14
Febrero de 1942
I
En
las obras de la Torre trabajaban más de dieciocho artesanos, entre
albañiles, carpinteros y canteros, así como un número similar de
peones, aparte de los hombres que trabajaban en las canteras de
Borriol y La Vilavella.
Los
enormes bloques de piedra eran transportados en grandes carros.
Colocados en el fondo, colgando pero sujetos por robustas cadenas que
eran destensadas para depositarlos en el suelo, cuando llegaban a su
destino. El transporte de los bloques corría a cargo de Melchor
Aixeres, un transportista de la localidad.
A
pesar de que la construcción del campanario llevaba dos semanas en
marcha, las sencillas gentes de Burriana no se habían acostumbrado a
aquella novedad. Los transeúntes que pasaban junto a la plaza se
detenían a observar a aquellos hombres que se afanaban en dar forma
a los grandes sillares de piedra, rodeados por una tenue nube de
polvo. Algunos de ellos llevaban un pañuelo bajo la gorra para
empapar el sudor.
Un grupo de hombres se encargaba de izar las piedras con el cabrestante hasta lo alto de la obra, donde eran colocadas con
magistral precisión por otro grupo de albañiles.
Con
armoniosa lentitud, la torre octogonal crecía entre el monótono
tintineo de las herramientas de los canteros. Al mismo tiempo, los
carpinteros elevaban los andamios interiores, adaptándose a las
exigencias de la construcción.
Antes
de comenzar las obras, Piqueres había realizado varias catas,
excavando en la base de la torre para comprobar la solidez de los
cimientos originales, que descendían varios metros en el suelo y
formando escalones. La base, hasta una altura de cuatro metros, se
había reconstruido y nivelado para comenzar a recibir los primeros
sillares del cuerpo de la torre.
Los
canteros habían ido llegando dos semanas atrás. Joaquín Nebot Ros,
conocido como “Ximo el Pedrapiquer”, era el jefe del equipo de
canteros y había llevado consigo a sus dos sobrinos; José Ros era
oficial y el otro, Joaquín Broch, ayudante. Llevaba también a otros
magníficos oficiales, entre ellos a Vicente Saláis, apodado “El
Carlista”.
Ximo
era alto, ancho de hombros, fornido y moreno de piel. Tenía las
manos agrietadas y surcadas por imborrables cicatrices. A pesar de su
juventud, pues rondaba los 37 años, era un reputado maestro cantero.
Pero lo que llamaba la atención en aquel hombre era su corpulencia,
era capaz de levantar uno de aquellos pesados sillares el sólo, y si
se prestaba, lanzarlo a varios metros de él.
Ximo
elegía el sillar con el que pretendía trabajar en función de las
necesidades de la obra a la que iba destinada la pieza. Tomaba las
plantillas de madera que Piqueres había fabricado para ser
utilizadas como guías, y tras una observación
minuciosa, rechazaba aquellos bloques que presentaban fisuras,
manchas o diferencias en el tamaño. También comprobaba la dirección
del grano; las vetas debían estar horizontales, evitando que ningún
sillar fuese colocado al delit.
Para
comprobar posibles imperfecciones internas, golpeaba el centro del
bloque con un martillo. La piedra sana emitía un
sonido claro al ser golpeada por la herramienta, mientras que
el material imperfecto
producía un sonido sordo y sin resonancia. Los grandes bloques
solían llegar formateados de una forma basta desde la cantera y Jose
Ros, su sobrino, los dividía en sillares según la exigencia.
Una
vez que se había decidido la línea de corte, el cantero cincelaba
una profunda ranura en V que recorría la cara superior del gran
bloque, siguiendo por las laterales. En la cara superior realizaba
varios agujeros con un puntero, donde alojaba las cuñas.
Seguidamente se colocaba una barra de hierro en el suelo, bajo el
bloque, que quedaba reposando inclinado sobre ella.
