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sábado, 30 de noviembre de 2013




10
7 de abril de 1941

I

El pálido Sol intentaba disipar el frío de la mañana y la bruma húmeda que ascendía sobre la superficie del mar. Pequeños grupos de gaviotas planeaban con suavidad sobre la bahía de Lübeck, en el Mar Báltico. En la margen derecha de la bahía y acariciado por el mar se encontraba el pequeño pueblo de pescadores de Neustadt in Holstein.
   Amarrados al puerto, rechonchos pesqueros a vela se mecían con suavidad. Largos y estilizados botes de remos cruzaban la bahía velozmente, empujados por un gran número de remeros que braceaban al mismo compás, guiados por un timonel tumbado a proa. Los vistosos colores de las embarcaciones contrastaban con el fondo gris de aquel imaginario cuadro. Gran cantidad de navíos de guerra permanecían atracados en la bahía, abarloados los unos a los otros y rompiendo la belleza de aquel paisaje.
   El alto campanario de la iglesia de la comunidad recortaba la silueta del horizonte con su rojizo enladrillado, contrastando con el verde azulado de su esbelta y puntiaguda cubierta octogonal, elevándose en el cielo.
   Hubert observaba la belleza de aquel paraje desde la cubierta del buque de transporte de tropas que les traía desde Gotenhafen. Los acontecimientos de los últimos meses le habían superado. Su vida había cambiado radicalmente. El joven que apenas había salido de su pequeña aldea, aquel que no había visto nunca el mar, había recorrido en pocos meses miles de kilómetros. Ahora su destino le llevaba a aquella recóndita base donde se pondrían a prueba sus conocimientos.
    Neustadt era una ciudad del distrito de Ostholstein, en Schleswig-Holstein, Alemania. Estaba situada a 30 km al noroeste de Lübeck y a 50 kilómetros al sureste de Kiel. La Kriegsmarine había elegido aquella resguardada bahía como base temporal de la 2ª Unterseeboots-Ausbildungsabteilung. La Segunda Sección de Instrucción Submarina había sido creada hacía tres meses al mando del capitán de fragata Friedrich Kastenbauer. Allí los marinos realizarían seis meses de adiestramiento conjunto. Los submarinistas procedentes de diferentes especialidades se ejercitarían juntos, formando parte por primera vez de la dotación de un U-Boot de adiestramiento.
   Hubert Sasse había recibido en Gotenhafen la capacitación para sargento 1º de transmisiones, mientras Josef Bauriedl lo había hecho para cabo 1º mecánico de torpedos. La duración de su entrenamiento dependería de la valoración de los examinadores.
   Todos fueron desembarcados y acomodados en grandes edificios cercanos al puerto, donde se había preparado la residencia de submarinistas de modo provisional. Tras deshacer su equipaje, todos los hombres formaron en un gran patio trasero a los almacenes del puerto. Allí se fue llamando por su nombre a cada marino que formaría parte de una dotación de U-Boot. Cuando cada cadete escuchaba su nombre, pasaba a un comedor con grandes y largas mesas.
   Hubert prestaba atención, hasta que resonó en el patio su nombre. Seguidamente un comodoro le indicó una mesa e hizo un gesto con la mano para que se apresurara a entrar. Tomó asiento junto a otros jóvenes en una de aquellas largas mesas, mientras intentaba calmar su nerviosismo. Tras largos minutos y una interminable lista de nombres vio entrar a Josef Bauriedl. Ante el asombro de Hubert, Josef se dirigió hacia su misma mesa sonriendo. Pasó tras él, y dándole un pequeño golpe en la espalda a modo de saludo, se sentó a su lado.
   —¡¡No puedo creer que vayamos a formar parte de la misma dotación!! —dijo Sasse.
  —¡Pues eso parece amigo, eso parece! —contestó Bauriedl sonriente.
   Las sillas de aquella mesa siguieron siendo ocupadas, mientras se sucedían los nombres en el patio. Tras más de media hora, cesaron los nombres en el exterior y varios oficiales cerraron las puertas tras ellos. Se hizo el silencio en el gran comedor hasta que apareció un grupo de oficiales que tomaron asiento en una pequeña mesa ligeramente apartada de las demás. Los jóvenes observaron a uno de los oficiales levantarse para ir al centro del salón.
   —¡Buenos días caballeros! —dijo —. Como ya sabrán, como ya podrán imaginar, nuestro Fürer espera mucho de todos ustedes. Deberán estar dispuestos a dar su vida por la patria. Muchos hombres valerosos de la Kriegsmarine han partido
para no volver. La lucha es desigual y nuestro enemigo no desfallece, como tampoco lo haremos nosotros. Nuestro pueblo espera el máximo sacrificio de todos nosotros.
   Tras una pausa, mientras paseaba la vista por las mesas, continuó:
  —Los próximos meses pondremos a prueba  su  valía,  y  su determinación. Pondremos a prueba los conocimientos que han adquirido en Gotenhafen y analizaremos y evaluaremos su capacidad para la entrada en combate. No podemos prescindir de ninguno de ustedes, pero a la más mínima duda sobre su temple serán inmediatamente relegados a otra rama militar. Estoy totalmente seguro de que lo darán todo por la causa...
    —¿ Quién es? —susurró Sasse al soldado que tenía a su lado.
   —Es el capitan de fragata Kastenbauer, el comandante de la 2ª Unterseeboot —susurró también el soldado.
    —¿Y tú? —volvió a preguntar Sasse, por lo bajo.
    —¡Werner Duwe! —contestó el joven, sonriente.
    —¡Hubert Sasse! —obtuvo en contrapartida.
