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7
de abril de 1941
I
El
pálido Sol intentaba disipar el frío de la mañana y la bruma
húmeda que ascendía sobre la superficie del mar. Pequeños grupos
de gaviotas planeaban con suavidad sobre la bahía de Lübeck, en el
Mar Báltico. En la margen derecha de la bahía y acariciado por el
mar se encontraba el pequeño pueblo de pescadores de Neustadt in
Holstein.
Amarrados
al puerto, rechonchos pesqueros a vela se mecían con suavidad.
Largos y estilizados botes de remos cruzaban la bahía velozmente,
empujados por un gran número de remeros que braceaban al mismo
compás, guiados por un timonel tumbado a proa. Los vistosos colores
de las embarcaciones contrastaban con el fondo gris de aquel
imaginario cuadro. Gran cantidad de navíos de guerra permanecían
atracados en la bahía, abarloados los unos a los otros y rompiendo
la belleza de aquel paisaje.
El
alto campanario de la iglesia de la comunidad recortaba la silueta
del horizonte con su rojizo enladrillado, contrastando con el verde
azulado de su esbelta y puntiaguda cubierta
octogonal, elevándose en el cielo.
Hubert
observaba la belleza de aquel paraje desde la cubierta del buque de
transporte de tropas que les traía desde Gotenhafen. Los
acontecimientos de los últimos meses le habían superado. Su vida
había cambiado radicalmente. El joven que apenas había salido de su
pequeña aldea, aquel que no había visto nunca el mar, había
recorrido en pocos meses miles de kilómetros. Ahora su destino
le llevaba a aquella recóndita base donde se pondrían a prueba
sus conocimientos.
Neustadt
era una ciudad del distrito de Ostholstein, en Schleswig-Holstein,
Alemania. Estaba situada a 30 km al noroeste de Lübeck y a 50
kilómetros al sureste de Kiel. La Kriegsmarine había elegido
aquella resguardada bahía como base temporal de la 2ª
Unterseeboots-Ausbildungsabteilung.
La Segunda Sección de Instrucción Submarina había sido creada
hacía tres meses al mando del capitán de fragata Friedrich
Kastenbauer. Allí los marinos realizarían seis meses de
adiestramiento conjunto. Los submarinistas procedentes de diferentes
especialidades se ejercitarían juntos, formando parte por primera
vez de la dotación de un U-Boot de adiestramiento.
Hubert
Sasse había recibido en Gotenhafen la capacitación para sargento 1º
de transmisiones, mientras Josef Bauriedl lo había hecho para cabo
1º mecánico de torpedos. La duración de su entrenamiento
dependería de la valoración de los examinadores.
Todos
fueron desembarcados y acomodados en grandes edificios cercanos al
puerto, donde se había preparado la residencia de submarinistas de
modo provisional. Tras deshacer su equipaje, todos los hombres
formaron en un gran patio
trasero a los almacenes del puerto. Allí se fue llamando por su
nombre a cada marino que formaría parte de una dotación de U-Boot.
Cuando cada cadete escuchaba su nombre, pasaba a un comedor con
grandes y largas mesas.
Hubert
prestaba atención, hasta que resonó en el patio su nombre.
Seguidamente un comodoro le indicó una mesa e hizo un gesto con la
mano para que se apresurara a entrar. Tomó asiento junto a otros
jóvenes en una de aquellas largas mesas, mientras intentaba calmar
su nerviosismo. Tras largos minutos y una interminable lista de
nombres vio entrar a Josef Bauriedl. Ante el asombro de Hubert, Josef
se dirigió hacia su misma mesa sonriendo. Pasó tras él, y dándole
un pequeño golpe en la espalda a modo de saludo, se sentó a su
lado.
—¡¡No
puedo creer que vayamos a formar parte de la misma dotación!! —dijo
Sasse.
—¡Pues
eso parece amigo, eso parece! —contestó Bauriedl sonriente.
Las
sillas de aquella mesa siguieron siendo ocupadas, mientras se
sucedían los nombres en el patio. Tras más de media hora, cesaron
los nombres en el exterior y varios oficiales cerraron las puertas
tras ellos. Se hizo el silencio en el gran comedor hasta que apareció
un grupo de oficiales que tomaron asiento en una pequeña mesa
ligeramente apartada de las demás. Los jóvenes observaron a uno de
los oficiales levantarse para ir al centro del salón.
—¡Buenos
días caballeros! —dijo —. Como ya sabrán, como ya podrán
imaginar, nuestro Fürer espera mucho de todos ustedes.
Deberán estar dispuestos a dar su vida por la patria. Muchos hombres
valerosos de la Kriegsmarine han partido
para
no volver. La lucha es desigual y nuestro enemigo no desfallece, como
tampoco lo haremos nosotros. Nuestro pueblo espera el máximo
sacrificio de todos nosotros.
Tras
una pausa, mientras paseaba la vista por las mesas, continuó:
—Los
próximos meses pondremos a prueba su valía, y su
determinación. Pondremos a prueba los conocimientos que han
adquirido en Gotenhafen y analizaremos y evaluaremos su capacidad
para la entrada en combate. No podemos prescindir de ninguno de
ustedes, pero a la más mínima duda sobre su temple serán
inmediatamente relegados a otra rama militar. Estoy totalmente seguro
de que lo darán todo por la causa...
—¿
Quién es? —susurró Sasse al soldado que tenía a su lado.
—Es
el capitan de fragata Kastenbauer, el comandante de la 2ª
Unterseeboot —susurró también el soldado.
—¿Y
tú? —volvió a preguntar Sasse, por lo bajo.
—¡Werner
Duwe! —contestó el joven, sonriente.
—¡Hubert
Sasse! —obtuvo en contrapartida.
Los
meses siguientes toda la recién formada dotación recibiría un
completo entrenamiento en un U-Boot Tipo II. Además cada
hombre recibiría exhaustivas clases de perfeccionamiento en su
especialidad.
Los
pequeños U-Tipo II, desplazaban en inmersión 414 toneladas,
tenían 42,70 metros de eslora y la profundidad de colapso se
estimaba en 150 metros, por lo que no se solían sobrepasar los 80
metros de profundidad en inmersión. Estaban limitados por su pequeño
tamaño y la carga restringida de torpedos, sin embargo, eran muy
maniobrables y
tenían una rápida velocidad de inmersión, lo que les convertía en
la perfecta herramienta para las flotillas de entrenamiento.
En aquellos submarinos se respiraba una atmósfera cargada de mal olor
que procedía de todas partes, de las sentinas, del aceite de las
cocinas, de los motores. Incluso los olores corporales de alrededor
de cincuenta hombres, eran capaces de enrarecer la atmósfera en
aquellos sumergibles.
La
camaradería entre los muchachos creció y se fué afirmando la
confianza y amistad entre ellos. Hubert y Josef fueron conociendo a
Werner Duwe, August Giltrop, Herman Rakow, Willi Krips, Werner
Eichler y al flaco Fritz Bögner. Estaban además Egon Westphall, y
Helmut Kollwitz, entre muchos otros.
Hubert
recibió clases de idiomas. Debía entender a la perfección los
mensajes que delataran los movimientos de las naves enemigas. Dichos
contactos podían permitir guiar a otros submarinos al combate.
También era de suma importancia detectar la posición de buques
enemigos. Se encargaría además de enviar y recibir informes
meteorológicos e informes requeridos por el cuartel general.
Durante
el segundo mes de prácticas se produjo lo que todos los muchachos se
temían, lo que tarde o temprano sabían que llegaría. Habían
salido temprano para las primeras prácticas en inmersión en el U-5.
Aquel viejo Tipo II renqueaba mientras se arrastraba fuera de
la bahía de Neustadt, hacia alta mar. Pero cuando apenas habían
avanzado unas pocas millas el comandante de la nave, el joven alférez
de navío Friedrich Wilhelm Bothe, de apenas 22 años, mandó
detener la
nave.
—¡Gente
abajo! ¡Inmersión!
Los
cuatro serviolas abandonaron el puente, desapareciendo por la
escotilla. Se miraron unos a otros sin saber que ocurría, pues
suponían que las prácticas se realizarían en alta mar. La
inmersión comenzó con suavidad mientras el indicador del manómetro
indicó los catorce metros.
Tras
el paso del tiempo el silencio se apoderó de la nave, mientras se
escuchaban leves crujidos en el exterior del sumergible.
—¡Diecinueve
metros, Señor! —comunicó el ingeniero jefe.
—¡Seguimos!—ordenó
Bothe.
Otra
vez se escuchó el ruido en el exterior, mezclado con otros más
graves. Aquel viejo sumergible sonaba como cuando un destartalado
tranvía tomaba las curvas.
—¡Veintidós
metros! —se comunicó nuevamente. El silencio era tal que se
podían oír los latidos de los corazones, mezclados con las
respiraciones y el rumor de los motores eléctricos de la nave. De
pronto un ensordecedor ruido fue acompañado de un fuerte movimiento.
El sargento 1º August Giltrop fue lanzado al suelo, acompañado por
un par de marineros más.
—¡Fondo,
Señor! —volvió a comunicar el ingeniero jefe.
El
submarino había golpeado con la proa el fondo de la bahía, mientras
se posaba en él con suavidad.
El
comandante ordenó rebajar la luz en todo el barco.
—¡Caballeros!
—dijo Bothe—. Les podría hablar de la historia de la Gran
Alemania, de nuestros grandes héroes y
reyes.
De las sangrientas luchas que han sido necesarias a través del
tiempo para conseguir su grandeza. Pero, sin embargo prefiero algo
más cercano, conocerles.
Se
trincaron varias mesas estrechas en el centro del pasillo. Mientras
tanto en la pequeña cocina, el cocinero preparaba café, montones de
tazas de café. Cuando las tazas estaban listas, los rancheros las
recogían en la cocina y, pasando entre la gente, las repartían por
todo el sumergible. Para hacer más difícil la maniobra llevaban en
la otra mano diminutos vasos metálicos que contenían un pequeño
trago de Goldwasser,
un fuerte aguardiente que se producía desde el año 1598 en la
comarca de Dánzig.
Los
muchachos no lo podían creer, estaban a una impresionante
profundidad, posados en el fondo de la bahía, y a aquel hombre no se
le había ocurrido nada mejor que querer conversar. Llevaban tiempo
con él. Les conocía a casi todos por el nombre, pero al parecer
para aquel oficial no era suficiente. Bothe había recibido la Cruz
de Hierro de segunda clase el año anterior, y era natural de
Diemeringen, en Alsacia.
Delgado
y de facciones finas, con una mirada noble. Observaba a sus hombres
con aquellos hermosos ojos azules, que denotaban serenidad y una gran
inteligencia.
De
repente, el nerviosismo que se reflejaba en los rostros de algunos
desapareció, como si de un embrujo se tratara. Los hombres tomaron
asiento como pudieron y disfrutaron entre bromas y risas de
aquel momento. Sasse y Duwe escuchaban a Baurietl mientras éste
cantaba. Les sacaba una cabeza de altura a casi todos los presentes y
en aquel cascarón eso era un problema. En el poco tiempo de
prácticas que llevaban en
aquellas naves ya había golpeado en casi todos lados con su
cabezota. Por suerte su densa cabellera amortiguaba considerablemente
los golpes.
La
canción que comenzó Josef pronto se propagó a todo el sumergible,
mientras los hombres brindaban y comían pequeños dulces enrollados
en papel de seda.
..."Petroleros
en el oeste
Y
en el Atlántico Norte
Se
encuentra el silencio de los mares
En
una noche tranquila en la hora más oscura
La
Kriegsmarine aparece
Por
encima de la superficie parece tranquilo y calmado
En
el fondo se esconde la manada de lobos
A
su propia costa llegó la guerra mundial"...
Pasado
el tiempo reglamentario en inmersión, que dependía de la duración
de las baterías de los motores eléctricos, el U-5 volvió a
la superficie. Los hombres abrieron la escotilla y un inmaculado y
fresco aire de mar entró por fin, limpiando el fuerte olor que
dominaba el interior del sumergible. El comandante y la guardia
salieron al exterior. Bothe respiró hondo, llenando sus pulmones del
aire salado.
—Esto
es lo más parecido a un viaje de placer en medio de la guerra que
verán estos chicos, ¡Más no se puede pedir! —dijo Bothe.
Mientras
volvían a puerto los hombres observaban a aquel oficial
que había convertido un momento de tensión en algo cotidiano,
consiguiendo desdibujar la seriedad del momento y transformándola en
normalidad. Él sabía que, con casi total seguridad, muchos de
aquellos jóvenes no volverían a ver a sus familias.
II
23
de agosto de 1941
Sobre
una de las gradas del astillero de Wilhlemshaven, un U-Boot
esperaba a ser botado junto a varios de sus compañeros. La antaño
esquelética y herrumbrosa nave que meses atrás portaba el número
de obra 138, era ahora un bello monstruo marino que esperaba
pacientemente a ser lanzado al mar, mientras recibía impasible su
nuevo nombre, U-755.
A
lo lejos se escuchaban los sonidos propios de un puerto. En los
andenes de descarga, algunas vagonetas tiradas por operarios iban y
venían. Los trabajadores del astillero se movían apresuradamente,
enfundados en gruesos pantalones de cuero, con los martillos a los
costados, esperando la orden para separar los puntales laterales que
mantenían la verticalidad del sumergible y después picar las
retenidas dejando el
barco libre para que se deslizase con su cuna móvil
sobre su cama fija.
La
nave mostraba sus primeros reflejos con la tenue luz de la
nublada mañana. El brillo de su fuselaje recién pintado de gris,
mostraba la perfección de sus líneas, con su inerte cuerpo
hidrodinámico dispuesto a entrar en el mar. Varios operarios se
disponían en sus puestos sobre su cubierta de proa, resbaladiza a
causa del rocío. En el malecón que daba al puerto se había juntado
una gran cantidad de personas: operarios ataviados con monos sucios y
grasientos, varios marineros, y un pequeño número de oficiales de
las flotillas. Entre dichos oficiales se encontraba el alférez de
navío Wálter Göing, que pronto tomaría el mando de la nave.
Göing
llevaba el cabello muy corto, y su rostro, dominado por aquellos
ojos azules, mostraba nobleza. El joven vestía de gala, con su gorra
de plato. Estaba muy elegante, luciendo su chaqueta de lana azul
oscuro con su emblema de la Kriegsmarine en hilo de oro. El
cuello abierto con solapas y las dos hileras de cinco botones
dorados. Llevaba además su daga, de cuya empuñadura colgaba un
cordón trenzado de plata, del cual pendía una filigrana en forma de
bellota.
Aquella
espada había sido un regalo de su padre cuando comenzó los cursos
para Oberleutnant zur See,
en el año 34. Nacido allí mismo, en Wilhlemshaven, el 2 de agosto
de 1914, tenía apenas 27 años. Había pasado su niñez en el
pequeño astillero, que en aquella época estaba situado en una
playa, donde los carpinteros de ribera construían aquellas preciosas
goletas y bergantines. De adolescente llegó a interesarse por la
ingeniería naval, hasta que un día vio entrar en el puerto uno de
aquellos pequeños sumergibles de la Primera Gran Guerra. Desde
entonces, el sueño de comandar una de aquellas naves fue la luz que
guió su vida. Insultantemente joven, era desafiante y estaba
preparado para comerse el mundo.
Aquel joven no estaba dispuesto a andar por la vida con la cabeza
gacha.
Göing
había comenzado su carrera en febrero de 1941 como primer oficial
del U-38, su primer destino, pero su estancia allí duró poco
tiempo. Los primeros días de agosto era llamado para tomar posesión
del U-755.
Tras
las grandes grúas de celosía del astillero asomaba apenas el Sol
cuando, a la orden de las autoridades, el buque fue descalzado a
golpes de martillo. Hombres con palancas ayudaron al gran pez de
acero a deslizarse. Toda la estructura sobre la que se asentaba el
U-755 se conmovió, mientras el sumergible seguía su lenta
carrera hacia las negras aguas del puerto. El U-Boot entró en
el agua por su popa, que empezaba a hundirse, produciendo altas y
blancas estelas de espuma. Pronto la popa desapareció bajo las
oscuras aguas del puerto. Al fin, la velocidad de deslizamiento del
gran sumergible se volvió endiablada y con un gran estrépito, la
bestia entro en el agua, produciendo grandes columnas de vapor que
dieron la impresión de que el agua alrededor del gran pez estuviera
hirviendo. Inmediatamente su popa volvió a emerger con fuerza,
produciendo una gran nube burbujeante.
Tras
varios cabeceos que obligaron a los operarios de la cubierta del
sumergible a sujetarse para no ser despedidos, la gran máquina de
guerra se detuvo quedando en calma.
Los
aplausos de los presentes rompieron la magia del momento mientras
algunos oficiales felicitaban a las autoridades. El alférez
Wálter Göing sonreía. No podía disimular su emoción al pensar en
futuros tiempos de gloria, al mando de semejante prodigio de la
ingeniería naval. Le esperaban varios meses de puesta a punto de la
nave en la que él
participaría codo con codo con los técnicos que acabarían de
acondicionar los sistemas interiores. Con esta práctica habitual se
conseguía que el comandante conociera a la perfección cada rincón
de su nave.
Mientras
se preparaba la botadura del siguiente sumergible, pequeños
remolcadores se acercaron suavemente al costado del U-755 para
comenzar a acercarlo al muelle. La línea de agua oscura que se
extendía entre el acero gris del sumergible y la pared manchada de
aceite del muelle se hacía cada vez más estrecha. Allá, sobre el
malecón, la gente comenzó a acercarse para ver mejor. El agua que
rodeaba a la nave era casi negra, mezclada con grandes siluetas de
aceite quemado, y tan espesa como él. Tras colocar una pasarela
subieron varias autoridades. Entre los presentes lo hizo Wálter
Göing, que impresionado, comentaba su primera impresión con otro
oficial.
—¡Apenas
se mueve! —comentó—. Su gran envergadura mejora su
estabilidad.
Algunos
oficiales invitaron a Göing a entrar en la nave. No se lo pensó dos
veces.
—¡Tienes
el mismo brillo en los ojos de mi hijo cuando le llevo un
nuevo juguete! —dijo el oficial que le acompañaba. A lo que Wálter
no pudo evitar sonreír.
III
11
de septiembre de 1941
La
niebla correteaba por todo el valle. El tren entraba resoplando en la
estación del Norte, en Wilhelmshaven. Cientos de viajeros presurosos
corrían de un lado a otro buscando el tren que debía llevarles
a su destino. Otros intentaban comprar un boleto en alguna de las
muchas ventanillas que estaban dispuestas alrededor de un
edificio circular que dominaba el interior de la estación.
Hubert
Sasse y los demás observaban desde las ventanillas del vagón, a lo
lejos, la base naval junto al puerto. El Sol comenzaba a salir
acariciando con sus primeros rayos sobre la superficie del mar,
dándole el aspecto sólido de un cristal. Parecía completamente
llano, como si se pudiera andar sobre él sin hundirse.
Hubert
y August Hiltrop habían aprovechado el viaje desde Neustadt para
escribir a sus familias. Sasse añoraba a los suyos y no veía el
momento de aprovechar un largo permiso para ver a la familia. En la
estación, todas las dotaciones que llegaban a Wilhelmshaven fueron
acomodados en lujosos omnibuses. Los muchachos subieron a un precioso
Mercedes-Benz O 3200, mientras una pequeña banda de la Kriegsmarine
tocaba cualquier canción. El equipaje de los marinos fue acomodado
en la parte trasera del vehículo.
De repente, como los mágicos momentos que acaecen sin esperarlo,
sonó aquella canción, un tanto olvidada pero que en el fondo todos
reconocían en la distancia y en el tiempo. Aquella música sonaba y
de algún modo muy especial, algunos de los muchachos tuvieron la
extraña sensación de que aquella melodía les recordaba a sus
casas. Se extrañaron de casi, haberla olvidado. ¿Tanto tiempo hacia
que habían salido de sus hogares, para haber olvidado aquella
canción?.
Se quedaron absortos mientras el omnibús abandonaba la estación,
observando a la banda tocar, y a la gente que iba y venía en aquel
gran espacio.
Hubert
se fijaba sobre todo, en la gente de distintas edades y
nacionalidades que poblaban aquella recóndita parada. Fue
observándolos uno a uno, casi intentando adivinar lo que sus rostros
expresaban. Por un instante intentó entender lo que decían sin
ningún éxito, sin poder descubrir lo que aquellas miradas
desprendían. De aquel modo, pensativos, llegaron a su remoto
destino, apeándose y cargando con sus pesados sacos.
En
la zona portuaria, el paisaje estaba dominado por los cráteres y los
esparcidos restos del último bombardeo que yacían entre el caos de
calles levantadas. Al fin el gran omnibús no pudo avanzar más. Los
últimos trescientos metros hasta lo edificios del puerto los
hicieron a pie.
Fritz
Bögner, el delgado mecánico de torpedos, llevaba el equipaje
sobre el cuello. Caminaba encorvado, vencido por el peso de su saco,
con la mirada pegada a la calle. Hubert observó a aquellos hombres
caminando en una casi interminable hilera que se desdibujaba al final
de la calle. Aquellas figuras, caminando una tras otra entre las
ruinas de los
locales y los bares que antes llenaban el lugar, semejaban reos que
avanzaban pesadamente hacia su final.
Los
hombres fueron acomodados en la Residencia de Submarinistas, en
grandes edificios de adobe, cerca del puerto. El color rojo del
enladrillado de la fachada contrastaba con el blanco intenso de la
primera nevada, producida hacía unos días. Un poco pronto para la
época en que estaban. En la parte delantera del edificio llamaban la
atención redondas ventanas vidriadas. Parecían rosetones u ojos de
buey, como los que se solían ver en cualquier iglesia.
Hubert
y los demás se pararon un instante en la entrada de su alojamiento,
donde un pequeño cartel de madera primorosamente tallado dejaba
leer: U-755. Cada uno acomodó su equipaje junto a varias
literas mientras algunos observaban el puerto desde las redondas
ventanas. El paisaje estaba protagonizado por grandes acorazados,
junto a los cuales se podían ver varios sumergibles abarloados entre
sí, meciéndose al compás de las olas.
Al
día siguiente los marinos desayunaron en un pequeño comedor que se
usaba por turnos entre todas las dotaciones. Josef Bauriedl y August
Giltrop se sentaron junto a Sasse y Duwe, a los que ofrecieron una
caliente taza de café con canela. Aunque los cocineros servían lo
que continuamente salía de la cocina, August cortó varias rebanadas
de un hogaza de pan casero que había venido con el último paquete
que le enviaron sus padres a Neustadt. Los jóvenes se sirvieron
mermelada de ciruela que se encontraba repartida por las mesas en
rechonchas tazas de barro.
Aquella
fría mañana los marinos conocieron a su comandante. Wálter
Göing llegó ataviado con la ropa de faena
y se presentó a los muchachos. Les llevaba pocos años a la mayoría,
sin embargo, mientras conversaba con ellos, y aunque ofrecía una
imagen de severidad, mostró ser muy educado.
Aquel
rubio alférez de navío llevaba una chaqueta de trabajo de un tono
gris con solapas y bolsillos. Aquellas prendas se confeccionaban en
lana, y Göing, a pesar del frío de la mañana, la llevaba
arremangada. Los hombres cruzaron la zona de evacuación del puerto,
destinada al transporte terrestre, donde por el centro atravesaban
unas pequeñas vías de acceso que comunicaban el muelle con los
almacenes. Aquellas vías servían para la carga y descarga de
mercancías de distintos tipos, especialmente de los pesqueros,
aunque entonces se utilizaban para el transporte de las provisiones
de los buques allí atracados.
Pronto
se apareció ante ellos lo que les pareció, la nave más
impresionante que habían visto nunca. El U-755 se mecía con
suavidad amarrado al malecón, mientras junto a él un pequeño
enjambre de operarios se afanaban en sus labores. Había hombres que,
cargados con soldadores y herramientas, desaparecían por la
escotilla de la torre. Por el mismo punto aparecían otros que salían
de la nave cargados con cables mientras entrecerraban los ojos para
protegerse del Sol que comenzaba a asomar a lo lejos, en el
horizonte. El cielo se presentaba como un lejano incendio
amarillento, mientras las nubes parecían vestirse de azufre.
Una
modesta pasarela de madera servía de paso entre el sumergible y el
malecón. Entonces, sin esperarlo, la cubierta se conmovió y un
sordo gorgoteo aumentó de intensidad, acabando por convertir su
ritmo en un monótono rumor; en el
interior de la nave los motores diésel entraron en funcionamiento.
A popa del U-Boot, el mar hervía, lo que le daba al agua el
aspecto de una burbujeante superficie blancoverdosa, contrastando con
el tono sucio y gris del agua del puerto.
Los
hombres seguían allí, como hipnotizados. Nadie hablaba, mientras
observaban desde el muelle aquel prodigio de la técnica que sería
su casa desde aquel día en adelante, pues para ello se habían
preparado. Durante las próximas dos semanas la tripulación
participaría en las últimas fases de la construcción y puesta a
punto de la nave. De este modo conocerían casi cada pieza que
formaba parte del interior del sumergible.
—¡Síganme
señores! —ordenó Göing—. Cada uno ya sabe su cometido.
Los
hombres cruzaron por la pasarela, pisando por primera vez la
cubierta de aquel mastodonte. En aquel momento, del interior del
sumergible apareció Heinz Blischke, que tras los saludos de rigor
se presentó a los hombres. Aquel rubio y sonriente joven había
nacido en Schwiebus, en la baja Silesia. Había comenzado su carrera
en la Kriegsmarine en 1938, con apenas 19 años y sería el
flamante Leutnant zur See,
del U-755. Su principal responsabilidad sería la dotación de
guardia en cubierta, así como las armas antiaéreas y el cañón
8.8. También supervisaría la dotación de la sala de radio. A
Hubert le cayó bien enseguida.
—Por
aquí señores, mantengan la cabeza baja y síganme —dijo el
primer oficial Blischke.
Todos
bajaron la escalerilla, agachándose para pasar a través
de las escotillas estancas del centro de mando. Cruzaron otra puerta
y penetraron en la nave.
Paredes
metálicas y cables que se extendían por el suelo como infinitas
serpientes. Varios sopletes despedían cascadas de chispas en las
manos de un grupo de operarios, dando al interior del sumergible el
aspecto de un mundo fantástico de luces y sombras. Pasaron una
puerta estanca entrando en un corredor iluminado por lámparas de luz
tenue.
Varios
Mechanikerobergefreiter,
entre los que se encontraban Josef Bauriedl y Fritz Bögner,
siguieron a varios peritos y al Fähnrich Zur See Bernhard
Adeneuer al interior del sumergible. Se encargarían en los próximos
días de terminar el montaje y puesta a punto de las cámaras de
torpedos.
Allí
conocieron al Stabsobermachinist Helmut Pempe, al
Obergefreiter Walter Klima, al Matrosengefreiter Ernst
Oertl, y al Leutnant Dietrich Krebs, veteranos reasignados
desde otros buques para reforzar la dotación. Un oficial llevó a
los Oberfunkmaat Hubert Sasse, Helmut Kollwitz y Werner
Eichler hasta la sala de radio, un espacio pequeño y gris, más
parecido a la celda de una cárcel que a otra cosa. Entraron en
aquella estrecha sala, de techo bajo y atestada de instrumentos. En
la penumbra poblada de sombras, varios técnicos se afanaban frente a
extraños aparatos que Sasse no había visto nunca. El marino oyó el
siseo y el crepitar entrecortado de las comunicaciones de prueba de
radio. Débiles fragmentos de palabras que no acertaba a discernir.
Hubert y Werner escuchaban atentamente las indicaciones del ingeniero
de radio, quedando maravillados ante la visión que se abría ante
ellos. Las reducidas salas de radio de los pequeños
sumergibles de adiestramiento Tipo II como el U-5,
no se podían comparar con aquello. Pasaron el día embelesados
con todos los adelantos de que dispondrían. La sonrisa no parecía
tener intención de desaparecer de su rostro. Intentaron absorber la
máxima cantidad de conocimientos posible, mientras escuchaban las
explicaciones de los técnicos. Diez días después, antes de lo
previsto, el U-755 estaba preparado para la partida hacia
Kiel.
IV
26
de septiembre de1941
Los
minimalistas pigmentos del otoño saludaban al nuevo día como una
delicada lira, meciendo sus colores sobre la superficie del puerto.
La dotación del U-755 abandonó la Residencia de
Submarinistas con las primeras luces del amanecer del 26 de
septiembre, tras un café rápido y unas tostadas con mantequilla,
casi sin tostar. Todo eran prisas en aquella mañana fría de otoño
en que partían hacia Kiel.
La
niebla correteaba por el puerto, difuminando las líneas y contornos
de los barcos atracados, y a pesar de las prisas, los jóvenes no
pudieron resistirse a observar una vez más aquel paisaje. El muelle
parecía estar sumergido en una espesa neblina. Dándole el aspecto
del lugar ideal para esconderse, o para olvidarse del mundo; el lugar
propicio para encubrir las culpas.
Los hombres llegaron al malecón donde les esperaba el U-755.
Uno tras otro, los cuarenta y nueve tripulantes de la nave subieron
arrastrando sus sacos hasta la cubierta del buque. En Kiel el
sumergible tendría que superar dos fases de diferentes pruebas antes
de que fuera considerado apto para ser destinado al frente.
—Nuestra
nave —dijo Wálter Göing.
El
comandante, allí de pié, observaba la torre desde proa, mientras
los oficiales se introducían por la escotilla de un salto; casi sin
tocar la escalerilla. Cuando un hombre llegaba abajo se preparaba a
recibir su petate que bajaba volando desde arriba. Unos minutos
después la nave estaba lista para zarpar mientras parte de la
marinería acomodaba los víveres frescos, que debían ser consumidos
los primeros días. Del techo de la cámara de torpedos colgaban
grandes bolsas de provisiones que obligaban al personal a inclinar la
cabeza al pasar por allí. Parte de las provisiones se llevaron a la
cocina, que aún no había sido ordenada.
Hubert,
se dirigió a iniciar su turno en la sala de radio, mientras por el
interior del buque se daban un sinfín de órdenes. Un suave
ronroneo se adueñó de las tripas de la nave, indicando la puesta en
marcha de uno de los motores diésel. La máquina comenzó a impulsar
al sumergible, mientras los primeros balanceos dieron a entender que
se estaban separando del malecón del puerto, al tiempo que el primer
oficial Blischke tocaba su silbato para soltar amarras.
Avanzaban
trabajosamente hacia adelante, metro a metro. Las amarras de proa y
de popa fueron aflojadas por los soldados del malecón, mientras
desde el U-Boot los hombres de cubierta las recogían con
rapidez. Durante las difíciles maniobras
iniciales el comandante daba las órdenes para las máquinas y el
timón con el cuerpo peligrosamente asomado sobre la barandilla del
puente, lo cual le permitía ver toda la extensión de la nave, desde
proa hasta popa.
El
U-755 estaba por fin en el centro del puerto enfilando su
pesado y afilado cuerpo hacia mar abierto. Tres pequeños barcos de
avanzada les acompañaron hasta la bocana de salida. Ante ellos se
encontraba la deshabitada isla de Mellum, al sureste de Wangerooge.
Pronto vieron pasar la isla a babor de la nave.
Tras
17 millas de navegación apareció Scharhörn, un gran islote también
deshabitado, junto a la desembocadura del río Elba, a unos 15
kilómetros al noroeste de Cuxhaven. El islote se encontraba en un
gran banco de arena junto a la isla artificial de Nigehörn. Aunque
pasar cerca de Scharhörn era generalmente seguro, la isla se
enfrentaba en la época de lluvias a la pérdida permanente de tierra
en el lado oeste debido a las inundaciones producidas en el río
Elba, las cuáles cambiaban gradualmente el banco de arena hacia el
este. El U-755 comenzó a dejar la isla a babor, mientras a
estribor se divisaban las costas de Sahlemburgo. Más adelante se
divisaba el Fuerte Kugelbake, la fortaleza naval de Cuxhaven, en el
último fragmento de tierra en la desembocadura del Elba. El
sumergible viajaría hasta Kiel a través del “Kaiser
Wilhelm Kanal”. El Canal de Kiel era un largo río
artificial de 98 kilómetros de longitud con una anchura de 45 metros
y una profundidad de 14 que comunicaba el Mar Báltico, en Kiel
Holtenau, con el Mar del Norte, en Brunsbüttel, atravesando el
estado federado de Schleswig Holstein.
Ante
la nave aparecieron las compuertas del canal, en
Brunsbüttel, cuando el oficial de guardia Heinz Blischke corrigió
el goniómetro. Después colocó el aparato en su lugar, y se inclinó
sobre él para tomar los datos.
El
oficial observó con atención, leyó los valores y los dio a conocer
abajo.
—La
última marcación de tierra, Señor —dijo además.
—¡Guardia
de mar, arriba! —ordenó Göing.
Inmediatamente
dos oficiales de cubierta subieron al puente junto a él, colocándose
en sus puestos de observación. Aunque el sumergible se desplazara a
baja velocidad, no se podía cometer ningún error en el rumbo, lo
que les podría llevar a embarrancar en algún banco de arena de las
orillas. La mayoría de la tripulación conocía la historia del U-57
al mando de Erich Topp. Al sobrepasar las exclusas allí mismo, el
día 25 de octubre del año anterior, el sumergible fue embestido por
el buque noruego Rona, que lo envió al fondo en menos de un minuto.
La mayoría de los hombres consiguieron escapar, saltando a la
cubierta del buque noruego desde la misma torreta del sumergible.
Seis hombres murieron, sobreviviendo diecinueve.
Ya
habían atravesado la compuerta del canal cuando Wálter Göing dio
la orden.
—¡Siete
nudos a las doce!
—¡Siete nudos, señor! —contestó el jefe de máquinas Günter Semmler,
colocando el telégrafo de la sala central en posición.
Entonces
sopló por el tubo acústico que comunicaba con la sala de motores,
esperando contestación.
—¡Siete
nudos, avante toda! —ordenó al oír la voz del mecánico
jefe. Despacio y con suavidad el mecánico soltó el
seguro
y fue bajando la palanca de aceleración del motor de babor de 1.400
cv, subiendo las revoluciones hasta cerca de las 180 rpm. Impulsado
por su motores diésel el U-755 enfiló su proa hacia
el interior del canal de Kiel. Los hombres a bordo tenían la
impresión de que el submarino no flotaba sobre el agua sino que
planeaba sobre ella con suavidad.
El
rumor que se escuchaba en el interior del submarino no tenía nada
que ver con el traqueteo de los pequeños sumergibles de
adiestramiento. El acabado en el interior de aquella nave era
sublime. Todo estaba calculado para aprovechar cualquier rincón, y
el más mínimo recodo era ocupado por algún saco de provisiones.
A
las 11:00, Hubert acababa su guardia por lo que decidió subir un
momento al puente. No había visto la luz del día desde que zarparon
de Wilhelmshaven. El segundo oficial Christians Rudolf acababa de
empezar su guardia en cubierta. Los cuatro serviolas vigilaban las
orillas del canal con atención.
Tras
una travesía de tres horas sin incidentes, salvo alguna gran barcaza
que esperaba peligrosamente al último momento para apartarse del
curso del sumergible, el U-755 llegaba dócilmente hasta las
compuertas de la exclusa de Kiel Holtenauer, en el Mar Báltico. A
babor, pequeñas barcas de pesca se amontonaban ordenadas boca abajo
en la orilla del canal, semejando pequeñas ballenas varadas en una
playa.
Kiel
era la capital del estado federal alemán de Schleswig Holstein, el
más septentrional de Alemania. Se encontraba a orillas del Mar
Báltico y era una de las principales bases navales alemanas desde la
década de 1860. Gracias a las características de su emplazamiento
en un fiordo sin mareas, desarrollaba
una actividad industrial que, además de la pesca, se centraba en los
astilleros y el mantenimiento de los buques. Pero el reconocimiento a
la ciudad llegó desde que se celebraron allí las olimpiadas de vela
de 1936.
El
sumergible comenzó a navegar en aguas del Báltico, internándose en
la bahía de Kiel. Parte de la tripulación formaba en la cubierta,
detrás de la torre. Eran casi todos jóvenes. La mayoría entre los
dieciocho y veinte años. Sólamente los sargentos y suboficiales
eran un poco mayores, apenas unos años más.
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