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6 de octubre de 1942
I
Brest
se apareció a los hombres del U-755 como una ciudad
neblinosa, fría y desmemoriada, ideal para pasar inadvertido. La
dotación del sumergible estaba formada sobre cubierta mientras se
nutrían de aquella visión. Las aguas del puerto ardían con un
resplandor áureo, donde se reflejaba el barrio de pescadores, con
multitud de reflejos.
El
silencio reinante sólo era roto por el ronroneo de los motores de la
nave. En la noche que daba paso al amanecer, las luces del castillo
de Brest se mostraban tililantes a los marinos. La bruma cayó de
pronto y se extendió sobre el muelle, y a lo lejos, las aguas se
volvieron oscuras. No se adivinaba el otro extremo del puerto, del
embarcadero, ni del Puente Nacional. La silueta de "Le petit
pont de Gueydon" como lo conocían los lugareños, apenas era
visible, pareciendo otro espejismo de la niebla.
La
extrema nubosidad, junto a la tenue luz de las farolas del puerto
producían las ilusiones ópticas más inesperadas. Hasta aquella
mole siniestra del búnker de submarinos hacia el
que se dirigían se apareció como una gigantesca bestia, doblegada
por la niebla del frío otoño.
El
U-755 enfiló su proa hacia una de las descomunales puertas
blindadas. Aquella puerta doble del muelle B se elevó de debajo de
la superficie, produciendo espantosos chirridos, que rompieron la
quietud del amanecer. La nave penetró con lentitud en el angosto
túnel, atracando en el amarradero junto a otros dos sumergibles.
Sobre
el techo un enorme puente grúa de 12 toneladas corría sobre dos
raíles, a ambos lados del muelle. El bullicio en aquella inquietante
caverna era notable, una pequeña comitiva esperaba a la dotación
del submarino. La tripulación abandonó la nave subiendo a los
pasillos por una escalera de cemento, cuyos escalones estaban
totalmente cubiertos de grasa. Todo estaba envuelto en la penumbra;
la pobre luz, provenía de unas exiguas lámparas adosadas al techo y
de las aberturas que comunican con las entradas al mar. El hedor a
aceite quemado se mezclaba con el inconfundible olor a agua de mar,
impregnando todo el lugar de un olor fétido.
Una
vez desembarcados, el comandante de la base, el capitán de corbeta
Werner Winter felicitó a toda la dotación estrechando la mano a
cada uno de los hombres. En aquella fría mañana, el segundo oficial
Heinz Blischke, el hombre que divisó al USS Muskeget, recibió la
Cruz de Hierro de 2ª Clase, había cumplido 23 años el mes
anterior.
El
puerto de Brest fue ocupado por la 5ª
División Panzer en junio de 1940, y a partir de entonces se
realizaron obras de acondicionamiento de las instalaciones. Debido a
su ubicación estratégica, la Kriegsmarine comenzó a
utilizar las instalaciones portuarias de Brest a principios de
agosto de aquel
mismo año, convirtiéndose en el puerto de origen de la primera y
novena flotillas de U-Boots en 1941.
La
construcción del búnker de submarinos comenzó a principios de 1941
y estuvo terminado en el verano de aquel año 42. Sus extraordinarias
medidas, 333 metros de longitud por 192 metros de anchura y el techo
de casi 12 metros de espesor, hacían de aquel coloso de hormigón el
mayor búnker submarino construido por los alemanes durante la
guerra. Pero los británicos ya le habían echado el ojo.
El
puerto francés era la ciudad europea más frecuentemente bombardeada
en aquel momento, recibiendo una atención regular de la RAF desde el
año anterior. Los cruceros de batalla Scharnhorst y Gneisenau fueron
los principales objetivos, así como el búnker de U-Boots. Como
consecuencia, era también una de las ciudades más fuertemente
defendidas en Europa, con una enorme concentración de baterías
antiaéreas.