   Los meses siguientes toda la recién formada dotación recibiría un completo entrenamiento en un U-Boot Tipo II. Además cada hombre recibiría exhaustivas clases de perfeccionamiento en su especialidad.
   Los pequeños U-Tipo II, desplazaban en inmersión 414 toneladas, tenían 42,70 metros de eslora y la profundidad de colapso se estimaba en 150 metros, por lo que no se solían sobrepasar los 80 metros de profundidad en inmersión. Estaban limitados por su pequeño tamaño y la carga restringida de torpedos, sin embargo, eran muy maniobrables y tenían una rápida velocidad de inmersión, lo que les convertía en la perfecta herramienta para las flotillas de entrenamiento.
   En  aquellos  submarinos  se  respiraba una atmósfera cargada de mal olor que procedía de todas partes, de las sentinas, del aceite de las cocinas, de los motores. Incluso los olores corporales de alrededor de cincuenta hombres, eran capaces de enrarecer la atmósfera en aquellos sumergibles.
   La camaradería entre los muchachos creció y se fué afirmando la confianza y amistad entre ellos. Hubert y Josef fueron conociendo a Werner Duwe, August Giltrop, Herman Rakow, Willi Krips, Werner Eichler y al flaco Fritz Bögner. Estaban además Egon Westphall, y Helmut Kollwitz, entre muchos otros.
   Hubert recibió clases de idiomas. Debía entender a la perfección los mensajes que delataran los movimientos de las naves enemigas. Dichos contactos podían permitir guiar a otros submarinos al combate. También era de suma importancia detectar la posición de buques enemigos. Se encargaría además de enviar y recibir informes meteorológicos e informes requeridos por el cuartel general.
    Durante el segundo mes de prácticas se produjo lo que todos los muchachos se temían, lo que tarde o temprano sabían que llegaría. Habían salido temprano para las primeras prácticas en inmersión en el U-5. Aquel viejo Tipo II renqueaba mientras se arrastraba fuera de la bahía de Neustadt, hacia alta mar. Pero cuando apenas habían avanzado unas pocas millas el comandante de la nave, el joven alférez de navío Friedrich Wilhelm Bothe, de apenas 22 años, mandó detener la nave.
    —¡Gente abajo! ¡Inmersión!
   Los cuatro serviolas abandonaron el puente, desapareciendo por la escotilla. Se miraron unos a otros sin saber que ocurría, pues suponían que las prácticas se realizarían en alta mar. La inmersión comenzó con suavidad mientras el indicador del manómetro indicó los catorce metros.
   Tras el paso del tiempo el silencio se apoderó de la nave, mientras se escuchaban leves crujidos en el exterior del sumergible.
   —¡Diecinueve metros, Señor! —comunicó el ingeniero jefe.
   —¡Seguimos!—ordenó Bothe.
  Otra vez se escuchó el ruido en el exterior, mezclado con otros más graves. Aquel viejo sumergible sonaba como cuando un destartalado tranvía tomaba las curvas.
   —¡Veintidós metros! —se comunicó nuevamente. El silencio era tal que se podían oír los latidos de los corazones, mezclados con las respiraciones y el rumor de los motores eléctricos de la nave. De pronto un ensordecedor ruido fue acompañado de un fuerte movimiento. El sargento 1º August Giltrop fue lanzado al suelo, acompañado por un par de marineros más.
   —¡Fondo, Señor! —volvió a comunicar el ingeniero jefe.
El submarino había golpeado con la proa el fondo de la bahía, mientras se posaba en él con suavidad.
El comandante ordenó rebajar la luz en todo el barco.
   —¡Caballeros! —dijo Bothe—. Les podría hablar de la historia de la Gran Alemania, de nuestros grandes héroes y
reyes. De las sangrientas luchas que han sido necesarias a través del tiempo para conseguir su grandeza. Pero, sin embargo prefiero algo más cercano, conocerles.
  Se trincaron varias mesas estrechas en el centro del pasillo. Mientras tanto en la pequeña cocina, el cocinero preparaba café, montones de tazas de café. Cuando las tazas estaban listas, los rancheros las recogían en la cocina y, pasando entre la gente, las repartían por todo el sumergible. Para hacer más difícil la maniobra llevaban en la otra mano diminutos vasos metálicos que contenían un pequeño trago de Goldwasser, un fuerte aguardiente que se producía desde el año 1598 en la comarca de Dánzig.
   Los muchachos no lo podían creer, estaban a una impresionante profundidad, posados en el fondo de la bahía, y a aquel hombre no se le había ocurrido nada mejor que querer conversar. Llevaban tiempo con él. Les conocía a casi todos por el nombre, pero al parecer para aquel oficial no era suficiente. Bothe había recibido la Cruz de Hierro de segunda clase el año anterior, y era natural de Diemeringen, en Alsacia.
   Delgado y de facciones finas, con una mirada noble. Observaba a sus hombres con aquellos hermosos ojos azules, que denotaban serenidad y una gran inteligencia.
  De repente, el nerviosismo que se reflejaba en los rostros de algunos desapareció, como si de un embrujo se tratara. Los hombres tomaron asiento como pudieron y disfrutaron entre bromas y risas de aquel momento. Sasse y Duwe escuchaban a Baurietl mientras éste cantaba. Les sacaba una cabeza de altura a casi todos los presentes y en aquel cascarón eso era un problema. En el poco tiempo de prácticas que llevaban en aquellas naves ya había golpeado en casi todos lados con su cabezota. Por suerte su densa cabellera amortiguaba considerablemente los golpes.
  La canción que comenzó Josef pronto se propagó a todo el sumergible, mientras los hombres brindaban y comían pequeños dulces enrollados en papel de seda.

