9
Enero
de 1941
I
Un
joven corría por la calle principal de Affeln en un vieja bicicleta,
sorteando los flecos y pequeños mechones de nieve que quedaban junto
a los bordillos de la acera. La vieja Diamant de Hubert tenía casi
tantos años como él. Ya no se adivinaba de que color fue en sus
orígenes. Aquella bicicleta de paseo tenía un portaequipajes tras
el asiento sobre el que él se sentaba cuando de pequeño acompañaba
a su madre al pueblo. El pequeño farol delantero ya no funcionaba,
al contrario que el timbre, que el joven hacia sonar ruidosamente.
Era
un frío día de finales de enero de 1941 y a juzgar por la sonrisa
que cruzaba su rostro y el especial brillo que reflejaba su mirada,
saltaba a la vista que Hubert no sentía el frío. Además,
cualquiera notada que algo le consumía por dentro, algo que no
podría aguantar mucho tiempo sin compartir.
—¡Eh,
muchacho! —gritó el panadero Straus desde la puerta de su
tienda—. ¿A donde vas con tanta prisa?,¡Cualquier día de estos
te vamos a recoger de dentro de algún sembrado!.
—¡Buenos días,
señor Strauss! —respondió el muchacho mientras se detenía
junto al obeso panadero.
—¡Me
voy, Señor Strauss! —dijo—. He sido reclutado en la
Kriegsmarine. Ya tengo todos los documentos y en unos días
debo presentarme en una base naval, en una ciudad llamada Gotenhafen.
Creo que está en Polonia. Me han informado de que allí hay una
escuela de Submarinos.
—¿Submarinos?
—preguntó Strauss—. ¿Te marchas a la
Unterseebootslehrdivisión?.
—¡Me
voy, tengo que darles la noticia a mis padres! —gritó el muchacho
mientras salía disparado en su bicicleta.
—Otro que se nos va —comentó el panadero en voz baja, negando con
la cabeza mientras volvía al interior de su tienda. Todos los meses
reclutaban a más muchachos jóvenes de las aldeas o del campo para
enviarlos al frente.
Hubert
pedaleaba en dirección a Birnbaum, mientras pensaba en la
emocionante aventura que le esperaba en un futuro inmediato.
Contribuiría a defender a Alemania, como hacían la mayoría de sus
amigos de Affeln, como hacía su hermano.
Ya
no quedaba nada de aquel joven que había cogido un buen berrinche
cuando se enteró de que Hermann partía al frente, aunque aún
conservaba algo de aquella cara aniñada y de mirada cándida. Seguía
mirando de modo tierno, como lo hacía de niño.
Hubert
Sasse se había convertido en un hombre alto y de formas atléticas.
De piel blanca, de rostro alto y estrecho, con fina barbilla y mentón
prominente. Su nariz era recta y ligeramente alargada, y acababa en
unos labios finos, como en un
rictus, dándole una semejanza con los dioses teutones.
Su frente, despejada,
terminaba en unas cejas rectas, separadas y con una finura que se
acababa difuminando. El cabello, lacio y de una tonalidad parecida al
oro viejo, lo llevaba corto y peinado con la raya al costado
izquierdo. Pero lo mas llamativo eran sus ojos, pequeños,
ligeramente rasgados y de un vivo color miel, tono parecido al de sus
cabellos. Aunque aquella mirada triste, melancólica, aquella mirada
seguía siendo la de aquel niño que jugaba al Kreisel con sus amigos
en las adoquinadas calles de su pueblo.
Siempre
había sido un joven poco hablador, más bien, callado; el era de los
que preferían escuchar a los demás. Su padre había retrasado todo
lo posible su llamamiento a filas, alegando que sin él no podría
con la granja, incluso el alcalde había intercedido por él, pero al
fin, su nombre aparecía en los carteles de movilización de tropas.
Su
madre pasó toda la noche llorando a causa de su partida. Lo sabía
porque él tampoco pudo conciliar el sueño, excitado por la
inesperada aventura en que se iba a embarcar. En la oscuridad del
hogar podía escuchar sus sollozos y las quedas palabras de
consuelo que le dirigía su padre.
Se
levantaron un par de horas antes del amanecer. Theresa sirvió el
desayuno sin dejar de llorar; y llorando le entregó un chaquetón de
piel forrado de lana que había comprado para él en el colmado. Los
rigores del invierno en Polonia eran muy intensos. Luego le abrazó y
le besó. Como toda buena madre le suplicó que tuviera mucho cuidado
y le aseguró que mantendría constantemente encendido un cirio en el
altar de San Lamberto. Su padre estrechó su mano y tras un pausa se
levantó
de la silla y le dio un abrazo.
