13
Finales de diciembre de 1941
I
Su
hijo Juan apareció por la puerta de casa, llevando a su hermano
pequeño de una mano y en la otra el pedazo de caña que le había
encargado su padre. Piqueres entró en el taller, la cortó en varios
fragmentos y volvió a la casa.
Entonces
vio la ropa planchada sobre la silla. Se vistió con una camisa
blanca e inmaculada, un pantalón negro y una chaqueta de pana. Se
puso su boina y metió el trozo de caña y uno de los cilindros de
madera en el bolsillo derecho del pantalón, saliendo hacia la casa
de don Juan Granell.
Al
salir vio al señor cura que lo estaba esperando en la esquina,
mientras la luz tenue de la luna iluminaba los aleros de los tejados
y las viejas fachadas de las casas.
Le
observó mientras avanzaba a paso largo hacia él, con su larga
sotana. Aquel hombre había confiado en él años atrás, para la
reconstrucción de la bóveda de la iglesia y la capilla. Aquella
relación había desembocado en una sincera amistad.
Tomaron
la calle hacia la plaza y luego doblaron la esquina.
En cuanto llegaron ante la puerta, vieron venir al arquitecto Enrique
Pecourt, con su carpeta bajo el brazo. Allí estaban los tres en la
puerta de la casa de Don Juan Granell dispuestos a entrar. Había
llegado el gran día. La reconstrucción del campanario comenzaba a
ser una realidad. Llamaron al timbre y el político abrió.
Piqueres
se acercó a la mesa. El cura se había sentado a la cabecera y
Granell a su derecha. Pecourt empujó la silla con el pie,
apartándola para que Piqueres se sentara junto a él. El carpintero
sonrió, intentando dar la impresión de seguridad, en la medida de
lo posible.
Tomaron
café y unos pasteles que Granell había traído de la pastelería de
Pablo Julián. Entre planos y apuntes, los hombres deliberaron y
concretaron aspectos de sumo interés para el levantamiento de la
torre. Los empañados cristales de la ventana dejaban entrever el
frío y la humedad que reinaban en la calle.
El
arquitecto planteó que en su opinión, la torre campanario debía de
tener el mismo aspecto y la misma estructura que la anterior. Todos
estuvieron de acuerdo, le volverían a dar a Burriana su campanario.
Piqueres
jugueteaba nerviosamente con los dos objetos que llevaba en el
bolsillo del pantalón, mientras pensaba que no estaba convencido de
aquello, pero tenía reparo en hablar, al fin y al cabo Enrique
Pecourt era el arquitecto. Pero por otra parte debía presentar su
alternativa, había pasado muchas noches en vela para poder llegar a
aquella conclusión, si no la exponía se arrepentiría toda su vida.
La
reunión se alargó mas de lo habitual, la ardua tarea de la
reconstrucción no era un juego de niños, se debían tratar todos
los temas, sin dejar cabos sueltos. Se dio especial importancia a la
contratación de los albañiles, canteros, y transportistas.
Piqueres ya se había puesto manos a la obra y no tardaría en
presentar una lista con los contratados.
Todos
hablaron y dieron su opinión, mientras el carpintero permanecía en
silencio, como ausente. Las palabras iban apagándose y
consumiéndose, como los cigarrillos de algunos, solo quedaba él por
hablar, pero nadie hasta el momento parecía haber reparado en su
silencio. Como si
intuyera que aquella charla no había llegado a su fin, Juan Granell
se levantó, avivó el fuego de la chimenea y se dirigió a la cocina
a calentar más café.
La
reunión tomó derroteros totalmente opuestos. Los hombres opinaron
sobre los horrores de la guerra en Europa, entre comentarios
superficiales, mientras mossén Elías observaba a Piqueres. Su amigo
parecía estar ausente. Aquel hombre menudo y humilde sería el
verdadero artífice de la reconstrucción, y pensó que era él
quién debía tener
la última palabra. Pero en el justo momento en que se disponía a
preguntarle, el arquitecto se le adelantó. También él había
reparado en el silencio del carpintero, en su interior intuía que
algo había quedado por decir.
—¡Bueno,
Vicente!. Has estado muy callado, y nos gustaría conocer tu
opinión.
—¡Es
verdad!. ¡No ha dicho nada! —dijo Granell, que volvía de la
cocina. El político llenaba otra vez las tazas de aquel delicioso
café que ocupó la estancia con su aroma, invitando a quedarse allí
y no salir al frío de la noche.
Todos
los presentes observaron al carpintero, esperando oír su opinión.
Piqueres dudó sólo un momento, y con la convic-
ción
de no querer herir la sensibilidad de ninguno de los allí presentes
comenzó a exponer su teoría:
—¡No
sé si lo que les diré les parecerá una utopía! —habló, al
fin—. Hace varios días que le doy vueltas a varias ideas que no me
dejan conciliar el sueño.
