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sábado, 30 de noviembre de 2013




11
9 de septiembre de 1941

I

Era muy temprano, de madrugada, cuando Hubert se levantó. Faltaba casi una hora para que tocaran diana en la residencia de Submarinistas de la base de Kiel. Un oficial entraría en los grandes dormitorios golpeando con una fusta los respaldos de las camas mientras, con toda probabilidad gritaría algún improperio que seguramente haría mención a sus madres.
   La luz de una gran farola de la calle llegaba a la habitación donde él y toda la dotación del U-755 dormían plácidamente, algunos. Su cama era la última de la larga hilera, en el rincón junto a la ventana, donde el resplandor de aquella farola le daba de lleno.
   —¡Mañana le tiro una piedra! —dijo en voz baja.
Estaba sentado en la cama con los pies desnudos sobre el frío piso de aquella habitación extraña. Las paredes eran de ladrillo rojo, sin enlucir. La luz de la farola proyectaba sobre aquellas paredes, largas sombras que las dotaban de una
textura fantasmal, grotesca. Ernst Oertl dormía a su lado, con todo su corpachón tendido en aquella pequeña cama de la que le sobresalían los grandes pies bajo la colcha. Apretaba la almohada con sus largos brazos, como queriendo impedir que se la quitaran.        El siguiente de la fila era Josef Baurietl, y tras él podía entrever en la penumbra a August Giltrop y más allá a Helmut Kollwitz y a Werner Duwe.
  Sus rostros, cubiertos por las sombras, eran bastante visibles gracias a la luz de la puñetera farola. Hubert les observó un momento mientras dormían. No pudo evitar esbozar una sonrisa al fijar nuevamente la atención en Oertl, con sus pies sobresaliendo de la diminuta cama. Supuso que aquellos jóvenes eran lo más parecido a una familia que vería en los próximos años.
   Observó la calle frente a la residencia mientras se vestía. Varios árboles junto a la acera se mecían al compás de la brisa nocturna. Con el tiempo había nacido en él una fortaleza que le había permitido sobrevivir dominando aquella nostalgia que le embargaba lejos de su casa.
   La guardia del turno de noche le saludó mientras el oficial de radio bajaba en silencio las escaleras del edificio, hasta llegar a la salida que daba a la calle, abrigado con su chaqueta reglamentaria de lana, echada sobre los hombros.
   A la derecha de la entrada, entre las sombras, logró reconocer a Wálter Göing sentado en un banco de piedra. Su espalda apoyada en la pared. Jugueteaba con las hojas caídas de los robles que coronaban las aceras.
  —¿Que, Sasse, usted tampoco puede dormir? —preguntó el alférez de navío.
    —La luz de esa maldita farola la ha tomado conmigo, señor —contestó Sasse.
    —¿Está seguro de que la única culpable es la farola?, ¿no piensa en los suyos Sasse?.
    —Por  supuesto  señor,  todos  los días, y en como acabará todo esto —dijo Hubert —.¿Que cree que ocurrirá?.
   —¿Con la guerra?, quién sabe —respondió Göing—. Nosotros sólo podemos hacer aquello para lo que nos han preparado, defender a los nuestros. Göing observó al joven sentado a su lado, tan lleno de dudas como él mismo.
—¿Ve esos arboles Sasse?. Pues esos árboles son Alemania.
El comandante del U-755 comenzó a hablar mientras removía las hojas marchitas bajo sus pies. Le contó una historia que le relataba su padre cuando era niño. La historia de un antiguo y venerado roble. El roble de Thor era un antiguo árbol sagrado para la tribu germánica de los Chatti, ancestros de los habitantes de Hesse, y uno de los más importantes centros sagrados de los paganos germánicos. Se encontraba ubicado en el poblado de Geismar y era el punto principal de veneración de Thor, al cual las tribus germanas occidentales conocían como Donar. Su tala en el año 723 marcó el comienzo de la cristianización de las tribus no francas del norte de Alemania, y el principio de la desaparición de su señal de identidad como pueblo.
   Cuando quisieron darse cuenta, los dos marinos advirtieron que los tripulantes de los U-Boots comenzaban a movilizarse en el interior de la residencia. Señal inequívoca de que ya habría un buen café bien cargado para entrar en calor, y el día sería duro, casi con total seguridad.
   Tras el desayuno los hombres salieron de la residencia en dirección al puerto. La fría noche estaba dando paso al tenue
Sol, que comenzaba a asomar tras la línea del mar, tiñendo de un tono sonrosado la superficie de la bahía.
   Cientos de gaviotas planeaban ruidosamente sobre el puerto mientras el U-755 se dirigía a las instalaciones del muelle de presión para realizar las pruebas de homologación para una profundidad de 100 metros. Tras realizar las pruebas, salió al mar Báltico junto a otros sumergibles y con varios agregados entre la tripulación. Cinco técnicos pertenecientes a la Unterseebootsabnahmekommando (UAK) acompañaban a Wálter Göing en la sala de mando del sumergible. Ellos se encargarían de evaluar la capacidad de la tripulación y del navío. Durante las tres próximas semanas se realizarían un sinfín de pruebas de inmersión, navegación silenciosa, y examen de toda la maquinaria y equipamiento de a bordo.
   El jefe de dicho grupo de era el capitán de corbeta Erwin Sachs, que dirigía el Grupo I de la UAK en Kiel desde febrero del año pasado. Sachs fue comandante del U-21 en el año 37. Era de los pocos comandantes que podían vanagloriarse de no haber perdido nunca a ningún hombre bajo su mando.
El Sol despuntaba en el horizonte cuando se divisó la costa norte de la isla de Fegmarn, donde en 1932 el buque escuela Niobe de la marina de guerra alemana se hundió durante una tormenta, con la pérdida de 69 vidas. Desde la cubierta del U-755 se arrojaron flores al mar mientras Göing leyó una dedicatoria. A media mañana regresaron a las proximidades de Flensburg, la ciudad más septentrional del país para la realización de varios ejercicios. Flensburg se encontraba en el extremo más interior del fiordo del mismo nombre, en la frontera entre Alemania y Dinamarca.
  Habían recorrido apenas cinco millas cuando el comandante ordenó.
   —¡Catorce nudos a las once!
   —¡Catorce nudos, señor! —respondió el jefe de máquinas Helmut Pempe, mientras lo comunicaba a la sala de máquinas.
  Con suavidad el mecánico jefe aumentó la potencia de los dos motores diésel, subiendo las revoluciones hasta cerca de la 390 rpm. Los balancines situados en la parte superior de las culatas comenzaron a subir y bajar con un endiablado frenesí, aumentando considerablemente el ruido en aquella reducida sala. Los motores estaban lejos aún de la máxima potencia que podían suministrar, la cual les permitía llegar cerca de los 18 nudos.
Impulsado por semejante potencia el U-755 enfiló su proa, cabeceando hacia la bahía de Kiel. El ronroneo de los diésel había dejado de ser monótono, agravándose cuando los escapes, situados a los lados del submarino, eran cubiertos por el agua, y agudizándose cuando los gases podían salir libremente.
   Durante parte de la mañana el sumergible llegó a navegar en superficie a la máxima velocidad que podían desarrollar sus motores. Erwin Sachs tomaba notas en una carpeta con las tapas de cuero negro, mientras paseaba por el interior de la nave.

