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sábado, 30 de noviembre de 2013




9
Enero de 1941

I

Un joven corría por la calle principal de Affeln en un vieja bicicleta, sorteando los flecos y pequeños mechones de nieve que quedaban junto a los bordillos de la acera. La vieja Diamant de Hubert tenía casi tantos años como él. Ya no se adivinaba de que color fue en sus orígenes. Aquella bicicleta de paseo tenía un portaequipajes tras el asiento sobre el que él se sentaba cuando de pequeño acompañaba a su madre al pueblo. El pequeño farol delantero ya no funcionaba, al contrario que el timbre, que el joven hacia sonar ruidosamente.
   Era un frío día de finales de enero de 1941 y a juzgar por la sonrisa que cruzaba su rostro y el especial brillo que reflejaba su mirada, saltaba a la vista que Hubert no sentía el frío. Además, cualquiera notada que algo le consumía por dentro, algo que no podría aguantar mucho tiempo sin compartir.
   —¡Eh, muchacho! —gritó el panadero Straus desde la puerta de su tienda—. ¿A donde vas con tanta prisa?,¡Cualquier día de estos te vamos a recoger de dentro de algún sembrado!.
   —¡Buenos días, señor Strauss! —respondió el muchacho mientras se detenía junto al obeso panadero.
  —¡Me voy, Señor Strauss! —dijo—. He sido reclutado en la Kriegsmarine. Ya tengo todos los documentos y en unos días debo presentarme en una base naval, en una ciudad llamada Gotenhafen. Creo que está en Polonia. Me han informado de que allí hay una escuela de Submarinos.
 —¿Submarinos? —preguntó Strauss—. ¿Te marchas a la Unterseebootslehrdivisión?.
  —¡Me voy, tengo que darles la noticia a mis padres! —gritó el muchacho mientras salía disparado en su bicicleta.
  —Otro  que  se  nos  va —comentó el panadero en voz baja, negando con la cabeza mientras volvía al interior de su tienda.           Todos los meses reclutaban a más muchachos jóvenes de las aldeas o del campo para enviarlos al frente.
  Hubert pedaleaba en dirección a Birnbaum, mientras pensaba en la emocionante aventura que le esperaba en un futuro inmediato. Contribuiría a defender a Alemania, como hacían la mayoría de sus amigos de Affeln, como hacía su hermano.
  Ya no quedaba nada de aquel joven que había cogido un buen berrinche cuando se enteró de que Hermann partía al frente, aunque aún conservaba algo de aquella cara aniñada y de mirada cándida. Seguía mirando de modo tierno, como lo hacía de niño.
Hubert Sasse se había convertido en un hombre alto y de formas atléticas. De piel blanca, de rostro alto y estrecho, con fina barbilla y mentón prominente. Su nariz era recta y ligeramente alargada, y acababa en unos labios finos, como en un rictus, dándole una semejanza con los dioses teutones.
   Su frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas, separadas y con una finura que se acababa difuminando. El cabello, lacio y de una tonalidad parecida al oro viejo, lo llevaba corto y peinado con la raya al costado izquierdo. Pero lo mas llamativo eran sus ojos, pequeños, ligeramente rasgados y de un vivo color miel, tono parecido al de sus cabellos. Aunque aquella mirada triste, melancólica, aquella mirada seguía siendo la de aquel niño que jugaba al Kreisel con sus amigos en las adoquinadas calles de su pueblo.
   Siempre había sido un joven poco hablador, más bien, callado; el era de los que preferían escuchar a los demás. Su padre había retrasado todo lo posible su llamamiento a filas, alegando que sin él no podría con la granja, incluso el alcalde había intercedido por él, pero al fin, su nombre aparecía en los carteles de movilización de tropas.
   Su madre pasó toda la noche llorando a causa de su partida. Lo sabía porque él tampoco pudo conciliar el sueño, excitado por la inesperada aventura en que se iba a embarcar. En la oscuridad del hogar podía escuchar sus sollozos y las quedas palabras de consuelo que le dirigía su padre.
   Se levantaron un par de horas antes del amanecer. Theresa sirvió el desayuno sin dejar de llorar; y llorando le entregó un chaquetón de piel forrado de lana que había comprado para él en el colmado. Los rigores del invierno en Polonia eran muy intensos. Luego le abrazó y le besó. Como toda buena madre le suplicó que tuviera mucho cuidado y le aseguró que mantendría constantemente encendido un cirio en el altar de San Lamberto. Su padre estrechó su mano y tras un pausa se
levantó de la silla y le dio un abrazo.
   —Que Dios te proteja, hijo mio —dijo Anton Sasse, mientras le brotaban lágrimas de los ojos.
  Hubert no había visto nunca llorar a su padre. Siempre había creído que los padres no lloraban, o por lo menos, el suyo no lo hacía. Ni siquiera lo había visto llorar el día de la partida de Hermann. Aquella mañana, Hubert no quiso que fueran a la estación a despedirlo.
Agarró el macuto que había sobre la mesa y salió de la granja sin echar la mirada atrás. Caminó a pie hasta Affeln, y de allí tomó el autobús hasta la estación de Neuenrade.


