12
3
de noviembre de 1941
I
Una
ligera racha de viento levantó la nieve alrededor de las botas de
Wálter Göing. El flamante Kapitänleutnant
estaba junto a las vías de acceso al muelle, vestido con su
uniforme de Gala. Estaba rodeado de un nutrido grupo de oficiales,
que con una seriedad marcial le saludaron. Varios almirantes
saludaron también a Wálter, pisoteando la nieve que había caído
la noche anterior. Era una fría mañana de invierno de 1941, el día
de la Indienststellung,
la ceremonia de Comisionado y entrega a la Kriegsmarine del
U-755.
A
partir de aquel día el sumergible pasaba a ser propiedad de la
Marina de Guerra de Alemania y ya se le consideraba en disposición
de entrar en servicio en primera linea de frente. El día anterior se
habían cargado catorce torpedos. Cinco estaban albergados en
posición, en sus correspondientes tubos, otros dos en tubos debajo
de la cubierta y el resto debajo de las maderas del piso de la
habitación de proa. A eso se agregaron 120 disparos de 8,8 y gran
cantidad de munición antiaérea.
Un nutrido número de personas, entre trabajadores del astillero,
fotógrafos y familiares, estaban dispuestas tras la linea divisoria
que marcaban los raíles de la vía. La tripulación ya había
subido a bordo y estaba formada sobre la cubierta del U-755,
ante la torreta. El almirante de la flota pasó revista a la
tripulación, después el capitán de navío Göing subió a la
torreta y dio un pequeño discurso.
Aquella
noche se celebró una cena en uno de los comedores de la
Residencia de Submarinistas, a la que asistieron varios
oficiales, junto a varios representantes de los astilleros y la
flamante tripulación del U-755.
Un
fotógrafo deambulaba entre las mesas haciendo fotografías, mientras
el humo de los cigarrillos se mezclaba con las canciones entonadas
por miembros de la tripulación. Werner Duwe, Ernst Oertl y August
Giltrop posaron para el fotógrafo junto a algunas de las camareras.
Los camareros con bandejas llenas de copas pasaban entre la gente,
mientras intentaban mantener a salvo sus preciosas cargas. Un grupo
de músicos tocaba “Horst Wessel
Lied”. El vino corría a raudales y los rostros de los
marinos estaban alegres y animados.
Era
muy temprano, la mañana del día siguiente. Acababa de amanecer un
día helado y gris. La ausencia de Sol en el cielo, el inmenso frío
y una luz extraña y sombría lo dominaban todo. Los hombres salieron
de la residencia en dirección al puerto, mientras Hubert echó una
mirada atrás, al camino que había recorrido. El malecón del puerto
yacía oculto bajo una capa de varios centímetros de hielo pisoteado
el día anterior, sobre el que se habían acumulado otra capa de
nieve aquella
misma noche. Los raíles que cruzaban por el centro habían
desaparecido bajo un manto de un blanco inmaculado y que formaba
suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba la vista se extendía la
blancura ininterrumpida.
La
tripulación cruzaba la pasarela en fila, mientras el U-Boot
se balanceaba al compás del suave oleaje que llegaba al puerto.
El
sumergible se dirigiría a Kiel donde pasaría los próximos seis
meses adscrito a la 5ª Flotilla de entrenamiento al mando del
comandante Karl Heinz Moehle. La nave realizaría la travesía a
través del canal de Kiel y a mediodía llegaría a la base de Kiel.
II
Ya
no recordaba cuantos años llevaba fuera de su pueblo natal,
Burriana. Juan Granell, el recién nombrado subsecretario del
Ministerio de Industria y Comercio, entró en la pastelería de
"Pablo Julián" para resguardarse de la lluvia. El pequeño
local atendía a la clientela con muchas dificultades, debido a los
destrozos sufridos durante la voladura del campanario, hacía ya tres
largos años.
Aquel
hombre apuesto pero sencillo removía el café, pensativo mientras
observaba la plaza del Pla. Desde la puerta del local contemplaba la
Iglesia del Salvador, decapitada, mostrando hasta donde podía llegar
la barbarie en el corazón de los hombres. Aquella bella iglesia le
había visto crecer. En aquella plaza jugaba siendo un niño, y
ahora sólo mostraba la destrucción
producida por un artificiero republicano demente.