..."Petroleros en el oeste
Y en el Atlántico Norte

Se encuentra el silencio de los mares
En una noche tranquila en la hora más oscura

La Kriegsmarine aparece
Por encima de la superficie parece tranquilo y calmado
En el fondo se esconde la manada de lobos

A su propia costa llegó la guerra mundial"...

Pasado el tiempo reglamentario en inmersión, que dependía de la duración de las baterías de los motores eléctricos, el U-5 volvió a la superficie. Los hombres abrieron la escotilla y un inmaculado y fresco aire de mar entró por fin, limpiando el fuerte olor que dominaba el interior del sumergible. El comandante y la guardia salieron al exterior. Bothe respiró hondo, llenando sus pulmones del aire salado.
   —Esto es lo más parecido a un viaje de placer en medio de la guerra que verán estos chicos, ¡Más no se puede pedir! —dijo Bothe.
   Mientras volvían a puerto los hombres observaban a aquel oficial que había convertido un momento de tensión en algo cotidiano, consiguiendo desdibujar la seriedad del momento y transformándola en normalidad. Él sabía que, con casi total seguridad, muchos de aquellos jóvenes no volverían a ver a sus familias.



II

23 de agosto de 1941

Sobre una de las gradas del astillero de Wilhlemshaven, un U-Boot esperaba a ser botado junto a varios de sus compañeros. La antaño esquelética y herrumbrosa nave que meses atrás portaba el número de obra 138, era ahora un bello monstruo marino que esperaba pacientemente a ser lanzado al mar, mientras recibía impasible su nuevo nombre, U-755.
   A lo lejos se escuchaban los sonidos propios de un puerto. En los andenes de descarga, algunas vagonetas tiradas por operarios iban y venían. Los trabajadores del astillero se movían apresuradamente, enfundados en gruesos pantalones de cuero, con los martillos a los costados, esperando la orden para separar los puntales laterales que mantenían la verticalidad del sumergible y después picar las retenidas dejando el barco libre para que se deslizase con su cuna móvil sobre su cama fija.
   La nave mostraba sus primeros reflejos con la tenue luz de la nublada mañana. El brillo de su fuselaje recién pintado de gris, mostraba la perfección de sus líneas, con su inerte cuerpo hidrodinámico dispuesto a entrar en el mar. Varios operarios se disponían en sus puestos sobre su cubierta de proa, resbaladiza a causa del rocío. En el malecón que daba al puerto se había juntado una gran cantidad de personas: operarios ataviados con monos sucios y grasientos, varios marineros, y un pequeño número de oficiales de las flotillas. Entre dichos oficiales se encontraba el alférez de navío Wálter Göing, que pronto tomaría el mando de la nave.
   Göing llevaba el cabello muy corto, y su rostro, dominado por aquellos ojos azules, mostraba nobleza. El joven vestía de gala, con su gorra de plato. Estaba muy elegante, luciendo su chaqueta de lana azul oscuro con su emblema de la Kriegsmarine en hilo de oro. El cuello abierto con solapas y las dos hileras de cinco botones dorados. Llevaba además su daga, de cuya empuñadura colgaba un cordón trenzado de plata, del cual pendía una filigrana en forma de bellota.
   Aquella espada había sido un regalo de su padre cuando comenzó los cursos para Oberleutnant zur See, en el año 34. Nacido allí mismo, en Wilhlemshaven, el 2 de agosto de 1914, tenía apenas 27 años. Había pasado su niñez en el pequeño astillero, que en aquella época estaba situado en una playa, donde los carpinteros de ribera construían aquellas preciosas goletas y bergantines. De adolescente llegó a interesarse por la ingeniería naval, hasta que un día vio entrar en el puerto uno de aquellos pequeños sumergibles de la Primera Gran Guerra. Desde entonces, el sueño de comandar una de aquellas naves fue la luz que guió su vida. Insultantemente joven, era desafiante y estaba preparado para comerse el mundo. Aquel joven no estaba dispuesto a andar por la vida con la cabeza gacha.
   Göing había comenzado su carrera en febrero de 1941 como primer oficial del U-38, su primer destino, pero su estancia allí duró poco tiempo. Los primeros días de agosto era llamado para tomar posesión del U-755.
   Tras las grandes grúas de celosía del astillero asomaba apenas el Sol cuando, a la orden de las autoridades, el buque fue descalzado a golpes de martillo. Hombres con palancas ayudaron al gran pez de acero a deslizarse. Toda la estructura sobre la que se asentaba el U-755 se conmovió, mientras el sumergible seguía su lenta carrera hacia las negras aguas del puerto. El U-Boot entró en el agua por su popa, que empezaba a hundirse, produciendo altas y blancas estelas de espuma. Pronto la popa desapareció bajo las oscuras aguas del puerto. Al fin, la velocidad de deslizamiento del gran sumergible se volvió endiablada y con un gran estrépito, la bestia entro en el agua, produciendo grandes columnas de vapor que dieron la impresión de que el agua alrededor del gran pez estuviera hirviendo. Inmediatamente su popa volvió a emerger con fuerza, produciendo una gran nube burbujeante.
   Tras varios cabeceos que obligaron a los operarios de la cubierta del sumergible a sujetarse para no ser despedidos, la gran máquina de guerra se detuvo quedando en calma.
   Los aplausos de los presentes rompieron la magia del momento mientras algunos oficiales felicitaban a las autoridades. El alférez Wálter Göing sonreía. No podía disimular su emoción al pensar en futuros tiempos de gloria, al mando de semejante prodigio de la ingeniería naval. Le esperaban varios meses de puesta a punto de la nave en la que él participaría codo con codo con los técnicos que acabarían de acondicionar los sistemas interiores. Con esta práctica habitual se conseguía que el comandante conociera a la perfección cada rincón de su nave.
   Mientras se preparaba la botadura del siguiente sumergible, pequeños remolcadores se acercaron suavemente al costado del U-755 para comenzar a acercarlo al muelle. La línea de agua oscura que se extendía entre el acero gris del sumergible y la pared manchada de aceite del muelle se hacía cada vez más estrecha. Allá, sobre el malecón, la gente comenzó a acercarse para ver mejor. El agua que rodeaba a la nave era casi negra, mezclada con grandes siluetas de aceite quemado, y tan espesa como él. Tras colocar una pasarela subieron varias autoridades. Entre los presentes lo hizo Wálter Göing, que impresionado, comentaba su primera impresión con otro oficial.
   —¡Apenas se mueve! —comentó—. Su gran envergadura mejora su estabilidad.
   Algunos oficiales invitaron a Göing a entrar en la nave. No se lo pensó dos veces.
   —¡Tienes el mismo brillo en los ojos de mi hijo cuando le llevo un nuevo juguete! —dijo el oficial que le acompañaba. A lo que Wálter no pudo evitar sonreír.


III

11 de septiembre de 1941

La niebla correteaba por todo el valle. El tren entraba resoplando en la estación del Norte, en Wilhelmshaven. Cientos de viajeros presurosos corrían de un lado a otro buscando el tren que debía llevarles a su destino. Otros intentaban comprar un boleto en alguna de las muchas ventanillas que estaban dispuestas alrededor de un edificio circular que dominaba el interior de la estación.
   Hubert Sasse y los demás observaban desde las ventanillas del vagón, a lo lejos, la base naval junto al puerto. El Sol comenzaba a salir acariciando con sus primeros rayos sobre la superficie del mar, dándole el aspecto sólido de un cristal. Parecía completamente llano, como si se pudiera andar sobre él sin hundirse.
   Hubert y August Hiltrop habían aprovechado el viaje desde Neustadt para escribir a sus familias. Sasse añoraba a los suyos y no veía el momento de aprovechar un largo permiso para ver a la familia. En la estación, todas las dotaciones que llegaban a Wilhelmshaven fueron acomodados en lujosos omnibuses. Los muchachos subieron a un precioso Mercedes-Benz O 3200, mientras una pequeña banda de la Kriegsmarine tocaba cualquier canción. El equipaje de los marinos fue acomodado en la parte trasera del vehículo.
   De repente, como los mágicos momentos que acaecen sin esperarlo, sonó aquella canción, un tanto olvidada pero que en el fondo todos reconocían en la distancia y en el tiempo. Aquella música sonaba y de algún modo muy especial, algunos de los muchachos tuvieron la extraña sensación de que aquella melodía les recordaba a sus casas. Se extrañaron de casi, haberla olvidado. ¿Tanto tiempo hacia que habían salido de sus hogares, para haber olvidado aquella canción?.
   Se  quedaron  absortos  mientras  el  omnibús  abandonaba  la estación, observando a la banda tocar, y a la gente que iba y venía en aquel gran espacio.
   Hubert se fijaba sobre todo, en la gente de distintas edades y nacionalidades que poblaban aquella recóndita parada. Fue observándolos uno a uno, casi intentando adivinar lo que sus rostros expresaban. Por un instante intentó entender lo que decían sin ningún éxito, sin poder descubrir lo que aquellas miradas desprendían. De aquel modo, pensativos, llegaron a su remoto destino, apeándose y cargando con sus pesados sacos.
   En la zona portuaria, el paisaje estaba dominado por los cráteres y los esparcidos restos del último bombardeo que yacían entre el caos de calles levantadas. Al fin el gran omnibús no pudo avanzar más. Los últimos trescientos metros hasta lo edificios del puerto los hicieron a pie.
   Fritz Bögner,  el delgado   mecánico de torpedos, llevaba el equipaje sobre el cuello. Caminaba encorvado, vencido por el peso de su saco, con la mirada pegada a la calle. Hubert observó a aquellos hombres caminando en una casi interminable hilera que se desdibujaba al final de la calle. Aquellas figuras, caminando una tras otra entre las ruinas de los locales y los bares que antes llenaban el lugar, semejaban reos que avanzaban pesadamente hacia su final.
 Los hombres fueron acomodados en la Residencia de Submarinistas, en grandes edificios de adobe, cerca del puerto. El color rojo del enladrillado de la fachada contrastaba con el blanco intenso de la primera nevada, producida hacía unos días. Un poco pronto para la época en que estaban. En la parte delantera del edificio llamaban la atención redondas ventanas vidriadas. Parecían rosetones u ojos de buey, como los que se solían ver en cualquier iglesia.
   Hubert y los demás se pararon un instante en la entrada de su alojamiento, donde un pequeño cartel de madera primorosamente tallado dejaba leer: U-755. Cada uno acomodó su equipaje junto a varias literas mientras algunos observaban el puerto desde las redondas ventanas. El paisaje estaba protagonizado por grandes acorazados, junto a los cuales se podían ver varios sumergibles abarloados entre sí, meciéndose al compás de las olas.
   
   Al día siguiente los marinos desayunaron en un pequeño comedor que se usaba por turnos entre todas las dotaciones. Josef Bauriedl y August Giltrop se sentaron junto a Sasse y Duwe, a los que ofrecieron una caliente taza de café con canela. Aunque los cocineros servían lo que continuamente salía de la cocina, August cortó varias rebanadas de un hogaza de pan casero que había venido con el último paquete que le enviaron sus padres a Neustadt.    Los jóvenes se sirvieron mermelada de ciruela que se encontraba repartida por las mesas en rechonchas tazas de barro.
Aquella fría mañana los marinos conocieron a su comandante. Wálter Göing llegó ataviado con la ropa de faena y se presentó a los muchachos. Les llevaba pocos años a la mayoría, sin embargo, mientras conversaba con ellos, y aunque ofrecía una imagen de severidad, mostró ser muy educado.
   Aquel rubio alférez de navío llevaba una chaqueta de trabajo de un tono gris con solapas y bolsillos. Aquellas prendas se confeccionaban en lana, y Göing, a pesar del frío de la mañana, la llevaba arremangada. Los hombres cruzaron la zona de evacuación del puerto, destinada al transporte terrestre, donde por el centro atravesaban unas pequeñas vías de acceso que comunicaban el muelle con los almacenes. Aquellas vías servían para la carga y descarga de mercancías de distintos tipos, especialmente de los pesqueros, aunque entonces se utilizaban para el transporte de las provisiones de los buques allí atracados.
   Pronto se apareció ante ellos lo que les pareció, la nave más impresionante que habían visto nunca. El U-755 se mecía con suavidad amarrado al malecón, mientras junto a él un pequeño enjambre de operarios se afanaban en sus labores. Había hombres que, cargados con soldadores y herramientas, desaparecían por la escotilla de la torre. Por el mismo punto aparecían otros que salían de la nave cargados con cables mientras entrecerraban los ojos para protegerse del Sol que comenzaba a asomar a lo lejos, en el horizonte. El cielo se presentaba como un lejano incendio amarillento, mientras las nubes parecían vestirse de azufre.
  Una modesta pasarela de madera servía de paso entre el sumergible y el malecón. Entonces, sin esperarlo, la cubierta se conmovió y un sordo gorgoteo aumentó de intensidad, acabando por convertir su ritmo en un monótono rumor; en el interior de la nave los motores diésel entraron en funcionamiento. A popa del U-Boot, el mar hervía, lo que le daba al agua el aspecto de una burbujeante superficie blancoverdosa, contrastando con el tono sucio y gris del agua del puerto.
   Los hombres seguían allí, como hipnotizados. Nadie hablaba, mientras observaban desde el muelle aquel prodigio de la técnica que sería su casa desde aquel día en adelante, pues para ello se habían preparado. Durante las próximas dos semanas la tripulación participaría en las últimas fases de la construcción y puesta a punto de la nave. De este modo conocerían casi cada pieza que formaba parte del interior del sumergible.
   —¡Síganme señores! —ordenó Göing—. Cada uno ya sabe su cometido.
   Los hombres cruzaron por la pasarela, pisando por primera vez la cubierta de aquel mastodonte. En aquel momento, del interior del sumergible apareció Heinz Blischke, que tras los saludos de rigor se presentó a los hombres. Aquel rubio y sonriente joven había nacido en Schwiebus, en la baja Silesia. Había comenzado su carrera en la Kriegsmarine en 1938, con apenas 19 años y sería el flamante Leutnant zur See, del U-755. Su principal responsabilidad sería la dotación de guardia en cubierta, así como las armas antiaéreas y el cañón 8.8. También supervisaría la dotación de la sala de radio. A Hubert le cayó bien enseguida.
    —Por aquí señores, mantengan la cabeza baja y síganme —dijo el primer oficial Blischke.
   Todos bajaron la escalerilla, agachándose para pasar a través de las escotillas estancas del centro de mando. Cruzaron otra puerta y penetraron en la nave.
   Paredes metálicas y cables que se extendían por el suelo como infinitas serpientes. Varios sopletes despedían cascadas de chispas en las manos de un grupo de operarios, dando al interior del sumergible el aspecto de un mundo fantástico de luces y sombras. Pasaron una puerta estanca entrando en un corredor iluminado por lámparas de luz tenue.
   Varios Mechanikerobergefreiter, entre los que se encontraban Josef Bauriedl y Fritz Bögner, siguieron a varios peritos y al Fähnrich Zur See Bernhard Adeneuer al interior del sumergible. Se encargarían en los próximos días de terminar el montaje y puesta a punto de las cámaras de torpedos.
 Allí conocieron al Stabsobermachinist Helmut Pempe, al Obergefreiter Walter Klima, al Matrosengefreiter Ernst Oertl, y al Leutnant Dietrich Krebs, veteranos reasignados desde otros buques para reforzar la dotación. Un oficial llevó a los Oberfunkmaat Hubert Sasse, Helmut Kollwitz y Werner Eichler hasta la sala de radio, un espacio pequeño y gris, más parecido a la celda de una cárcel que a otra cosa. Entraron en aquella estrecha sala, de techo bajo y atestada de instrumentos. En la penumbra poblada de sombras, varios técnicos se afanaban frente a extraños aparatos que Sasse no había visto nunca. El marino oyó el siseo y el crepitar entrecortado de las comunicaciones de prueba de radio. Débiles fragmentos de palabras que no acertaba a discernir. Hubert y Werner escuchaban atentamente las indicaciones del ingeniero de radio, quedando maravillados ante la visión que se abría ante ellos.     Las reducidas salas de radio de los pequeños sumergibles de adiestramiento Tipo II como el U-5, no se podían comparar con aquello. Pasaron el día embelesados con todos los adelantos de que dispondrían. La sonrisa no parecía tener intención de desaparecer de su rostro. Intentaron absorber la máxima cantidad de conocimientos posible, mientras escuchaban las explicaciones de los técnicos. Diez días después, antes de lo previsto, el U-755 estaba preparado para la partida hacia Kiel.


IV


26 de septiembre de1941

Los minimalistas pigmentos del otoño saludaban al nuevo día como una delicada lira, meciendo sus colores sobre la superficie del puerto. La dotación del U-755 abandonó la Residencia de Submarinistas con las primeras luces del amanecer del 26 de septiembre, tras un café rápido y unas tostadas con mantequilla, casi sin tostar. Todo eran prisas en aquella mañana fría de otoño en que partían hacia Kiel.
  La niebla correteaba por el puerto, difuminando las líneas y contornos de los barcos atracados, y a pesar de las prisas, los jóvenes no pudieron resistirse a observar una vez más aquel paisaje. El muelle parecía estar sumergido en una espesa neblina. Dándole el aspecto del lugar ideal para esconderse, o para olvidarse del mundo; el lugar propicio para encubrir las culpas.
   Los hombres llegaron al malecón donde les esperaba el U-755. Uno tras otro, los cuarenta y nueve tripulantes de la nave subieron arrastrando sus sacos hasta la cubierta del buque. En Kiel el sumergible tendría que superar dos fases de diferentes pruebas antes de que fuera considerado apto para ser destinado al frente.
   —Nuestra nave —dijo Wálter Göing.
  El comandante, allí de pié, observaba la torre desde proa, mientras los oficiales se introducían por la escotilla de un salto; casi sin tocar la escalerilla. Cuando un hombre llegaba abajo se preparaba a recibir su petate que bajaba volando desde arriba. Unos minutos después la nave estaba lista para zarpar mientras parte de la marinería acomodaba los víveres frescos, que debían ser consumidos los primeros días. Del techo de la cámara de torpedos colgaban grandes bolsas de provisiones que obligaban al personal a inclinar la cabeza al pasar por allí. Parte de las provisiones se llevaron a la cocina, que aún no había sido ordenada.
   Hubert, se dirigió a iniciar su turno en la sala de radio, mientras por el interior del buque se daban un sinfín de órdenes. Un suave ronroneo se adueñó de las tripas de la nave, indicando la puesta en marcha de uno de los motores diésel. La máquina comenzó a impulsar al sumergible, mientras los primeros balanceos dieron a entender que se estaban separando del malecón del puerto, al tiempo que el primer oficial Blischke tocaba su silbato para soltar amarras.
  Avanzaban trabajosamente hacia adelante, metro a metro. Las amarras de proa y de popa fueron aflojadas por los soldados del malecón, mientras desde el U-Boot los hombres de cubierta las recogían con rapidez. Durante las difíciles maniobras iniciales el comandante daba las órdenes para las máquinas y el timón con el cuerpo peligrosamente asomado sobre la barandilla del puente, lo cual le permitía ver toda la extensión de la nave, desde proa hasta popa.
   El U-755 estaba por fin en el centro del puerto enfilando su pesado y afilado cuerpo hacia mar abierto. Tres pequeños barcos de avanzada les acompañaron hasta la bocana de salida. Ante ellos se encontraba la deshabitada isla de Mellum, al sureste de Wangerooge. Pronto vieron pasar la isla a babor de la nave.
   Tras 17 millas de navegación apareció Scharhörn, un gran islote también deshabitado, junto a la desembocadura del río Elba, a unos 15 kilómetros al noroeste de Cuxhaven. El islote se encontraba en un gran banco de arena junto a la isla artificial de Nigehörn.                Aunque pasar cerca de Scharhörn era generalmente seguro, la isla se enfrentaba en la época de lluvias a la pérdida permanente de tierra en el lado oeste debido a las inundaciones producidas en el río Elba, las cuáles cambiaban gradualmente el banco de arena hacia el este. El U-755 comenzó a dejar la isla a babor, mientras a estribor se divisaban las costas de Sahlemburgo. Más adelante se divisaba el Fuerte Kugelbake, la fortaleza naval de Cuxhaven, en el último fragmento de tierra en la desembocadura del Elba. El sumergible viajaría hasta Kiel a través del “Kaiser Wilhelm Kanal”. El Canal de Kiel era un largo río artificial de 98 kilómetros de longitud con una anchura de 45 metros y una profundidad de 14 que comunicaba el Mar Báltico, en Kiel Holtenau, con el Mar del Norte, en Brunsbüttel, atravesando el estado federado de Schleswig Holstein.
Ante la nave aparecieron las compuertas del canal, en
Brunsbüttel, cuando el oficial de guardia Heinz Blischke corrigió el goniómetro. Después colocó el aparato en su lugar, y se inclinó sobre él para tomar los datos.
  El oficial observó con atención, leyó los valores y los dio a conocer abajo.
   —La última marcación de tierra, Señor —dijo además.
   —¡Guardia de mar, arriba! —ordenó Göing.
  Inmediatamente dos oficiales de cubierta subieron al puente junto a él, colocándose en sus puestos de observación. Aunque el sumergible se desplazara a baja velocidad, no se podía cometer ningún error en el rumbo, lo que les podría llevar a embarrancar en algún banco de arena de las orillas. La mayoría de la tripulación conocía la historia del U-57 al mando de Erich Topp. Al sobrepasar las exclusas allí mismo, el día 25 de octubre del año anterior, el sumergible fue embestido por el buque noruego Rona, que lo envió al fondo en menos de un minuto. La mayoría de los hombres consiguieron escapar, saltando a la cubierta del buque noruego desde la misma torreta del sumergible. Seis hombres murieron, sobreviviendo diecinueve.
  Ya habían atravesado la compuerta del canal cuando Wálter Göing dio la orden.
   —¡Siete nudos a las doce!
  —¡Siete  nudos,  señor! —contestó  el jefe de máquinas Günter Semmler, colocando el telégrafo de la sala central en posición.
  Entonces sopló por el tubo acústico que comunicaba con la sala de motores, esperando contestación.
  —¡Siete nudos, avante toda! —ordenó al oír la voz del mecánico jefe. Despacio y con suavidad el mecánico soltó el
seguro y fue bajando la palanca de aceleración del motor de babor de 1.400 cv, subiendo las revoluciones hasta cerca de las 180 rpm. Impulsado por su motores diésel el U-755 enfiló su proa hacia el interior del canal de Kiel. Los hombres a bordo tenían la impresión de que el submarino no flotaba sobre el agua sino que planeaba sobre ella con suavidad.
   El rumor que se escuchaba en el interior del submarino no tenía nada que ver con el traqueteo de los pequeños sumergibles de adiestramiento. El acabado en el interior de aquella nave era sublime. Todo estaba calculado para aprovechar cualquier rincón, y el más mínimo recodo era ocupado por algún saco de provisiones.
   A las 11:00, Hubert acababa su guardia por lo que decidió subir un momento al puente. No había visto la luz del día desde que zarparon de Wilhelmshaven. El segundo oficial Christians Rudolf acababa de empezar su guardia en cubierta. Los cuatro serviolas vigilaban las orillas del canal con atención.
   Tras una travesía de tres horas sin incidentes, salvo alguna gran barcaza que esperaba peligrosamente al último momento para apartarse del curso del sumergible, el U-755 llegaba dócilmente hasta las compuertas de la exclusa de Kiel Holtenauer, en el Mar Báltico. A babor, pequeñas barcas de pesca se amontonaban ordenadas boca abajo en la orilla del canal, semejando pequeñas ballenas varadas en una playa.
   Kiel era la capital del estado federal alemán de Schleswig Holstein, el más septentrional de Alemania. Se encontraba a orillas del Mar Báltico y era una de las principales bases navales alemanas desde la década de 1860. Gracias a las características de su emplazamiento en un fiordo sin mareas, desarrollaba una actividad industrial que, además de la pesca, se centraba en los astilleros y el mantenimiento de los buques. Pero el reconocimiento a la ciudad llegó desde que se celebraron allí las olimpiadas de vela de 1936.

  El sumergible comenzó a navegar en aguas del Báltico, internándose en la bahía de Kiel. Parte de la tripulación formaba en la cubierta, detrás de la torre. Eran casi todos jóvenes. La mayoría entre los dieciocho y veinte años. Sólamente los sargentos y suboficiales eran un poco mayores, apenas unos años más.


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