En
la noche del 30 de marzo, 100 aviones de la RAF aparecieron de
pronto sobre el puerto, dejando caer sus bombas. Milagrosamente, el
Scharnhorst y el Gneisenau escaparon ilesos. Las aeronaves barrieron
el puerto de Brest con infinidad de bombas perforantes de 227
kilogramos, diseñadas para penetrar las cubiertas blindadas de los
buques de guerra. Los alemanes ya sabían que los dos acorazados
habían sido detectados, lo que les convertía en un reclamo. En
lugar de ser un refugio, Brest se había convertido en un objetivo.
Para
los siguientes días, el mal tiempo mantuvo los aviones en tierra,
pero en la noche del 3 de abril, las nubes se abrieron lo
suficiente para un segundo ataque. El Hotel Continental, donde se
alojaba el personal naval alemán y muchos de los oficiales de los
acorazados, fue bombardeado mientras se servía la cena.
Los
propios cruceros fueron cubiertos con redes de camuflaje. La
inventiva de los alemanes les llevó incluso, a la construcción de
un pueblo ficticio. El crucero francés Juana de Arco fue
artísticamente decorado con estructuras de madera y tela, hasta que,
desde el aire, asumió un parecido muy aceptable con el Scharnhorst.
La ciudad fue rodeada por dispositivos productores de niebla
artificial. El resultado fue que una gran parte de las bombas cayó
en Brest.
El
problema llegó el 24 de julio, mientras el Scharnhorst y el
Gneisenau estaban al ancla. Al mediodía de aquel día, varios
escuadrones de la RAF los localizaron y esta vez los dos acorazados
fueron seriamente dañados.
En
la parte trasera del búnker se hallaban los talleres de reparaciones
y un pequeño y alejado almacén para munición y torpedos. Los
hombres cruzaron aquellas instalaciones hasta llegar a una gigantesca
puerta abatible que daba salida por la parte trasera. Tras
cruzar una calle siguieron por una pequeña cuesta que les llevó
ante otra puerta junto a una caseta de vigilancia, donde varios
soldados de la Feldgendarmerie les dieron el alto. Tras
comprobar la documentación les dejaron paso a través de un pequeño
sendero que servía de atajo para llegar a la antigua Academia Naval
de Brest, donde se alojaban los soldados del arma submarina.
Una
gran fachada Renacentista se abrió a los ojos de los marinos, con
un acentuado estilo Palladiano. El edificio constaba de tres plantas y
resaltaba además su basamento rústico, almohadillado, con las
líneas de unión entre los sillares hundidas, acentuando el
paramento en su parte central.
Grandes ventanales con arcos de medio punto ocupaban la primera
planta, sobre los que se mostraban alargadas ventanas rectangulares.
En las esquinas del edificio llamaban la atención imponentes motivos
alegóricos, con grandes escudos de armas en bronce.
La
dotación llegó al amplio recibidor a través de un gran pórtico,
mediante escalones exteriores, y de allí fueron distribuidos por las
habitaciones principales. En la segunda planta se encontraba otro
recibidor que daba acceso a las estancias secundarias y al resto de
alojamientos.
Hubert
y los demás deshicieron sus equipajes mientras, a través de los
amplios ventanales comenzaba a llegar la luz del sol.
Desde
su ventana, en el ala este del edificio, Hubert veía a lo lejos el
Puente Nacional, rotando sobre sus columnas, para que barcos de carga
con banderas indescifrables entraran y salieran del puerto. Más allá
se veían las grandes grúas maniobrando, y frente a ellas, una
antigua y destartalada draga despejaba la ruta de los navíos. El
joven detuvo un momento la vista en aquella draga de rosario,
con su gran cadena de cangilones montada sobre un robusto
castillete. La escala atravesaba el pontón y se hundía en el
fondo del puerto para excavar el material, elevándolo para volcarlo
sobre su cubierta.
Sasse
observó a lo lejos la ciudad. Brest ocupaba las laderas de dos
colinas, dividida por el río Penfeld y situada al norte de una
preciosa bahía que salía al mar. Era una ciudad situada en la
región de Bretaña, en el noroeste de Francia. En un emplazamiento
protegido en el extremo occidental de la Francia metropolitana, Brest
era un enclave importante y el segundo puerto militar de
Francia.
