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domingo, 1 de diciembre de 2013




13

Finales de diciembre de 1941


I

Su hijo Juan apareció por la puerta de casa, llevando a su hermano pequeño de una mano y en la otra el pedazo de caña que le había encargado su padre. Piqueres entró en el taller, la cortó en varios fragmentos y volvió a la casa.
   Entonces vio la ropa planchada sobre la silla. Se vistió con una camisa blanca e inmaculada, un pantalón negro y una chaqueta de pana. Se puso su boina y metió el trozo de caña y uno de los cilindros de madera en el bolsillo derecho del pantalón, saliendo hacia la casa de don Juan Granell.
   Al salir vio al señor cura que lo estaba esperando en la esquina, mientras la luz tenue de la luna iluminaba los aleros de los tejados y las viejas fachadas de las casas.
   Le observó mientras avanzaba a paso largo hacia él, con su larga sotana. Aquel hombre había confiado en él años atrás, para la reconstrucción de la bóveda de la iglesia y la capilla. Aquella relación había desembocado en una sincera amistad.
   Tomaron la calle hacia la plaza y luego doblaron la esquina. En cuanto llegaron ante la puerta, vieron venir al arquitecto Enrique Pecourt, con su carpeta bajo el brazo. Allí estaban los tres en la puerta de la casa de Don Juan Granell dispuestos a entrar. Había llegado el gran día. La reconstrucción del campanario comenzaba a ser una realidad. Llamaron al timbre y el político abrió.
   Piqueres se acercó a la mesa. El cura se había sentado a la cabecera y Granell a su derecha. Pecourt empujó la silla con el pie, apartándola para que Piqueres se sentara junto a él. El carpintero sonrió, intentando dar la impresión de seguridad, en la medida de lo posible.
  Tomaron café y unos pasteles que Granell había traído de la pastelería de Pablo Julián. Entre planos y apuntes, los hombres deliberaron y concretaron aspectos de sumo interés para el levantamiento de la torre. Los empañados cristales de la ventana dejaban entrever el frío y la humedad que reinaban en la calle.
   El arquitecto planteó que en su opinión, la torre campanario debía de tener el mismo aspecto y la misma estructura que la anterior. Todos estuvieron de acuerdo, le volverían a dar a Burriana su campanario.
  Piqueres jugueteaba nerviosamente con los dos objetos que llevaba en el bolsillo del pantalón, mientras pensaba que no estaba convencido de aquello, pero tenía reparo en hablar, al fin y al cabo Enrique Pecourt era el arquitecto. Pero por otra parte debía presentar su alternativa, había pasado muchas noches en vela para poder llegar a aquella conclusión, si no la exponía se arrepentiría toda su vida.
   La reunión se alargó mas de lo habitual, la ardua tarea de la reconstrucción no era un juego de niños, se debían tratar todos los temas, sin dejar cabos sueltos. Se dio especial importancia a la contratación de los albañiles, canteros, y transportistas. Piqueres ya se había puesto manos a la obra y no tardaría en presentar una lista con los contratados.
  Todos hablaron y dieron su opinión, mientras el carpintero permanecía en silencio, como ausente. Las palabras iban apagándose y consumiéndose, como los cigarrillos de algunos, solo quedaba él por hablar, pero nadie hasta el momento parecía haber reparado en su silencio. Como si intuyera que aquella charla no había llegado a su fin, Juan Granell se levantó, avivó el fuego de la chimenea y se dirigió a la cocina a calentar más café.
   La reunión tomó derroteros totalmente opuestos. Los hombres opinaron sobre los horrores de la guerra en Europa, entre comentarios superficiales, mientras mossén Elías observaba a Piqueres. Su amigo parecía estar ausente. Aquel hombre menudo y humilde sería el verdadero artífice de la reconstrucción, y pensó que era él quién debía tener la última palabra. Pero en el justo momento en que se disponía a preguntarle, el arquitecto se le adelantó. También él había reparado en el silencio del carpintero, en su interior intuía que algo había quedado por decir.