II


Febrero de 1941

El tren avanzaba despacio, lentamente, a punto de detenerse en otra estación. Grandes copos aterciopelados descendían delicadamente hasta el suelo, pareciendo vacilar un instante.
Hubert estaba recostado en su asiento, junto a una gran mochila repleta de ropa y algunos enseres. Su cabeza, apoyada en la pared, mirando por la ventanilla la nieve que caía pausadamente sobre las vías. Parecía como si los copos se quedasen inertes en el aire para, al fin, posarse lentamente en el suelo.
    «Estación de carga de Neuseddin» —leyó en un cartel.
  En aquel momento el tren se detuvo con un suave estrépito, mientras alrededor resonaban los pitidos de las loco-motoras.
   Hubert desvió la vista de la ventanilla y se retrepó en el asiento, mirando a su alrededor. El vagón en el que se encontraba estaba repleto de jóvenes reclutas. Algunos comenzaron a asomar por las ventanillas del coche preguntándose si estarían mucho tiempo parados, pues cada vez lo hacían con mayor frecuencia. Normalmente paraban en pequeñas estaciones donde permanecían unos momentos esperando con impaciencia para después, tras recibir a nuevos reclutas, reanudar el camino.
   Entonces, ante la portezuela del vagón apareció un oficial con cara de pocos amigos, lo que motivó que se hiciera el silencio. Hubert observó a aquel hombre. Se frotaba las manos intentando, en vano, entrar en calor; y maldiciendo por el frío.
   El oficial vestía un abrigo que le llegaba hasta las rodillas. Unos pantalones bombachos claros sobresalían de las botas de caña alta, negras y perfectamente lustradas. Llevaba la cabeza cubierta con una gorra clara de oficial. Los muslos abombados del pantalón se arrugaban ante su firme caminar. Mientras todos le observaban golpeó repetidamente los pies contra el lateral de uno de los asientos para deshacerse de la nieve adherida a sus botas. La nieve quedó en el suelo, mezclada con el barro que cubría el suelo del vagón.
   —Caballeros, los que quieran, pueden bajar a estirar las piernas —dijo—. Esperamos un convoy que viene desde el sur y volveremos a proseguir la marcha.
   Algunos de los jóvenes se decidieron a bajar y Hubert lo hizo tras ellos. La niebla de la mañana no dejaba ver el final del tren, que se desvanecía a lo lejos.
   La estación de Neuseddin era un inmenso complejo formado por un impresionante entramado de vías. Un gran número de operarios se afanaban, enganchando los vagones a grandes locomotoras.            Hubert quedó ensimismado observando aquellas cabezas tractoras que resoplaban sin descanso, tirando penosamente de un sinfín de vagones. Entre aquellas locomotoras llamaron la atención del joven varias BR44, con sus elegantes levantahumos. De su fabricación se encargaba la marca Berliner Maschinenfabriken desde 1926, y eran utilizadas para arrastrar los pesados trenes de carga de material militar por las principales líneas de Alemania, aunque también se usaban para el transporte de pasajeros.
   Grandes penachos de humo negro se elevaban a borbotones hacia el cielo desde las chimeneas de aquellas grandes máquinas. Todo aquel humo se elevaba sobre la estación, impidiendo la entrada de la luz del Sol, dándole un fantasmal aspecto.
 La estación se encontraba situada sobre una gran planicie delimitada por frondosos bosques que no dejaban ver más allá. Pegada a ella se encontraba la pequeña ciudad que le daba nombre.
   Neuseddin había emergido hacia 1915 a orillas del lago Seddiner, en los bosques de Kunersdorfer, como un área residencial para los trabajadores del ferrocarril. Su estación de carga se había convertido en un importante punto neurálgico donde se centralizaban los envíos de armamento y medios humanos desde todo el territorio.
  Inesperadamente, el tren comenzó a avanzar lentamente, con ritmo furioso y entrecortado. Hubert, junto al grupo que había bajado con él, esperaron a que el convoy llegara a su altura para subir a bordo de un salto.
   El joven llegó al asiento que había ocupado anteriormente, donde se encontraba su mochila, comprobando con sorpresa que había sido ocupado por un muchacho, por lo que decidió recoger su petate y cambiarse de sitio.
   —¡No, por favor! —dijo el joven que ocupaba el puesto de Hubert mientras dejaba un sitio para él—. ¿Estabas aquí sentado?.
Sasse respondió afirmativamente mientras recuperaba su antiguo asiento. Entonces apareció ante su rostro una gran mano, mientras el soldado que le había cedido su antiguo asiento se presentaba.
   —¡Hola, soy Josef Bauriedl! —dijo, mientras esbozaba una gran sonrisa.
  —Sasse, Hubert Sasse —obtuvo como respuesta. Entretanto la enorme mano de Baurietl envolvía la suya con fuerza.
  Pronto los dos jóvenes entablaron una conversación mientras el tren tomaba un cambio de raíles para desviarse a la derecha, por lo que dedujeron que no pasarían por Berlín, que se divisaba a su izquierda, difuminándose en la lejanía.
   Hubert observaba a Josef mientras el joven hablaba sin parar y de forma afable. Bauriedl había nacido en Schnaittach y era un muchacho grande y corpulento a pesar de tener tan sólo 18 años. Al lado de cualquiera, Bauriedl parecía un gigante. Se parecía a los forzudos de los circos que viajaban por las pequeñas ciudades. Sobre su ancha espalda se sostenía una gran cabeza cuyo rostro denotaba sin duda, un noble carácter. Aunque, de todas formas, su apariencia no invitaba a meterse con él.
   Josef llevaba el peinado corto y ligeramente ondulado, con la raya en medio. El brillo y el olor de sus negros cabellos no dejaban lugar a dudas. Hubert reconocía el característico olor de Gath & Chaves. Aquella cara colonia se fabricaba en Buenos Aires, y durante los duros años que se estaban viviendo no era nada fácil de encontrar en Alemania. Aquella apreciación, junto al impecable aspecto de Josef le hicieron suponer a Hubert que su interlocutor debía pertenecer a una familia acomodada.

Comenzaba a anochecer, cuando el tren llegó a la estación de Frankfurd Oder, en la frontera con Polonia. Josef dormía mientras Hubert y otros muchachos conversaban. El tren se detuvo para recoger a varios soldados y un grupo de oficiales que se acomodaron en su mismo vagón.
   Una pareja de soldados de la Feldgendarmerie patrullaban entre las vías acompañados de dos perros. Formaban parte de las tropas que guardaban las líneas de comunicación contra los sabotajes. A los jóvenes del tren les llamó la atención su uniforme. Los pantalones grises enfundados en unas altas botas. Sobre la guerrera, al cuello, llevaban su característica y brillante gola metálica suspendida de una cadena. Entonces se oyó un fuerte estruendo. Josef Bauriedl se despertó, bostezando e inquieto.
   —¿Que pasa? —dijo.
  —No lo sé —respondió Hubert al tiempo que bajaba un poco la ventanilla del vagón para intentar ver que ocurría.
 —¡Están enganchando un vagón plataforma delante de la locomotora! —contestó uno de los jóvenes del asiento contiguo. ¡De esa forma hacen estallar las minas que colocan esos malditos partisanos en la vía!.
  Veinte minutos después y tras describir una gran curva hacia la izquierda, el tren se aproximó al puente sobre el río Oder, que delimitaba la frontera con Polonia.


III


Asunción dio otra vuelta más en la cama y alargó el cuello para ver el reloj sobre la mesita de noche. Era media tarde y después de comer se había encontrado un poco fatigada, por lo que decidió retirarse al dormitorio para echarse un rato.
   Se levantó y abrió las cortinas del balcón que daba a la calle. Fuera, el viento soplaba con fuerza, sacudiendo las persianas. El granizo golpeaba los cristales de la ventana, aunque dentro de casa el ambiente era cálido y acogedor. Aquel invierno estaba siendo especialmente frío, y no era la mejor época del año para traer un niño al mundo, aunque eso, ni ella ni Josef lo habían podido elegir.
   Deslizó una mano por su abultado vientre y lo acarició con ilusión. El hecho de enterarse meses atrás de que estaba esperando su primer bebé de Josef la había colmado de felicidad.
   Todo el embarazo había ido muy bien, pero entonces, a falta de un mes para dar a luz, el final se estaba haciendo cuesta arriba.
    Llevaba los dos últimos meses con náuseas y también se cansaba con mayor facilidad. Había sangrado en una ocasión, pero todo quedó en un susto. Sin embargo, el médico le aconsejó que pasara aquellas semanas en cama, sólo por seguridad. No había habido ningún problema después de aquello.
  La llegada de un hermanito era un acontecimiento que comportaba una gran alegría para Berta. La vida de la familia se trasformaría por completo debido al cambio del ritmo de vida impuesto por el recién llegado. Antes todo giraba en torno a Berta. Ahora ese rol iba a desaparecer y pasaría a ser la hermana mayor que debía ayudar en casa, portarse bien y cuidar del hermano.
   Aquel último mes el vientre de Asunción se había endurecido y por las noches cuando se acurrucaba en la cama contra Josef, el bebé le daba patadas en la espalda.

Al mes siguiente, llegaba al mundo su hija Marta. El parto fue largo, pero sin complicaciones. Asunción tuvo a su pequeña en casa, ayudada por la comadrona y algunas vecinas, entre ollas de agua caliente y paños húmedos.
   Josef y su hija pasaron el calvario de la espera, hasta que la comadrona apareció por la puerta de la habitación, limpiándose el sudor de la frente. Aquella anciana sonrió y les invitó a pasar.
   Berta se asomó a contemplar a aquella muñequita de ojos azules y cabello rubio como el de su madre. La primera vez que Asunción le pasó al bebé, tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar de felicidad.    Se agarró a su hermana como a un salvavidas. A pesar de su corta edad, mostraba una gran madurez, e intuía que la enfermedad que padecía la podía llevar tarde o temprano a la muerte. Pero era feliz al pensar que mientras pudiera despertarse cada mañana y abrazar a su hermanita, todo estaría bien. Aspiró los aromas a colonia y a inocencia que desprendía y luchó con fuerza contra el dolor
que le atenazaba el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo para devolver a Marta a los brazos de su madre, y cuando la hubo entregado desapareció entre la gente para retirarse a su habitación.      Mientras lloraba le vinieron varias arcadas que acabaron en una tos prolongada y violenta. Pronto, la sangre apareció en la comisura de sus labios.

Semanas después, ante el deterioro de su salud, la pequeña era ingresada en el Hospital Dr. Moliner. Aquel sanatorio para enfermos tuberculosos era el segundo que se construía en Valencia, y fue inaugurado a finales de los años 30, en honor al Dr. Francisco Moliner, catedrático de Patología y Clínica Médica de la Universidad de Valencia. Moliner siempre había mostrado preocupación por la falta de atención sanitaria a las clases más humildes. Las condiciones en que éstas trabajaban, favorecían la propagación de la enfermedad. Por ello inauguró el 15 de julio de 1899 el Sanatorio de Porta Coeli en las dependencias de un monasterio cartujo situado en tierras de la Vall de Lullén, en la aldea de Serra y a 31 kilómetros de la capital.
   El tratamiento consistía en abundante comida, mucho sol, y aire puro y cálido, con los convenientes cuidados médicos, para intentar arrancar de la muerte a muchos de aquellos pacientes.


IV

Febrero de 1941

La ciudad polaca de Gdynia pasó a llamarse Gotenhafen a partir de la entrada de los alemanes en 1939. Era un importante puerto marítimo de la Bahía de Gdansk, en la costa sur del Mar Báltico y se convirtió en una importante base naval alemana debido a que estaba relativamente lejos del teatro de la guerra. Muchos acorazados y cruceros pesados alemanes encontraron cobijo allí, lejos del escenario del conflicto.
   Las Divisiones de entrenamiento tenían entre sus filas un gran número de barcos de línea reconvertidos para proveer acomodo a los hombres del arma submarina. Más de cuatro mil alumnos estaban asignados a cada una de aquellas divisiones.
   Los hombres descendieron del omnibús, junto al puerto. Era la primera vez en su vida que Hubert veía el mar. Lo había visto en fotografías de viejas revistas y periódicos atrasados y descoloridos.
En ocasiones le pedía a Elizabeth que le explicara como era. Ella lo había visto en un viaje, hacía ya mucho tiempo. Su hermana le pedía que cerrara los ojos, mientras intentaba que el pequeño imaginara aquella inmensidad. Pero, ¿como se podía imaginar un niño algo cómo el mar?.¿Y cómo describirlo sin hablar de su olor?. Aquel olor a salitre que se le metía en la nariz y que era imposible de olvidar. ¿Y el sonido, como describir aquel sonido, y su vaivén, pausado y plácido?.
  Hubert Sasse y Josef Baurietl fueron destinados juntos a la Segunda División. Tras su llegada a Gotenhafen fueron alojados en el Wilhelm Gustloff, anclado en la parte este del puerto.
  Aquel gigantesco buque fue construido para su uso como trasatlántico en 1937. Después de prestar servicio como barco hospital desde 1939 hasta el 1 de noviembre de 1940, fue convertido en cuartel flotante de la Segunda División de Formación de U-Boots en Gotenhafen, que en aquella época estaba al mando del capitán de fragata Werner Hartmann.
   Hubert quedó impresionado la primera vez que vio el Wilhelm Gustloff, a su llegada al puerto. La inmensa nave apareció ante los muchachos mostrando unas grandes escaleras en su costado por donde embarcaban cientos de hombres, manteniendo un perfecto orden y disciplina. Mientras subía, observó sobre la cubierta las decenas de botes salvavidas, que amarrados sobre sus pescantes, pendían amenazadores sobre sus cabezas. Un sinfín de ojos de buey recorrían el costado de aquella inmensa nave que a Hubert le pareció que debía rondar los doscientos metros de eslora. El Gustloff era la muestra palpable de la arrogancia del III Reich.
  Los hombres fueron repartidos en grandes camarotes donde llamaban la atención largas líneas de literas. Todos fueron pesados y medidos y se les entregaron sus primeros uniformes de gala y faena de la Kriegsmarine.
   Hubert se miró ante el espejo con su nuevo suéter reglamentario. Era de lana azul y, como debía ser, le quedaba ceñido. Las mangas eran de puño abierto. La abotonadura era simple y mostraba el frontal abierto hasta por debajo del pecho, donde dos botones azules servían de sujeción. El cuello característico de los marinos incluía tres franjas de color blanco y como complemento se incluía un pañuelo de seda negra. El gorro de marinería era en lana azul y sobre la frente llevaban una cinta de cuero, de la que colgaban dos largas cintas de seda negra, y en la que se podía leer "Kriegsmarine".
   El Wilhelm Gustloff estaba equipado con grandes comedores para la marinería, formados por interminables hileras de grandes mesas que daban cabida a veintidós comensales cada una. Otros comedores más reducidos y con decoración más refinada eran exclusivos para oficiales, y en ellos llamaban la atención grandes banderas rojas que, colgando del techo, mostraban orgullosas una gran esvástica. Una cenefa bordeaba todo el techo, mostrando águilas dibujadas de perfil, cada una de las cuales sujetaba entre sus garras un pequeño emblema del III Reich. En las mesas de los oficiales no faltaba detalle. Los vasos, de cristal tallado, llevaban grabada el águila por un lado, al igual que los platos. Las servilletas, dobladas con primor, mostraban también el mismo motivo y el centro de mesa era un enorme frutero.
   A los lados había varias champaneras, donde botellas de vino espumoso de Riesling esperaban a ser abiertas.
   Uno de los numerosos salones de ocio tenía un bello mobiliario donde llamaban la atención elegantes mesas redondas donde oficiales y marineros pasaban las horas muertas. Dicha sala era una recreación de un palacio italiano del Renacimiento, donde esbeltas columnas forradas de mármol de Carrara se elevaban hasta el alto techo.
  En la pared del fondo un enorme fresco representaba lo que Hubert supuso era una antigua batalla teutónica. Odín y sus hermanos daban muerte al gigante Ymir. Alguien le dijo que el original era obra del pintor danés Lorenz Frolich.
    Del techo del salón colgaban grandes lámparas, deslumbrantes de luz, y sus paredes estaban tapizadas de raso con bordados en rojo. En el centro había un precioso piano donde alguien tocaba alguna canción patriótica. El ruido de la sala se convirtió en un griterío gozoso cuando el pianista atacó una nueva pieza. Sonaba como si allí se estuviese celebrando una fiesta por todo lo alto, de hecho, Hubert pensó que en aquel salón se celebrarían fiestas todos los días.
    En las cubiertas exteriores, centenares de preciosas tumbonas de caoba ordenadas en interminables hileras, proporcionaban momentos de relax en los días de permiso en los que uno se podía decantar por tomar baños en las elegantes piscinas del buque o en escribir cartas a los familiares. Se notaba que la marina mimaba a los hombres del arma submarina. Se sentían formando parte de la élite.
   Los muchachos aprovecharon aquellos ratos de libertad para bañarse en una pequeña playa junto al puerto. La primera vez, Hubert observaba de reojo a Baurietl que, riendo como un niño, saltaba entre las olas, y de pronto sintió unas irrefrenables ganas de unirse a él. Se desnudó y corrió hacia la orilla. El agua estaba muy fría, aunque no más que la del río Brüninghauser. Se le puso la carne de gallina al sumergirme en ella hasta la cintura, pero lo que realmente le sorprendió fue su fuerte sabor a sal.
   Al segundo día de estancia se les mandó formar en la cubierta de popa donde el capitán de fragata Werner Hartmann les habló, en un pequeño discurso de bienvenida.
  Hartman se había convertido en un héroe para todos aquellos jóvenes que le escuchaban embelesados. Había comenzado su carrera naval en la Reichsmarine de la República de Alemania el 1 de abril de 1921. Después pasó a servir como comandante de los torpederos Seeadler y Albatros, antes de ser transferido al arma de submarinos en 1935. Como comandante del U-26, patrulló las aguas españolas durante la Guerra Civil Española, con Günther Prien como su primer oficial de guardia. Entre enero y mayo de 1940, Hartmann fue comandante del U-37 y desde noviembre de 1940 pasó a ser comandante de la 2ª División de Formación de U-Boots en Gotenhafen.
   Era un hombre de unos 40 años, corpulento y de gran estatura. Su rostro era grande, de ojos negros y pelo castaño. En aquella época solía llevar barba de varias semanas. Entre sus allegados había quién le comparaba con un vikingo. Solía llevar la ropa arrugada y cojeaba ligeramente de la pierna izquierda, debido a antiguas heridas. Era un marino excelente y lo sabía, lo que le proporciona un aire de confianza que se contagiaba a quienes le rodeaban. Hartmann era un genio en el combate, rápido, lúcido, concienzudo, y exacto. Pero su carácter jovial le convertía en un hombre indómito y en un guasón irreverente.

Los alumnos recibieron durante dos meses entrenamiento teórico en todos los aspectos de las tareas de un submarino: diseño y construcción de submarinos, sistemas de armas, sistemas de propulsores diésel y eléctricos, entrenamiento de escape, submarinismo y permanencia bajo el agua.
  Los ejercicios de submarinismo y escape en inmersión se realizaban en grandes tanques de agua. En el fondo de ellos había una compuerta simulada a la cual los submarinistas debían llegar buceando. A los cadetes se les cubría la cabeza con una capucha que no les dejaba ver. Una vez bajo el agua debían nadar a ciegas hasta encontrar la compuerta y girar la manivela de apertura.   Durante meses recibieron prácticas de instrucción que se realizaban en simuladores y finalmente en UBoots reales. Aquellos sumergibles eran los pequeños submarinos costeros Tipo II.
    Además se perfeccionaron los modelos de salvavidas y botellas de oxigeno para poder tener una mínima posibilidad de éxito a la hora de abandonar una nave hundida. También las extenuantes prácticas de remo eran la tónica diaria. En el Wilhelm Gustloff se llevaron a cabo, con verdadero rigor científico, experimentos de resistencia debajo del agua. Los hombres estaban preparados para la siguiente fase.

   A primeros de abril, la Segunda División de Submarinos partió hacia Neustadt.


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