Ante
la mirada atenta de Piqueres, José Ros comenzaba a dar pequeños
golpes de martillo alternativos sobre las cuñas, que se iban
introduciendo levemente en la
piedra, mientras un ayudante vertía un poco de agua para favorecer
la compresión con cada golpe. El sonido agudo de los golpes indicaba
un buen calado de las cuñas, hasta que sin avisar, aparecía una
leve grieta en el bloque.
Entonces
el cantero golpeaba el lado que permanecía en alto, provocando la
fractura definitiva.
Alguien
le tocó la sudorosa espalda. José Ros era casi tan grande como su
tío, y se dio la vuelta con toda su corpulencia y
el mazo en la mano.
—¡Eh
Juanitín!, ¿que haces aquí? —preguntó el cantero.
El
hijo de Estornell, el tornero, llevaba unos minutos viéndolos
trabajar y al fin se había acercado con la intención de pedir algo.
—José,
¿tienes un cigarrillo?.
—¡Toma,
Juanitín!, yo te lo doy —contestó Piqueres—. Pero no
molestes a los hombres, que están trabajando.
Piqueres
se había echado mano al bolsillo, sacando un paquete de cigarrillos
Ideales, que Juanitín miraba con recelo. El carpintero le dio
uno y se lo encendió.
Aquel
joven conocía a Piqueres desde siempre y le había tomado gran
aprecio, profesándole un afecto al que él correspondía, pues le
agradaba su bondadosa inocencia, aunque al final aquel muchacho
siempre terminaba haciendo lo que le venía en gana.
Acababa
de cumplir los 18 años, era delgado y mucho más bajo que los dos
hombres que se hallaban de pie ante él, por lo que se vio obligado a
ladear un poco la cabeza para mirarles a los ojos.
Juanitín
era moreno de pelo y piel avellana. Sus ojos hundidos
le daban un aspecto sombrío, aumentado por el espesor de sus cejas
y aquel mentón prominente sobre el que se asentaba una barba de
algunos días.
Aquel simpático niño hombre llevaba una gruesa chaqueta de pana negra
sobre una camisa de lana blanca y cuello vuelto. En los pies, unas
sandalias raídas. Juanitín sonrió cordialmente, mostrando sus
dientes amarillos entre los labios, estrechó con fuerza la mano del
carpintero y dijo, con voz entrecortada y un acento un tanto
lánguido:
—¡Gracias, Piqueres
Entonces se dio media
vuelta y se marchó.
Piqueres sonrió, viendo como se alejaba, arrastrando un carro en
dirección a la calle San Marcos. Siempre hacia los mismos
recorridos: hornos, tiendas de comestibles, comercios, y las obras
del campanario. Normalmente llevaba aquel pequeño carro para recoger
y llevar sillas que su madre reparaba. Con la ayuda del carro hacia
también encargos para otras gentes, trasladando muebles pequeños o
como porteador de maletas y bultos.
En
muchas ocasiones acompañaba a Kaufer a la estación, cuando el
alemán marchaba de viaje a su tierra, mientras insistía en llevarle
las maletas en su carromato. Aquel muchacho con corazón y mente de
niño era uno de los principales motivos de frustración del alcalde,
pues cuando le parecía, abandonaba el carro en medio de la vía
pública.
Varios
canteros labraban sillares sobre pequeños bancos de madera, trazando
una primera arista, para con ayuda de dos listones prolongar una
segunda, paralela a la primera. Cuando estas dos aristas eran unidas
se creaba una primera cara llana y regular, sobre la que se colocaba
la plantilla, para trazar las líneas de corte de la pieza final. La
primera parte del proceso consistía en eliminar del bloque la piedra
sobrante hasta conseguir labrar las líneas generales. Con especial
cuidado, los canteros desbastaban las esquinas de la pieza, y la cara
del sillar que quedaría en el interior del paramento del muro se
dejaba por desbastar.
Los
sillares ya terminados eran izados con el cabrestante que Piqueres
había diseñado. Un sólo hombre era suficiente para
manejar aquel torno, accionando una manivela y sin apenas esfuerzo.