—En
primer lugar —comenzó a explicar con voz trémula pero firme—.
¿Porqué construir una torre exactamente igual a la anterior?.
Se
podría construir una torre con las paredes más delgadas, y con un
espacio interior más diáfano.
La
genial idea del carpintero fue tomando forma ante los ojos asombrados
de los asistentes. La escalera de caracol del antiguo campanario
ascendía por el centro del mismo, ocupando mucho espacio. Él
proponía construir la escalera en voladizo, ascendiendo adosada a
las ocho caras, para dejar mucho más espacio y luminosidad en el
interior. Además de dejar totalmente despejado el piso de campanas.
—Yo
solía subir al campanario todos los domingos —siguió diciendo
el carpintero—. Y cuando llegaba arriba solía estar sin aliento.
Hay una forma de conseguir que la ascensión sea menos fatigosa,
menos dura.
Su
proposición era clara, él proponía que la altura de los peldaños
fuera decreciendo en cada tramo de la torre. El carpintero se basaba
en que en la antigua escalera todos los peldaños tenían una altura
de 25 centímetros, pero si se construía una escalera reduciendo
progresivamente la altura de los peldaños, al llegar arriba, no
se sentiría cansancio alguno.
Granell
observó a Pecourt. El arquitecto escuchaba con atención.
—Además, ¿por qué construirla de cuerpo entero?, ¿por qué no
construirla por partes separadas?
—¿A
que te refieres? —preguntó Pecourt—. Explícate.
—Aquí
traigo una muestra de mi teoría —dijo el carpintero, echando
mano al bolsillo.
Pecourt
experimentó una oleada de excitación ante lo que iba a venir. Lo
adivinaba mientras dibujaba en sus labios una sonrisa. El arquitecto
encendió un cigarrillo y siguió escuchando a aquel hombre menudo.
—¡Venga
Piqueres sorpréndenos! —dijo alguien.
El
carpintero dejó los dos cilindros sobre la mesa y le pidió a
Granell que le acercara un martillo, o algún objeto con el que
golpear. Dejó sobre la mesa el cilindro de madera que había mandado
construir a su amigo Estornell, lo colocó de pie y con el martillo
le dio un fuerte golpe en la parte superior.
El
cilindro se fracturo en su totalidad, partiéndose en dos.
Luego
cogió la caña y la golpeo de la misma forma que lo había hecho con
el cilindro de madera. Una estrecha fractura que nacía en su parte
superior recorrió su superficie, deteniéndose en el primer nudo que
encontró a su paso. Sólo se rompió la porción que había recibido
el golpe. Las demás partes entre los nudos permanecieron intactas.
Un
murmullo recorrió toda la mesa.
—Mi
teoría consiste en construir el campanario idéntico al
original, pero por etapas, como los nudos de esta caña. Si por
cualquier motivo la torre sufriera algún percance o apareciera
alguna fractura en su cuerpo, dicha rotura se detendría al llegar al
siguiente nudo y no recorrería el cuerpo del campanario hasta llegar
a la base.
Un rumor envolvía la habitación. Mossén Elías tamborileaba
nerviosamente con los dedos sobre la mesa. El alcalde se había
vuelto a mirarle, pero el párroco no apartó la vista del
carpintero. Un infierno de voces se desató alrededor de la mesa. De
repente todo el mundo parecía querer hablar a la vez. Los únicos
que se mantenían en silencio eran Piqueres, y Pecourt, que observaba
el gallinero en el que se había transformado aquella reunión.
El
arquitecto estaba pensativo, ni siquiera a él se le había ocurrido.
Se levantó de la silla, apoyó sus manos sobre los hombros de
Piqueres, pidió silencio, y dijo:
—¡Por
lo que a mí respecta, este hombre dispone de mi total
aprobación!.
Piqueres
advirtió que un ceño casi imperceptible se dibujaba en el rostro
del arquitecto, entonces supo que le había impresionado.
Los
demás contertulios, unánimemente aprobaron aquel proyecto sin mas
dilación.
El
arquitecto, pidió silencio entre las frases cruzadas y llenas de
entusiasmo. La exposición del carpintero había dado un giro a toda
la planificación y dirigiéndose a él, dijo:
—Piqueres
permíteme un inciso
—Usted
dirá
—Después
de comprobar que tienes las ideas muy claras, quiero que toda
la responsabilidad y la dirección de las obras recaiga en tu
persona.
—¿Yo?,
¡Esto no ha sido más que una sencilla exposición sobre mi
parecer!, no creo yo que...