   —¡Bueno, Vicente!. Has estado muy callado, y nos gustaría conocer tu opinión.
   —¡Es verdad!. ¡No ha dicho nada! —dijo Granell, que volvía de la cocina. El político llenaba otra vez las tazas de aquel delicioso café que ocupó la estancia con su aroma, invitando a quedarse allí y no salir al frío de la noche.
   Todos los presentes observaron al carpintero, esperando oír su opinión. Piqueres dudó sólo un momento, y con la convic-
ción de no querer herir la sensibilidad de ninguno de los allí presentes comenzó a exponer su teoría:
   —¡No sé si lo que les diré les parecerá una utopía! —habló, al fin—. Hace varios días que le doy vueltas a varias ideas que no me dejan conciliar el sueño.
  —En primer lugar —comenzó a explicar con voz trémula pero firme—. ¿Porqué construir una torre exactamente igual a la anterior?.
    Se podría construir una torre con las paredes más delgadas, y con un espacio interior más diáfano.
  La genial idea del carpintero fue tomando forma ante los ojos asombrados de los asistentes. La escalera de caracol del antiguo campanario ascendía por el centro del mismo, ocupando mucho espacio. Él proponía construir la escalera en voladizo, ascendiendo adosada a las ocho caras, para dejar mucho más espacio y luminosidad en el interior. Además de dejar totalmente despejado el piso de campanas.
   —Yo solía subir al campanario todos los domingos —siguió diciendo el carpintero—. Y cuando llegaba arriba solía estar sin aliento. Hay una forma de conseguir que la ascensión sea menos fatigosa, menos dura.
   Su proposición era clara, él proponía que la altura de los peldaños fuera decreciendo en cada tramo de la torre. El carpintero se basaba en que en la antigua escalera todos los peldaños tenían una altura de 25 centímetros, pero si se construía una escalera reduciendo progresivamente la altura de los peldaños, al llegar arriba, no se sentiría cansancio alguno.
    Granell observó a Pecourt. El arquitecto escuchaba con atención.
   —Además, ¿por qué construirla de cuerpo entero?, ¿por qué no construirla por partes separadas?
    —¿A que te refieres? —preguntó Pecourt—. Explícate.
  —Aquí traigo una muestra de mi teoría —dijo el carpintero, echando mano al bolsillo.
  Pecourt experimentó una oleada de excitación ante lo que iba a venir. Lo adivinaba mientras dibujaba en sus labios una sonrisa. El arquitecto encendió un cigarrillo y siguió escuchando a aquel hombre menudo.
   —¡Venga Piqueres sorpréndenos! —dijo alguien.
  El carpintero dejó  los  dos cilindros sobre la mesa y le pidió a Granell que le acercara un martillo, o algún objeto con el que golpear. Dejó sobre la mesa el cilindro de madera que había mandado construir a su amigo Estornell, lo colocó de pie y con el martillo le dio un fuerte golpe en la parte superior.
   El cilindro se fracturo en su totalidad, partiéndose en dos.
  Luego cogió la caña y la golpeo de la misma forma que lo había hecho con el cilindro de madera. Una estrecha fractura que nacía en su parte superior recorrió su superficie, deteniéndose en el primer nudo que encontró a su paso. Sólo se rompió la porción que había recibido el golpe. Las demás partes entre los nudos permanecieron intactas.
   Un murmullo recorrió toda la mesa.
  —Mi teoría consiste   en  construir  el  campanario idéntico al original, pero por etapas, como los nudos de esta caña. Si por cualquier motivo la torre sufriera algún percance o apareciera alguna fractura en su cuerpo, dicha rotura se detendría al llegar al siguiente nudo y no recorrería el cuerpo del campanario hasta llegar a la base.
  Un rumor envolvía la habitación. Mossén Elías tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre la mesa. El alcalde se había vuelto a mirarle, pero el párroco no apartó la vista del carpintero. Un infierno de voces se desató alrededor de la mesa. De repente todo el mundo parecía querer hablar a la vez. Los únicos que se mantenían en silencio eran Piqueres, y Pecourt, que observaba el gallinero en el que se había transformado aquella reunión.
   El arquitecto estaba pensativo, ni siquiera a él se le había ocurrido. Se levantó de la silla, apoyó sus manos sobre los hombros de Piqueres, pidió silencio, y dijo:
   —¡Por lo que a mí respecta, este hombre dispone de mi total aprobación!.
   Piqueres advirtió que un ceño casi imperceptible se dibujaba en el rostro del arquitecto, entonces supo que le había impresionado.
Los demás contertulios, unánimemente aprobaron aquel proyecto sin mas dilación.
   El arquitecto, pidió silencio entre las frases cruzadas y llenas de entusiasmo. La exposición del carpintero había dado un giro a toda la planificación y dirigiéndose a él, dijo:
   —Piqueres permíteme un inciso
   —Usted dirá
  —Después de comprobar que tienes las ideas muy claras, quiero que toda la responsabilidad y la dirección de las obras recaiga en tu persona.
   —¿Yo?, ¡Esto no ha sido más que una sencilla exposición sobre mi parecer!, no creo yo que...
  —Por lo que a mi respecta, tienes toda mi confianza —le interrumpió el arquitecto—. Lo que acabas de exponer es una auténtica genialidad. Yo me encargo de plasmarlo en los planos y nos volvemos a reunir a finales de mes.
   Piqueres, no se pudo negar, se sentía satisfecho porque sabia que aquella propuesta era la mejor para la torre.
  Enrique Pecourt proyectaría los planos y él se encargaría de terminar la contratación del personal. Por su parte, Juan Granell intentaría por todos los medios conseguir aquellas subvenciones para poder comenzar las obras y don Elías se encargaría de todas las cuestiones económicas. Ya había quedado fijado el jornal de cada uno de los trabajadores, incluso el de Piqueres, se le pagarían 800 Pesetas mensuales por los trabajos de carpintería. Pero él no aceptó, deseaba que aquel dinero se destinara a la torre.
Estuvieron cerca de una hora más charlando, comentando y aclarando varias particularidades más sobre la obra, y al fin, la reunión terminó con el beneplácito unánime.
   El carpintero se despidió de los demás y dio un rodeo pasando por la plaza. Se detuvo y se sentó en un frío banco del parque, ante la iglesia. Su mirada, fija en aquel muñón en que se había convertido el mutilado campanario. Mientras observaba aquellas ruinas, la insensata idea de construir una nueva torre se le antojó entonces, un despropósito. Aquella ingente cantidad de piedra y madera. Tendría que llevarlo todo en la mente y dejar la carpintería en manos de su hermano y su padre. Debería asegurarse de que no faltara el suministro de cemento. Cualquier desfallecimiento por su parte podría repercutir negativamente en la marcha de las obras, y tendría que dejar a un lado la amistad que le unía a aquellos hombres y ser implacablemente exigente y perfeccionista en la ejecución del trabajo.
  Tendría que idear y fabricar la máquina para el izado de los materiales. Se preguntó si sería capaz de estar a la altura, pero entonces alguien se disponía a contestar a aquella pregunta por él.
   —¿No iras a arrepentirte ahora?, ¿verdad? —Josef Kaufer venía por el paseo, enfundado en un grueso abrigo negro.
   —¿No puedes dormir, José? —preguntó el carpintero.
  —Llevo varios días con mi hija en el sanatorio. He venido a cambiarme de ropa, dormiré un poco y mañana temprano volveré a Valencia.
   —¿Como se encuentra la pequeña?.
  —A perdido peso estos últimos meses, está bastante débil y lleva días guardando cama con una fuerte tos. Todo está en manos de Dios.
  —Al llegar a la plaza, me he cruzado con el padre Elías — dijo Josef, en un intento por cambiar de tema—. Me ha puesto al tanto de lo decidido en la reunión.
  —Te veo preocupado —siguió diciendo Kaufer—. Piensa en la gratitud que sentirás viendo nacer la torre de la nada.
  —Un día, aquí donde ahora no hay más que escombros —señaló Kaufer con el dedo—, se levantará una bella obra, y tú podrás decir henchido de gozo: «esto lo he hecho yo».


II


La puerta doble dio paso a una sala espaciosa y limpia, con sus muebles blancos, revestida hasta media altura de azulejos y luego blanqueada hasta su parte superior, al igual que los muros y el techo. Iluminaban la sala unas lámparas eléctricas de metal blanco.
   Asunción caminaba en silencio sobre la alfombra del largo pasillo, donde unas pantallas de vidrio lechoso difundían una luz pálida desde el techo. Las paredes brillaban, blancas y duras.
  El sanatorio del Dr. Moliner estaba en plena montaña, rodeado de un denso bosque. Hacía cuatro años que la tuberculosis venía minando la existencia de Berta. El estado de salud de la pequeña había empeorado hacía varios meses y habían decidido ingresarla en aquel sanatorio.
   Josef pasaba las semanas yendo y viniendo a ver a su hija, pero aquel mes de enero la fortaleza que siempre había mostrado la niña se vino abajo. Pareció como si la tuberculosis la estuviera devorando por dentro.
   Berta se hallaba ya bajo los analgésicos. Asunción llegó junto al quicio de la puerta, y pareció dudar. La habitación estaba decorada con un estilo modernista que la dotaba de una sencillez austera. No era muy ancha en proporción a su longitud y estaba rodeada por el mismo zócalo de azulejos que dominaba en el resto del edificio. La habitación no estaba completamente a oscuras; la luz del pasillo entraba por la puerta abierta. Ella dio unos pasos muy lentos, y se acercó a su esposo.
  Josef, vestido con una bata blanca, tenía a su hija abrazada, mientras se sorprendía a sí mismo pensando en que volvía a verse las caras con su viejo enemigo, la muerte, y esta vez estaba perdiendo.
  Se había enfrentado a ella en incontables ocasiones durante la guerra, venciendo siempre. Pero en aquella ocasión parecía intuir la derrota, y el campo de batalla era el cuerpo de su propia hija.
  Notó la respiración de Berta a través de sus manos. La niña mantenía los ojos entreabiertos y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. Su padre la sujetaba por los hombros y acariciaba sus bellos rizos con una expresión de tristeza que a Asunción le partía el alma. Su hija le miraba a él a los ojos, fijamente, como queriendo alargar aquel momento junto a su padre. A un lado del pecho colgaba una cruz.
   Josef sintió cómo Berta le apretaba la mano y bajó la vista. La niña seguía mirándolo fijamente, con los ojos vidriosos, como procurando contener las lágrimas. Como si entendiera su futuro inmediato. Él se agachó y la estrechó entre sus brazos exteriorizando todo su dolor.
   —Papá, te quiero —musitó ella con un lívido suspiro, mientras el sueño la vencía.
   Su padre la acarició, la besó en la frente y la dejó en la cama. Josef puso a su esposa al corriente de la situación. Berta podía aguantar uno o dos días, pero no mucho más.
   Al rato llegó el doctor y le dijo que debería marchar a casa. Les avisarían en el caso de producirse algún empeoramiento en el estado de la pequeña, pero Josef se declaró dispuesto a pasar allí la noche.
   —En ese caso, mandaré traer aquí un sillón más cómodo, donde podrá pasar la noche descansando —dijo el doctor. Josef asintió con la cabeza.
   Durante aquellos dos días de espera, en los que los nervios de Kaufer permanecieron tensos en una verdadera tortura, andaba maquinalmente. Constituía para él una necesidad el asistir al encuentro con la muerte de su hija. Era imposible mantenerse al margen y esperar el desenlace en casa, en primer lugar porque era su hija.
   Josef se asomó al ventanal, miró alrededor y vio con infinita tristeza la intimidad del bosque colindante, bello y dormido bajo un manto blanco. Los troncos y ramas de los pinos aparecían cargados de nieve.
   A media mañana del día siguiente, Berta Kaufer fallecía en aquella cama. Josef miró a su hija, ésta tenía los ojos cerrados, como si durmiese, y mantenía una expresión sorprendente serena.


III

Aquella mañana fría, Josef Kaufer despertó temprano. Pasó junto a la puerta de la habitación de Berta, y sólo al ver el frío vacío que dominaba la cama recordó que su hija había muerto. El día anterior se habían celebrado los funerales por la pequeña en la iglesia.
    Josef se sentía incapaz de digerir el dolor por la muerte de su hija. La pérdida generó una suerte de gran vacío en el ánimo del comerciante. Se aferró a su trabajo y perdió la ilusión por lo demás.   Pasaba horas en la que había sido su habitación, ojeando los cuadernos en los que Berta escribía. Su ropa seguía en las perchas, aún impregnada con su olor. Él abría los cajones de la mesita y olía su ropa. Recogía las muñecas y las ordenaba sobre la almohada, como si estuvieran esperando a que su dueña volviera.
   Muchas mañanas visitaba a la pequeña. Apenas despuntaba el alba cuando llegaba al cementerio. Cruzaba la puerta de hierro y se dirigía hacia la calle donde se hallaba la reciente tumba de Berta. Se sentaba en el bordillo de la jardinera con las rodillas apretadas contra el pecho y le contaba cualquier cosa que hubiera acontecido.    Era como si su hija estuviese allí realmente, escuchándolo, como si estuviese viva.
   Un padre no debería tener que enterrar a un hijo. La muerte de su pequeña parecía como algo fuera de lugar y equivocado. Cada fibra de su ser lloraba diciendo que aquello no era justo. Por primera vez en su vida se sentía enojado con Dios. Se sorprendía a si mismo rezándole y maldiciéndole al mismo tiempo. Pasaba las horas muertas en la iglesia, buscando una respuesta que no llegaba.

   Pero el dolor seguía atenazándolo, hasta que una tarde su esposa le recordó que tenía otra hija, y que no merecía un padre inmerso en la tristeza. La muerte de Berta no era culpa suya y el espantoso y devastador dolor que sentía, tampoco. Aquel día, Kaufer miró a         Asunción con lágrimas en los ojos y se plantó en la habitación de su pequeña Marta. La niña dormía, cuando la levanto en alto, y decidió vivir por ella.


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