Las
ventajas de la situación de Brest como una ciudad portuaria fueron
reconocidas por primera vez por el cardenal Richelieu, quien en 1631
construyó un puerto con muelles de madera. Pronto se convertiría en
una base para la Marina Francesa. Jean Baptiste Colbert, ministro de
finanzas bajo Luis XIV, reconstruyó los muelles con mampostería y
mejoró el puerto, convirtiéndolo en el primer gran puerto de la
Marina Real.
Una vez se hubieron
duchado, algunos de los muchachos bajaron al recibidor que daba
acceso a una gran sala de entretenimiento, donde un gran piano de
cola era el indiscutible protagonista. Varios oficiales cantaban una
vieja canción, mientras algunos, a pesar de la reciente
prohibición de fumar, mantenían
algún cigarrillo en la boca.
A
Hubert le gustó aquel lugar que exhalaba olor a tabaco. El joven
ojeó un viejo periódico con fecha atrasada, mientras Bauriedl,
Oertl y Hiltrop pedían a un camarero tres coñacs Lautrec
y dos Pastís 51
con agua fría. Fritz Bögner, que también se había sumado al
grupo, levantó el brazo, saludando al segundo oficial Blischke, que
acababa de asomar por la puerta, luciendo orgulloso su condecoración.
—¡Supongo,
Blischke, que no ha venido por el coñac! —dijo Ernst al verle
llegar—, y no tiene cara de que le guste esa bebida de señoritas
que toman Sasse y Bögner.
—Tampoco
veo aquí a ninguna chica —puntualizó mientras con los brazos
abiertos, dirigía la mirada a sus
amigos.
—Lo
cual me intriga mucho y me lleva a pensar que trae alguna noticia.
—¡Señores,
disponemos de veinticinco días de permiso! —soltó de repente
Blischke, mientras sonreía—, por lo que deberemos estar de vuelta
en la base el día 31 de este mes. Mañana temprano saldrán de la
base varios transportes hacia la estación de Brest. Den sus nombres
en recepción si desean viajar unos días a sus casas.
Los
ojos de los presentes se iluminaron como candiles al oír aquella
noticia, ¡casi un mes en casa, con los suyos!. Blischke pidió una
cerveza, y los hombres se levantaron y brindaron por aquel permiso,
recordando los más de veinte meses que llevaban lejos de casa. Todos
observaron al oficial Heinz, un hombre cercano, sincero y directo. Su
trato con los hombres le había hecho ganarse el respeto y también
la complicidad de toda la tripulación, sin excepciones.
II
Tres
grandes camiones Opel Blitz de la Wehrmacht recorrían las
calles de Brest a toda velocidad. Hubert y varios de sus compañeros
ocupaban el segundo de la fila. El vehículo iba dando bandazos,
mientras sorteaba las ruinas y los cráteres que aparecían en su
camino. Antes de la partida les explicaron que había peligro de
sabotaje por parte de la resistencia francesa, por lo que los
vehículos de transporte no se detendrían por nada ni por nadie.
Según avanzaban, les dio la impresión de que se adentraban en lo
más parecido a lo que sería el fin de los días. Las casas
derruidas, bombardeadas, ennegrecidas, eran un lamento a lo largo del
camino que atravesaba la población.
En
la segunda planta de un edificio, una mujer retiraba los cristales
rotos de una ventana, mientras sonaba la sirena que advertía de una
próxima incursión aérea. Los ojos color miel del joven se
encontraron con los de aquella anciana, en una mirada fugaz, pero que
el marino alargó mientras pudo, hasta perderla desdibujándose en la
distancia, entre el pánico de la gente corriendo por las calles en
busca de refugio,
Según
el convoy se acercaba al centro, las descargas se escucharon más
nítidas y contundentes. A su paso se mostraban los lugares más
afectados por las bombas, en el centro de la ciudad. La guerra era
especialmente cruel y absurda allí. Casas incendiadas, otras con el
techo hundido, destripadas, la gran mayoría en escombros. Los
aviones acababan de dejar un regalo envenenado a su paso.
Las
columnas de humo denso se elevaban al cielo, mientras los camiones
levantaban un reguero de polvo que se fundía con aquel humo negro.