—Por
lo que a mi respecta, tienes toda mi confianza —le
interrumpió el arquitecto—. Lo que acabas de exponer es una
auténtica genialidad. Yo me encargo de plasmarlo en los planos y nos
volvemos a reunir a finales de mes.
Piqueres,
no se pudo negar, se sentía satisfecho porque sabia que aquella
propuesta era la mejor para la torre.
Enrique
Pecourt proyectaría los planos y él se encargaría de terminar la
contratación del personal. Por su parte, Juan Granell intentaría
por todos los medios conseguir aquellas subvenciones para poder
comenzar las obras y don Elías se encargaría de todas las
cuestiones económicas. Ya había quedado fijado el
jornal de cada uno de los trabajadores, incluso el de Piqueres, se le
pagarían 800 Pesetas mensuales por los trabajos de carpintería.
Pero él no aceptó, deseaba que aquel dinero se destinara a la
torre.
Estuvieron
cerca de una hora más charlando, comentando y aclarando varias
particularidades más sobre la obra, y al fin, la reunión terminó
con el beneplácito unánime.
El
carpintero se despidió de los demás y dio un rodeo pasando por la
plaza. Se detuvo y se sentó en un frío banco del parque, ante
la iglesia.
Su mirada, fija en aquel muñón en que se había convertido el
mutilado campanario. Mientras observaba aquellas ruinas, la insensata
idea de construir una nueva torre se le antojó entonces, un
despropósito. Aquella ingente cantidad de piedra y madera. Tendría
que llevarlo todo en la mente y dejar la carpintería en manos de su
hermano y su padre. Debería asegurarse de que no faltara el
suministro de cemento. Cualquier desfallecimiento por su parte podría
repercutir negativamente en la marcha de las obras, y tendría que
dejar a un lado la amistad que le unía a aquellos hombres y ser
implacablemente exigente y perfeccionista en la ejecución del
trabajo.
Tendría
que idear y fabricar la máquina para el izado de los materiales. Se
preguntó si sería capaz de estar a la altura, pero entonces alguien
se disponía a contestar a aquella pregunta por él.
—¿No
iras a arrepentirte ahora?, ¿verdad? —Josef Kaufer venía
por el paseo, enfundado en un grueso abrigo negro.
—¿No
puedes dormir, José? —preguntó el carpintero.
—Llevo
varios días con mi hija en el sanatorio. He venido a cambiarme
de ropa, dormiré un poco y mañana temprano volveré a Valencia.
—¿Como
se encuentra la pequeña?.
—A
perdido peso estos últimos meses, está bastante débil y
lleva días guardando cama con una fuerte tos. Todo está en manos de
Dios.
—Al
llegar a la plaza, me he cruzado con el padre Elías — dijo Josef,
en un intento por cambiar de tema—. Me ha puesto al tanto de lo
decidido en la reunión.
—Te
veo preocupado —siguió diciendo Kaufer—. Piensa en la gratitud
que sentirás viendo nacer la torre de la nada.
—Un
día, aquí donde ahora no hay más que escombros —señaló Kaufer
con el dedo—, se levantará una bella obra, y tú podrás decir
henchido de gozo: «esto lo he hecho yo».
II
La
puerta doble dio paso a una sala espaciosa y limpia, con sus muebles
blancos, revestida hasta media altura de azulejos y luego blanqueada
hasta su parte superior, al igual que los muros y el techo.
Iluminaban la sala unas lámparas eléctricas de metal blanco.
Asunción
caminaba en silencio sobre la alfombra del largo pasillo, donde unas
pantallas de vidrio lechoso difundían una luz pálida desde el
techo. Las paredes brillaban, blancas y duras.
El
sanatorio del Dr. Moliner estaba en plena montaña, rodeado de un
denso bosque. Hacía cuatro años que la tuberculosis venía minando
la existencia de Berta. El estado de salud de la pequeña había
empeorado hacía varios meses y habían decidido ingresarla en aquel
sanatorio.
Josef
pasaba las semanas yendo y viniendo a ver a su hija, pero aquel mes
de enero la fortaleza que siempre había mostrado la niña se vino
abajo. Pareció como si la tuberculosis la estuviera devorando por
dentro.
Berta
se hallaba ya bajo los analgésicos. Asunción llegó junto al quicio
de la puerta, y pareció dudar. La habitación estaba decorada con un
estilo modernista que la dotaba de una sencillez austera. No era muy
ancha en proporción a su longitud y estaba rodeada por el mismo
zócalo de azulejos que dominaba en el resto del edificio. La
habitación no estaba completamente a oscuras; la luz del pasillo
entraba por la puerta abierta. Ella dio unos pasos muy lentos, y se
acercó a su esposo.