Los
cuatro oficiales de albañil que estaban a las órdenes de
José Lleó Ramos, el maestro y jefe albañil, levantaban el muro
octogonal de la torre según los peones les llevaban los sillares.
Una vez
comprobadas las caras del sillar se vertía una capa de argamasa
sobre el muro. Luego se dejaba descansar la piedra sobre ésta y con
ayuda de un mazo se golpeaba la parte superior del sillar, ejerciendo
presión sobre el mortero, que asomaba por las juntas. Después se
procedía a retirar el sobrante con una paleta. Para comprobar la
horizontalidad de cada piedra se servían de un cordel tenso entre
las aristas del muro. A Piqueres le había costado largas discusiones
el convencer a José Lleó de que se uniera al equipo del
campanario.
Aquel hombre de cara larga y curtida por el duro trabajo al sol debía
rondar los 60 años, y opinaba que semejante empresa era digna de
obreros jóvenes y llenos de ilusión, que él ya estaba mayor para
aquello, pero al fin el carpintero le convenció.
Al
mismo ritmo, en la cara interior del paramento se levantaba un muro
de ladrillo, y según la obra iba fraguando, se rellenaba el hueco
con mampostería de hormigón. El campanario volvía a erguirse, con
lentitud, para dominar el pueblo, y protegerlo como hizo antaño.
Volvería a ser el elemento principal alrededor del cual se
organizaban las ciudades, allá por los tiempos de la Edad Media.
II
31
de julio de 1942
Un
monstruoso coloso de hormigón emergía entre la neblina que corría
por el puerto. Varias grúas se erguían sobre la gigantesca
estructura, transportando contenedores de hormigón, mientras otras
elevaban enormes moldes móviles de acero.
En
la parte este del puerto de Kiel se estaba construyendo un búnker
para submarinos que recibiría el nombre de "Kilian", con
el fin de servir de protección a los nuevos U-Boots.
Un
ejercito de operarios se afanaban en la construcción de dos
gigantescos diques separados por una pared interna, cada uno de ellos
con una longitud de 138 metros por 23 de ancho, capaces de acomodar
un total de 12 U-Boots en cada dique.
Sobre
la esquina noroeste de la construcción se elevaba una pequeña torre
de hormigón para una pieza antiaérea. Sólo una pequeña parte del
dique podría ser usada como lugar de trabajo, existiendo para ello
dos pisos superiores encima del dique. Una vez terminado, el largo
total del búnker sería de 176 metros, con paredes de 3 metros de
espesor y el techo de 4.8 de grosor. La salida hacia el mar estaría
protegida por dos enormes puertas blindadas que descenderían
varios metros por debajo de la superficie. En aquellos días,
en aquella ingente obra, malvivían aproximadamente 1.000 hombres,
trabajando las 24 horas del día en dos turnos, la mayoría de ellos
prisioneros de guerra y presos comunes.
Estaba
amaneciendo cuando la 5º Flotilla
entraba en el puerto de Kiel tras siete duros cruceros de
entrenamiento de un mes de duración y largas visitas a recónditos
puertos que en ocasiones no figuraban ni en las cartas de navegación.
Las
naves fueron abarloadas junto al malecón oeste, frente a aquella
monstruosa construcción. El viento corría a través del puerto y
los submarinos danzaban sobre el agua, tensando las amarras.
En
la Residencia de Submarinistas, los hombres fueron reconocidos por
los médicos de la base, comprobando que por término medio, habían
perdido seis kilos de peso. Poco tiempo después todos los hombres
estaban sentados en largas mesas, mientras de la cocina comenzaron a
salir grandes platos de col verde con salchichas y filetes de Sajonia
acompañados de bacon. Aquel aroma impregnó el ambiente del gran
comedor. Varias fuentes de patatas fritas fueron colocadas por el
centro de las mesas. Grandes jarras de cerámica se llenaban de
cerveza y se repartían por doquier.
Durante
la comida se discutían los últimos acontecimientos en Europa. Los
hombres de la 5ª Flotilla
fueron puestos al corriente de la marcha de la guerra. El pasado 13
de enero Alemania había comenzado la ofensiva submarina en la costa
este de EE.UU. El mismo mes, el día 26, las primeras fuerzas
estadounidenses llegaron a Gran Bretaña, y el 14 de febrero fue
emitida la Directiva Nº22 en la que los aliados autorizaban, sin
restricciones, los bombardeos sistemáticos sobre varias ciudades
alemanas, entre las que se encontraban: Lübeck, Essen, Düsseldorf,
Bremen, Kiel, Hannover, y Stuttgart.
El primer ataque de este tipo se realizó en la noche del 28 al 29 de
marzo de 1942, cuando 234 aviones bombardearon Lübeck, destruyendo
la mayor parte del centro de la ciudad.
A mediados de aquel
mismo año, la USAF —las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos—
desembarcó en el Reino Unido, realizando algunas incursiones sobre
el Canal de la Mancha. Los bombarderos B-17 o "Fortalezas
Volantes", empleaban bombas incendiarias que se lanzaban
desde gran altura en incursiones sobre Francia, Alemania y Austria.
Después de comer los
muchachos pasaron por la oficina de la residencia donde se recogía
la correspondencia, y con el correo bajo el brazo subieron a las
habitaciones.
Hubert
apoyó las manos contra el embaldosado de la ducha, envuelto en el
vapor, mientras el agua corría por su espalda. El peso perdido
durante los meses pasados era evidente en los marinos.
Sasse había reducido su cintura, lo que resaltaba la anchura de su dorso.
Llevaba tiempo sin sentir el placer de una ducha caliente. Durante
los cruceros de entrenamiento lo más parecido era un manga de agua
sujeta por un compañero mientras uno se enjabonaba con prisas, sobre
la cubierta; pero con el endemoniado frío del Golfo de Botnia
aquella acción tan cotidiana era literalmente imposible. En aquellas
latitudes el aseo personal se había visto reducido a alguna toalla
húmeda y agua de colonia.
Tras
un buen baño, se dejó caer en la cama, y acurrucado en aquella
pequeña intimidad, devoró con los ojos una carta que venía a
nombre de su hermano Hermann Sasse. Mientras, otra carta con
remitente desde Affeln a nombre de Mathilde Sasse, esperaba apretada
en su mano.
III
Hubert
estaba recostado sobre una litera de la sala de oficiales del U-755,
mientras abría con el dedo índice el armario donde guardaba algunos
de sus enseres. Aquellas portezuelas de madera de las pequeñas
taquillas tenían un orificio que servía de pomo.
El
marino extrajo la correspondencia recibida en Kiel, abriendo la carta
de Hermann. Ya no recordaba cuantas veces la había leído, pero no
le importaba; ver la letra de su hermano y el tacto áspero de aquel
papel le hacían sentirlo más cerca de él. En todo el tiempo
transcurrido desde el inicio de la guerra, desde que partió hacia
Gotenhafen, hacía ya, año y medio, no había visto a su hermano.
Hubert
supuso que en el exterior llovía con fuerza. Heinz Blischke, el
suboficial de guardia Adeneuer, un señalero y un artillero, acababan
de pasar en dirección a la torreta para la siguiente guardia de
puente.
Aquellos
hombres iban ataviados con un grueso chaquetón acolchado, sobre una
guerrera y unos pantalones impermeables, con botas marineras, además
de unos mitones también impermeables que dejaban entrever parte de
los dedos de la mano. Sobre la cabeza llevaban el gorro sueste. Los
hombres abrieron la escotilla estanca y desaparecieron a través de
ella, hacia la luz.
El U-755
había partido de Kiel el 4 de agosto hacia el Atlántico Norte para
pasar a formar parte de la 9ª
Flotilla, en primera línea de frente. Tenían órdenes de
reunirse en la cuadrícula AO72, en un punto a 600 millas al oeste
del Canal del Norte, el estrecho de mar que separaba la parte oriental de
Irlanda del Norte de la parte suroeste de Escocia y que conectaba el
Mar de Irlanda con el océano Atlántico.
La
Kriegsmarine utilizaba un sistema especial para establecer las
posiciones de sus naves en el mar e implantar un sistema de
nomenclatura eficaz por radio. El Marinequadratkarte estaba
basado en la subdivisión del océano en cuadrantes identificados por
dos letras. Estos cuadrantes se subdividían a su vez en otros nueve,
numerados del 1 al 9, cada uno de los cuales se volvía a subdividir
en nueve cuadrantes más. Con lo que se tenía un cuadrante
subdividido en 81 pequeños subcuadrantes numerados del 11 al 99,
exceptuando las cifras terminadas en 0. Cada posición podía ser
transmitida por radio usando solamente dos letras seguidas de dos o
cuatro números, según el tamaño del área.
Hacia el
cuadrante AO72, también se dirigían ocho U-Boots más para
formar la denominada Linea de patrulla Lohs, en espera de interceptar
al convoy SC94 que había partido desde Inglaterra. El SC94 estaba
compuesto por 36 buques de transporte, protegidos por el destructor
canadiense Assiniboine y las corbetas Chilliwack y Orillia, además
de tres corbetas británicas, la Nasturtium, Dianthus y Primrose.
Antes de
la llegada del U-755, el convoy fue avistado por el U-593
entre la espesa niebla. El comandante del U-Boot decidió
iniciar un ataque contra el grupo, consiguiendo hundir un barco,
siendo posteriormente repelido por la escolta del convoy junto con el
U-595 .
Al día
siguiente llegó el resto de la Manada de Lobos, pero los U-Boots
no pudieron acercarse al convoy. Además, los U-
454
y U-595
habían resultado gravemente dañados por los escoltas y tuvieron que
retornar a puerto después de la operación. Otro de los integrantes,
el U-
210,
fue hundido por el Assiniboine y al final se perdería el contacto
con el SC94.
IV
24
de agosto de 1942
Eran
aproximadamente las 16:30 de la tarde cuando se preparó la comida
para la tripulación que entraba de guardia. Hubert y August se
acababan de levantar de sus literas, junto a la cocina, y tras
vestirse con sus grises trajes de faena procedieron a desplegar la
media hoja abatible de las mesas que tenían bajo sus literas. El
cocinero, ayudado por los rancheros, sirvió la comida al nuevo turno
que entraba de guardia. Hubert terminó pronto de comer y tras
despedirse de los demás, se llevó su taza de café bien cargado a
su puesto en la sala de radio, para sustituir al anterior turno de
guardia. Allí se enteró del hundimiento del U-210, mientras
tomaba asiento en su puesto.
Las
guardias del día se repartían entre las 8:00 horas y las 20:00, y
dicho periodo estaba dividido además en tres subperiodos de cuatro
horas. Las guardias de la noche se repartían entre las 24:00 horas y
las 12:00 y dicho periodo estaba dividido además en dos subperiodos
más. El número de operadores de radio que solían embarcar en un
U-VIIC era de
2 oficiales y 4 marineros.
Todo
el tráfico radiado era transmitido en código morse a un velocidad
aproximada de 24 palabras por minuto, lo cuál ralentizaba en gran
manera el envío de mensajes. La forma de acotar las transmisiones
consistía en el uso de dos tipos de código. Un sistema de señales
estaba tipificado para avistamientos de convoys y el otro para los
partes meteorológicos. Ambos sistemas permitían al operador
sustituir palabras o grupos de letras por frases predeterminadas,
que eran codificadas por la máquina Enigma. La instalación
variaba según el tipo de U-Boot, pero todas abarcaban las
3 bandas: VLF, MF, y HF. Muchos de aquellos equipos eran fabricados
por empresas alemanas como Telefunken, Lorenz o Radione.
La
sala de radio contenía gran cantidad de documentos secretos, por lo
que el acceso estaba restringido a los operadores y a unos pocos
miembros de la tripulación. En casos de naufragio o de captura de la
nave por el enemigo, los documentos secretos, claves de ajuste de la
máquina Enigma, manuales y libros de claves debían ser destruidos,
lanzados por un tubo lanzatorpedos o incluso tirados por la borda.
Los
operadores de radio de los U-Boots solían llevar el auricular
en el oído derecho, dejando el izquierdo libre para escuchar las
órdenes dadas en el interior de la nave. En inmersión no se podía
transmitir ni recibir, por lo que se podía pasar un largo periodo de
incomunicación.
El
día 17, se estableció la Línea Lohs al oeste de Escocia con trece
submarinos, y el día 21 el grupo se dirigió hacia el norte, a la
búsqueda de nuevos convoys. El día 22 el U-135 divisó al sur
de la línea de patrulla, al convoy ONS122, iniciando la persecución.
El nutrido convoy estaba protegido, entre otros, por el destructor
británico HMS Viscount (D 92), y las corbetas HNoMS Eglantine (K
197), y HNoMS Potentilla (K 214).
Al
amanecer del día 25, ya había nueve sumergibles en contacto con el
convoy, y se iniciarían los ataques. Repentinamente, los buques
desaparecieron en la niebla y el U-755
perdió el contacto. La corbeta HNoMS Potentilla
localizó
al U-755
y al U-174,
persiguiéndolos. El otro sumergible desapareció hacia el norte,
mientras el U-755
escapó hacia el oeste. El Potentilla decidió entonces atacar al
U-755,
efectuando varios disparos de su cañón de 100 mm, pero los disparos
no alcanzaron al submarino que escapó a gran velocidad hacia el
noroeste, en la oscuridad. Al final del ataque, el balance sería de
cuatro buques hundidos y dos U-Boots
dañados.
A
finales de agosto, el grupo Lohs se dirigió hacia el oeste de las
Azores para su reabastecimiento. El día 30 el U-755 se acercó
al costado del U-462 para recibir combustible y provisiones.
Al mando de aquella "Vaca lechera" del Tipo XIV para
suministros y reposición de submarinos, estaba el comandante Bruno
Vowe. A la semana siguiente, el día 6 de septiembre, se formó una
nueva línea de patrulla situada a unas 400 millas al noroeste de
Cabo Race, en el extremo sureste de la Península de Avalon, en la
canadiense isla de Terranova.
El
U-755 se encontraba en superficie, a mediodía del 9 de
septiembre, cuando Heinz Blischke, de guardia en el puente,
dio
la voz de alarma. En el horizonte se adivinaban dos mástiles que se
iban agrandando por momentos, y el U-755 se acerco con
cautela, navevando tras el horizonte visible para poder identificar a
la posible presa. Se trataba de un buque de 1.827 toneladas, el
Muskeget.
En
silencio se cerraron escotillas y la nave se sumergió.
El
USS Muskeget era un viejo vapor construido en 1922, adquirido en 1941
por la Marina de los EE.UU y reconvertido en patrullera auxiliar con
el numeral AG 48. El 24 de agosto había partido desde Boston hacia
Islandia en su segunda patrulla como nave de informes meteorológicos.
—¡Llenar
de agua los tubos de proa! —se escucho gritar a Wálter
Göing.
La
orden fue transmitida hacia proa. Nadie levantaba la voz, esta podía
ser la primera presa del U-755. A Hubert le pareció oír la
voz de Baurietl respondiendo desde la sala de torpedos que los
cilindros estaban libres para efectuar el disparo. Todos los tubos
estaban llenos de agua, en contacto directo con el mar, listos para
que sus mortíferas cargas abandonaran la nave.
Entonces,
a las 15:16 horas, Göing dio la orden. Tres torpedos abandonaron sus
nidos, saliendo presurosos a buscar su destino. Nadie respiraba en
aquellos instantes, que se volvieron eternos.
En
el puente de mando del Muskeget, el alférez James Vincent Aieta
desvió la vista a la izquierda. A lo lejos, tres estelas se
acercaban al buque. En aquel preciso instante supo que ya era
demasiado tarde.
En
la lejanía se oyeron dos ensordecedores estruendos, lo que
significaba que dos de los tres torpedos lanzados habían dado en el blanco. Göing
pegó su cara al periscopio tras colocarse la gorra del revés. El
silencio impenetrable era el protagonista en el interior del
sumergible, hasta que el comandante se volvió hacia sus hombres con
una gran sonrisa en los labios. Un gran griterío se adueñó del
sumergible, contagiándose entre la tripulación. El U-755
gozaba, por fin, de su primer
triunfo en combate. Entonces, igual como habían comenzado, las
sonrisas desaparecieron de los rostros de los hombres, para dar paso
a la seriedad.
Desde
el sumergible se escuchaban los estertores de hierros retorciéndose,
junto a los de algunas pequeñas explosiones, incluso les pareció
oír los gritos de la tripulación del pequeño vapor. Nadie les
había preparado para aquello.
Hasta
aquel día, pensaban en la contienda como en una evocación del valor
y el estoicismo, del heroísmo ante la incertidumbre. Pero lo que
estaban escuchando nada tenía que ver con todo aquello. La agonía,
los gritos de terror y los cuerpos mutilados nada tenían que ver con
el heroísmo del que tanto les habían hablado.
Todos
los hombres a bordo del Muskeget, 9 oficiales, 107 marineros, 1
oficial del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos y 4
empleados del Instituto Meteorológico civil, perecieron en el
hundimiento. Solamente el halo del sol rodeaba la silueta del USS
Muskeget, siendo pasto de las llamas.
Dos
semanas después, el día 26, el U-617 avistó al convoy
ON131, que había partido desde Liverpool, siendo su primer destino
el puerto de Halifax, en Nueva Escocia. El U-Boot de Walter
Göing junto a otros quince sumergibles bajo el nombre
de Grupo Tiger, se dirigieron al punto acordado para un nuevo ataque.
La
guardia de cubierta comentó a Wálter Göing que había una extraña
calma en el horizonte. Avanzaba la tarde, mientras el cielo se cubría
de un nublado gris y espeso, presagiando cambios bruscos en el clima.
A media noche empeoró el tiempo, comenzando a azotar fuertes
chubascos desde la mañana.
Navegaban
a quince nudos, mientras el mar zarandeaba la nave con violencia,
llevando las escoradas a un ángulo crítico; los hombres no habían
visto nada igual. El sumergible se sacudía sobre el mar embravecido
como una cáscara de nuez. En ocasiones el U-755 llevaba la
proa totalmente sumergida. La dotación de cubierta se había anclado
a la bataloya por medio de unos cinturones, para no salir
despedidos de la torreta por un golpe de mar. Montañas de agua, tan
grandes como nunca habían visto aquellos hombres, les amenazaban,
cayendo sobre la popa, y haciéndola desaparecer literalmente.
Los pináculos de aquellas
enormes olas caían sobre la nave sin compasión.
El
día 30, y viendo que el temporal no arreciaba, el comandante de la
9ª Flotilla, Heinrich
Lehmann Willenbrock, al mando del U-256, decidió abandonar la
persecución del convoy. El día 1 de octubre, Göing recibió la
orden de dirigirse al oeste de Irlanda, para pasar a reforzar al
Grupo Luchs, junto a dieciocho sumergibles más. Se esperaba poder
interceptar al convoy HX209, pero a medio camino se informó de que
se había perdido el contacto con el mismo, y debido a la escasez de
combustible el U-755 envió un mensajeal
alto mando. El sumergible recibió la respuesta, donde se
especificaba su nuevo destino: la Base naval de Brest, en la Francia
ocupada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario