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sábado, 30 de noviembre de 2013




12
3 de noviembre de 1941

I

Una ligera racha de viento levantó la nieve alrededor de las botas de Wálter Göing. El flamante Kapitänleutnant estaba junto a las vías de acceso al muelle, vestido con su uniforme de Gala. Estaba rodeado de un nutrido grupo de oficiales, que con una seriedad marcial le saludaron. Varios almirantes saludaron también a Wálter, pisoteando la nieve que había caído la noche anterior. Era una fría mañana de invierno de 1941, el día de la Indienststellung, la ceremonia de Comisionado y entrega a la Kriegsmarine del U-755.
   A partir de aquel día el sumergible pasaba a ser propiedad de la Marina de Guerra de Alemania y ya se le consideraba en disposición de entrar en servicio en primera linea de frente. El día anterior se habían cargado catorce torpedos. Cinco estaban albergados en posición, en sus correspondientes tubos, otros dos en tubos debajo de la cubierta y el resto debajo de las maderas del piso de la habitación de proa. A eso se agregaron 120 disparos de 8,8 y gran cantidad de munición antiaérea.
   Un nutrido número de personas, entre trabajadores del astillero, fotógrafos y familiares, estaban dispuestas tras la linea divisoria que marcaban los raíles de la vía. La tripulación ya había subido a bordo y estaba formada sobre la cubierta del U-755, ante la torreta. El almirante de la flota pasó revista a la tripulación, después el capitán de navío Göing subió a la torreta y dio un pequeño discurso.
   Aquella noche se celebró una cena en uno de los comedores de la Residencia de Submarinistas, a la que asistieron varios oficiales, junto a varios representantes de los astilleros y la flamante tripulación del U-755.
   Un fotógrafo deambulaba entre las mesas haciendo fotografías, mientras el humo de los cigarrillos se mezclaba con las canciones entonadas por miembros de la tripulación. Werner Duwe, Ernst Oertl y August Giltrop posaron para el fotógrafo junto a algunas de las camareras. Los camareros con bandejas llenas de copas pasaban entre la gente, mientras intentaban mantener a salvo sus preciosas cargas. Un grupo de músicos tocaba “Horst Wessel Lied”. El vino corría a raudales y los rostros de los marinos estaban alegres y animados.

   Era muy temprano, la mañana del día siguiente. Acababa de amanecer un día helado y gris. La ausencia de Sol en el cielo, el inmenso frío y una luz extraña y sombría lo dominaban todo. Los hombres salieron de la residencia en dirección al puerto, mientras Hubert echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El malecón del puerto yacía oculto bajo una capa de varios centímetros de hielo pisoteado el día anterior, sobre el que se habían acumulado otra capa de nieve aquella misma noche. Los raíles que cruzaban por el centro habían desaparecido bajo un manto de un blanco inmaculado y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba la vista se extendía la blancura ininterrumpida.
   La tripulación cruzaba la pasarela en fila, mientras el U-Boot se balanceaba al compás del suave oleaje que llegaba al puerto.
   El sumergible se dirigiría a Kiel donde pasaría los próximos seis meses adscrito a la 5ª Flotilla de entrenamiento al mando del comandante Karl Heinz Moehle. La nave realizaría la travesía a través del canal de Kiel y a mediodía llegaría a la base de Kiel.



II


Ya no recordaba cuantos años llevaba fuera de su pueblo natal, Burriana. Juan Granell, el recién nombrado subsecretario del Ministerio de Industria y Comercio, entró en la pastelería de "Pablo Julián" para resguardarse de la lluvia. El pequeño local atendía a la clientela con muchas dificultades, debido a los destrozos sufridos durante la voladura del campanario, hacía ya tres largos años.
   Aquel hombre apuesto pero sencillo removía el café, pensativo mientras observaba la plaza del Pla. Desde la puerta del local contemplaba la Iglesia del Salvador, decapitada, mostrando hasta donde podía llegar la barbarie en el corazón de los hombres. Aquella bella iglesia le había visto crecer. En aquella plaza jugaba siendo un niño, y ahora sólo mostraba la destrucción producida por un artificiero republicano demente.
   Desde entonces la cubierta de la nave del templo estaba siendo reconstruida, pero allí seguía el grotesco muñón donde antes se alzaba el elegante campanario que enorgullecía a la ciudad.
   Fuera hacía frío, aunque había dejado de llover y no quedaba más que un resto de humedad en el aire. Granell volvió la esquina y anduvo por la calle San Jaime hasta la antigua vivienda familiar, ahora deshabitada. Aquella casa en la que encontró la dichosa campana. Aunque residiera lejos de su tierra, viajaba a su querida Burriana siempre que sus obligaciones se lo permitían. En aquella calle vivían muchos vecinos de los que él guardaba gratos recuerdos.
   Hacía unos meses que la casa había sufrido unas importantes obras de mantenimiento. Se cambió parte del tejado y se repararon varias grietas en al balcón que daba a la calle. Las rejas recibieron una mano de pintura y la vivienda quedó en condiciones de ser habitada de nuevo. Recordó aquel mes de julio del 38 en el que, tras muchas dificultades, la gran campana fue extraída de la vivienda y llevada en grandes fragmentos a un solar.
    Granell cerró la casa y se dirigió a ver al alcalde, don Juan Felíu. Unos meses atrás, el político le había explicado que tenía un gran interés en la reconstrucción de la Iglesia, la Capilla y sobre todo del Campanario. Aquel día, sin más preámbulos, se dirigieron a hablar con el párroco del pueblo, mossén Elías Milián Albalat.


III


La tenue claridad de los primeros rayos de la mañana penetraba por la ventana, pero el anciano párroco ya llevaba varias horas levantado. En realidad se pasaba media noche en vela; decía que los viejos como él no necesitaban dormir demasiado. El cura preparaba la misa de las ocho en su pequeño despacho de la casa parroquial de la Iglesia de los Padres Carmelitas. Se había trasladado a aquella vivienda mientras las obras de reconstrucción de El Salvador, avanzaban a buen ritmo.
   Después de oficiar la misa, se acercaría a visitar a los enfermos para darles la comunión. Y a los mas necesitados, algo de dinero recogido en el cepillo, que tenía por costumbre esconder bajo la almohada de los enfermos que visitaba.
   Mossén Elías había nacido en Morella en 1875 y fue ordenado sacerdote en el año 1899, trasladándose a Burriana en 1935. Desde entonces era el Párroco de la Iglesia de El Salvador y de la Parroquia de Las Alquerías de Santa Bárbara. El sacerdote contaba con la inestimable ayuda de su hermano, don Salvador Milián, el cuál alternaba el sacerdocio con una cátedra en el instituto de Castellón.
   Su sobrina llegó en aquel momento y le puso delante una gran taza de leche y azúcar, a la que apenas le había mostrado el café. Aquel desayuno solía ir acompañado de una hogaza de pan casero que el cura desmenuzaba, echándolo en la taza para tomarlo como una especie de sopa, con la cuchara. Conchita estaba soltera y junto a su hermano José María, hacía algunos años que habían decidido quedarse a vivir con sus tíos en la casa Abadía. De este modo, ambos sacerdotes tenían quién les hiciera las labores de la casa, además de hacerles compañía.
    El párroco abrió su viejo buró donde guardaba los documentos y algunas biblias, junto a una pila de papel en un cajón. Era un esbelto mueble de madera de nogal de principios de siglo, conservado en muy buen estado.
   Mossén Elías era un hombre de constitución delgada de unos 65 años. Su alta y desgarbada figura destacaba aún más con aquella ajustada sotana, ceñida por la cintura con una faja oscura. Su rostro era afilado, de nariz aguileña, los ojos marrones y el cabello blanco.
   Era media mañana, cuando cerró la persiana del escritorio y sonó el estridente timbre de la puerta, indicando la llegada de alguna visita. Desde su despacho, el párroco oyó a su sobrino abrir la puerta.
   El padre Elías se levantó, caminando ligeramente encorvado, mientras alzaba las cejas con una mueca, para entrever por encima de sus gafas. Juan Granell y el alcalde pasaron al despacho, donde comenzaron a conversar con el párroco, explicándole sin demasiados rodeos, el objetivo que les había traído hasta allí.
   Los ojos inmóviles del sacerdote se encendieron como ascuas, más cada vez. Permaneció en silencio largo rato mientras escuchaba la propuesta de aquellos dos hombres, sin mediar palabra, hasta hacer la espera insoportable. El párroco se subió las gafas, que se le habían escurrido por la nariz.
   —¿Bueno, padre Elias, y que le parece? —preguntó al fin Juan Granell. Pero antes de que respondiera, Granell ya sabía la respuesta, a juzgar por los ojos húmedos del párroco.
   —¡Vaya por Dios, y yo que creía que un día acompañaría al Altísimo sin poder ver el campanario nuevamente en pié —contestó el sacerdote—. ¿Y creéis que será posible eso que decís?, ¿lo veis posible, realmente?.
   Desde hacía tres años, la iglesia permanecía sumida en el caos, como inacabada, como si no fuera un verdadero templo, abandonado en medio de la plaza. El cura sintió la imperante necesidad de creer en aquel maravilloso proyecto del que aquellos dos jóvenes le acababan de hacer partícipe.
   Tal fue la ilusión que floreció en los corazones de aquellos hombres que mossén Elías y el alcalde, en una de sus múltiples charlas le propusieron que Juan Granell fuera el Presidente de la Comisión Pro Campanario. Él, por principios, rechazaba el ofrecimiento, negándose a admitir aquel titulo y considerando que era el señor alcalde el que debía ostentarlo. De nada sirvieron sus razonamientos, tanto el cura como Juan Felíu no las aceptaron.
   A la semana siguiente, Juan Granell marcharía a Madrid, pero antes quería dejar todos los cabos atados.



IV

Enrique Pecourt se encontraba en su despacho, enfrascado en sus cálculos, rectificando errores y descuidos. De pronto borraba con disgusto partes del borrador de un plano que le había llevado media tarde de trabajo, para recomenzar de nuevo. La mesa estaba repleta de planos y dibujos sobre los que Pecourt consultaba cifras y comprobaba medidas.
   Enrique Pecourt Betés había cursado sus estudios de arquitectura en la Universidad de Barcelona, y tras varios años de ausencia volvió a Burriana como arquitecto Municipal. El primer encargo para Pecourt fue la construcción del nuevo Mercado Municipal de Burriana, en el solar donde se venia haciendo años atrás, al aire libre.
   En 1931 quedaba terminado el Mercado, destacando en la obra, la simplicidad y la falta de todas las decoraciones superfluas; así la propia arquitectura estaría más latente ante los ojos de quien mirara el monumento.
   La obra de Pecourt había supuesto una actualización, en clave moderna, de la tradición de los mercados modernistas valencianos. El pueblo estaba orgulloso de su arquitecto. Años antes de la guerra se había encargado de la obra de las escuelas de Santa Barbara, lo que le dió un amplio reconocimiento a nivel nacional, y eso enorgullecía a la ciudad.
   Después de una larga tarde de trabajo, los cálculos solían irse enredando, aumentando los errores. Además, las nuevas gafas no solucionaban el cansancio ocular tras tantas horas de dedicación. El arquitecto decidió dejarlo cuando oyó el timbre de la puerta.
    —¡Don Juan, cuanto tiempo!, no sabia que estaba en Burriana —dijo Pecourt. Aún no había terminado de hablar cuando Juan Granell le cortó en seco.
   —Soy el mismo de antes, y continúa llamándome Juan. Es más, para los íntimos todavía sigo siendo Juanito. ¡Que no se te olvide! —dijo Granell, mientras le palmeaba el hombro y sonreía.
   Granell y el alcalde le hicieron partícipe de aquella locura que no les dejaba conciliar el sueño desde unos días atrás. Como ocurriera con Mossén Elías, Juan Granell observó sus ojos mientras le hacía partícipe de su idea, hasta que vio aparecer aquel brillo.
   Pecourt era un hombre de unos 50 años, de estatura media y constitución delgada. Su rostro ovalado y el cabello castaño, aunque canoso. Solía llevar un fino bigote. Sus ojos marrones denotaban inteligencia. Era muy exigente consigo mismo y le placía llevar al limite sus conocimientos, y Granell sabía que era la persona idónea para aquel proyecto.
   Al finalizar la Guerra Civil, el Ministerio de Industria y Comercio había abierto un departamento para Regiones Devastadas por la Guerra, departamento desde el que Juan Granell aprovechó para acelerar y conseguir subvenciones para la reconstrucción del campanario. Tarea muy difícil en los tiempos que corrían, hasta las cartillas de racionamiento se estaban endureciendo mucho más al finalizar aquella locura que había durado tres años. Pero aún debía convencer a un genio que fuera capaz de llevar a cabo aquella obra, y él tenía muy claro quién era aquel hombre.



V


9 de diciembre de 1941

Aquel viejo berbiquí giraba dejando caer grandes flecos y limaduras de madera en el suelo del pequeño taller. Las dos puertas estaban abiertas de par en par, mostrando un amanecer tranquilo, aún iluminado por la luz amarillenta y pálida de una farola que centelleabaen la esquina. A Vicente Piqueres Martí le placían aquellos días para trabajar. El carpintero dejó el taladro de mano para, con la ayuda de varias gubias y formones, comenzar a dar forma a aquella elegante voluta.
    La mayor parte de la planta baja de la casa estaba ocupada por el taller, con dos bancos de trabajo en la entrada. El espacio central estaba presidido por un gran retablo que, aunque inacabado, mostraba ya una increíble elegancia de formas, lo que no dejaba lugar a dudas sobre la maestría de aquel artesano. En la parte derecha había otro banco, donde trabajaba su hermano José. Más adentro, un par de pequeños bancos se situaban según las exigencias del trabajo que realizaban. En las paredes se apoyaban grandes vigas y maderos, indispensable materia prima para sus trabajos.
    Dos carpinteros más eran los comodines de la plantilla y acudían allá donde se precisaba la labor de manos expertas que resolvieran problemas de remiendos. Piqueres contaba además con la colaboración de dos de sus hijos, el mayor Vicente y el menor Juan, como aprendices, recaderos, o lo que se necesitara.
    A  su  lado,  colgando  de  un  clavo  en el muro del taller, había varios dibujos de detalle y bocetos, primorosamente realizados. Enfrente, colgaban martillos, serruchos y taladros, junto a formones, reglas y escuadras. El suelo se hallaba tapizado de serrín y virutas ensortijadas que crujían bajo sus pies. El aroma a madera impregnaba el reducido espacio de trabajo donde el maestro respiraba una total paz, imbuido en su quehacer diario.
   Vicente Piqueres prestaba sus servicios a la Parroquia, junto a su padre y su hermano José. La tercera generación de los Piqueres aprendieron el oficio siendo niños, cuando todas las tardes acudían al taller. Su padre les veía llegar desde la escuela y les mandaba a jugar con sus amigos, pero aquel niño curioso, prefería quedarse allí, mirando embelesado como aquellos altares y parihuelas cobraban vida en las manos del abuelo, experto carpintero y ebanista. El pequeño acudía siempre que podía, para ver como aquellos trabajos de artesanía se iban transformando en obras de arte.
  En el taller se realizaban diversos trabajos, por encargo de cofradías y parroquias de toda España, que se complementaban con encargos de carpintería para los propios habitantes del pueblo.
Piqueres, a sus 41 años, llevaba toda su vida haciendo aquello que más le gustaba, el oficio que amaba. Hombre llano y poco hablador, mostrando prudencia y honestidad. Era de mediana estatura, al tiempo que fornido. Su mirada exhalaba nobleza y sencillez.
   En la oreja, bajo su inseparable boina, llevaba un corto lápiz al que sacaba punta con un afilado formón. Aunque en ocasiones el lugar del lapicero era ocupado por un pequeño puro que guardaba para cuando terminara el que llevaba en los labios.
  Una vieja correa sujetaba unos pantalones de peto confeccionados en una tela áspera y resistente, sobre una camisa también muy austera, lo que dotaba a aquel hombre de mayor humildad, si cabía.
Era media mañana, cuando recibió la visita de mossén Elías, al que le unía una sincera amistad desde el mismo día en que se conocieron. El párroco le instó a que acudiera a la reunión que tendría lugar cuando don Juan Granell volviera desde Madrid. El cura aprovechó para poner al carpintero en antecedentes de lo que ya habían hablado con él, dejándolo allí, pensativo.

Piqueres se estaba encargando de la reconstrucción de la cubierta de la Iglesia y de los altares y retablos. Había reconstruido la maltrecha Capilla de la Comunión, viéndose suficientemente capacitado para aquella obra, pero lo que le había propuesto el párroco tenía que ser sometido a una reflexión mucho más profunda. Aquello que le acababa de plantear el cura era un trabajo ingente, digno de los grandes hombres del Renacimiento.
   Aún recordaba cuando el frente de guerra llegó a las cercanías de Burriana. Cogió a toda su familia y marcharon a la Alquería de Ferrer, en las afueras de la ciudad. Cuando fue llamado a filas, se negó rotundamente. No estaba dispuesto a abandonar a los suyos.
Aquella mañana cavó una zanja en mitad del huerto y la cubrió con unos maderos sobre los que echó tierra para disimular su existencia, dejando apenas un hueco por donde pudiera acceder; y allí permaneció escondido, día y noche, como enterrado en vida. Mientras tanto, su esposa Vicenta sufría ante la incertidumbre por el devenir de los hechos, y por llevar a la familia adelante.
  En plena noche, mientras intentaban conciliar el sueño, se escuchaba el esporádico estallido de alguna bomba. En aquellos días llegó a escasear la comida. Aún le venía a la memoria cuando entre toda la familia recolectaban patatas y algunos tomates, o molían maíz en un mortero para hacer harina que cocinaban en un pequeño paellero de leña.
  Aquella madrugada se pudieron escuchar tres atronadoras explosiones, mientras desde el pueblo llegaban noticias de que los republicanos habían marchado, pero que el campanario no estaba.
Aquel día partió hacia el pueblo para averiguar que había sucedido y quedó sobrecogido ante aquella visión. La desolación envolvía el centro urbano donde la mayoría de las casas habían sido convertidas en escombros humeantes. El hermoso campanario había desaparecido, literalmente, mientras don Elías permanecía allí, sentado sobre un montón de escombros. Fue la primera vez que vio a su amigo llorar como un niño, indefenso ante aquella catástrofe sin precedentes. Ambos mostraron idénticos sentimientos de impotencia.
  Pensativo, el carpintero se dirigió al patio, en la parte de atrás. Metió las manos en un barril de agua y se lavó para, seguidamente, tirar el agua sucia en una pileta de piedra que desaguaba en un pequeño corral, detrás de la casa. Tras la guerra la red de agua potable seguía seriamente dañada, siendo sometida a continuas reparaciones que tenían al vecindario sumido en el descontento. Desde el ayuntamiento les habían prometido que no tardarían en tener agua corriente y aunque las casas de algunos vecinos ya disponían de ella, la suya aún carecía de aquella comodidad que se les antojaba tan lejana.
 Después de comer, con escaso apetito y el ánimo sombrío, mostrando preocupación, pasó al taller. Allí quedó abstraído en sus pensamientos. Había trabajado varios días en la terminación de aquel retablo. Debía acabarlo a finales de semana, pero pensativo se dedicó a madurar una idea que le rondaba desde hacía varias noches en las que no había podido pegar ojo.
   En aquellos tiempos de necesidad, a finales de septiembre su hijo Vicente ingresó en el Seminario de Tortosa, quedando sólo con su mujer y sus hijos, Juan y el pequeño Javier.



VI

11 de diciembre de 1941

El U-755 viajaba dando tumbos a través de un deslumbrante e inimaginable mar helado. La nave avanzaba con cautela, buscando un paso entre el hielo y las demás unidades de la 5ª Flotilla. A estribor del sumergible, a gran distancia, se llegaba a adivinar la torreta del U-214 asomando con dificultad entre las grandes lajas de hielo que iba apartando con su proa. Había sido comisionado dos días antes que el U-755, el día 1 del mismo mes. Su comandante era Günter Reeder y la nave era uno de los 6 sumergibles Tipo VIID que se construirían a lo largo de la guerra.
   La flotilla se encontraba al norte del Golfo de Botnia, frente a la isla Finlandesa de Hailuoto. El pequeño islote parecía una coraza desnuda a merced de los vientos del norte.
   Aquel mar interior era el lugar ideal para las maniobras de las flotillas de entrenamiento, con sus 668 km de longitud, entre 80 y 240 km de ancho, y con una profundidad media de 60 metros. En los últimos días había comenzado a congelarse la zona más septentrional del golfo. El hielo marino había cumplido el calendario previsto para la llegada a su cita anual en el golfo.
   Desde la torreta se divisaba la gran extensión de la banquisa. Las frías temperaturas alcanzadas durante el pasado mes de octubre provocaron que la extensión alcanzada por el hielo en el mar Báltico fuera la mayor desde hacía años. Pero gracias a la debilidad del hielo primerizo en aquella zona, de no demasiado grosor, los sumergibles avanzaban fracturando grandes bloques y arrastrándolos a la deriva, mientras el hielo chirriaba y chocaba contra el casco. La mayoría de los muchachos pasaban por la torreta durante sus turnos de descanso para admirar como la proa del sumergible rompía la capa de hielo.
   El espectáculo era realmente indescriptible. El ruido del crujir del hielo mientras el U-Boot avanzaba sería, para los jóvenes, algo inolvidable.
Hacia la media noche, el Sol crepuscular era una roja esfera suspendida en el horizonte. A medida que llegaba la oscuridad, la temperatura cayó en picado hasta los -15º. A media tarde la flotilla recibió un mensaje del alto mando que fue transmitido a todas las unidades. Alemania acababa de declarar la guerra a los Estados Unidos.

"Aunque Alemania por su parte se ha adherido estrictamente a las normas del derecho internacional en sus relaciones con
los Estados Unidos durante cada período de la guerra actual, el Gobierno de los Estados Unidos violó inicialmente la neutralidad finalmente procediendo a abrir los actos de guerra en contra de Alemania . El Gobierno de los Estados Unidos prácticamente se ha creado un estado de guerra. El Gobierno alemán, por consiguiente, deja las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos de América y declara que en virtud de estas circunstancias provocadas por el presidente Roosevelt, Alemania también, a partir de hoy, se considerará a sí misma como en un estado en guerra con los Estados Unidos de América".

Cuatro días antes, en la mañana del 7 de diciembre, la Armada Imperial Japonesa había lanzado un devastador ataque contra la base naval de los Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawái. El ataque conmocionó profundamente al pueblo estadounidense y llevó directamente a la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, tanto en los teatros de guerra de Europa como del Pacífico.
   El ataque tuvo lugar antes de que el Imperio del Japón hiciera ninguna declaración de guerra formal, aunque ésta no era la intención del almirante Yamamoto, quien en un principio estipuló que la ofensiva no debería dar comienzo hasta treinta minutos después de que Japón hubiera informado a los Estados Unidos de que las negociaciones de paz habían llegado a su fin. Los japoneses intentaron respetar las convenciones de la guerra al tiempo que lograban una sorpresa decisiva, pero el ataque comenzó antes de que se pudiera entregar ningún aviso.
    Al día siguiente del ataque, el 8 de diciembre, los Estados Unidos declararon la guerra al Imperio del Japón. El Pacto Tripartito que vinculaba a Alemania y a Japón no forzaba a Hitler a declarar la guerra a los Estados Unidos. Alemania sólo estaba obligada si Estados Unidos era el agresor, lo que no había sido el caso.
Ese mismo 11 de septiembre de 1941, el presidente de los Estados Unidos declaró públicamente que se había ordenado a la Marina Americana y a la Fuerza Aérea disparar sin previo aviso a cualquier buque de guerra alemán.
   Al día siguiente la flotilla ascendió de las profundidades para encontrarse con un empeoramiento del tiempo. La temperatura bajó y las nubes se oscurecieron al avanzar hacia el norte. El viento arreció y la nieve fue cubriendo la cubierta de la nave. Una tormenta se les echó encima y acabaron viajando durante el resto del día con un obstinado viento en contra que zarandeaba a los U-Boots sin descanso.
   Una neblina gélida descendió hasta la misma superficie del mar helado, envolviendo al sumergible como el sudario de un muerto. El patente peligro de colisión entre las naves hizo que el comandante de la flotilla ordenara el alto de las unidades. La flotilla permaneció al pairo durante parte de la mañana con la esperanza de que adviniera algún cambio en la atmósfera y el tiempo.
  Hacia las 2 de la tarde, la niebla levantó y los serviolas observaron, extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de hielo que parecían no tener fin. El cañón de proa se había convertido en un deforme bloque de hielo. Los sumergibles se hallaban rodeados por la banquisa, que les cercaba por todos lados, dejándoles apenas el agua precisa para continuar a flote. Entonces se tomó la decisión de sumergirse, y navegando en inmersión bajo la capa de hielo, volver a cotas más cálidas, en las proximidades del Golfo de Kiel.



VII

12 de diciembre de 1941


Habían pasado varias jornadas desde que recibiera aquella visita de mossén Elías. Tras otros encargos menores, Piqueres regresó a la talla del retablo que ocupaba el centro del taller, aunque lo cierto era que apenas pudo concentrarse en el trabajo. Su inquietud crecía conforme pasaban los días y se aproximaba el momento en que se encontraría con don Juan Granell y el arquitecto municipal Enrique Pecourt. En aquellos días de diciembre el frío aumentó, dejando las calles del pueblo vacías.
   Aquella fría mañana se ocupó de llevar a sus hijos a la escuela. Le venía de paso para acercarse después al taller de su amigo Estornell, el tornero. Piqueres, solía hacerle encargos para la carpintería. Estornell había dado forma a varios fragmentos de madera, torneándolos y vaciándolos por el interior, realizando varios modelos en miniatura del campanario.
   El carpintero regresó a su taller y se dedicó a realizar varias pruebas con insaciable curiosidad, golpeando algunos de aquellos cilindros por su parte superior. Prácticamente todos se partían en toda su longitud. Piqueres observó aquellas fracturas que recorrían los cilindros a lo largo, repitiendo las mismas pruebas durante parte de la tarde, hasta que, satisfecho, volvió al retablo. Su hijo Juan ya se encargaría de traerle al salir de la escuela un pedazo de caña del río.
  Sabia que aquello no aportaría ningún beneficio para la carpintería, todos los trabajos que hiciera no los iba a cobrar, como ya había hecho con la obra de la iglesia. Al fin y al cabo era de la opinión de que la iglesia se sustentaba de las limosnas de la gente humilde del pueblo.
  Aquella semana habían cobrado algún trabajo, y Vicenta aprovecharía para acercarse al mercado a comprar varias cosas que necesitaba.
   Intentaría conseguir algo de aceite y patatas. Ya no sabía que inventar para comer dignamente y cada vez aumentaban más los cupones de las cartillas de racionamiento, estaban casi peor que durante la guerra.

   Se acercaría a ver a su hermana Dolores, que recientemente había dado a luz un hermoso niño. Seguro que algún recado le tendría que hacer. El niño era muy pequeño y hacia mucho frío para sacarlo de casa. Doloretes era la hermana pequeña, y con la que mejor se llevaba. No vivían muy cerca el uno del otro y aprovechaban cualquier ocasión para verse.


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