Josef, vestido con una bata blanca, tenía a su hija abrazada,
mientras se sorprendía a sí mismo pensando en que volvía a verse
las caras con su viejo enemigo, la muerte, y esta vez estaba
perdiendo.
Se
había enfrentado a ella en incontables ocasiones durante la guerra,
venciendo siempre. Pero en aquella ocasión parecía intuir la
derrota, y el campo de batalla era el cuerpo de su propia hija.
Notó
la respiración de Berta a través de sus manos. La niña mantenía
los ojos entreabiertos y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en
cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. Su padre la
sujetaba por los hombros y acariciaba sus bellos rizos con una
expresión de tristeza que a Asunción le partía el alma. Su hija le
miraba a él a los ojos, fijamente, como queriendo alargar aquel
momento junto a su padre. A un lado del pecho colgaba una cruz.
Josef
sintió cómo Berta le apretaba la mano y bajó la vista. La niña
seguía mirándolo fijamente, con los ojos vidriosos, como procurando
contener las lágrimas. Como si entendiera su futuro inmediato. Él
se agachó y la estrechó entre sus brazos exteriorizando todo su
dolor.
—Papá,
te quiero —musitó ella con un lívido suspiro, mientras el sueño
la vencía.
Su
padre la acarició, la besó en la frente y la dejó en la cama.
Josef puso a su esposa al corriente de la situación. Berta podía
aguantar uno o dos días, pero no mucho más.
Al
rato llegó el doctor y le dijo que debería marchar a casa. Les
avisarían en el caso de producirse algún empeoramiento en el estado
de la pequeña, pero Josef se declaró dispuesto a pasar allí la
noche.
—En ese caso, mandaré traer aquí un sillón más cómodo,
donde podrá pasar la noche descansando —dijo el doctor. Josef
asintió con la cabeza.
Durante
aquellos dos días de espera, en los que los nervios de Kaufer
permanecieron tensos en una verdadera tortura, andaba maquinalmente.
Constituía para él una necesidad el asistir al encuentro con la
muerte de su hija. Era imposible mantenerse al margen y esperar el
desenlace en casa, en primer lugar porque era su hija.
Josef
se asomó al ventanal, miró alrededor y vio con infinita tristeza la
intimidad del bosque colindante, bello y dormido bajo un manto
blanco. Los troncos y ramas de los pinos aparecían cargados de
nieve.
A
media mañana del día siguiente, Berta Kaufer fallecía en aquella
cama. Josef miró a su hija, ésta tenía los ojos cerrados, como si
durmiese, y mantenía una expresión sorprendente serena.
III
Aquella
mañana fría, Josef Kaufer despertó temprano. Pasó junto a la
puerta de la habitación de Berta, y sólo al ver el frío vacío que
dominaba la cama recordó que su hija había muerto. El día anterior
se habían celebrado los funerales por la pequeña en la iglesia.
Josef
se sentía incapaz de digerir el dolor por la muerte de su hija. La
pérdida generó una suerte de gran vacío en el ánimo del
comerciante. Se aferró a su trabajo y perdió la ilusión
por lo demás. Pasaba horas en la que había sido su habitación,
ojeando los cuadernos en los que Berta escribía. Su ropa seguía en
las perchas, aún impregnada con su olor. Él abría los cajones de
la mesita y olía su ropa. Recogía las muñecas y las ordenaba sobre
la almohada, como si estuvieran esperando a que su dueña volviera.
Muchas
mañanas visitaba a la pequeña. Apenas despuntaba el alba cuando
llegaba al cementerio. Cruzaba la puerta de hierro y se dirigía
hacia la calle donde se hallaba la reciente tumba de Berta. Se
sentaba en el bordillo de la jardinera con las rodillas apretadas
contra el pecho y le contaba cualquier cosa que hubiera acontecido. Era como si su hija estuviese allí realmente, escuchándolo, como si
estuviese viva.
Un
padre no debería tener que enterrar a un hijo. La muerte de su
pequeña parecía como algo fuera de lugar y equivocado. Cada fibra
de su ser lloraba diciendo que aquello no era justo. Por primera vez
en su vida se sentía enojado con Dios. Se sorprendía a si mismo
rezándole y maldiciéndole al mismo tiempo. Pasaba las horas muertas
en la iglesia, buscando una respuesta que no llegaba.
Pero
el dolor seguía atenazándolo, hasta que una tarde su esposa le
recordó que tenía otra hija, y que no merecía un padre inmerso en
la tristeza. La muerte de Berta no era culpa suya y el espantoso y
devastador dolor que sentía, tampoco. Aquel día, Kaufer miró a Asunción con lágrimas en los ojos y se plantó en la habitación de
su pequeña Marta. La niña dormía, cuando la levanto en alto, y
decidió vivir por ella.
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