11
9
de septiembre de 1941
I
Era
muy temprano, de madrugada, cuando Hubert se levantó. Faltaba casi
una hora para que tocaran diana en la residencia de Submarinistas de
la base de Kiel. Un oficial entraría en los grandes dormitorios
golpeando con una fusta los respaldos de las camas mientras, con toda
probabilidad gritaría algún improperio que seguramente haría
mención a sus madres.
La
luz de una gran farola de la calle llegaba a la habitación donde él
y toda la dotación del U-755 dormían plácidamente, algunos.
Su cama era la última de la larga hilera, en el rincón junto a la
ventana, donde el resplandor de aquella farola le daba de lleno.
—¡Mañana
le tiro una piedra! —dijo en voz baja.
Estaba
sentado en la cama con los pies desnudos sobre el frío piso de
aquella habitación extraña. Las paredes eran de ladrillo rojo, sin
enlucir. La luz de la farola proyectaba sobre aquellas paredes,
largas sombras que las dotaban de una
textura
fantasmal, grotesca. Ernst Oertl dormía a su lado, con todo su
corpachón tendido en aquella pequeña cama de la que le sobresalían
los grandes pies bajo la colcha. Apretaba la almohada con sus largos
brazos, como queriendo impedir que se la quitaran. El siguiente de la
fila era Josef Baurietl, y tras él podía entrever en la penumbra a
August Giltrop y más allá a Helmut Kollwitz y a Werner Duwe.
Sus
rostros, cubiertos por las sombras, eran bastante visibles gracias a
la luz de la puñetera farola. Hubert les observó un momento
mientras dormían. No pudo evitar esbozar una sonrisa al fijar
nuevamente la atención en Oertl, con sus pies sobresaliendo de la
diminuta cama. Supuso que aquellos jóvenes eran lo más parecido a
una familia que vería en los próximos años.
Observó
la calle frente a la residencia mientras se vestía. Varios árboles
junto a la acera se mecían al compás de la brisa nocturna. Con el
tiempo había nacido en él una fortaleza que le había permitido
sobrevivir dominando aquella nostalgia que le embargaba lejos de su
casa.
La
guardia del turno de noche le saludó mientras el oficial de radio
bajaba en silencio las escaleras del edificio, hasta llegar a la
salida que daba a la calle, abrigado con su chaqueta reglamentaria de
lana, echada sobre los hombros.
A
la derecha de la entrada, entre las sombras, logró reconocer a
Wálter Göing sentado en un banco de piedra. Su espalda apoyada en
la pared. Jugueteaba con las hojas caídas de los robles que
coronaban las aceras.
—¿Que,
Sasse, usted tampoco puede dormir? —preguntó el alférez de
navío.
—La
luz de esa maldita farola la ha tomado conmigo, señor
—contestó Sasse.
—¿Está
seguro de que la única culpable es la farola?, ¿no piensa
en los suyos Sasse?.
—Por supuesto señor, todos los días, y en como acabará todo esto
—dijo Hubert —.¿Que cree que ocurrirá?.
—¿Con
la guerra?, quién sabe —respondió Göing—. Nosotros sólo
podemos hacer aquello para lo que nos han preparado, defender a los
nuestros. Göing observó al joven sentado a su lado, tan lleno de
dudas como él mismo.
—¿Ve
esos arboles Sasse?. Pues esos árboles son Alemania.
El comandante del U-755 comenzó a hablar mientras removía las
hojas marchitas bajo sus pies. Le contó una historia que le relataba
su padre cuando era niño. La historia de un antiguo y venerado
roble. El roble de Thor era un antiguo árbol sagrado para la
tribu germánica de los Chatti, ancestros de los habitantes de
Hesse, y uno de los más importantes centros sagrados de los
paganos germánicos. Se encontraba ubicado en el poblado de Geismar y
era el punto principal de veneración de Thor, al cual
las tribus germanas occidentales conocían como Donar. Su
tala en el año 723 marcó el comienzo de la cristianización de las
tribus no francas del norte de Alemania, y el principio de la
desaparición de su señal de identidad como pueblo.
Cuando
quisieron darse cuenta, los dos marinos advirtieron que los
tripulantes de los U-Boots comenzaban a movilizarse en el
interior de la residencia. Señal inequívoca de que ya habría un
buen café bien cargado para entrar en calor, y el día sería duro,
casi con total seguridad.
Tras
el desayuno los hombres salieron de la residencia en dirección al
puerto. La fría noche estaba dando paso al tenue
Sol,
que comenzaba a asomar tras la línea del mar, tiñendo de un tono
sonrosado la superficie de la bahía.
Cientos
de gaviotas planeaban ruidosamente sobre el puerto mientras el U-755
se dirigía a las instalaciones del muelle de presión para
realizar las pruebas de homologación para una profundidad de 100
metros. Tras realizar las pruebas, salió al mar Báltico junto a
otros sumergibles y con varios agregados entre la tripulación. Cinco
técnicos pertenecientes a la Unterseebootsabnahmekommando
(UAK) acompañaban a Wálter Göing en la sala de mando del
sumergible. Ellos se encargarían de evaluar la capacidad de la
tripulación y del navío. Durante las tres próximas semanas se
realizarían un sinfín de pruebas de inmersión, navegación
silenciosa, y examen de toda la maquinaria y equipamiento de a bordo.
El
jefe de dicho grupo de era el capitán de corbeta Erwin Sachs, que
dirigía el Grupo I de la UAK en Kiel desde febrero del año pasado.
Sachs fue comandante del U-21 en el año 37. Era de los pocos
comandantes que podían vanagloriarse de no haber perdido nunca a
ningún hombre bajo su mando.
El
Sol despuntaba en el horizonte cuando se divisó la costa norte de la
isla de Fegmarn, donde en 1932 el buque escuela Niobe de la marina de
guerra alemana se hundió durante una tormenta, con la pérdida de 69
vidas. Desde la cubierta del U-755 se arrojaron flores al mar
mientras Göing leyó una dedicatoria. A media mañana regresaron a
las proximidades de Flensburg, la ciudad más septentrional del
país para la realización de varios ejercicios. Flensburg se
encontraba en el extremo más interior del fiordo del mismo nombre,
en la frontera entre Alemania y Dinamarca.
Habían recorrido apenas cinco millas cuando el comandante ordenó.
—¡Catorce
nudos a las once!
—¡Catorce
nudos, señor! —respondió el jefe de máquinas Helmut Pempe,
mientras lo comunicaba a la sala de máquinas.
Con
suavidad el mecánico jefe aumentó la potencia de los dos motores
diésel, subiendo las revoluciones hasta cerca de la 390 rpm. Los
balancines situados en la parte superior de las culatas comenzaron a
subir y bajar con un endiablado frenesí, aumentando
considerablemente el ruido en aquella reducida sala. Los motores
estaban lejos aún de la máxima potencia que podían suministrar, la
cual les permitía llegar cerca de los 18 nudos.
Impulsado
por semejante potencia el U-755 enfiló su proa, cabeceando
hacia la bahía de Kiel. El ronroneo de los diésel había dejado de
ser monótono, agravándose cuando los escapes, situados a los lados
del submarino, eran cubiertos por el agua, y agudizándose cuando los
gases podían salir libremente.
Durante
parte de la mañana el sumergible llegó a navegar en superficie a la
máxima velocidad que podían desarrollar sus motores. Erwin Sachs
tomaba notas en una carpeta con las tapas de cuero negro, mientras
paseaba por el interior de la nave.
Hacia
las 12:00 se encontraban frente a las costas de Bockholm, en el
interior del fiordo de Flensburg. Hubert acababa de entrar de guardia
cuando Wálter Göing ordenó para las 12:30 una inmersión de
prueba; la nave se sumergiría por
primera vez. Corrió la voz a lo largo del sumergible hasta llegar a
algunos marinos y oficiales que estaban en su periodo de descanso.
Todos se levantaron de sus literas, vistiéndose con prisa. Nadie se
quería perder la primera inmersión del U-755.
La
maniobra comenzó con la orden para despejar el puente; la batería
antiaérea se guardó en su estuche en la torre. Sólo tres vigías y
el oficial de guardia permanecían todavía en el puente. Se oyeron
órdenes y ensordecedores timbres por toda la nave. A popa, se
colocó el telégrafo en posición de STOPP; los motores diésel
pararon y desacoplaron su eje intermedio con los eléctricos. Al
poco tiempo, tras colocar el telémetro en E-MASCHINEN, comenzaron a
funcionar las máquinas eléctricas, cerrándose inmediatamente los
tubos de escape que comunicaban los diésel con el exterior.
Desde
el habitáculo de las diésel, el jefe mecánico Manfred Brumme
informó de que todo estaba preparado para la inmersión. También a
proa se dio la señal de todo listo a la central, mientras tanto, la
guardia se apresuró a abandonar el puente.
El
oficial de guardia, el último en bajar, era quien se encarga de
cerrar la escotilla de acceso a la torre, girando tras él una
manivela de presión.
—¡Prepararse
para dejar salir el aire! —ordenó el ingeniero.
Los encargados de las celdas de inmersión informaron de su situación
sucediéndose rápidamente.
—¡Uno!
—¡Tres!
¡Cinco! ¡Cinco cámaras listas para la inmersión!.
El
aire, antes prisionero en las celdas que sustentaban al sumergible,
comenzó a salir por las válvulas de escape con un estruendo
ensordecedor. Los timones de profundidad comenzaron a cumplir con su
función. Entonces la nave comenzó a inclinarse de proa y el
indicador de profundidad comenzó a indicar cifras. Todo el cuerpo
principal del buque estaba ya bajo el agua, mientras un último golpe
del oleaje rompió contra la torre, ruidosamente. A partir de aquel
instante sólo se escuchó el rumor del agua del mar. El puente
estaba ya bajo la superficie, mientras la oscuridad del Báltico
envolvió a la nave. El silencio era agobiante, no se oía el batir
de las olas, sólo el murmullo monótono de los motores. La radio de
Hubert enmudeció, dejando escuchar solamente un monótono siseo
donde las ondas radiofónicas no llegaban. Ni siquiera los
ventiladores de aire se escuchaban ya.
—¡Veinte
metros, Señor! —comunicó el ingeniero Christians Rudolf.
—¡Seguimos!
—ordenó Göing.
Apenas
se escuchaban leves ruidos en el exterior, mezclados con otros más
graves.
—¡Cuarenta
metros! —se comunicó nuevamente.
La
profundidad cambiaba mientras el indicador señalaba los cincuenta
metros para, tras una pausa eterna, llegar a los sesenta. En el
rostro de los ingenieros se podía leer su preocupación por cada
ruido, por cada nuevo rumor. Desde sus frentes las gotas de sudor
resbalaban hasta la barbilla, para con el tiempo, acabar chocando
contra el suelo.
El
indicador del manómetro se acercó a los ochenta, pero su movimiento
era cada vez más lento. Por fin, cerca de los ochenta y cinco
metros, la nave se detuvo.
Rompió el silencio un aplauso que comenzó entre los oficiales y se
propagó a toda la nave. Todos los hombres se felicitaban,
palmeándose la espalda entre sí. Se invirtieron en aquella maniobra
apenas cuatro minutos, pero que a los hombres les parecieron eternos,
como si el tiempo se hubiera ralentizado, casi detenido. Pasó un
momento en que se intercambiaron opiniones entre oficiales, entonces,
a las órdenes del comandante, se movilizó al personal y pronto la
nave volvió a elevarse hacia la superficie.
—¡Prepararse
la guardia de puente!. ¡Encender las diésel! —se oyó la voz
del comandante.
Los
vigías volvieron a colocarse los chaquetones impermeables de cuero
tratado color gris pálido, tan apreciado entre el personal de
cubierta, y se agruparon ante la escotilla de salida
El
combustible comenzó a ser bombeado hacia los diésel.
—¡Emerger!
—ordenó Göing.
El
ingeniero Rudolf ordenó abrir el aire. Un siseo agudo indicó la
entrada del aire en las cámaras.
—¡Igualar
presiones!
Se
abrió la escotilla por donde la guardia del puente desapareció como
una exhalación; no sin antes recibir una gran manga de agua
proveniente de la torre. Una corriente de aire puro invadió el
sumergible. Los ventiladores comenzaron a absorber el aire viciado,
cambiándolo por aire nuevo y limpio.
A
las 20:00, Hubert acabó su segunda guardia y decidió subir un
momento a la torre, pues no había visto la luz del sol desde que
zarparon de Kiel. Para su asombro, comprobó que
ya
casi era de noche. En el interior de la nave se podía perder
fácilmente la noción del tiempo. Heinz Blischke acababa de empezar
su guardia en cubierta
Los
cuatro serviolas oteaban el horizonte, ensimismados y en un total
silencio. El mar, de un color verde oscuro junto al barco, se
oscurecía a lo lejos hasta volverse casi negro. El aire era húmedo
y el cielo había terminado por cubrirse.
Apenas
quedaban unos minutos de luz, cuando por la escotilla apareció un
tipo rubio, con el cabello ensortijado.
August
Giltrop llevaba siempre la sonrisa en la boca. Tras él apareció
Werner Duwe. Los dos se colocaron apretujados junto a Hubert en la
estrecha torre, mientras Giltrop sacaba del bolsillo de su chaqueta
una cajetilla de cigarrillos Sorte I y ofrecía uno a Duwe.
August comentó que las principales ciudades alemanas habían
comenzado a aplicar la prohibición de fumar en los transportes
públicos aquel mismo año. Mientras Giltrop charlaba con Sasse el
viento se llevaba lejos el humo del cigarrillo, desapareciendo en la
oscuridad de la noche que llegaba a ellos desde el lóbrego
horizonte. Tras un paréntesis de agradable conversación Giltrop
tiró la colilla al mar, y los tres jóvenes regresaron a las
entrañas del gran pez.
Hubert
comió la comida de la tarde mientras la tercera guardia de puente
entraba de servició. En todo el sumergible se bajaron las luces,
pues a las 21:00 se ordenaba silencio general para dormir. El oficial
de radio se dejó caer en la litera que acababa de abandonar uno de
los compañeros que se dirigían a sus puestos. Se acostó colocando
un pequeño almohadón bajo su cabeza, mientras releía una carta a
medio escribir. Una vez terminada, pensaba enviarla a casa, en cuanto
desembarcaran en Kiel.
Tras escribir varios párrafos durante unos minutos, su mirada se
perdió en lo alto. Sobre él, el techo se apareció dominado por
grandes lámparas rectangulares y tubos que iban y venían a lo largo
del buque. Sobre aquellos conductos se adivinaban las cuadernas del
casco interior del sumergible, semejando las costillas de la gran
ballena de la que Pinocho y el carpintero Geppetto escaparon. Hubert
recordó aquella historia que su madre le contó por primera vez
siendo pequeño. Algunas noches entraba en su habitación, se sentaba
en su cama o en la de Hermann y comenzaba algún cuento.
Finalmente,
Pinocho dejó de ser una marioneta y se convirtió en un niño. En
aquellas horas de relativa solitud, el marino se dejó embargar por
la melancolía, y en el aislamiento de su litera recordó a todos
los que sufrían por él en Affeln. En aquel momento se dejó
inundar por el dolor y cubriéndose el rostro con las manos, dejó
escapar un suspiro de resignación. Sasse abrió uno de los armarios
para objetos personales que había junto a las literas, depositando
la inconclusa carta en una pequeña caja de madera donde guardaba
varias más y, cerrando los ojos, cayó rendido, vencido por el
vacilante rugir de los motores
Eran
las 23:40 cuando Hubert se levanto de un salto de su litera,
sorteando la pequeña barandilla. Entraba de guardia en veinte
minutos por lo que aún tenía un poco de tiempo. Abrió el armario
donde la noche anterior había depositado sus cosas, sacando de allí
una pequeña bolsa de papel que contenía varios Krapfen que
le enviaron sus padres durante su estancia en Neustadt. Aquellos
pequeños buñuelos redondos los hacía su madre a mano. Su masa se
elaboraba con harina de trigo,
manteca
y huevos.
Cruzó
el pasillo hasta llegar a la escotilla de la sala de mando, y
agachando la cabeza paso a través de ella. Allí Erwin Sachs y su
equipo conversaban con Wálter Göing mientras seguían evaluando y
tomando notas. Hubert cruzó la segunda escotilla hasta la sala de
radio llevando uno de aquellos buñuelos en la mano, al tiempo que
daba buena cuenta de otro.
Hacia
las 00:00 la guardia de puente que terminaba su guardia bajó por la
escalerilla, tras haber dejado paso a la guardia entrante. El U-755
avanzaba de vuelta a Kiel. A estribor de la nave, pequeñas luces
tililaban en la lejanía, como pequeños luceros que guiaban a los
marinos en su viaje. Los oficiales de guardia se sujetaban con sus
nudosas manos a las barandillas del puente, mirando aquellas luces a
lo lejos, en alguna remota bahía, mientras el mar lamía los
costados de la nave bajo sus botas impermeables de caucho. La proa
arrancaba sin descanso blancas crestas a las olas. Muy a lo lejos,
gigantescos cumulonimbos en forma de yunque dejaban escapar bajo su
aplastada y lisa base, descargas eléctricas que parecían llegar a
tocar la superficie del mar.
II
Varios
pescadores lanzaban sus cañas desde una larga pasarela que se
internaba varios metros en el mar. La tarima de madera se elevaba un
par de metros sobre la superficie del agua, en la pequeña playa de
Wasserleben, junto a la escollera que
delimitaba el puerto de Flensburg. Rechonchas gaviotas tridáctilas
sobrevolaban al U-755 mientras abandonaba el puerto más
interior del fiordo. El sumergible había repostado combustible y se
hizo nuevamente a la mar, mientras atraía a multitud de aquellas
aves de blanco plumaje.
El
U-Boot llevaba desde finales de septiembre realizando
ejercicios en aquel resguardado fiordo, ya que la zona donde se
solían realizar las pruebas, en la bahía de Kiel, estaba atestada
de naves realizando pruebas. El sumergible llevaba su primera carga
de torpedos para las pruebas de tiro en inmersión. En Kiel se
cargaron 15 torpedos por sus escotillas de carga a proa y popa, tarea
nada fácil teniendo en cuenta que medían 7 metros y pesaban
tonelada y media. El U-755 llevaba cuatro tubos lanzatorpedos
a proa y uno a popa. Cinco torpedos viajaban metidos en sus
respectivos tubos, mientras los demás se almacenaban bajo de las
literas y sobre éstas. En el pasillo central, entre los dormitorios
de suboficiales y la sala de motores, un par de aquellos grandes
torpedos colgaban del techo, sujetos a sus anclajes. Se realizaron
varias prácticas de tiro contra blancos flotantes arrastrados por
buques de la Kriegsmarine.
Cada vez que se disparaban varios torpedos se procedía a volver a cargar rápidamente los tubos.
Cada vez que se disparaban varios torpedos se procedía a volver a cargar rápidamente los tubos.
—¡Veinte
minutos! —anotó Erwin Sachs en su carpeta.
Las
maniobras de carga de los tubos lanzatorpedos se repetían una y otra
vez, hasta el total desfallecimiento del personal.
—Tubo
tres, ¡fuego! —ordenó Göing. Sonó un timbre en la cámara
de torpedos y, con un suave zumbido, el torpedo era lanzado fuera del
U-Boot. Segundos después el sumergible detenía durante un
suspiro su marcha avante con un estremecimiento.
—El
torpedo sigue su carrera —comunicó el hidrofonista. Con el
cronómetro en la mano, Erwin Sachs contaba el tiempo de carrera del
torpedo.
—Un
minuto —El torpedo seguía su curso hacia el blanco.
—Dos
minutos —dijo Sachs.
—¡¡Blanco!!
¡¡Blanco!!.
La
sonrisa en el rostro de Wálter Göing dio a entender su
satisfacción.
Además
de las prácticas de tiro se seguía un programa de mantenimiento de
torpedos. Bajo la supervisión de Sachs cada cuatro días se sacaban
los torpedos que quedaran en sus tubos para una revisión. Josef
Baurietl, Fritz Orf y el resto del personal de torpedos estaban tan
implicados en su trabajo que, por norma, no comían ni dormían con
el resto de suboficiales, haciéndolo en la sala de torpedos. Podían
pasar días sin que Hubert viera a su amigo, a no ser que pasara por
la sala de torpedos durante algún rato libre. En una visita, Hubert
le comentó a Baurietl que no creía que un hombre pudiera acumular
tal cantidad de grasa repartida entre las manos y su mono de trabajo.
La respuesta de Josef fue lanzarle el trapo más sucio que tuvo a
mano. Finalizado el periodo de pruebas del UAK, el U-755 se
internó en Kiel, dando varios días de permiso a la tripulación.
III
La
pequeña taberna junto al puerto bullía de actividad. Viejos
marineros y pescadores de frondosas barbas tomaban cerveza en grandes
jarras, charlando y riendo. Del sucio ventanal del bar pendían unas
cortinillas a cuadros, a través de las cuales se podía ver el
puerto.
En
una de las paredes, el cráneo de un gran pez espada dominaba el
local, con su largo y aplanado pico. En la pared de enfrente
colgaban varias fotos de antiguos buques de pesca, junto a algunos
aparejos. Y aquel olor…,el inconfundible olor a pescado, a cerveza
y a historias fantásticas. La mayor parte de los clientes eran
hombres de mar, de aspecto fornido y voces roncas. Sobre ellos
flotaba una densa nube de humo.
Uno
de los marinos tenía una pierna amputada a la altura de la rodilla,
y con el brazo del mismo lado se apoyaba en una alta muleta que
manejaba con habilidad, dando pequeños saltos, cortos y seguidos.
Era muy alto y delgado, con una cara ancha y pálida. Tenía el pelo
blanco y recogido en una larga trenza. Llevaba una antigua y raída
gorra de la Kriegsmarine y de su barba pendían dos aretes de
metal que tintineaban al chocar entre sí con cada movimiento de
cabeza, mientras mantenía el equilibrio con su muleta. Fumaba en una
gran pipa del tipo Churchwarden de largo caño, mientras con
la otra mano levantó la jarra para brindar a la salud de los
jóvenes militares que conversaban en una pequeña mesa del local.
Bauriedl
y los demás levantaron también sus jarras, devolviendo
el saludo al viejo marino. Werner Duwe aprovechó el momento para
brindar por la tripulación del U-755, a lo que todos
asintieron entrechocando sus grandes jarras.
—¡¡Otra
ronda, camarero!! —gritó Ernst Oertl, mostrando su jarra vacía.
Los jóvenes comentaban entre risas los últimos acontecimientos
vividos con el Grupo I de la UAK durante las últimas maniobras.
Los
tripulantes del U-Boot discutían acaloradamente sobre lo
riguroso que había sido con ellos Erwin Sachs. Hubert no hablaba,
como si estuviera en otro lugar, observaba ensimismado como el marino
cojo cargaba su elegante pipa. Aquel anciano metía pequeños
pellizcos de hebras de tabaco en la cazoleta, y con el pulgar iba
apretando cada vez más hasta terminar de cargar la pipa. Con una
cerilla la encendió, y el aroma impregnó el ambiente de aquel
pequeño local del puerto de pescadores de Kiel. Aquella visión le
recordó a su padre
Josef
Bauriedl se quedó mirando a Sasse, al que tenia en gran estima. Allí
estaba, callado, siempre atento, escuchando a los demás. Aunque a
veces hablaba, lo hacía sólo lo justo y cuando lo creía
necesario. Bauriedl lo veía algo inquieto y, dando un giro a la
conversación, se dirigió a él.
—¿Qué,
Sasse, vas a compartir con nosotros lo que te ronda por esa
cabezota?
—¿Como?
—contestó Sasse sorprendido—. Nada, cosas mías.
—Esta
noche he dormido poco. Recordaba los momentos que hemos
vivido estos últimos meses.
Todos
recordaron al U-501, al mando del capitán de Corbeta Hugo
Förster, perdido hacía pocas semanas, el 10 del pasado
septiembre. También se acordaron del U-207, al mando de Fritz
Meyer, perdido el 11 de aquel mismo mes.
Los
jóvenes abandonaron la pequeña taberna y se adentraron en una de
las típicas calles del casco viejo de Kiel, tan llenas de sabor, a
las que sólo les faltaba un techo para convertirse en cloaca. Las
fachadas de varios locales junto a una librería de la calle se
mostraban ennegrecidas.
Un
pequeño riachuelo bajaba por el centro de aquel callejón. Por
supuesto, el extraño color de aquel líquido no invitaba a querer
adivinar su naturaleza. En aquellos años terribles, cayeron sobre la
ciudad varios bombardeos efectuados por la aviación británica,
poblando la ciudad de cascotes y edificios derruidos.
La
gran montaña de escombros en que se había convertido una casucha
obstruía casi totalmente la calle, mientras varios niños rebuscaban
entre aquel montículo de miseria cualquier cosa que les fuera de
utilidad. Uno de aquellos pequeños pasó junto al grupo de marinos
llevando en sus manitas un par de viejos y raídos zapatos,
deformados por el uso. Los jóvenes se quedaron observando a aquel
mocoso, mientras se perdía al final de la calle. Luego prosiguieron
su camino en silencio recorriendo las estrechas callejas de la zona
del puerto, por entre casas con fachadas de madera que parecían
encorvarse peligrosamente, las unas sobre las otras.
IV
16
de octubre de 1941
Varios
barrenderos limpiaban las calles, amontonando la hojarasca junto a la
acera. Tras ellos, un jardinero le prendía fuego, abanicando la
pequeña hoguera. El humo se elevaba en la tenue luz del amanecer,
mientras en las calles iban apagándose las farolas, a excepción de
una. Aquella solitaria farola junto al edificio donde se alojaban las
dotaciones del Arma Submarina tenía la gran bombilla rota.
Desde
la Residencia de Submarinistas se notaba la fría brisa del amanecer
y las fachadas de los edificios comenzaban a iluminarse sobre las
calles de la ciudad, mostrando los inmaculados flecos de la pequeña
nevada de la noche anterior. El Sol comenzaba a asomar, brillando con
su cálido color anaranjado. En el cielo todos los colores quedaban
difuminados, delimitando a lo lejos el contorno de las blancas
montañas, con cálidas pinceladas naranja. En la brisa se empezaba a
notar el olor del puerto y se escuchaba el canto de las primeras
gaviotas que indicaban el nuevo día.
La
tripulación del U-755 embarcó para salir dos semanas de
maniobras con la Kriegsschiffbaukerehrabteilung,
también llamada 1.KLA, unidad encargada de los test y la última
puesta a punto de los nuevos U-Boots. En aquella época las
estrictas pruebas que se realizaban a los submarinos estaban a cargo
del capitán de corbeta Wilhelm Schulz. Los hombres de Wálter Göing
estaban al corriente de que varios U-Boots no habían
vuelto de tan exigentes pruebas, yéndose al fondo con todas sus
tripulaciones.
La
nave pasó dejando la exclusa de Kiel-Holtenauer a babor, llegando a
la salida del puerto de Kiel, en su punto más estrecho. Sobre una
pequeña isla artificial, en la playa, les saludó el faro
Friedrichsort. A bordo del sumergible un grupo de tres experimentados
veteranos actuarían como árbitros, acompañando en todo momento al
comandante e informándole de que cierta pieza de la maquinaria o del
equipamiento del buque era considerada inoperativa y evaluando la
capacidad de reacción de la tripulación en situaciones de
emergencia. Durante estas pruebas también se llevaban a cabo
ejercicios en inmersión profunda.
A
media mañana el U-755 se encontraba en la punta más
occidental del fiordo de Kiel, cuando avistaron a varias millas a
babor la luz del faro Flensburg, el más antiguo de los faros que
servían de guía a los barcos que entraban en el fiordo.
Sobre las 10:05 los ingenieros de la KLA procedieron a desmontar, ante el
asombro del jefe de máquinas, los embragues de los dos motores
diésel, dejándolos inutilizados. Tras varios minutos de larga
deliberación y ante un asombrado Wálter Göing que asistía
expectante al ejercicio, los Maschineobergfreiter Werner Duwe
y Helmut Pempe consiguieron arreglar el problema adaptando los
embragues inversores para la marcha avante. El submarino consiguió
seguir adelante sin demasiados problemas.
Al
siguiente día, la bruma del amanecer cubría la superficie del agua,
mientras por radio fueron informados de la previsión meteorológica
para los días próximos; se esperaba una importante bajada de las
temperaturas.
Hacia las 12:00 la guardia del puente que comenzaba su turno subió
por la escalerilla encontrando, para su sorpresa, la nave totalmente
cubierta de una fina capa de nieve. Pequeños copos revoloteaban
mecidos por el viento, hasta ir a posarse sobre los hombros de los
serviolas. Uno de ellos se levantó el cuello del chaquetón y
entrecerró los ojos para protegerse de la ligera ventisca.
A
las 02:00 la escotilla con el exterior debió permanecer cerrada,
pues el tiempo empeoró y las olas batían el puente continuamente.
A
partir de aquel momento la comunicación se realizó a través de los
tubos acústicos. Durante mas de cuatro largas horas, la guardia de
puente permaneció aislada en medio del fiordo. La última semana se
realizaron prácticas de reabastecimiento de combustible en alta mar
desde buques tanque, y el día 24 de octubre de 1941 el U-755
cruzaba el canal de Kiel para volver a los astilleros de
Wilhelmshaven para el ajuste final de la nave. Al día siguiente por
la noche, la tripulación del sumergible recibió un permiso de siete
días.
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