Así ocurría con frecuencia en los objetivos civiles. Toda una
ciudad convertida en objetivo militar, carente de protección y sin
ninguna capacidad defensiva.
De
lo que debía haber sido una preciosa residencia sólo quedaba en pie
una bella y gran escalinata que, intacta sobre un fondo de
destrucción, parecía ascender hacia la nada. Todo aquello se
disfrazaba de una realidad especialmente extraña ante los jóvenes,
que observaban con la mirada fija, lo que se les ofrecía desde la
parte trasera del camión.
Los transportes botaban incesantemente sobre los baches del asfalto,
cuando llegaron al Puente Nacional. A la derecha, una gran avenida
les llevó hasta la estación, bordeando el puerto comercial.
La
Gare de L'Ouest tenía el aspecto de haber sufrido sucesivos impactos
durante el breve bombardeo. Varias de las cúpulas sobre los andenes
habían desaparecido literalmente, mientras densas columnas de humo
se elevaban desde el otro extremo, donde los raíles de las vías se
habían convertido en retorcidos amasijos de metal fundido.
Dos
cuadrillas de operarios se afanaban en su reparación, intentando
transmutar todo aquel caos en lo más parecido a una tenue
normalidad.
Varios
ancianos jugaban a los naipes sentados alrededor de una pequeña mesa
de mármol, sobre patas de fundición. Hubert acompañó a Duwe,
Baurietl y al oficial Blischke a tomar algo para matar el tiempo,
pues faltaba hora y media para la salida del tren. Uno de aquellos
ancianos descargaba una palmada sobre la mesa cada vez que dejaba una
carta, mientras a su lado, otro acompañante dormitaba, con los codos
apoyados sobre el mármol.
El
"Bistrot de Landerneau" se encontraba en la "Avenue de
la Gare", frente a la estación. Era un pequeño restaurante que
servía comidas sencillas a precios moderados y en un ambiente
modesto.
El
exiguo local estaba situado en el pequeño sótano de un edificio de
apartamentos donde los inquilinos pagaban por alojamiento y comida.
Los propietarios podían complementar sus ingresos mediante la
apertura de su cocina al público que paseaba por la avenida.
Los bistros franceses no tenían un estilo de comida definido
aunque, por su origen obrero y popular, siempre se servían platos
tradicionales, donde se incluían vino y café.
Hasta
el local llegaban los tímidos timbrazos de los tranvías que
cruzaban la calle. Mientras los jóvenes submarinistas, allí
refugiados, no conseguían entender el enigma de la guerra.
Abandonaron
Brest a las 12 de la mañana de aquel día soleado, con la gente
acuartelada en los vagones, algunos sin cristales. A lo lejos estaban
bombardeando el puerto nuevamente. Parte del tren iba repleto de
soldados de permiso que impregnaron los vagones de canciones y
tonadillas. Una estación sucedía a otra y Hubert intentó leer un
periódico abandonado sobre un asiento del vagón, pero fracasó en
el intento y decidió mirar por la ventana. Tras una hora de viaje,
apareció el mar tras la aldea de Morlaix. Había desaparecido todo
rastro de la guerra. Era como volver a recuperar el aliento contenido
en Brest. Después continuaron viaje, bajando hacia Saint Brieuc,
donde se volvió a mostrar el mar, con un agua dorada, con playas de
bañistas sin conciencia y ajenos a la guerra, y refugiados.
Era
de noche cuando el tren cruzó la frontera, vigilada por amenazantes
soldados alemanes que escudriñaban vagón por vagón y husmeaban
entre el equipaje.
Hubert
se acurrucó en el asiento con la mirada perdida en el horizonte que
discurría velozmente. El marino volvió a recordar a aquella anciana
de Brest que, en vano, intentaba devolver un poco de normalidad a su
hogar, retirando los rotos cristales de su ventana.
III
Era
un día frío en la vieja Estación Central de Frankfurt. Serían las
once y cuarto de la mañana cuando Hubert Sasse y Josef Baurietl se
apearon del convoy especial que llevaba a los hombres de la
Kriegsmarine a sus casas.
