16
10
de octubre de 1942
I
Aquella
pesada máquina relucía sobre la estela de humo que surcaba el suelo
de la estación de Neuenrade. Hubert observaba con la frente apoyada
sobre la ventana del vagón, mientras su rostro se reflejaba en el
cristal. Se incorporó en su asiento, cuando le vino a la memoria la
última vez que había visto aquel lugar, hacia más de año y medio.
Desde entonces, su relación con la familia se había visto reducida
a algunas llamadas telefónicas y decenas de cartas.
Cuando
el tren se detuvo, el marino recogió su equipaje y se apeó. Unas
débiles bombillas intentaban iluminar la parada mientras él pisaba
los adoquines del andén llevando a la espalda el pesado macuto,
inspirando profundamente aquel aire de su tierra. Abandonó la
estación, mientras la gente pasaba a un lado y al otro de la calle,
indiferente a aquel guapo soldado uniformado que días atrás surcaba
el infinito Mar Báltico en una fantástica nave de guerra. Observó
que había nevado hacia varios días, a juzgar por los restos de
nieve que
quedaban junto a las aceras. Hubert tomó un autobús hasta Affeln, y
una vez allí decidió hacer a pie el resto del camino hasta la
granja, a menos que encontrara un transporte.
La
noche la había pasado despierto, leyendo, comiendo y velando el
pasillo del vagón, de uno al otro extremo, por lo que no le seducía
la idea de arrastrar aquel pesado saco hasta casa.
Hubert
abandonó la aldea caminando por el arcén, atravesando pequeñas
arboledas que parecían cerrarse sobre él. Le acompañaban los
extensos campos sembrados, tachonados por diseminados núcleos de
abedules, con sus blancos troncos brillando con la luz de la mañana.
Al
llegar a un punto del camino se apartó de la pequeña carretera y se
descalzó, para cruzar por un grupo de hayas rojas, como había hecho
tantas veces de pequeño. La arboleda era tan frondosa que la luz del
Sol apenas podía atravesar sus ramas, y cuando lo hacía, impregnaba
de destellos de un cálido bronce la hermosa hojarasca. Él la pisaba
lentamente con los pies desnudos, absorbiendo sin prisa cada segundo
de aquella paz que se hacía cada vez mas corta, a cada paso que
daba, para enfrentarse de nuevo con la realidad, con la carretera que
aparecía al otro lado.
Al llegar a la granja no vio a nadie. Se quedó sorprendido de haber
olvidado el olor de su casa. De repente recordó cuanto añoraba el
aroma de la madera vieja; de la cocina donde su madre pasaba gran
parte del día, y de la chimenea encendida, donde varios troncos se
consumían con lentitud.
—¡Hola!,
¿hay alguien en casa?.
Le
extrañó que no hubiera nadie y corrió hacia el establo, junto
al granero. Allí estaba. se quedo parado en la entrada, mientras
observaba a su madre, de espaldas a él.
Sus
arrugadas manos transmitían sencillez y trabajo. Se había levantado
temprano para dejarlo todo preparado antes de que llegase su hijo.
Hubert había avisado de que iba de permiso, pero no tenía claro el
día de su llegada. Todo dependía de los trenes.
Theresa
Sasse había terminado el ordeño, cuando preparó agua para las
vacas. Dejó uno de los cubos en el suelo y, de repente, se
incorporó. Aquel olor, recordó aquel aroma, de cuando era
jovencita, casi una niña. Había ido con sus padres al entierro de
una tía en una gran ciudad de la costa. Allí vio por primera vez el
mar, y en aquel instante, en el establo, volvió a recordar, a sentir
aquel olor, aquella agria fragancia a sal.
Levantó
la vista para confirmar sus sospechas. ¡Allí le tenía, después de
tantos meses!. A varios metros de ella, con aquella sonrisa tierna y
aquella tímida mirada.
—¡¡Dios
mio, cuanto tiempo ha pasado!! —dijo Theresa.
Su
hijo no habló. Se quedo observándola fijamente, mientras de sus
ojos color miel brotaban lágrimas que se derramaban por sus
mejillas.
Madre
e hijo se fundieron en un abrazo que se convirtió en lo más
parecido a una eternidad. Pasaba el tiempo y ninguno de los dos
mostró el más mínimo deseo de separarse. Hubert la apretaba contra
él con tal fuerza que parecía que quisiera pararle la respiración.
Theresa tuvo la impresión de que sus pies dejaron de tocar el
suelo. Notó que aquel hombre poseía tanta fuerza y vitalidad que le
dio la impresión de que hubiera podido levantarla en volandas si ese
hubiera sido su deseo.
En
aquel mismo instante, aquella madre hubiera dado lo que le quedara de
vida, a cambio de que su hijo volviera a ser un niño, para poder
retenerlo junto a ella, para que no tuviera que volver a marchar.
—¡Vamos
a casa! —dijo su madre—. Tus hermanas deben estar al caer. Han
ido con papá al pueblo y me extraña que no te hayas cruzado con
ellos por el camino.
—Además,
si no me equivoco, los rugidos que oigo desde aquí, deben venir de
tu estómago. Vamos y mamá te preparará algo.
Madre
e hijo se sentaron a la mesa, uno frente al otro, mientras ella le
cogía las manos con fuerza. Allí hablaron, mientras él le contaba
todo lo vivido durante su larga ausencia. Hubert tenía una forma
especial de comprender el mundo y veía las cosas de un modo
especial. Tenía un agudo poder de observación, y describió a su
madre los lugares que había visitado con tal nitidez que a ella le
dio la impresión de verlos realmente. Su hijo trajo consigo
innumerables historias del mundo exterior que llenaron a Theresa de
incertidumbre. Sabía que allí fuera se estaba librando una guerra
que asolaría el mundo, y el sufrimiento por sus dos hijos le partía,
literalmente el alma.
Hubert
se quedó sin palabras al ver llegar a sus hermanas. «¡¿Tanto
tiempo había pasado?!». Las tres jóvenes entraron en casa sin
sospechar nada. Entonces vieron a aquel hombre allí plantado.
Durante
una fracción de segundo no le reconocieron. Entonces comenzaron a
gritar y las tres se abalanzaron sobre su hermano como un torbellino.
Tras un lapso de tiempo, ya más
sosegadas, le abrazaron y lloraron.
Hubert
observó a la mayor, Elizabeth rayaba los 19 años y se había
convertido en un mujer delicada y sublime a la vez, como un cisne. De
cuello largo y elegante, y manos delicadas. Por otro lado, saltaba a
la vista que era una mujer fuerte, de carácter alegre, pero con
mucha determinación.
Su
cabello había evolucionado en una preciosa cabellera rubia y rizada
y sus ojos seguían mostrando aquel azul profundo.
Anton
Sasse entró corriendo, ante los gritos.
—¡Oh,
Dios mio!, ¿por qué no has avisado de que venías hoy?
—¿Acaso
no tienen teléfono, en ese sitio donde estás? —Su padre le abrazó
como hacía tiempo que no lo hacía.
Hubert
sacó el paquete con los vestidos que había traído de Brest y lo
depositó sobre la mesa. Sus hermanas destrozaron el envoltorio,
presas del nerviosismo. Tras una corta discusión eligieron un color
y fueron a probárselos.
Mathilde,
había cumplido los 15, con el pelo largo y aquella manera de cerrar
los ojos verdosos y alegres cuando sonreía. Y los hoyuelos que se le
formaban en las mejillas con aquella risa arrebatadora. ¡Estaban
preciosas con los vestidos nuevos!.
La
pequeña Helfriede rondaba los 12 años, y su madre decía que se
parecía a él. Su frente era alta, enmarcaba un rostro ligeramente
alargado, pero muy armonioso. Pero lo más llamativo de su físico
eran unos inusuales y expresivos ojos verdes que relucían como dos
estrellas.
Al
despertar le llegó un aroma que le despertó el apetito. Hubert había dormido como nunca. Su cama seguía oliendo a él. Se
levantó rápidamente, se dio una ducha y se puso unos pantalones y
una camisa. Se peinó y salió a toda prisa del dormitorio. En la
chimenea, un enorme tronco se estaba convirtiendo en una gran brasa,
que escupía chispas doradas en todas direcciones.
En
la mesa de la cocina estaba la familia al completo, excepto Hermann.
La madre de Hubert se levantó rápidamente de la silla que ocupaba y
fue a prepararle el desayuno. Elizabeth y su padre siguieron sentados
y saludaron al joven con una sincera sonrisa. En aquel momento
aparecieron las restantes mujeres de la casa.
—Buenos
días Hubert ¿Como has dormido, has descansado? —Preguntó
Mathilde muy cariñosamente.
—¡Oh
si! Hacía tiempo que no dormía todo de un tirón, gracias —dijo
Hubert con una sensación de paz en el cuerpo que le era desconocida.
Se sentía tranquilo y relajado. Sólo le faltaba su hermano para que
la dicha fuera completa.
Durante
el almuerzo estuvieron hablando un poco de todo. Hubert puso a su
padre al corriente de la guerra, recordando las calles leprosas y en
ruinas de Kiel, Brest, o cualquiera de las otras ciudades que había
visitado. Y los atroces juegos de la guerra, el miedo y el hambre, o
el frío que se vivía en el fondo del mar. Los gritos aterradores
que se escuchaban entre los hierros retorcidos de los buques que
enviaban a las profundidades. Su llegada había rasgado sin quererlo,
el velo de ignorancia que cubría el hogar de los Sasse.
Durante
días se dedicó a ojear las cartas que habían recibido de Hermann.
Su madre le zurció los calcetines e intentó eliminar de su ropa
aquel olor a mar, lavándola varias veces.
Ocupó
el permiso de que disponía entre las labores de la granja y algún
día de pesca con su padre. Allí, sentados junto al castillo de
Brüninghausen, a solas con él, le hablaba de la violencia que había
presenciado entre los hombres, del deterioro de los espíritus, de la
rabia y la desesperación. Su padre le pasaba el brazo sobre el
hombro y lo atraía hacia él.
II
Durante
mucho tiempo, el horizonte no había sido más que una monótona y
fina línea azul grisácea que separaba el océano Atlántico del
cielo. Los doce Lockheed Hudson Mk VI de la RAF avanzaban a 170
nudos, a un buen régimen, volando bajo a 1.900 pies sobre las olas.
Habían salido desde Escocia para pasar a reforzar la fuerza aérea
del norte de África.
A
pesar del estruendo de los motores, el copiloto Bill Patchet, se
quedó dormido. Estaba cansado, después de cinco horas de vuelo tras
su salida desde Escocia. La autonomía de aquellas aeronaves era de 6
horas y 55 minutos de patrulla o alrededor de las 2.200 millas.
El
Teniente de Vuelo G.A.K. Ogilvie ladeó el volante de media luna y el
avión inclinó un ala y perdió altura, mientras la línea de la
costa de Portugal se advertía más allá de la ventanilla. Era un
día luminoso y azul, aunque un fuerte mistral salpicaba el mar de
crestas blancas. Patchet no tenía idea de cuanto tiempo había
dormido. Cuando despertó, vio
que
el horizonte seguía siendo plano. Hacia adelante apareció un gran
brazo de tierra que se adentraba en el mar. Entonces estiró los
brazos en el aire, mientras se desperezaba, para preguntar:
—¿Que
es aquello?
—El
Cabo de San Vicente, en Portugal —repuso Ogilvie—. En teoría,
falta una media hora para llegar. ¿Ha dormido bien el señor?.
—¡Venga Ogilvie, sólo he pegado una cabezada —explicó Patchet—. Además
no te hago ni puñetera falta, estos pájaros vuelan jodidamente
bien.
—¿De
donde es usted, teniente? —pregunto a su espalda, Bryan Murphy, el
artillero de la ametralladora ventral.
—De
Londres —contestó Ogilvie—. Llegué el viernes a Sumburgh. Creo
que nos destinarán a los seis a esta unidad en cuanto lleguemos a
Gibraltar.
Patchet
y Ogilvie se conocían desde hacía dos años. Ya habían volado
juntos en otras unidades. A pesar de que Ogilvie, con sus 29 años de
edad, le sacaba más de seis o siete a Patchet, ello no impedía que
se llevaran muy bien. Tras ellos se encontraban Calvin Harrison y
Dallas Lee en los compartimentos de bombas, además de Sullivan Hart,
en su puesto de artillero de cola. Hart se había quejado durante
todo el viaje del viento que entraba por las juntas de la burbuja.
Aquel
Hudson Mk VI AM725 M del 608 escuadrón de la RAF llevaba dos
ametralladoras fijas del calibre 7.7 mm a proa, alojadas en el
interior de la parte superior del fuselaje del morro. Otras dos
ametralladoras más del mismo calibre iban situadas en la burbuja que
portaba en el dorso y una ametralladora de 7.7 mm, en posición
ventral. Además llevaba entre
400 y 700 kilogramos de bombas y cargas de profundidad. Contaban
también con el magnifico radar ASW MK II alojado en forma de antena
bajo las alas y ocho nuevos lanzacohetes aire superficie que estaban
dando buenos resultados.
Años
atrás, la "Comisión de compra británica" había buscado
desesperadamente un avión de patrulla marítima para el Reino Unido,
en apoyo a los Avro Anson. El 10 de diciembre de 1938, la Corporación
Lockheed Aircraft les mostró una versión modificada del modelo
comercial 14 Super Electra Lockheed, que rápidamente entró en
producción como el Hudson Mk I.
Al
comienzo de la guerra y bajo el programa de "Préstamo y
Arriendo", 78 Hudson estaban preparados para entrar en servicio,
pero debido a la neutralidad de Estados Unidos, los aviones no podían
ser entregados directamente a Gran Bretaña, por lo que volaron en
secreto hasta la frontera canadiense. Desde allí fueron remolcados
por tractores hacia territorio canadiense, donde fueron trasladados a
aeródromos para ser desmontados pieza por pieza y envueltos para el
transporte por barco a Liverpool, y de allí a Escocia.
Los
Hudson fueron suministrados sin la torreta dorsal, que se les instaló
a la llegada a Reino Unido. Pero a partir del 9 de noviembre de 1941,
con la entrada de EE.UU. en la guerra, las cosas cambiaron. De la
variante MK VI, la RAF recibió en régimen de préstamo y arriendo
unos 450 aparatos que recibirían el nombre de A-28 A.
—Repostaremos
y descansaremos, y mañana saldremos hacia Blida —comentó
Ogilvie—. Mañana nos quedarán alrededor de 500 millas, bordeando
las costas de Marruecos y Argelia.
Ogilvie
había pilotado por primera vez un aeroplano a motor, allá por los
años treinta, con apenas 19 años de edad. Luego se pasó a la
aviación civil, y tras unos años ingresó en la Royal Air Force. Desde entonces formaba parte del 608 Escuadrón, con base en
Thornaby-on-Tees, en North Yorkshire. El día que le avisaron de su
nuevo destino, Argelia, no tuvo tiempo de despedirse de sus padres.
En todos los casos el proceso era el mismo: la precipitada llamada
telefónica, la preparación del equipaje a prisas y corriendo y el
vuelo a un destino incierto.
Después
de tantas horas de monotonía, les pareció de gran interés divisar
aquel grupo de buques bajo ellos. Había más de veinte naves de
diversos tipos dispuestas en una especie de círculos concéntricos.
En el perímetro exterior, Ogilvie pudo contar seis buques de la
Royal Navy, entre destructores y alguna corbeta; más cerca del
centro había grandes mercantes, y en el centro mismo se podían
adivinar los buques más vulnerables, los viejos y pequeños
vapores que a duras penas podían mantener la velocidad de
desplazamiento del resto de naves. Era de obligado cumplimento
mantener a estos lentos, pero necesarios transportes en el centro de
la formación, para evitar que quedaran rezagados tras el convoy,
aunque esta norma, no siempre se cumplía.
El
copiloto observó desde su ventanilla, a estribor. Dos de los Hudson
de la formación se colocaron a su costado, mientras uno de los
pilotos hacía gestos con el brazo. Ya se avistaba el aeródromo de
North Front, en Gibraltar. Ante las aeronaves se apareció el gran
coloso de roca, como un impávido vigilante. El peñón de Gibraltar,
era un islote rocoso unido
a la península ibérica por un istmo de arena, donde destacaba un
promontorio monolítico de piedra caliza que asomaba 426 metros sobre
el nivel del mar.
El
avión descendió un poco más. Las salpicaduras blancas del oleaje
se volvieron más visibles y nítidas, y el viento empujaba el agua
en dirección paralela a la costa. El piloto siguió virando
lentamente para enfilar la nave en una óptima aproximación al
aeropuerto.
III
22
de noviembre de 1942
El
perfil de las montañas que custodiaban el valle de La Toscana apenas
había empezado a manifestarse sobre el fondo del cielo, cuando la
madrugada de aquel frío mes de noviembre, el U-755 enfiló
el Golfo de La Spezia. La noche impenetrable no les había dejado ver
el azul del Mar Mediterráneo. La silueta del Monte Sagro se
recortaba en los Alpes Apuanos, la cadena montañosa que formaba
parte de los Apeninos. A través de la silueta del puerto,
contemplaron las luces que tililaban en la bahía, donde algunos
U-Boots permanecían abarloados a varios buques.
La
nave de Göing había zarpado el 1 de noviembre desde su base en
Brest, hacia el Mar Mediterráneo. La madrugada del día 10 cruzaron
con sigilo el estrecho de Gibraltar. Para adherirse a la 9ª
Flotilla en su lucha contra los buques de suministros
y apoyo a los desembarcos aliados del norte de África. Tras varios
días de cacería infructuosa, el sumergible era enviado a La Spezia.
La tripulación fue acomodada en las instalaciones del arsenal, en
espaciosos dormitorios desde cuyos ventanales se disfrutaba de las
bonitas vistas del puerto.
La
Spezia, era una ciudad de la región de Liguria, en el norte de
Italia. En la zona occidental se encontraba el arsenal militar,
mientras que en el lado oriental del golfo se hallaba el puerto
mercantil, uno de los más importantes de Italia
Además
del arsenal de la Marina Italiana, que ocupaba a muchos trabajadores
entre militares y civiles, la economía de la ciudad se desarrollaba
en torno a grandes industrias, como OTO, una de las más importantes
empresas en el sector de las armas. Odero Terni Orlando
producía las armas pesadas para la mayoría de los acorazados de la
Regia Marina Italiana.
En
aquella ciudad hecha de palacios, las calles eran amplias y las casas
altas y esbeltas, mostrando el calor solar en los revoques de las
fachadas. Preciosas viviendas de estilo Barroco se asemejaban a
coquetos palacetes. Junto a ellos, antiguas casas torre, asomaban
peligrosamente a los acantilados, mientras sus terrazas en mármol y
areniscas de innumerables tonos, parecían querer surgir de sus
basamentos, para acabar precipitándose al mar, a aquel mar
cristalino y transparente, como los jóvenes no habían visto uno
igual.
Una
notoria ambivalencia cultural impregnaba la ciudad, creando una rica
complejidad de matices. Junto al puerto se apretujaba un pequeño
mercadillo de especias, y al fondo se perfilaban los techos de tejas
de las casas del barrio antiguo, levantado hacía dos siglos por
inmigrantes de las zonas rurales.
La pequeñas viviendas con suelos de madera, estaban levantadas sobre
una pronunciada cuesta.
Los
jóvenes pasearon las calles adyacentes, donde la gente vivía
apiñada. Las casas estaban tan juntas las unas de las otras, que no
se veía el cielo. Pasearon aquellas calles oscuras que desembocaban
en el puerto, donde los alfareros tenían sus talleres. En una
pequeña plaza, la muchedumbre se agolpaba a ambos lados del portal
de la iglesia. Acababa de celebrarse una boda y todos querían ver a
la novia.
Hubert
y los demás subieron otra empinada cuesta, adoquinada con grandes
piedras, que se bifurcaba en otras dos calles, más empinadas, si
cabía.
La
casa de la esquina repartía su fachada con las dos calles y era una
vivienda muy sencilla, con la primera planta de adoquines rojos, con
grandes y descoloridas cristaleras pintadas de un azul verdoso. La
fachada de la segunda planta era de madera oscura, rodeada de
ventanas altas y cerradas con cortinajes de tela clara. El tejado
casi plano y con tejas barnizadas, estaba rematado por una especie de
modillones, mientras un gran parral crecía entre las dos plantas,
trepando por la envejecida fachada.
Un
enjuto joven, embutido en unos holgados pantalones con tirantes y sin
cinturón, llamó la atención de Hubert, gesticulando desde la
puerta de una barbería instalada en aquella planta baja.
—¡Creo
que quiere cortarnos el pelo! —dijo.
Varios
ancianos estaban de tertulia, cuando Sasse entró en compañía de
Werner Eichler y Josef Baurietl. Les recibió una tenue luz malva y
una suave fragancia a lavanda que impregnaba el pequeño local,
mezclándose con el aroma a toallas
limpias.
Al
cabo de unos minutos de discutir el precio, aquel peluquero
parlanchín sometió al marino a un meticuloso corte de pelo,
mientras le contaba su historia, acompañado por el tintineo de las
tijeras.
Barbero
de tercera generación, Alessandro llegó hacía un año a la ciudad,
procedente de Borgo Val di Taro, en la provincia de Parma, con la
idea de ahorrar dinero para poder casarse con su novia del pueblo.
Los padres de la joven le pedían una importante dote, por lo que el
joven trabajaba siete días a la semana para reunir el dinero. Tras
descontar la cantidad que le costaba el alquiler de aquella casa,
Alessandro calculaba que tendría que seguir allí, en La Spezia, año
y medio más.
Hubert
escuchaba, cautivado por la sencillez de aquella historia.
Indiferente a la tragedia que estaba desgarrando al mundo, aquel
joven vivía en su propia realidad, cuyo único objetivo era formar
una familia junto a su amada.
La
dotación al completo recibió un permiso para pasar las navidades en
casa, debiendo presentarse en la base el 25 de enero del siguiente
año, para zarpar en la tercera patrulla dos días después.
El
día 23 de noviembre, parte de la tripulación estaba en la estación
de ferrocarril de La Spezia, donde los copos de nieve de la primera
nevada revoloteaban a la luz de las farolas.
La
plaza de la estación relucía bajo el tenue manto blanco del
invierno. Los escasos pasajeros del tren que se bajaban allí, se
movían por el andén con paso rápido. Un silencio casi solemne
envolvía el lugar. Durante varios minutos, allí no se veía ni un
alma, ni coches, ni autobuses, sólo militares que iban
y venían.
Había
un enorme reloj, el elemento que dominaba el bar de la estación, con
dos grandes manecillas que viajaban con exasperante lentitud
alrededor de la carátula que alguna vez había estado recubierta en
esmalte blanco y que ahora se mostraba ennegrecida por el paso del
tiempo y el humo del tabaco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario