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10 de abril de 1940
I
La
insistencia del timbre hizo que Josef se asomara a la ventana de su
despacho, en la planta de arriba. Había un vehículo militar ante la
casa y varios soldados se hallaban frente a la puerta.
Josef
bajó a abrir con resignación, como si, sin saber porqué, los
hubiera estado esperando. Un par de soldados se presentaron y
preguntaron por el teniente desmovilizado Josef Kaufer, a lo que él
asintió. Aquellos militares le entregaron una notificación de la Delegación Provincial de Excombatientes en la que se le ordenaba
presentarse en la Comandancia Militar de Burriana para dar constancia
de su paradero y situación. Josef acompañó a aquellos hombres a la
Comandancia, donde se le informó de su obligación de presentarse
semanalmente para dar fe de su permanencia en España.
Su
insistencia en dejar la vida militar no había gustado
nada
entre sus superiores y a partir de aquel momento querían saber en
todo momento el paradero de aquel alemán, y
en la medida de lo posible, tenerlo controlado. Aquellos por los que
había arriesgado la vida, aquellos en los que había creído, ahora
le daban la espalda, incluso según su propia impresión, le trataban
como a un sospechoso.
Josef
y Asunción disfrutaban las mieles del primer año de su reciente
matrimonio, pero la felicidad duró bien poco. El carácter de Josef
se resintió, mientras su esposa intentaba, a escondidas, buscar una
solución. Asunción viajó a Valencia y consiguió tener una
entrevista con el cónsul Schellert. Aquel hombre sentía
gran aprecio por su compatriota, y escuchó con sorpresa las
explicaciones de aquella mujer.
Schellert
dio prioridad a aquel asunto e hizo varias llamadas a la sede del
Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, en Múnich, Alemania.
Josef
intentó hacer una vida normal, con su empresa de exportación de
cítricos y disfrutando de la vida en común con Asunción. Por fin
podía dedicar tiempo a su hija. La llevaba a dar largos paseos e
intentaba tenerla cerca siempre que podía. La enfermedad de la
pequeña tenía sus altibajos y la vida de la familia Kaufer Granell
discurría plácida, con el único problema de tener que presentarse
en la Comandancia todas las semanas. Pronto tendría que realizar un
viaje por negocios, y al informar de ello, los militares quisieron
saber todos los detalles de dicho viaje. Josef cogió un enfado
monumental. Incluso pensó seriamente en suspender aquel viaje.
Habían
pasado dos meses, cuando Josef se presentó en la Comandancia Militar
de Burriana como llevaba haciendo regularmente.
Un oficial con gesto de disculpa le informó de que ya no tendría
que volver a presentarse nunca más. Él preguntó
la razón, pero el militar sólo pudo contestar que él recibía
órdenes y que no sabía nada de los detalles. Varios meses después,
en una visita al Consulado de Alemania, Schellert le puso al
corriente del desenlace de todo aquel lío. Josef preguntó al cónsul
por la persona que le había informado de su situación. Schellert le
dijo medio en broma que eso no era de su incumbencia, y que como
cónsul, era su obligación el velar por los ciudadanos alemanes bajo
su cuidado.
El
mismísimo Robert Ley, Jefe de Organización del Partido Nazi, había
llamado a Franco para exponerle la situación. El agravio que el
régimen del dictador estaba inflingiendo a un ciudadano alemán que
había participado en la guerra civil con gran honor, podía llegar a
oídos de Hitler, y aquello podía no hacerle ni puñetera gracia.
Aquel día, la persecución contra la persona de Josef Kaufer acabó,
pero no ocurrió lo mismo con muchos de sus vecinos.
En
Burriana, el exconvento de La Merced había vuelto a funcionar como
cárcel. Josef veía pasar los camiones repletos de detenidos frente
a su casa, para adentrarse en el antiguo convento. Aquello no
era por lo que él había luchado. Sabía de primera mano las
duras condiciones en las que se estaba allí dentro, durmiendo pies
contra cabezas, en el frío suelo de los mismos pasillos. Josef había
oído que los domingos les reunían a todos en el patio para escuchar
el oficio religioso, con dos ametralladoras apuntándoles.
Desde
el 1 de abril de 1939, el Estado Español se convirtió en una
descomunal prisión. Recién terminada la guerra
comenzaron a funcionar campos de internamiento y concentración en
múltiples sitios: cines, plazas de toros, iglesias, conventos, o escuelas. Los mismos lugares usados por los
republicanos para su particular represión eran usados entonces por
los franquistas para su política penitenciaria, que no tenia otra
función que la represión y humillación de los vencidos y de sus
familias en busca de una total degradación.
La puesta
en marcha de la nueva maquinaria policial y judicial comenzaba con
una denuncia, que podía proceder de cualquier persona, conocida o
desconocida, sin necesidad de probar sus acusaciones. Bastaba con
pensar de modo diferente, o hablar más de la cuenta en cualquier
reunión, o en el bar, con una copa de más.
Los
consejos de guerra sumarísimos aceleraban los trámites y reducían
las posibilidades de defensa del acusado. La instrucción del sumario
solía ir acompañada de torturas y los inculpados debían firmar la
confesión en una situación desesperada. Tras ficticios juicios
rápidos se comunicaba la condena y los acusados volvían a la
prisión, donde pasaban a la galería de condenados a muerte, donde
permanecían totalmente incomunicados.
Comenzaban entonces las gestiones desesperadas de los familiares para conseguir
avales o influencias que llevaran a la libertad del recluso. El
director de la prisión era informado un día antes de la orden de
ejecución y se trasladaba al condenado a capilla. Las ejecuciones
tenían lugar al amanecer.
Hacia
finales de aquel año se hacinaban en la cárcel de La Merced 1600
personas. La insuficiente alimentación, la insalubridad, la carencia
de medicinas y las palizas, llevaron a la muerte a muchas personas
allí mismo. Tras la derrota y el exilio, varios vecinos de
Burriana a los que Josef conocía
fueron enviados a Alemanía y acabaron sus vidas en los campos anexos
al campo de concentración nazi de Mauthausen. Internados junto a
otros 10.000 republicanos españoles, ninguno sobrevivió mas de
doce meses al internamiento. Todos tenían menos de 40 años.
II
Aquel
mismo mes de abril en los astilleros de Wilhelmshaven, en la bahía
de Jadebusen, al norte de Alemania, diferentes secciones de varias
unidades U-Boot del Tipo VIIC estaban siendo ensambladas. La
construcción naval había adoptado nuevos métodos de producción
que consistían en la distribución del trabajo en los talleres, en
la denominada "Organización en Islas de producción”.
En
cada parte de la fábrica se construía una sección de la nave, y
cada una salía completamente terminada. La sección nº 8 de proa
llevaba incluidas las cámaras de torpedos, al igual que las
secciones nº 3 que llegaban a la última isla con los motores del
futuro U-Boot
ya en su interior. En la última isla de producción se ensamblaban
dichas secciones y se daba paso al montaje de los sistemas
interiores. Grandes sumergibles de sesenta y siete metros de longitud
tomaban forma mientras un ejercito de operarios se afanaban en sus
puestos. Los U-Boots
ocupaban ordenadamente la totalidad de las gigantescas naves y entre
ellos un entramado de tarimas formaba una especie de segundo suelo,
un grandioso andamio donde se producía un incesante ir y venir de
operarios.
Grandes regueros de oxido recorrían la superficie de los cascos de
los sumergibles, dándoles el aspecto de grandiosos peces
prehistóricos varados en una playa. Uno de ellos, en la grada de la
segunda fila, con el número de obra 138, estaba recibiendo la puesta
a punto de uno de sus descomunales motores diésel MAN M6V en la
sección nº 3. Las llamas de los soldadores rompían la oscuridad,
mostrando con su claridad, en la penumbra, una parte de la nave. Más
atrás nacían también otras llamas, y así el sumergible quedaba
iluminado momentáneamente por las luces tambaleantes. De los
costados asomaban los timones de profundidad, como aletas de un
gigantesco tiburón.
Hacia el centro del
gigante, abultadas hinchazones se desprendían de la barriga
hacia izquierda y derecha: eran las cámaras de inmersión, soldadas
al submarino como si fueran extravagantes monturas. Todo en la nave
tenía formas redondeadas, asemejándolo a un ser de las
profundidades oceánicas encerrado en sí mismo y construido según
reglas estrictas de la ingeniería naval.
Estas
nuevas naves eran superiores a sus hermanas pequeñas, los Tipo
VII-B. Los nuevos sumergibles habían alargado un metro su eslora
total para dar cabida a los nuevos sistemas de Sonar Activo, el
S-Gerät. Además, se había mejorado la capacidad de
combustible y la flotabilidad negativa. En contraposición se les
instalaron los mismos motores que sus hermanos pequeños, por lo que
verían reducidas las velocidades de crucero e inmersión.
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