle.
  —¡Me han robado!, ¡me han birlado mi flauta! —El cocinero volvió a la pequeña cocina refunfuñando por su mala suerte.
   —¡Venga Louis, no te pongas así! —dijo François Marie Sauvage, intentando consolar a su amigo. El joven marinero mecánico de 18 años le explicó que compartiría su ropa con él, sin resultado. A Vignot, la ropa le traía sin cuidado, su flauta era única e irreemplazable.
   Era una noche clara y la luna brillaba reflejándose en el mar, mientras el Sergent Gouarne (P 43), avanzaba con dificultad junto al convoy que dejaba atrás el estrecho de Gibraltar. Aquel desvencijado cascarón de 1.147 toneladas había sido botado en 1928 en Hamburgo como vapor de arrastre, y tras varios cambios de nombre y propietario pasó a manos de la Cia Générale de Grande Pêche en La Rochelle.
   Al comienzo de la guerra fue requisado por la Marina de la Francia Libre, convirtiéndose en patrullero armado para la defensa de los convoys aliados. Eran cerca de las dos de la madrugada del 26 de Marzo, cuando Louis Vignot, aún enfadado, se acostó en su camastro junto a la cocina, y se durmió.
   En la lejanía, a estribor del buque, pequeñas luces tililaban como diminutas luciérnagas en la costa de Melilla, junto al faro del Cabo Tres Forcas. Mientras a estribor, en la oscuridad de la noche, se divisaba la luz del faro de la isla de Alborán
  En el puente de mando, Louis François Balanant ordenó maniobrar a babor para mantener el buque cerca de los transportes que componían el convoy. Aquel joven oficial conocía el peligro de la zona en que se encontraban.
   El marinero timonel Robert Berthelemy, de 20 años, hizo girar el timón, hasta que el pequeño vapor reaccionó lentamente a la orden, variando su curso. Las viejas máquinas del patrullero traqueteaban ruidosamente en la sala de máquinas. François Marie estaba de guardia, mientras rebuscaba entre su equipaje alguna prenda que su amigo Louis se pudiera poner.
   El jefe artillero Joseph Marie Guinet, de 20 años de edad, estaba al cargo del cañon de 80 mm de proa, junto a los marineros artilleros Stanislas Guthowski, Jerome Aubriot e Yves Mallo, tres jóvenes que apenas rondaban los 20 años.
  Fue en aquel mismo instante, sobre las 02:07, cuando unos ensordecedores chirridos acompañaron a una gran explosión.
   Una gran granizada de acero asomó sobre los costados del navío.
Pegados a la pasarela, asustados, los jóvenes se preguntaron si sería aquel su bautismo de fuego, mientras trataban de comprender lo que sucedía.
   En la protección del fondo marino el U-755 acababa de cerrar las tres escotillas de los tubos lanzatorpedos, después de enviar su mortífera carga contra el agrupado convoy. Wálter Göing lanzó los tres torpedos en abanico cuando, para su sorpresa, aquel pequeño patrullero cambió de curso, acercándose al convoy e interponiéndose en el camino de los torpedos.
   Sólo uno de los tres proyectiles dio en el blanco, pero para aquel pequeño pesquero venido a patrullero era suficiente. Después de la explosión, el barco se estremeció entre surtidores de agua y fuego, que iluminaron los rostros de los marinos. Joseph Marie Guinet tuvo la impresión de que sus tímpanos acababan de estallar. Ya no oía nada, como si la banda sonora de lo que estaba presenciando estuviera estropeada.
  La cubierta del buque comenzó a perder su horizontalidad, lanzando a los jóvenes al suelo, resbalando. Joseph Marie se agarró nuevamente a la pasarela para contemplar, estupefacto, el mar ardiendo. Grandes columnas de fuego ascendían hacia la noche, al tiempo que varias explosiones resonaron en las entrañas del navío.
   Los cuatro marinos se dejaron caer desde el cañón de proa por la pendiente en que se había convertido la cubierta del buque, hasta llegar al puente de mando.
   —¡Mierda, el buque se ha partido en dos! —escucharon a
Balanant.
  Entonces vieron la chimenea desprenderse de sus anclajes para inclinarse lentamente en la oscuridad, hasta caer con un fuerte estruendo. Aubriot vio con horror como algunos compañeros desaparecían bajo ella.
   El buque se había convertido en dos mitades. La proa y parte de la popa se elevaban en la noche, por separado, dando al Sergent Gouarne el aspecto de una gran V que se estremecía entre las llamas. Continuas explosiones surgían del interior del barco de donde llegaban también los gritos de terror de los hombres aprisionados en los entrepuentes. La inclinación de la cubierta se agravaba por momentos.
   Jerome Aubriot, encaramado a la parte más alta de la popa, cruzó una mirada indecisa con sus tres compañeros. Tras lo cual, saltaron. La distancia que les separaba del agua era tan irreal, que les pareció que nunca llegarían al mar. Después, de repente, este se cerró sobre los tres jóvenes, engulléndolos.
  Tras unos instantes, Jerome rompió la superficie del agua, mientras su doloridos pulmones aspiraron frenéticamente el aire de la noche. El marino nadó con pies y manos tratando de alejarse del navío que se hundiría de un momento a otro, intentando arrastrarlo con él.
   No sabía en que dirección nadaba, sólo se limitó a nadar, a nadar luchando por su vida al tiempo que buscaba con la vista a sus compañeros. El artillero sollozaba, casi inconsciente, cuando un flotador emergió de pronto de las profundidades. Se dejó llevar, con los dos brazos sobre aquella salvación, mientras llamó a sus amigos en la oscuridad.
   —¡Stanislaaaas!, ¡Yveeees!, ¡Joseeeeph!, ¡tenieeeente!.
Sólo le contestó el rugir de las olas y el fragor del buque al
hundirse, acompañado de sordas explosiones, a lo lejos. El Sergent Gouarne había tardado 90 segundos en hundirse.
   El joven pensó que todos habían muerto, que no quedaba nadie, sólo él, y que no tardaría en morir también.
  «¿Hombres aferrados a unos maderos?». Jerome pensó que deliraba, pero eran 14 supervivientes de los 70 tripulantes del Sergent Gouarne. Una corbeta de escolta se acercó a recoger a los náufragos mientras el marino nadaba hacia el grupo, buscando con desesperación a Joseph Marie Guinet, a Stanislas Guthowski, o a Yves Mallo. El joven buscó también a Louis François Balanant. Ninguno estaba.
   El U-755 siguió merodeando alrededor del convoy, a la espera de otra oportunidad. Sobre las 04:13 realizó otro lanzamiento con una extensión de tres torpedos, y tras una larga espera de 12 minutos se oyó una lejana explosión. Tras buscar a cota periscópica, restos de algún incendio,Wálter Göing supuso que la explosión se pudo deber a una detonación de final de carrera.
   Una semana después, el 02 de abril, el U-755 seguía por la zona al acecho de varios convoys, cuando recibió un aviso por radio. Un convoy, denominado TE20 había salido desde Gibraltar con destino a Argelia.
  El sumergible pasó parte de la tarde posado en el fondo, a una profundidad de 52 metros, sobre un banco de arena al este de la isla de Alborán. Se aprovechó para realizar reparaciones menores y una pequeña fiesta por el veintitrés cumpleaños de Fritz Bögner. Al anochecer, con buena visibilidad y un cielo estrellado, la nave emergió de la protección de las profundidades para divisar a lo lejos al convoy.
   Göing ordenó inmersión a cota periscópica y el monstruo marino esperó, agazapado, pacientemente, mientras veía pasar a los buques que formaban el grupo. Dos destructores que no pudo identificar custodiaban el redil, pero allí estaba, un pequeño arrastrero a vapor avanzaba a duras penas, tras los demás buques.
  El comandante cedió el periscopio al segundo oficial, que observó.
  —Parece que tiene problemas, señor —comentó Adeneuer —. A juzgar por lo rezagado que va, y el escaso humo que sale de la chimenea, diría que ese buque tiene alguna avería en calderas.
  —¡Preparen torpedo uno! —ordenó Göing—. Vamos a acercarnos en silencio.
  Aquel barquichuelo seguía la estela del convoy con muchas dificultades. El Simon Duhamel era un pesquero de 928 toneladas, propiedad de Les pecheries de Fecamp, en Fecamp, un pequeño pueblo de pescadores en la región de la Alta Normandía francesa. Como todo buque capaz de navegar, fue requisado por la Marina de la Francia Libre para el transporte de mercancías.
   El jefe de máquinas avisó de un problema de motor tras la salida desde el Peñón, pero se decidió seguir adelante. Uno de los destructores iba a estribor, junto a él, pero al divisar un buque en la lejanía salió rápidamente a investigar, dejando al Duhamel indefenso.
   A las 06:24 horas, el Simon Duhamel II se encontraba al nordeste del Cabo Tres Forcas, cuando recibió un torpedo en el costado y se partió en dos, desgarrado en una gigantesca explosión. El Duhamel ya no era más que una escombrera humeante que vertía parte de su carga al mar.
   La proa se hundió inmediatamente, pero Wálter Göing contempló desde su puesto como la popa continuaba allí, como un fantasma que se negara a abandonar este mundo.

  Tras cuatro minutos de agonía la popa se inclinó lentamente, levantando columnas de agua que la acompañaron en su muerte, desapareciendo de la superficie. El único superviviente de los 54 tripulantes sería rescatado dos días después.


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