Desde
entonces la cubierta de la nave del templo estaba siendo
reconstruida, pero allí seguía el grotesco muñón donde antes se
alzaba el elegante campanario que enorgullecía a la ciudad.
Fuera
hacía frío, aunque había dejado de llover y no quedaba más que un
resto de humedad en el aire. Granell volvió la esquina y anduvo por
la calle San Jaime hasta la antigua vivienda familiar, ahora
deshabitada. Aquella casa en la que encontró la dichosa campana.
Aunque residiera lejos de su tierra, viajaba a su querida Burriana
siempre que sus obligaciones se lo permitían. En aquella calle
vivían muchos vecinos de los que él guardaba gratos recuerdos.
Hacía
unos meses que la casa había sufrido unas importantes obras de
mantenimiento. Se cambió parte del tejado y se repararon varias
grietas en al balcón que daba a la calle. Las rejas recibieron una
mano de pintura y la vivienda quedó en condiciones de ser habitada
de nuevo. Recordó aquel mes de julio del 38 en el que, tras muchas
dificultades, la gran campana fue extraída de la vivienda y llevada
en grandes fragmentos a un solar.
Granell
cerró la casa y se dirigió a ver al alcalde, don Juan Felíu. Unos
meses atrás, el político le había explicado que tenía un gran
interés en la reconstrucción de la Iglesia, la Capilla y sobre todo
del Campanario. Aquel día, sin más preámbulos, se dirigieron a
hablar con el párroco del pueblo, mossén Elías Milián Albalat.
III
La
tenue claridad de los primeros rayos de la mañana penetraba por la
ventana, pero el anciano párroco ya llevaba varias horas levantado.
En realidad se pasaba media noche en vela; decía que los viejos como
él no necesitaban dormir demasiado. El cura preparaba la misa de las
ocho en su pequeño despacho de la casa parroquial de la Iglesia de
los Padres Carmelitas. Se había trasladado a aquella vivienda
mientras las obras de reconstrucción de El Salvador, avanzaban a
buen ritmo.
Después
de oficiar la misa, se acercaría a visitar a los enfermos para
darles la comunión. Y a los mas necesitados, algo de dinero recogido
en el cepillo, que tenía por costumbre esconder bajo la almohada de
los enfermos que visitaba.
Mossén
Elías había nacido en Morella en 1875 y fue ordenado sacerdote en
el año 1899, trasladándose a Burriana en 1935. Desde entonces era
el Párroco de la Iglesia de El Salvador y de la Parroquia de Las
Alquerías de Santa Bárbara. El sacerdote contaba con la inestimable
ayuda de su hermano, don Salvador Milián, el cuál alternaba el
sacerdocio con una cátedra en el instituto de Castellón.
Su
sobrina llegó en aquel momento y le puso delante una gran taza de
leche y azúcar, a la que apenas le había mostrado el café. Aquel
desayuno solía ir acompañado de una hogaza de pan casero que el
cura desmenuzaba, echándolo en la taza para tomarlo como una especie
de sopa, con la cuchara. Conchita estaba soltera y junto a su hermano
José María, hacía algunos años que habían decidido quedarse a
vivir con sus
tíos en la casa Abadía. De este modo, ambos sacerdotes tenían
quién les hiciera las labores de la casa, además de hacerles
compañía.
El
párroco abrió su viejo buró donde guardaba los documentos y
algunas biblias, junto a una pila de papel en un cajón. Era un
esbelto mueble de madera de nogal de principios de siglo, conservado
en muy buen estado.
Mossén
Elías era un hombre de constitución delgada de unos 65 años. Su
alta y desgarbada figura destacaba aún más con aquella ajustada
sotana, ceñida por la cintura con una faja oscura. Su rostro era
afilado, de nariz aguileña, los ojos marrones y el cabello blanco.
Era
media mañana, cuando cerró la persiana del escritorio y sonó el
estridente timbre de la puerta, indicando la llegada de alguna
visita. Desde su despacho, el párroco oyó a su sobrino abrir la
puerta.