La Centralbahnhof
Frankfurt era la segunda estación de ferrocarril más grande de
Alemania, tras la de Leipzig. Contaba con 24 vías y los andenes
medían más de 600 metros.
Era un hermoso y gigantesco edificio que estaba en funcionamiento
desde 1988. Las plataformas donde se apoyaban las vías estaban
tapizadas de multitud de guijarros de granito oscuro.
Un sinfín de trenes
entraban y salían sin descanso. El ruido de fondo era un mezcla
entre los estridentes pitidos de las locomotoras y el murmullo de
miles de almas que plagaban aquella estación. En aquellas horas
Centralbahnhof se alborotaba, y de los andenes salían
infinidad de sonidos que se extendían como un rumor, mientras una
multitud de pasajeros con su algarabía, deambulaban de un lado a
otro.
Sin
embargo una de las cosas de aquella estación que mas sorprendió a
los dos jóvenes fueron las seis descomunales bóvedas que formaban
el techo, construido en forma de nave. Un sinfín de arcos de acero
apoyados sobre los andenes, cruzaban el aire como gravitando sobre el
vacío, aguantando así el peso de las estructuras de acero que
constituían la techumbre. Las bóvedas se alternaban de forma
intermitente con arcos torales, que separaban las bóvedas
entre sí. Aquella colosal estructura se sostenía gracias a un
número inimaginable
de remaches.
Gigantescas
vidrieras remataban las paredes laterales y la parte superior de las
bóvedas, permitiendo la entrada de la luz. Las bocas de aquellos
cinco andenes desembocaban en un grandioso vestíbulo central,
construido en piedra. Las puertas de salida estaban rematadas por
grandes arcos con decoración neoclásica. Enormes relojes,
ennegrecidos por el hollín de la estación, llamaban la atención de
cualquier viajero que esperase el momento de partir. Las paredes de
gruesa piedra estaban salpicadas con filas de grandes y estrechos
ventanales por donde los rayos solares se introducían iluminando los
mármoles pulidos y brillantes del suelo.
Josef
y Hubert entraron en una de las cafeterías de la estación llevando
sus equipajes. Sentados en una pequeña mesa con mantel degustaron
dos cafés mientras hacían tiempo. Habían venido juntos hasta
Frankfurt y a partir de allí sus caminos se separaban. Después de
diecinueve meses lejos de casa, deseaban llegar para abrazar a los
suyos.
Hubert
había comprado en Brest tres preciosos vestidos para sus hermanas.
No había sido nada fácil elegir los dichosos trajes, pero sabía
que si llegaba a Affeln con las manos vacías sus hermanas no se lo
perdonarían jamás.
La
dependienta de la tienda se apiadó de aquel guapo marino que no
entendía nada sobre ropa de mujer. Hubert llevaba consigo una
pequeña foto donde se las veía a las tres juntas. Orgulloso, se la
enseñó, y la dependienta le mostró un precioso vestido gris claro
con falda de dos piezas. Un bonito lazo estrechaba la cintura,
después de todo, ya eran todas unas señoritas. Guardaba con cariño
en su memoria aquel lejano día en que jugaban junto a su hermano
Hermann en el río Brüninghauser.
Los
chiquillos dejaron el camino de tierra y descendieron hasta el
humedal. El aroma de la tierra mojada se mezclaba con el de las
flores que plagaban las riberas. De los árboles salían infinidad de
sonidos que se extendían como un clamor y las aves con su algarabía,
acompañaban a los cinco niños. En verano, aquel riachuelo llevaba
muy poca agua, y grandes matas de líquenes de color gris se
aferraban a las rocas de las orillas.
Hermann
y Hubert lo cruzaron de un lado al otro de un salto, y mientras el
hermano mayor siguió corriendo sin mirar atrás, el pequeño Sasse
se detuvo. El niño animaba a sus hermanas que estaban asustadas por
cruzarlo, con sus cantos rodados de todos los tamaños y llenos de
musgo; temiendo resbalar y caer. Pero allí estaba aquella mano
tendida, y aquella voz que decía, —vamos, no tengáis miedo, yo
estoy aquí—. Y saltando, la niñas caían una tras otra en sus
brazos.
La
dependienta calculó la talla que debían usar las jóvenes de
aquella fotografía y envolvió tres vestidos en diferentes colores.
Un
grupo de marinos estaban sentados en la barra de aquel local,
mientras bromeaban con varias jovencitas de la mesa contigua. Pero
las señoritas no mostraron el más mínimo interés.
—¡Esos
estúpidos no se dan cuenta de que sólo tienen ojos para ti! —dijo
Baurietl. Hubert contestó con una leve sonrisa.
Sasse
no solía tener éxito con las mujeres, debido a su timidez, pero al
pasar acostumbraban a seguirle con la vista. Sus compañeros decían
que se debía a su mirada tímida, que gustaba a las mujeres.
Otros lo achacaban a que todas los preferían
altos y de uniforme. Incluso alguno decía que era aquella voz,
templada y sedosa. Pero Baurietl, solía zanjar aquellas ocasionales
discusiones aduciendo que todo se debía a que Hubert era jodidamente
guapo.
Sasse
observó que los comensales del local eran aquella mezcla de personas
que solía encontrarse en las cafeterías y andenes de las
estaciones, pero en general eran gente de ciudad y militares de
diferentes cuerpos. Sólo desentonaban las jóvenes que no le
quitaban el ojo de encima, y un hombre elegantemente vestido, sentado
en una mesa, junto a la puerta. Llevaba una gabardina beige y un
bonito sombrero fedora de fieltro con una banda de color oscuro entre
la corona y el ala ancha. Hubert pensó que debía ser alguna especie
de comerciante u hombre de negocios, a juzgar por las dos grandes y
pesadas maletas que tenía junto a él.
Los
dos marinos pagaron la cuenta y salieron de nuevo al andén,
arrastrando pesadamente sus sacos, allí se separaban sus caminos.
IV
Hacía
un año que Josef Kaufer no viajaba a Frankfurt. Se vería con dos
clientes y continuaría viaje hacia Hannover, pasando también por
Bremen. Haría lo imposible por desviarse del trayecto para ver a la
familia, como solía hacer en cada viaje. Le pareció que la
estación central no había cambiado nada desde el último viaje.
Pero estaba claro que el café seguía siendo igual de malo. La
pequeña cafetería estaba llena de militares
que iban de permiso a sus hogares.
En
la barra, un grupo de marinos bromeaban con varias jovencitas de una
mesa cercana. Pero era una gran pérdida de tiempo, pues saltaba a la
vista que aquellas señoritas sólo tenían ojos para uno de los dos
marinos que ocupaban una pequeña mesa más allá. Aquel joven alto y
guapo tenía el cabello rubio, mientras su acompañante era moreno y
más corpulento.
Aquellos
dos jóvenes eran los típicos marinos que volvían a sus casas de
permiso —pensó Kaufer.
El
comerciante observó a todos aquellos jóvenes que entraban y salían
del café de la estación. Él ya había vivido dos guerras y sabía
que la mayoría de ellos perderían su más preciada posesión, sus
vidas, en aquel conflicto que estaba sumiendo a Europa en el caos. El
pasado 21 de junio de aquel mismo año, sin declaración previa de
guerra, el ejército alemán había iniciado la invasión de la Unión
Soviética. La denominada "Operación Barbarroja" fue en
sus primeros momentos un rotundo éxito. El Ejército Rojo, se mostró
incapaz de resistir el ataque alemán y se batió en retirada. Por el
norte las tropas del III Reich llegaron hasta Leningrado. Por
el centro hasta las puertas de Moscú. Sin embargo, por el momento,
ninguna de las dos ciudades había caído.
El
comerciante consultó su reloj de muñeca mientras recogía las dos
grandes maletas que le acompañaban. Luego abandonó la cafetería
saliendo a los andenes. Kaufer no podía ni imaginar que su vida ya
estaba unida a la de aquel joven y guapo marino al que las muchachas
de la barra observaban, embelesadas. No podía suponer que sus dos
caminos se entrelazarían para siempre.
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