—Que Dios te proteja, hijo mio —dijo Anton Sasse, mientras le
brotaban lágrimas de los ojos.
Hubert
no había visto nunca llorar a su padre. Siempre había creído que
los padres no lloraban, o por lo menos, el suyo no lo hacía. Ni
siquiera lo había visto llorar el día de la partida de Hermann.
Aquella mañana, Hubert no quiso que fueran a la estación a
despedirlo.
Agarró
el macuto que había sobre la mesa y salió de la granja sin echar la
mirada atrás. Caminó a pie hasta Affeln, y de allí tomó el
autobús hasta la estación de Neuenrade.
II
Febrero
de 1941
El
tren avanzaba despacio, lentamente, a punto de detenerse en otra
estación. Grandes copos aterciopelados descendían delicadamente
hasta el suelo, pareciendo vacilar un instante.
Hubert
estaba recostado en su asiento, junto a una gran mochila repleta de
ropa y algunos enseres. Su cabeza, apoyada en la pared, mirando por
la ventanilla la nieve que caía pausadamente sobre las vías.
Parecía como si los copos se quedasen inertes en el aire para, al
fin, posarse lentamente en el suelo.
«Estación
de carga de Neuseddin» —leyó en un cartel.
En
aquel momento el tren se detuvo con un suave estrépito,
mientras alrededor resonaban los pitidos de las loco-motoras.
Hubert
desvió la vista de la ventanilla y se retrepó en el asiento,
mirando a su alrededor. El vagón en el que se encontraba estaba
repleto de jóvenes reclutas. Algunos comenzaron a asomar por las
ventanillas del coche preguntándose si estarían mucho tiempo
parados, pues cada vez lo hacían con mayor frecuencia. Normalmente
paraban en pequeñas estaciones donde permanecían unos momentos
esperando con impaciencia para después, tras recibir a nuevos
reclutas, reanudar el camino.
Entonces,
ante la portezuela del vagón apareció un oficial con cara de pocos
amigos, lo que motivó que se hiciera el silencio. Hubert observó a
aquel hombre. Se frotaba las manos intentando, en vano, entrar en
calor; y maldiciendo por el frío.
El
oficial vestía un abrigo que le llegaba hasta las rodillas. Unos
pantalones bombachos claros sobresalían de las botas de caña alta,
negras y perfectamente lustradas. Llevaba la cabeza cubierta con una
gorra clara de oficial. Los muslos abombados del pantalón se
arrugaban ante su firme caminar. Mientras todos le observaban golpeó
repetidamente los pies contra el lateral de uno de los asientos para
deshacerse de la nieve adherida a sus botas. La nieve quedó en el
suelo, mezclada con el barro que cubría el suelo del vagón.
—Caballeros,
los que quieran, pueden bajar a estirar las piernas —dijo—.
Esperamos un convoy que viene desde el sur y volveremos a proseguir
la marcha.
Algunos
de los jóvenes se decidieron a bajar y Hubert lo hizo tras ellos. La
niebla de la mañana no dejaba ver el final del tren, que se
desvanecía a lo lejos.
La estación de Neuseddin era un inmenso complejo formado
por un impresionante entramado de vías. Un gran número de operarios
se afanaban, enganchando los vagones a grandes locomotoras. Hubert
quedó ensimismado observando aquellas cabezas tractoras que
resoplaban sin descanso, tirando penosamente de un sinfín de
vagones. Entre aquellas locomotoras llamaron la atención del joven
varias BR44, con sus elegantes levantahumos. De su fabricación se
encargaba la marca Berliner
Maschinenfabriken
desde 1926, y eran utilizadas para arrastrar los pesados trenes
de carga de material militar por las principales líneas de Alemania,
aunque también se usaban para el transporte de pasajeros.
Grandes
penachos de humo negro se elevaban a borbotones hacia el cielo desde
las chimeneas de aquellas grandes máquinas. Todo aquel humo se
elevaba sobre la estación, impidiendo la entrada de la luz del Sol,
dándole un fantasmal aspecto.
La
estación se encontraba situada sobre una gran planicie delimitada
por frondosos bosques que no dejaban ver más allá. Pegada a ella se
encontraba la pequeña ciudad que le daba nombre.
Neuseddin
había emergido hacia 1915 a orillas del lago Seddiner, en los
bosques de Kunersdorfer, como un área residencial para los
trabajadores del ferrocarril. Su estación de carga se había
convertido en un importante punto neurálgico donde se centralizaban
los envíos de armamento y medios humanos desde todo el territorio.
Inesperadamente,
el tren comenzó a avanzar lentamente, con ritmo furioso y
entrecortado. Hubert, junto al grupo que había bajado con él,
esperaron a que el convoy llegara a su altura
para subir a bordo de un salto.
El joven llegó al
asiento que había ocupado anteriormente, donde se encontraba su
mochila, comprobando con sorpresa que había sido ocupado por un
muchacho, por lo que decidió recoger su petate y cambiarse de sitio.
—¡No,
por favor! —dijo el joven que ocupaba el puesto de Hubert mientras
dejaba un sitio para él—. ¿Estabas aquí sentado?.
Sasse
respondió afirmativamente mientras recuperaba su antiguo asiento.
Entonces apareció ante su rostro una gran mano, mientras el soldado
que le había cedido su antiguo asiento se presentaba.
—¡Hola,
soy Josef Bauriedl! —dijo, mientras esbozaba una gran
sonrisa.
—Sasse,
Hubert Sasse —obtuvo como respuesta. Entretanto la enorme mano de
Baurietl envolvía la suya con fuerza.
Pronto
los dos jóvenes entablaron una conversación mientras el tren tomaba
un cambio de raíles para desviarse a la derecha, por lo que
dedujeron que no pasarían por Berlín, que se divisaba a su
izquierda, difuminándose en la lejanía.
Hubert
observaba a Josef mientras el joven hablaba sin parar y de forma
afable. Bauriedl había nacido en Schnaittach y era un muchacho
grande y corpulento a pesar de tener tan sólo 18 años. Al lado de
cualquiera, Bauriedl parecía un gigante. Se parecía a los forzudos
de los circos que viajaban por las pequeñas ciudades. Sobre su ancha
espalda se sostenía una gran cabeza cuyo rostro denotaba sin duda,
un noble carácter. Aunque, de todas formas, su apariencia no
invitaba a meterse con él.
Josef
llevaba el peinado corto y ligeramente ondulado, con la
raya en medio. El brillo y el olor de sus negros cabellos no
dejaban lugar a dudas. Hubert reconocía el característico olor de
Gath & Chaves.
Aquella cara colonia se fabricaba en Buenos Aires, y durante los
duros años que se estaban viviendo no era nada fácil de encontrar
en Alemania. Aquella apreciación, junto al impecable aspecto de
Josef le hicieron suponer a Hubert que su interlocutor debía
pertenecer a una familia acomodada.
Comenzaba
a anochecer, cuando el tren llegó a la estación de Frankfurd Oder,
en la frontera con Polonia. Josef dormía mientras Hubert y otros
muchachos conversaban. El tren se detuvo para recoger a varios
soldados y un grupo de oficiales que se acomodaron en su mismo vagón.
Una
pareja de soldados de la Feldgendarmerie patrullaban entre las
vías acompañados de dos perros. Formaban parte de las tropas que
guardaban las líneas de comunicación contra los sabotajes. A los
jóvenes del tren les llamó la atención su uniforme. Los pantalones
grises enfundados en unas altas botas. Sobre la guerrera, al cuello,
llevaban su característica y brillante gola metálica
suspendida de una cadena. Entonces se oyó un fuerte estruendo. Josef
Bauriedl se despertó, bostezando e inquieto.
—¿Que
pasa? —dijo.
—No
lo sé —respondió Hubert al tiempo que bajaba un poco la
ventanilla del vagón para intentar ver que ocurría.
—¡Están
enganchando un vagón plataforma delante de la locomotora!
—contestó uno de los jóvenes del asiento contiguo. ¡De esa forma
hacen estallar las minas que colocan esos malditos partisanos en la
vía!.
Veinte minutos después y
tras describir una gran curva hacia la izquierda, el tren se
aproximó al puente sobre el río Oder, que delimitaba la frontera
con Polonia.
III
Asunción
dio otra vuelta más en la cama y alargó el cuello para ver el reloj
sobre la mesita de noche. Era media tarde y después de comer se
había encontrado un poco fatigada, por lo que decidió retirarse al
dormitorio para echarse un rato.
Se
levantó y abrió las cortinas del balcón que daba a la calle.
Fuera, el viento soplaba con fuerza, sacudiendo las persianas. El
granizo golpeaba los cristales de la ventana, aunque dentro de casa
el ambiente era cálido y acogedor. Aquel invierno estaba siendo
especialmente frío, y no era la mejor época del año para traer un
niño al mundo, aunque eso, ni ella ni Josef lo habían podido
elegir.
Deslizó
una mano por su abultado vientre y lo acarició con ilusión. El
hecho de enterarse meses atrás de que estaba esperando su primer
bebé de Josef la había colmado de felicidad.
Todo
el embarazo había ido muy bien, pero entonces, a falta de un mes
para dar a luz, el final se estaba haciendo cuesta arriba.
Llevaba
los dos últimos meses con náuseas y también se cansaba con mayor
facilidad. Había sangrado en una ocasión, pero todo quedó en un
susto. Sin embargo, el médico le aconsejó que pasara aquellas
semanas en cama, sólo por seguridad.
No había habido ningún problema después de aquello.
La
llegada de un hermanito era un acontecimiento que comportaba una gran
alegría para Berta. La vida de la familia se trasformaría por
completo debido al cambio del ritmo de vida impuesto por el recién
llegado. Antes todo giraba en torno a Berta. Ahora ese rol iba a
desaparecer y pasaría a ser la hermana mayor que debía ayudar en
casa, portarse bien y cuidar del hermano.
Aquel
último mes el vientre de Asunción se había endurecido y por las
noches cuando se acurrucaba en la cama contra Josef, el bebé le
daba patadas en la espalda.
Al
mes siguiente, llegaba al mundo su hija Marta. El parto fue largo,
pero sin complicaciones. Asunción tuvo a su pequeña en casa,
ayudada por la comadrona y algunas vecinas, entre ollas de agua
caliente y paños húmedos.
Josef
y su hija pasaron el calvario de la espera, hasta que la comadrona
apareció por la puerta de la habitación, limpiándose el sudor de
la frente. Aquella anciana sonrió y les invitó a pasar.
Berta
se asomó a contemplar a aquella muñequita de ojos azules y cabello
rubio como el de su madre. La primera vez que Asunción le pasó al
bebé, tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar de felicidad. Se
agarró a su hermana como a un salvavidas. A pesar de su corta edad,
mostraba una gran madurez, e intuía que la enfermedad que padecía
la podía llevar tarde o temprano a la muerte. Pero era feliz al
pensar que mientras pudiera despertarse cada mañana y abrazar a su
hermanita, todo estaría bien. Aspiró los aromas a colonia y a
inocencia que desprendía y luchó con fuerza contra el dolor
que
le atenazaba el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo para devolver
a Marta a los brazos de su madre, y cuando la hubo entregado
desapareció entre la gente para retirarse a su habitación. Mientras
lloraba le vinieron varias arcadas que acabaron en una tos prolongada
y violenta. Pronto, la sangre apareció en la comisura de sus labios.
Semanas
después, ante el deterioro de su salud, la pequeña era ingresada en
el Hospital Dr. Moliner. Aquel sanatorio para enfermos tuberculosos
era el segundo que se construía en Valencia, y fue inaugurado a
finales de los años 30, en honor al Dr. Francisco Moliner,
catedrático de Patología y Clínica Médica de la Universidad de
Valencia. Moliner siempre había mostrado preocupación por la falta
de atención sanitaria a las clases más humildes. Las condiciones en
que éstas trabajaban, favorecían la propagación de la enfermedad.
Por ello inauguró el 15 de julio de 1899 el Sanatorio de Porta Coeli
en las dependencias de un monasterio cartujo situado en tierras de la
Vall de Lullén, en la aldea de Serra y a 31 kilómetros de la
capital.
El
tratamiento consistía en abundante comida, mucho sol, y aire puro y
cálido, con los convenientes cuidados médicos, para intentar
arrancar de la muerte a muchos de aquellos pacientes.
IV
Febrero
de 1941
La
ciudad polaca de Gdynia pasó a llamarse Gotenhafen a partir de la
entrada de los alemanes en 1939. Era un importante puerto marítimo
de la Bahía de Gdansk, en la costa sur del Mar Báltico y se
convirtió en una importante base naval alemana debido a que estaba
relativamente lejos del teatro de la guerra. Muchos acorazados y
cruceros pesados alemanes encontraron cobijo allí, lejos del
escenario del conflicto.
Las
Divisiones de entrenamiento tenían entre sus filas un gran número
de barcos de línea reconvertidos para proveer acomodo a los hombres
del arma submarina. Más de cuatro mil alumnos estaban asignados a
cada una de aquellas divisiones.
Los
hombres descendieron del omnibús, junto al puerto. Era la primera
vez en su vida que Hubert veía el mar. Lo había visto en
fotografías de viejas revistas y periódicos atrasados y
descoloridos.
En
ocasiones le pedía a Elizabeth que le explicara como era. Ella lo
había visto en un viaje, hacía ya mucho tiempo. Su hermana le pedía
que cerrara los ojos, mientras intentaba que el pequeño imaginara
aquella inmensidad. Pero, ¿como se podía imaginar un niño algo
cómo el mar?.¿Y cómo describirlo sin hablar de su olor?. Aquel
olor a salitre que se le metía en la nariz y que era imposible de
olvidar. ¿Y el sonido, como
describir aquel sonido, y su vaivén, pausado y plácido?.
Hubert
Sasse y Josef Baurietl fueron destinados juntos a la Segunda
División. Tras su llegada a Gotenhafen fueron alojados en el Wilhelm
Gustloff, anclado en la parte este del puerto.
Aquel
gigantesco buque fue construido para su uso como trasatlántico en
1937. Después de prestar servicio como barco hospital desde 1939
hasta el 1 de noviembre de 1940, fue convertido en cuartel
flotante de la Segunda División de Formación de U-Boots en
Gotenhafen, que en aquella época estaba al mando del capitán de
fragata Werner Hartmann.
Hubert
quedó impresionado la primera vez que vio el Wilhelm Gustloff, a su
llegada al puerto. La inmensa nave apareció ante los muchachos
mostrando unas grandes escaleras en su costado por donde embarcaban
cientos de hombres, manteniendo un perfecto orden y disciplina.
Mientras subía, observó sobre la cubierta las decenas de botes
salvavidas, que amarrados sobre sus pescantes, pendían amenazadores
sobre sus cabezas. Un sinfín de ojos de buey recorrían el costado
de aquella inmensa nave que a Hubert le pareció que debía rondar
los doscientos metros de eslora. El Gustloff era la muestra palpable
de la arrogancia del III Reich.
Los
hombres fueron repartidos en grandes camarotes donde llamaban la
atención largas líneas de literas. Todos fueron pesados y medidos y
se les entregaron sus primeros uniformes de gala y faena de la
Kriegsmarine.
Hubert
se miró ante el espejo con su nuevo suéter reglamentario. Era de
lana azul y, como debía ser, le quedaba ceñido. Las mangas eran de
puño abierto. La abotonadura era simple
y mostraba el frontal abierto hasta por debajo del pecho, donde dos
botones azules servían de sujeción. El cuello característico de
los marinos incluía tres franjas de color blanco y como complemento
se incluía un pañuelo de seda negra. El gorro de marinería era en
lana azul y sobre la frente llevaban una cinta de cuero, de la que
colgaban dos largas cintas de seda negra, y en la que se podía leer
"Kriegsmarine".
El
Wilhelm Gustloff estaba equipado con grandes comedores para la
marinería, formados por interminables hileras de grandes mesas que
daban cabida a veintidós comensales cada una. Otros comedores más
reducidos y con decoración más refinada eran exclusivos para
oficiales, y en ellos llamaban la atención grandes banderas rojas
que, colgando del techo, mostraban orgullosas una gran esvástica.
Una cenefa bordeaba todo el techo, mostrando águilas dibujadas de
perfil, cada una de las cuales sujetaba entre sus garras un pequeño
emblema del III Reich. En las mesas de los oficiales no
faltaba detalle. Los vasos, de cristal tallado, llevaban grabada el
águila por un lado, al igual que los platos. Las servilletas,
dobladas con primor, mostraban también el mismo motivo y el
centro de mesa era un enorme frutero.
A
los lados había varias champaneras, donde botellas de vino espumoso
de Riesling esperaban a ser abiertas.
Uno
de los numerosos salones de ocio tenía un bello mobiliario donde
llamaban la atención elegantes mesas redondas donde oficiales y
marineros pasaban las horas muertas. Dicha sala era una recreación
de un palacio italiano del Renacimiento, donde esbeltas columnas
forradas de mármol de Carrara se elevaban hasta el alto
techo.
En
la pared del fondo un enorme fresco representaba lo que Hubert
supuso era una antigua batalla teutónica. Odín y sus
hermanos daban muerte al gigante Ymir. Alguien le dijo que el
original era obra del pintor danés Lorenz Frolich.
Del
techo del salón colgaban grandes lámparas, deslumbrantes de luz, y
sus paredes estaban tapizadas de raso con bordados en rojo. En el
centro había un precioso piano donde alguien tocaba alguna canción
patriótica. El ruido de la sala se convirtió en un griterío gozoso
cuando el pianista atacó una nueva pieza. Sonaba como si allí se
estuviese celebrando una fiesta por todo lo alto, de hecho, Hubert
pensó que en aquel salón se celebrarían fiestas todos los días.
En
las cubiertas exteriores, centenares de preciosas tumbonas de caoba
ordenadas en interminables hileras, proporcionaban momentos de relax
en los días de permiso en los que uno se podía decantar por tomar
baños en las elegantes piscinas del buque o en escribir cartas a los
familiares. Se notaba que la marina mimaba a los hombres del arma
submarina. Se sentían formando parte de la élite.
Los
muchachos aprovecharon aquellos ratos de libertad para bañarse en
una pequeña playa junto al puerto. La primera vez, Hubert observaba
de reojo a Baurietl que, riendo como un niño, saltaba entre las
olas, y de pronto sintió unas irrefrenables ganas de unirse a él.
Se desnudó y corrió hacia la orilla. El agua estaba muy fría,
aunque no más que la del río Brüninghauser. Se le puso la carne
de gallina al sumergirme en ella hasta la cintura, pero lo que
realmente le sorprendió fue su fuerte sabor a sal.
Al
segundo día de estancia se les mandó formar en la cubierta de popa
donde el capitán de fragata Werner Hartmann les habló, en un
pequeño discurso de bienvenida.
Hartman se había convertido en un héroe para todos aquellos
jóvenes que le escuchaban embelesados. Había comenzado su
carrera naval en la Reichsmarine de la República de Alemania
el 1 de abril de 1921. Después pasó a servir como comandante de
los torpederos Seeadler y Albatros, antes de ser transferido al arma
de submarinos en 1935. Como comandante del U-26, patrulló las
aguas españolas durante la Guerra Civil Española, con Günther
Prien como su primer oficial de guardia. Entre enero y mayo de 1940,
Hartmann fue comandante del U-37 y desde noviembre de 1940
pasó a ser comandante de la 2ª
División de Formación de U-Boots
en Gotenhafen.
Era
un hombre de unos 40 años, corpulento y de gran estatura. Su rostro
era grande, de ojos negros y pelo castaño. En aquella época solía
llevar barba de varias semanas. Entre sus allegados había quién le
comparaba con un vikingo. Solía llevar la ropa arrugada y cojeaba
ligeramente de la pierna izquierda, debido a antiguas heridas. Era un
marino excelente y lo sabía, lo que le proporciona un aire de
confianza que se contagiaba a quienes le rodeaban. Hartmann era un
genio en el combate, rápido, lúcido, concienzudo, y exacto. Pero su
carácter jovial le convertía en un hombre indómito y en un guasón
irreverente.
Los
alumnos recibieron durante dos meses entrenamiento teórico en todos
los aspectos de las tareas de un submarino: diseño y construcción
de submarinos, sistemas de armas, sistemas de propulsores diésel y
eléctricos, entrenamiento de escape, submarinismo y permanencia bajo
el agua.
Los
ejercicios de submarinismo y escape en inmersión se realizaban
en grandes tanques de agua. En el fondo de ellos había una compuerta
simulada a la cual los submarinistas debían llegar buceando. A los
cadetes se les cubría la cabeza con una capucha que no les dejaba
ver. Una vez bajo el agua debían nadar a ciegas hasta encontrar la
compuerta y girar la manivela de apertura. Durante meses recibieron
prácticas de instrucción que se realizaban en simuladores y
finalmente en UBoots reales. Aquellos sumergibles eran los
pequeños submarinos costeros Tipo II.
Además
se perfeccionaron los modelos de salvavidas y botellas de oxigeno
para poder tener una mínima posibilidad de éxito a la hora de
abandonar una nave hundida. También las extenuantes prácticas de
remo eran la tónica diaria. En el Wilhelm Gustloff se llevaron a
cabo, con verdadero rigor científico, experimentos de resistencia
debajo del agua. Los hombres estaban preparados para la siguiente
fase.
A
primeros de abril, la Segunda División de Submarinos partió hacia
Neustadt.
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