Hacia las 12:00 se encontraban frente a las costas de Bockholm, en el interior del fiordo de Flensburg. Hubert acababa de entrar de guardia cuando Wálter Göing ordenó para las 12:30 una inmersión de prueba; la nave se sumergiría por primera vez. Corrió la voz a lo largo del sumergible hasta llegar a algunos marinos y oficiales que estaban en su periodo de descanso. Todos se levantaron de sus literas, vistiéndose con prisa. Nadie se quería perder la primera inmersión del U-755.
   La maniobra comenzó con la orden para despejar el puente; la batería antiaérea se guardó en su estuche en la torre. Sólo tres vigías y el oficial de guardia permanecían todavía en el puente. Se oyeron órdenes y ensordecedores timbres por toda la nave. A popa, se colocó el telégrafo en posición de STOPP; los motores diésel pararon y desacoplaron su eje intermedio con los eléctricos. Al poco tiempo, tras colocar el telémetro en E-MASCHINEN, comenzaron a funcionar las máquinas eléctricas, cerrándose inmediatamente los tubos de escape que comunicaban los diésel con el exterior.
   Desde el habitáculo de las diésel, el jefe mecánico Manfred Brumme informó de que todo estaba preparado para la inmersión. También a proa se dio la señal de todo listo a la central, mientras tanto, la guardia se apresuró a abandonar el puente.
   El oficial de guardia, el último en bajar, era quien se encarga de cerrar la escotilla de acceso a la torre, girando tras él una manivela de presión.
   —¡Prepararse para dejar salir el aire! —ordenó el ingeniero.
  Los  encargados  de  las  celdas de inmersión informaron de su situación sucediéndose rápidamente.
   —¡Uno!
   —¡Tres! ¡Cinco! ¡Cinco cámaras listas para la inmersión!.
 El aire, antes prisionero en las celdas que sustentaban al sumergible, comenzó a salir por las válvulas de escape con un estruendo ensordecedor. Los timones de profundidad comenzaron a cumplir con su función. Entonces la nave comenzó a inclinarse de proa y el indicador de profundidad comenzó a indicar cifras. Todo el cuerpo principal del buque estaba ya bajo el agua, mientras un último golpe del oleaje rompió contra la torre, ruidosamente. A partir de aquel instante sólo se escuchó el rumor del agua del mar.      El puente estaba ya bajo la superficie, mientras la oscuridad del Báltico envolvió a la nave. El silencio era agobiante, no se oía el batir de las olas, sólo el murmullo monótono de los motores. La radio de Hubert enmudeció, dejando escuchar solamente un monótono siseo donde las ondas radiofónicas no llegaban. Ni siquiera los ventiladores de aire se escuchaban ya.
  —¡Veinte metros, Señor! —comunicó el ingeniero Christians Rudolf.
    —¡Seguimos! —ordenó Göing.
   Apenas se escuchaban leves ruidos en el exterior, mezclados con otros más graves.
   —¡Cuarenta metros! —se comunicó nuevamente.
 La profundidad cambiaba mientras el indicador señalaba los cincuenta metros para, tras una pausa eterna, llegar a los sesenta.       En el rostro de los ingenieros se podía leer su preocupación por cada ruido, por cada nuevo rumor. Desde sus frentes las gotas de sudor resbalaban hasta la barbilla, para con el tiempo, acabar chocando contra el suelo.
  El indicador del manómetro se acercó a los ochenta, pero su movimiento era cada vez más lento. Por fin, cerca de los ochenta y cinco metros, la nave se detuvo.
   Rompió el silencio un aplauso que comenzó entre los oficiales y se propagó a toda la nave. Todos los hombres se felicitaban, palmeándose la espalda entre sí. Se invirtieron en aquella maniobra apenas cuatro minutos, pero que a los hombres les parecieron eternos, como si el tiempo se hubiera ralentizado, casi detenido.         Pasó un momento en que se intercambiaron opiniones entre oficiales, entonces, a las órdenes del comandante, se movilizó al personal y pronto la nave volvió a elevarse hacia la superficie.
  —¡Prepararse la guardia de puente!. ¡Encender las diésel! —se oyó la voz del comandante.
   Los vigías volvieron a colocarse los chaquetones impermeables de cuero tratado color gris pálido, tan apreciado entre el personal de cubierta, y se agruparon ante la escotilla de salida
   El combustible comenzó a ser bombeado hacia los diésel.
   —¡Emerger! —ordenó Göing.
  El ingeniero Rudolf ordenó abrir el aire. Un siseo agudo indicó la entrada del aire en las cámaras.
   —¡Igualar presiones!
  Se abrió la escotilla por donde la guardia del puente desapareció como una exhalación; no sin antes recibir una gran manga de agua proveniente de la torre. Una corriente de aire puro invadió el sumergible. Los ventiladores comenzaron a absorber el aire viciado, cambiándolo por aire nuevo y limpio.

A las 20:00, Hubert acabó su segunda guardia y decidió subir un momento a la torre, pues no había visto la luz del sol desde que zarparon de Kiel. Para su asombro, comprobó que
ya casi era de noche. En el interior de la nave se podía perder fácilmente la noción del tiempo. Heinz Blischke acababa de empezar su guardia en cubierta
   Los cuatro serviolas oteaban el horizonte, ensimismados y en un total silencio. El mar, de un color verde oscuro junto al barco, se oscurecía a lo lejos hasta volverse casi negro. El aire era húmedo y el cielo había terminado por cubrirse.
  Apenas quedaban unos minutos de luz, cuando por la escotilla apareció un tipo rubio, con el cabello ensortijado.
  August Giltrop llevaba siempre la sonrisa en la boca. Tras él apareció Werner Duwe. Los dos se colocaron apretujados junto a Hubert en la estrecha torre, mientras Giltrop sacaba del bolsillo de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos Sorte I y ofrecía uno a Duwe. August comentó que las principales ciudades alemanas habían comenzado a aplicar la prohibición de fumar en los transportes públicos aquel mismo año. Mientras Giltrop charlaba con Sasse el viento se llevaba lejos el humo del cigarrillo, desapareciendo en la oscuridad de la noche que llegaba a ellos desde el lóbrego horizonte. Tras un paréntesis de agradable conversación Giltrop tiró la colilla al mar, y los tres jóvenes regresaron a las entrañas del gran pez.
   Hubert comió la comida de la tarde mientras la tercera guardia de puente entraba de servició. En todo el sumergible se bajaron las luces, pues a las 21:00 se ordenaba silencio general para dormir. El oficial de radio se dejó caer en la litera que acababa de abandonar uno de los compañeros que se dirigían a sus puestos. Se acostó colocando un pequeño almohadón bajo su cabeza, mientras releía una carta a medio escribir. Una vez terminada, pensaba enviarla a casa, en cuanto desembarcaran en Kiel.
   Tras escribir varios párrafos durante unos minutos, su mirada se perdió en lo alto. Sobre él, el techo se apareció dominado por grandes lámparas rectangulares y tubos que iban y venían a lo largo del buque. Sobre aquellos conductos se adivinaban las cuadernas del casco interior del sumergible, semejando las costillas de la gran ballena de la que Pinocho y el carpintero Geppetto escaparon. Hubert recordó aquella historia que su madre le contó por primera vez siendo pequeño. Algunas noches entraba en su habitación, se sentaba en su cama o en la de Hermann y comenzaba algún cuento.
Finalmente, Pinocho dejó de ser una marioneta y se convirtió en un niño. En aquellas horas de relativa solitud, el marino se dejó embargar por la melancolía, y en el aislamiento de su litera recordó a todos los que sufrían por él en Affeln. En aquel momento se dejó inundar por el dolor y cubriéndose el rostro con las manos, dejó escapar un suspiro de resignación. Sasse abrió uno de los armarios para objetos personales que había junto a las literas, depositando la inconclusa carta en una pequeña caja de madera donde guardaba varias más y, cerrando los ojos, cayó rendido, vencido por el vacilante rugir de los motores

Eran las 23:40 cuando Hubert se levanto de un salto de su litera, sorteando la pequeña barandilla. Entraba de guardia en veinte minutos por lo que aún tenía un poco de tiempo. Abrió el armario donde la noche anterior había depositado sus cosas, sacando de allí una pequeña bolsa de papel que contenía varios Krapfen que le enviaron sus padres durante su estancia en Neustadt. Aquellos pequeños buñuelos redondos los hacía su madre a mano. Su masa se elaboraba con harina de trigo,
manteca y huevos.
   Cruzó el pasillo hasta llegar a la escotilla de la sala de mando, y agachando la cabeza paso a través de ella. Allí Erwin Sachs y su equipo conversaban con Wálter Göing mientras seguían evaluando y tomando notas. Hubert cruzó la segunda escotilla hasta la sala de radio llevando uno de aquellos buñuelos en la mano, al tiempo que daba buena cuenta de otro.
   Hacia las 00:00 la guardia de puente que terminaba su guardia bajó por la escalerilla, tras haber dejado paso a la guardia entrante.     El U-755 avanzaba de vuelta a Kiel. A estribor de la nave, pequeñas luces tililaban en la lejanía, como pequeños luceros que guiaban a los marinos en su viaje. Los oficiales de guardia se sujetaban con sus nudosas manos a las barandillas del puente, mirando aquellas luces a lo lejos, en alguna remota bahía, mientras el mar lamía los costados de la nave bajo sus botas impermeables de caucho. La proa arrancaba sin descanso blancas crestas a las olas.      Muy a lo lejos, gigantescos cumulonimbos en forma de yunque dejaban escapar bajo su aplastada y lisa base, descargas eléctricas que parecían llegar a tocar la superficie del mar.



II

Varios pescadores lanzaban sus cañas desde una larga pasarela que se internaba varios metros en el mar. La tarima de madera se elevaba un par de metros sobre la superficie del agua, en la pequeña playa de Wasserleben, junto a la escollera que delimitaba el puerto de Flensburg. Rechonchas gaviotas tridáctilas sobrevolaban al U-755 mientras abandonaba el puerto más interior del fiordo. El sumergible había repostado combustible y se hizo nuevamente a la mar, mientras atraía a multitud de aquellas aves de blanco plumaje.
   El U-Boot llevaba desde finales de septiembre realizando ejercicios en aquel resguardado fiordo, ya que la zona donde se solían realizar las pruebas, en la bahía de Kiel, estaba atestada de naves realizando pruebas. El sumergible llevaba su primera carga de torpedos para las pruebas de tiro en inmersión. En Kiel se cargaron 15 torpedos por sus escotillas de carga a proa y popa, tarea nada fácil teniendo en cuenta que medían 7 metros y pesaban tonelada y media. El U-755 llevaba cuatro tubos lanzatorpedos a proa y uno a popa. Cinco torpedos viajaban metidos en sus respectivos tubos, mientras los demás se almacenaban bajo de las literas y sobre éstas.     En el pasillo central, entre los dormitorios de suboficiales y la sala de motores, un par de aquellos grandes torpedos colgaban del techo, sujetos a sus anclajes. Se realizaron varias prácticas de tiro contra blancos flotantes arrastrados por buques de la Kriegsmarine.
Cada vez que se disparaban varios torpedos se procedía a volver a cargar rápidamente los tubos.
    —¡Veinte minutos! —anotó Erwin Sachs en su carpeta.
   Las maniobras de carga de los tubos lanzatorpedos se repetían una y otra vez, hasta el total desfallecimiento del personal.
   —Tubo tres, ¡fuego! —ordenó Göing. Sonó un timbre en la cámara de torpedos y, con un suave zumbido, el torpedo era lanzado fuera del U-Boot. Segundos después el sumergible detenía durante un suspiro su marcha avante con un estremecimiento.
    —El torpedo sigue su carrera —comunicó el hidrofonista. Con el cronómetro en la mano, Erwin Sachs contaba el tiempo de carrera del torpedo.
   —Un minuto —El torpedo seguía su curso hacia el blanco.
   —Dos minutos —dijo Sachs.
   —¡¡Blanco!! ¡¡Blanco!!.
 La sonrisa en el rostro de Wálter Göing dio a entender su satisfacción.
 Además de las prácticas de tiro se seguía un programa de mantenimiento de torpedos. Bajo la supervisión de Sachs cada cuatro días se sacaban los torpedos que quedaran en sus tubos para una revisión. Josef Baurietl, Fritz Orf y el resto del personal de torpedos estaban tan implicados en su trabajo que, por norma, no comían ni dormían con el resto de suboficiales, haciéndolo en la sala de torpedos. Podían pasar días sin que Hubert viera a su amigo, a no ser que pasara por la sala de torpedos durante algún rato libre.    En una visita, Hubert le comentó a Baurietl que no creía que un hombre pudiera acumular tal cantidad de grasa repartida entre las manos y su mono de trabajo. La respuesta de Josef fue lanzarle el trapo más sucio que tuvo a mano. Finalizado el periodo de pruebas del UAK, el U-755 se internó en Kiel, dando varios días de permiso a la tripulación.

III


La pequeña taberna junto al puerto bullía de actividad. Viejos marineros y pescadores de frondosas barbas tomaban cerveza en grandes jarras, charlando y riendo. Del sucio ventanal del bar pendían unas cortinillas a cuadros, a través de las cuales se podía ver el puerto.
   En una de las paredes, el cráneo de un gran pez espada dominaba el local, con su largo y aplanado pico. En la pared de enfrente colgaban varias fotos de antiguos buques de pesca, junto a algunos aparejos. Y aquel olor…,el inconfundible olor a pescado, a cerveza y a historias fantásticas. La mayor parte de los clientes eran hombres de mar, de aspecto fornido y voces roncas. Sobre ellos flotaba una densa nube de humo.
   Uno de los marinos tenía una pierna amputada a la altura de la rodilla, y con el brazo del mismo lado se apoyaba en una alta muleta que manejaba con habilidad, dando pequeños saltos, cortos y seguidos. Era muy alto y delgado, con una cara ancha y pálida. Tenía el pelo blanco y recogido en una larga trenza. Llevaba una antigua y raída gorra de la Kriegsmarine y de su barba pendían dos aretes de metal que tintineaban al chocar entre sí con cada movimiento de cabeza, mientras mantenía el equilibrio con su muleta. Fumaba en una gran pipa del tipo Churchwarden de largo caño, mientras con la otra mano levantó la jarra para brindar a la salud de los jóvenes militares que conversaban en una pequeña mesa del local.
   Bauriedl y los demás levantaron también sus jarras, devolviendo el saludo al viejo marino. Werner Duwe aprovechó el momento para brindar por la tripulación del U-755, a lo que todos asintieron entrechocando sus grandes jarras.
   —¡¡Otra ronda, camarero!! —gritó Ernst Oertl, mostrando su jarra vacía. Los jóvenes comentaban entre risas los últimos acontecimientos vividos con el Grupo I de la UAK durante las últimas maniobras.
  Los tripulantes del U-Boot discutían acaloradamente sobre lo riguroso que había sido con ellos Erwin Sachs. Hubert no hablaba, como si estuviera en otro lugar, observaba ensimismado como el marino cojo cargaba su elegante pipa. Aquel anciano metía pequeños pellizcos de hebras de tabaco en la cazoleta, y con el pulgar iba apretando cada vez más hasta terminar de cargar la pipa. Con una cerilla la encendió, y el aroma impregnó el ambiente de aquel pequeño local del puerto de pescadores de Kiel. Aquella visión le recordó a su padre
   Josef Bauriedl se quedó mirando a Sasse, al que tenia en gran estima. Allí estaba, callado, siempre atento, escuchando a los demás. Aunque a veces hablaba, lo hacía sólo lo justo y cuando lo creía necesario. Bauriedl lo veía algo inquieto y, dando un giro a la conversación, se dirigió a él.
   —¿Qué, Sasse, vas a compartir con nosotros lo que te ronda por esa cabezota?
    —¿Como? —contestó Sasse sorprendido—. Nada, cosas mías.
  —Esta noche he dormido poco. Recordaba los momentos que hemos vivido estos últimos meses.
  Todos recordaron al U-501, al mando del capitán de Corbeta Hugo Förster, perdido hacía pocas semanas, el 10 del pasado septiembre. También se acordaron del U-207, al mando de Fritz Meyer, perdido el 11 de aquel mismo mes.
   Los jóvenes abandonaron la pequeña taberna y se adentraron en una de las típicas calles del casco viejo de Kiel, tan llenas de sabor, a las que sólo les faltaba un techo para convertirse en cloaca. Las fachadas de varios locales junto a una librería de la calle se mostraban ennegrecidas.
   Un pequeño riachuelo bajaba por el centro de aquel callejón. Por supuesto, el extraño color de aquel líquido no invitaba a querer adivinar su naturaleza. En aquellos años terribles, cayeron sobre la ciudad varios bombardeos efectuados por la aviación británica, poblando la ciudad de cascotes y edificios derruidos.
   La gran montaña de escombros en que se había convertido una casucha obstruía casi totalmente la calle, mientras varios niños rebuscaban entre aquel montículo de miseria cualquier cosa que les fuera de utilidad. Uno de aquellos pequeños pasó junto al grupo de marinos llevando en sus manitas un par de viejos y raídos zapatos, deformados por el uso. Los jóvenes se quedaron observando a aquel mocoso, mientras se perdía al final de la calle. Luego prosiguieron su camino en silencio recorriendo las estrechas callejas de la zona del puerto, por entre casas con fachadas de madera que parecían encorvarse peligrosamente, las unas sobre las otras.


IV

16 de octubre de 1941

Varios barrenderos limpiaban las calles, amontonando la hojarasca junto a la acera. Tras ellos, un jardinero le prendía fuego, abanicando la pequeña hoguera. El humo se elevaba en la tenue luz del amanecer, mientras en las calles iban apagándose las farolas, a excepción de una. Aquella solitaria farola junto al edificio donde se alojaban las dotaciones del Arma Submarina tenía la gran bombilla rota.
   Desde la Residencia de Submarinistas se notaba la fría brisa del amanecer y las fachadas de los edificios comenzaban a iluminarse sobre las calles de la ciudad, mostrando los inmaculados flecos de la pequeña nevada de la noche anterior. El Sol comenzaba a asomar, brillando con su cálido color anaranjado. En el cielo todos los colores quedaban difuminados, delimitando a lo lejos el contorno de las blancas montañas, con cálidas pinceladas naranja. En la brisa se empezaba a notar el olor del puerto y se escuchaba el canto de las primeras gaviotas que indicaban el nuevo día.
   La tripulación del U-755 embarcó para salir dos semanas de maniobras con la Kriegsschiffbaukerehrabteilung, también llamada 1.KLA, unidad encargada de los test y la última puesta a punto de los nuevos U-Boots. En aquella época las estrictas pruebas que se realizaban a los submarinos estaban a cargo del capitán de corbeta Wilhelm Schulz. Los hombres de Wálter Göing estaban al corriente de que varios U-Boots no habían vuelto de tan exigentes pruebas, yéndose al fondo con todas sus tripulaciones.
   La nave pasó dejando la exclusa de Kiel-Holtenauer a babor, llegando a la salida del puerto de Kiel, en su punto más estrecho. Sobre una pequeña isla artificial, en la playa, les saludó el faro Friedrichsort. A bordo del sumergible un grupo de tres experimentados veteranos actuarían como árbitros, acompañando en todo momento al comandante e informándole de que cierta pieza de la maquinaria o del equipamiento del buque era considerada inoperativa y evaluando la capacidad de reacción de la tripulación en situaciones de emergencia. Durante estas pruebas también se llevaban a cabo ejercicios en inmersión profunda.
  A media mañana el U-755 se encontraba en la punta más occidental del fiordo de Kiel, cuando avistaron a varias millas a babor la luz del faro Flensburg, el más antiguo de los faros que servían de guía a los barcos que entraban en el fiordo.
   Sobre  las  10:05  los  ingenieros  de  la  KLA procedieron a desmontar, ante el asombro del jefe de máquinas, los embragues de los dos motores diésel, dejándolos inutilizados. Tras varios minutos de larga deliberación y ante un asombrado Wálter Göing que asistía expectante al ejercicio, los Maschineobergfreiter Werner Duwe y Helmut Pempe consiguieron arreglar el problema adaptando los embragues inversores para la marcha avante. El submarino consiguió seguir adelante sin demasiados problemas.
   Al siguiente día, la bruma del amanecer cubría la superficie del agua, mientras por radio fueron informados de la previsión meteorológica para los días próximos; se esperaba una importante bajada de las temperaturas.
   Hacia las 12:00 la guardia del puente que comenzaba su turno subió por la escalerilla encontrando, para su sorpresa, la nave totalmente cubierta de una fina capa de nieve. Pequeños copos revoloteaban mecidos por el viento, hasta ir a posarse sobre los hombros de los serviolas. Uno de ellos se levantó el cuello del chaquetón y entrecerró los ojos para protegerse de la ligera ventisca.
   A las 02:00 la escotilla con el exterior debió permanecer cerrada, pues el tiempo empeoró y las olas batían el puente continuamente.

   A partir de aquel momento la comunicación se realizó a través de los tubos acústicos. Durante mas de cuatro largas horas, la guardia de puente permaneció aislada en medio del fiordo. La última semana se realizaron prácticas de reabastecimiento de combustible en alta mar desde buques tanque, y el día 24 de octubre de 1941 el U-755 cruzaba el canal de Kiel para volver a los astilleros de Wilhelmshaven para el ajuste final de la nave. Al día siguiente por la noche, la tripulación del sumergible recibió un permiso de siete días.


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