El
padre Elías se levantó, caminando ligeramente encorvado, mientras
alzaba las cejas con una mueca, para entrever por encima de sus
gafas. Juan Granell y el alcalde pasaron al despacho, donde
comenzaron a conversar con el párroco, explicándole sin demasiados
rodeos, el objetivo que les había traído hasta allí.
Los
ojos inmóviles del sacerdote se encendieron como ascuas, más cada
vez. Permaneció en silencio largo rato mientras escuchaba la
propuesta de aquellos dos hombres, sin mediar palabra, hasta hacer la
espera insoportable. El párroco se subió las gafas, que se le
habían escurrido por la nariz.
—¿Bueno,
padre Elias, y que le parece? —preguntó al fin Juan Granell. Pero
antes de que respondiera, Granell ya sabía la respuesta, a juzgar
por los ojos húmedos del párroco.
—¡Vaya por Dios, y yo que creía que un día acompañaría al
Altísimo sin poder ver el campanario nuevamente en pié —contestó
el sacerdote—. ¿Y creéis que será posible eso que decís?, ¿lo
veis posible, realmente?.
Desde
hacía tres años, la iglesia permanecía sumida en el caos, como
inacabada, como si no fuera un verdadero templo, abandonado en medio
de la plaza. El cura sintió la imperante necesidad de creer en aquel
maravilloso proyecto del que aquellos dos jóvenes le acababan de
hacer partícipe.
Tal
fue la ilusión que floreció en los corazones de aquellos hombres
que mossén Elías y el alcalde, en una de sus múltiples charlas le
propusieron que Juan Granell fuera el Presidente de la Comisión Pro
Campanario. Él, por principios, rechazaba el ofrecimiento,
negándose a admitir aquel titulo y considerando que era el señor
alcalde el que debía ostentarlo. De nada sirvieron sus
razonamientos, tanto el cura como Juan Felíu no las aceptaron.
A
la semana siguiente, Juan Granell marcharía a Madrid, pero antes
quería dejar todos los cabos atados.
IV
Enrique
Pecourt se encontraba en su despacho, enfrascado en sus cálculos,
rectificando errores y descuidos. De pronto borraba con disgusto
partes del borrador de un plano que le había llevado media tarde de
trabajo, para recomenzar de nuevo. La mesa estaba repleta de planos y
dibujos sobre los que Pecourt consultaba cifras y comprobaba medidas.
Enrique Pecourt Betés había cursado sus estudios de arquitectura en
la Universidad de Barcelona, y tras varios años de ausencia volvió
a Burriana como arquitecto Municipal. El primer encargo para Pecourt
fue la construcción del nuevo Mercado Municipal de Burriana, en
el solar donde se venia haciendo años atrás, al aire libre.
En 1931 quedaba
terminado el Mercado, destacando en la obra, la simplicidad y la
falta de todas las decoraciones superfluas; así la propia
arquitectura estaría más latente ante los ojos de quien mirara el
monumento.
La
obra de Pecourt había supuesto una actualización, en clave
moderna, de la tradición de los mercados modernistas valencianos. El
pueblo estaba orgulloso de su arquitecto. Años antes de la guerra se
había encargado de la obra de las escuelas de Santa Barbara, lo que
le dió un amplio reconocimiento a nivel nacional, y eso enorgullecía
a la ciudad.
Después
de una larga tarde de trabajo, los cálculos solían irse enredando,
aumentando los errores. Además, las nuevas gafas no solucionaban el
cansancio ocular tras tantas horas de dedicación. El arquitecto
decidió dejarlo cuando oyó el timbre de la puerta.
—¡Don
Juan, cuanto tiempo!, no sabia que estaba en Burriana —dijo
Pecourt. Aún no había terminado de hablar cuando Juan Granell le
cortó en seco.
—Soy
el mismo de antes, y continúa llamándome Juan. Es más, para los
íntimos todavía sigo siendo Juanito. ¡Que no se te
olvide!
—dijo Granell, mientras le palmeaba el hombro y sonreía.
Granell
y el alcalde le hicieron partícipe de aquella locura que
no les dejaba conciliar el sueño desde unos días atrás. Como
ocurriera con Mossén Elías, Juan Granell observó sus ojos mientras
le hacía partícipe de su idea, hasta que vio aparecer aquel brillo.
Pecourt
era un hombre de unos 50 años, de estatura media y constitución
delgada. Su rostro ovalado y el cabello castaño, aunque canoso.
Solía llevar un fino bigote. Sus ojos marrones denotaban
inteligencia. Era muy exigente consigo mismo y le placía llevar al
limite sus conocimientos, y Granell sabía que era la persona idónea
para aquel proyecto.
Al
finalizar la Guerra Civil, el Ministerio de Industria y Comercio
había abierto un departamento para Regiones Devastadas por la
Guerra, departamento desde el que Juan Granell aprovechó para
acelerar y conseguir subvenciones para la reconstrucción del
campanario. Tarea muy difícil en los tiempos que corrían, hasta las
cartillas de racionamiento se estaban endureciendo mucho más al
finalizar aquella locura que había durado tres años. Pero aún
debía convencer a un genio que fuera capaz de llevar a cabo aquella
obra, y él tenía muy claro quién era aquel hombre.
V
9
de diciembre de 1941
Aquel
viejo berbiquí giraba dejando caer grandes flecos y limaduras de
madera en el suelo del pequeño taller. Las dos puertas
estaban abiertas de par en par, mostrando un amanecer tranquilo, aún
iluminado por la luz amarillenta y pálida de una farola que
centelleabaen la esquina. A Vicente Piqueres Martí le placían
aquellos días para trabajar. El carpintero dejó el taladro de mano
para, con la ayuda de varias gubias y formones, comenzar a dar forma
a aquella elegante voluta.
La
mayor parte de la planta baja de la casa estaba ocupada por
el taller, con dos bancos de trabajo en la entrada. El espacio
central estaba presidido por un gran retablo que, aunque inacabado,
mostraba ya una increíble elegancia de formas, lo que no dejaba
lugar a dudas sobre la maestría de aquel artesano. En la parte
derecha había otro banco, donde trabajaba su hermano José. Más
adentro, un par de pequeños bancos se situaban según las exigencias
del trabajo que realizaban. En las paredes se apoyaban grandes vigas
y maderos, indispensable materia prima para sus trabajos.
Dos
carpinteros más eran los comodines de la plantilla y acudían allá
donde se precisaba la labor de manos expertas que resolvieran
problemas de remiendos. Piqueres contaba además con la colaboración
de dos de sus hijos, el mayor Vicente y el menor Juan, como
aprendices, recaderos, o lo que se necesitara.
A su lado, colgando de un clavo en el muro del taller, había varios
dibujos de detalle y bocetos, primorosamente realizados. Enfrente,
colgaban martillos, serruchos y taladros, junto a formones, reglas y
escuadras. El suelo se hallaba tapizado de serrín y virutas
ensortijadas que crujían bajo sus pies. El aroma a madera
impregnaba el reducido espacio de trabajo
donde el maestro respiraba una total paz, imbuido en su quehacer
diario.
Vicente
Piqueres prestaba sus servicios a la Parroquia, junto a su padre y su
hermano José. La tercera generación de los Piqueres aprendieron el
oficio siendo niños, cuando todas las tardes acudían al taller. Su
padre les veía llegar desde la escuela y les mandaba a jugar con sus
amigos, pero aquel niño curioso, prefería quedarse allí, mirando
embelesado como aquellos altares y parihuelas cobraban vida en las
manos del abuelo, experto carpintero y ebanista. El pequeño acudía
siempre que podía, para ver como aquellos trabajos de artesanía se
iban transformando en obras de arte.
En
el taller se realizaban diversos trabajos, por encargo de cofradías
y parroquias de toda España, que se complementaban con encargos de
carpintería para los propios habitantes del pueblo.
Piqueres,
a sus 41 años, llevaba toda su vida haciendo aquello que más le
gustaba, el oficio que amaba. Hombre llano y poco hablador, mostrando
prudencia y honestidad. Era de mediana estatura, al tiempo que
fornido. Su mirada exhalaba nobleza y sencillez.
En
la oreja, bajo su inseparable boina, llevaba un corto lápiz al que
sacaba punta con un afilado formón. Aunque en ocasiones el
lugar del lapicero era ocupado por un pequeño puro que guardaba para
cuando terminara el que llevaba en los labios.
Una
vieja correa sujetaba unos pantalones de peto confeccionados en una
tela áspera y resistente, sobre una camisa también muy austera, lo
que dotaba a aquel hombre de mayor humildad, si cabía.
Era media mañana, cuando recibió la visita de mossén Elías, al
que le unía una sincera amistad desde el mismo día en que se
conocieron. El párroco le instó a que acudiera a la reunión que
tendría lugar cuando don Juan Granell volviera desde Madrid. El cura
aprovechó para poner al carpintero en antecedentes de lo que ya
habían hablado con él, dejándolo allí, pensativo.
Piqueres
se estaba encargando de la reconstrucción de la cubierta de la
Iglesia y de los altares y retablos. Había reconstruido la maltrecha
Capilla de la Comunión, viéndose suficientemente capacitado para
aquella obra, pero lo que le había propuesto el párroco tenía que
ser sometido a una reflexión mucho más profunda. Aquello que le
acababa de plantear el cura era un trabajo ingente, digno de los
grandes hombres del Renacimiento.
Aún
recordaba cuando el frente de guerra llegó a las cercanías de
Burriana. Cogió a toda su familia y marcharon a la Alquería
de Ferrer, en las
afueras de la ciudad. Cuando fue llamado a filas, se negó
rotundamente. No estaba dispuesto a abandonar a los suyos.
Aquella
mañana cavó una zanja en mitad del huerto y la cubrió con unos
maderos sobre los que echó tierra para disimular su existencia,
dejando apenas un hueco por donde pudiera acceder; y allí permaneció
escondido, día y noche, como enterrado en vida. Mientras tanto, su
esposa Vicenta sufría ante la incertidumbre por el devenir de los
hechos, y por llevar a la familia adelante.
En
plena noche, mientras intentaban conciliar el sueño, se escuchaba el
esporádico estallido de alguna bomba. En aquellos días llegó a
escasear la comida. Aún le venía a la memoria cuando entre toda la
familia recolectaban patatas y algunos tomates, o molían maíz en un
mortero para hacer harina que cocinaban en un pequeño paellero de
leña.
Aquella
madrugada se pudieron escuchar tres atronadoras explosiones, mientras
desde el pueblo llegaban noticias de que los republicanos habían
marchado, pero que el campanario no estaba.
Aquel
día partió hacia el pueblo para averiguar que había sucedido y
quedó sobrecogido ante aquella visión. La desolación envolvía el
centro urbano donde la mayoría de las casas habían sido convertidas
en escombros humeantes. El hermoso campanario había desaparecido,
literalmente, mientras don Elías permanecía allí, sentado sobre un
montón de escombros. Fue la primera vez que vio a su amigo llorar
como un niño, indefenso ante aquella catástrofe sin precedentes.
Ambos mostraron idénticos sentimientos de impotencia.
Pensativo,
el carpintero se dirigió al patio, en la parte de atrás. Metió las
manos en un barril de agua y se lavó para, seguidamente, tirar el
agua sucia en una pileta de piedra que desaguaba en un pequeño
corral, detrás de la casa. Tras la guerra la red de agua potable
seguía seriamente dañada, siendo sometida a continuas reparaciones
que tenían al vecindario sumido en el descontento. Desde el
ayuntamiento les habían prometido que no tardarían en tener agua
corriente y aunque las casas de algunos vecinos ya disponían de
ella, la suya aún carecía de aquella comodidad que se les antojaba
tan lejana.
Después
de comer, con escaso apetito y el ánimo sombrío, mostrando preocupación,
pasó al taller. Allí quedó abstraído en sus pensamientos. Había
trabajado varios días en la terminación de aquel retablo. Debía
acabarlo a finales de semana, pero pensativo se dedicó a madurar una
idea que le rondaba desde hacía varias noches en las que no había
podido pegar ojo.
En
aquellos tiempos de necesidad, a finales de septiembre su hijo
Vicente ingresó en el Seminario de Tortosa, quedando sólo con su
mujer y sus hijos, Juan y el pequeño Javier.
VI
11
de diciembre de 1941
El
U-755 viajaba dando tumbos a través de un deslumbrante e
inimaginable mar helado. La nave avanzaba con cautela, buscando un
paso entre el hielo y las demás unidades de la 5ª
Flotilla. A estribor del sumergible, a gran distancia, se
llegaba a adivinar la torreta del U-214 asomando con
dificultad entre las grandes lajas de hielo que iba apartando con su
proa. Había sido comisionado dos días antes que el U-755, el
día 1 del mismo mes. Su comandante era Günter Reeder y la nave era
uno de los 6 sumergibles Tipo VIID que se construirían a lo
largo de la guerra.
La
flotilla se encontraba al norte del Golfo de Botnia, frente a la isla
Finlandesa de Hailuoto. El pequeño islote parecía una coraza
desnuda a merced de los vientos del norte.
Aquel mar interior era el lugar ideal para las maniobras de las
flotillas de entrenamiento, con sus 668 km de longitud, entre 80 y
240 km de ancho, y con una profundidad media de 60 metros. En los
últimos días había comenzado a congelarse la zona más
septentrional del golfo. El hielo marino había cumplido el
calendario previsto para la llegada a su cita anual en el golfo.
Desde
la torreta se divisaba la gran extensión de la banquisa. Las frías
temperaturas alcanzadas durante el pasado mes de octubre provocaron
que la extensión alcanzada por el hielo en el mar Báltico fuera la
mayor desde hacía años. Pero gracias a la debilidad del hielo
primerizo en aquella zona, de no demasiado grosor, los sumergibles
avanzaban fracturando grandes bloques y arrastrándolos a la deriva,
mientras el hielo chirriaba y chocaba contra el casco. La mayoría de
los muchachos pasaban por la torreta durante sus turnos de descanso
para admirar como la proa del sumergible rompía la capa de hielo.
El
espectáculo era realmente indescriptible. El ruido del crujir
del hielo mientras el U-Boot avanzaba sería, para los
jóvenes, algo inolvidable.
Hacia
la media noche, el Sol crepuscular era una roja esfera suspendida en
el horizonte. A medida que llegaba la oscuridad, la temperatura cayó
en picado hasta los -15º. A media tarde la flotilla recibió un
mensaje del alto mando que fue transmitido a todas las unidades.
Alemania acababa de declarar la guerra a los Estados Unidos.
"Aunque Alemania por su parte se ha adherido estrictamente a las normas del derecho internacional en sus relaciones con
los
Estados Unidos durante cada período de la guerra actual, el Gobierno
de los Estados Unidos violó inicialmente la neutralidad finalmente
procediendo a abrir los actos de guerra en contra de Alemania . El
Gobierno de los Estados Unidos prácticamente se ha creado un estado
de guerra. El Gobierno alemán, por consiguiente, deja las relaciones
diplomáticas con los Estados Unidos de América y declara que en
virtud de estas circunstancias provocadas por el presidente
Roosevelt, Alemania también, a partir de hoy, se considerará a sí
misma como en un estado en guerra con los Estados Unidos de América".
Cuatro días antes, en la mañana del 7 de diciembre, la Armada Imperial Japonesa había lanzado un devastador ataque contra la base naval de los Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawái. El ataque conmocionó profundamente al pueblo estadounidense y llevó directamente a la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, tanto en los teatros de guerra de Europa como del Pacífico.
El
ataque tuvo lugar antes de que el Imperio del Japón hiciera ninguna
declaración de guerra formal, aunque ésta no era la intención del
almirante Yamamoto, quien en un principio estipuló que la ofensiva
no debería dar comienzo hasta treinta minutos después de que Japón
hubiera informado a los Estados Unidos de que las negociaciones de
paz habían llegado a su fin. Los japoneses intentaron respetar las
convenciones de la guerra al tiempo que lograban una sorpresa
decisiva, pero el ataque comenzó antes de que se pudiera entregar
ningún aviso.
Al
día siguiente del ataque, el 8 de diciembre, los Estados Unidos
declararon la guerra al Imperio del Japón. El Pacto Tripartito que
vinculaba a Alemania y a Japón no forzaba a Hitler a declarar la
guerra a los Estados Unidos. Alemania sólo estaba obligada si
Estados Unidos era el agresor, lo que no había sido el caso.
Ese
mismo 11 de septiembre de 1941, el presidente de los Estados Unidos
declaró públicamente que se había ordenado a la Marina Americana y
a la Fuerza Aérea disparar sin previo aviso a cualquier buque de
guerra alemán.
Al
día siguiente la flotilla ascendió de las profundidades para
encontrarse con un empeoramiento del tiempo. La temperatura bajó y
las nubes se oscurecieron al avanzar hacia el norte. El viento
arreció y la nieve fue cubriendo la cubierta de la nave. Una
tormenta se les echó encima y acabaron viajando durante el resto del
día con un obstinado viento en contra que zarandeaba a los U-Boots
sin descanso.
Una
neblina gélida descendió hasta la misma superficie del mar helado,
envolviendo al sumergible como el sudario de un muerto. El patente
peligro de colisión entre las naves hizo que el comandante de la
flotilla ordenara el alto de las unidades. La flotilla permaneció al
pairo durante parte de la mañana con la esperanza de que
adviniera algún cambio en la atmósfera y el tiempo.
Hacia
las 2 de la tarde, la niebla levantó y los serviolas observaron,
extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de
hielo que parecían no tener fin. El cañón de proa se había
convertido en un deforme bloque de hielo. Los sumergibles se hallaban
rodeados por la banquisa, que les cercaba por todos lados, dejándoles
apenas el agua precisa para continuar a flote. Entonces se tomó la
decisión de sumergirse,
y navegando en inmersión bajo la capa de hielo, volver a cotas más
cálidas, en las proximidades del Golfo de Kiel.
VII
12 de diciembre de 1941
Habían
pasado varias jornadas desde que recibiera aquella visita de mossén
Elías. Tras otros encargos menores, Piqueres regresó a la talla del
retablo que ocupaba el centro del taller, aunque lo cierto era que
apenas pudo concentrarse en el trabajo. Su inquietud crecía conforme
pasaban los días y se aproximaba el momento en que se encontraría
con don Juan Granell y el arquitecto municipal Enrique Pecourt. En
aquellos días de diciembre el frío aumentó, dejando las calles del
pueblo vacías.
Aquella
fría mañana se ocupó de llevar a sus hijos a la escuela. Le venía
de paso para acercarse después al taller de su amigo Estornell, el
tornero. Piqueres, solía hacerle encargos para la carpintería.
Estornell había dado forma a varios fragmentos de madera,
torneándolos y vaciándolos por el interior, realizando varios
modelos en miniatura del campanario.
El
carpintero regresó a su taller y se dedicó a realizar varias
pruebas con insaciable curiosidad, golpeando algunos de aquellos
cilindros por su parte superior. Prácticamente todos se partían
en toda su longitud. Piqueres observó aquellas fracturas
que recorrían los cilindros a lo largo, repitiendo las mismas
pruebas durante parte de la tarde, hasta que, satisfecho, volvió al
retablo. Su hijo Juan ya se encargaría de traerle al salir de la
escuela un pedazo de caña del río.
Sabia
que aquello no aportaría ningún beneficio para la carpintería,
todos los trabajos que hiciera no los iba a cobrar, como ya había
hecho con la obra de la iglesia. Al fin y al cabo era de la opinión
de que la iglesia se sustentaba de las limosnas de la gente humilde
del pueblo.
Aquella
semana habían cobrado algún trabajo, y Vicenta aprovecharía para
acercarse al mercado a comprar varias cosas que necesitaba.
Intentaría
conseguir algo de aceite y patatas. Ya no sabía que inventar para
comer dignamente y cada vez aumentaban más los cupones de las
cartillas de racionamiento, estaban casi peor que durante la guerra.
Se
acercaría a ver a su hermana Dolores, que recientemente había dado
a luz un hermoso niño. Seguro que algún recado le tendría que
hacer. El niño era muy pequeño y hacia mucho frío para sacarlo de
casa. Doloretes era la hermana pequeña, y con la que mejor se
llevaba. No vivían muy cerca el uno del otro y aprovechaban
cualquier ocasión para verse.
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