7
7 de agosto de 1939
I
El
monótono traqueteo de los vagones le producía sueño. La carbonilla
que desprendía la pequeña máquina se introducía en los coches de
segunda clase, abiertos, con banquetas de madera y sin vidrios. A
diferencia de éstos, los de primera iban cerrados, con asientos
recubiertos de piel y con vidrieras y cortinillas. Llevaba además,
varios vagones de mercancías y de correo.
Aquel
pequeño tren de vía estrecha era conocido popularmente con el
sobrenombre de “La Panderola” y se había construido hacia 1888
para cubrir las necesidades del tránsito de personas y mercancías
en una zona del Mediterráneo en la cual las vías de comunicación
no reunían las condiciones y características de los tiempos
modernos.
Josef
había subido en la estación de trenes de Castellón y terminaría
su trayecto en la parada de Burriana. Tras muchas dificultades había
conseguido telefonear a casa, avisando de su llegada. Pese a los años
transcurridos, aún guardaba en la retina la imagen del viejo tren
pintado de verde, trepando renqueante
entre los campos, cuando llegó por primera vez a Burriana con su
pequeña Berta. Aquel lejano día también les acompañó el crujir
metálico y el rechinar de las ruedas.
Asunción
miraba hacia las vías con cautela. Estaba patrullando por la pequeña
estación de Burriana con Berta de la mano. La niña se encontraba
algo mejor y se había empeñado en ir a recibir a su padre.
Había
mucha gente en el apeadero, y las paredes estaban cubiertas con
varios carteles de bienvenida para los militares que volvían
a casa.
Tratándose
de una sencilla estación de tranvía, era un bonito y esbelto
edificio de grises paredes, de techo muy alto y sostenido por grandes
vigas. Un pequeño reloj dorado colgaba de dos cadenas, junto a la
pared. Grandes ventanales de cristales semiopacos intentaban romper
la penumbra que dominaba el interior del edificio.
No
era el mejor lugar para una niña enferma de tuberculosis, pero la
pequeña había insistido con lágrimas en los ojos, y ella no pudo
negarse. Asunción observó la muchedumbre, cada uno con su historia
particular, ajenos a la incertidumbre que la embargaba a ella. Le dio
la impresión de que una distancia insalvable la separaba de aquella
gente a su alrededor, pero al mismo tiempo les suponía en una
situación muy semejante a la suya, esperando a los maridos e hijos
que volvían de la guerra, lo cual la tranquilizaba.
El
empleado de la parada sacó su reloj de pulsera del bolsillo y lo
consultó, luego giró la vista hacia el de pared, e hizo una pequeña
corrección en el suyo.
El
tren llegó a la estación, mientras el vapor de la locomotora se
arremolinaba a lo largo del andén. Berta se cubrió
la boca con un pañuelo al tiempo que una gran emoción se apoderaba
de ella, escudriñando entre la multitud que descendía. Una larga
hilera de fatigados viajeros se apeaban para comenzar a deambular por
el andén. Varios militares saltaron de los vagones para fundirse en
abrazos con sus familiares. En aquel momento la puerta de uno de los
vagones se abrió y una figura de uniforme y extremadamente enjuta
salió y esbozó una sonrisa mientras sostenía la puerta.
Asunción
creyó desmayarse. Kaufer se bajó, siguió andando a través del
andén, y finalmente se detuvo ante ellas. Estaba delgado y cansado
de tanta guerra, pero en su mirada se podía ver una pasión
infinita. Por un instante la miró sin decir palabra. La emoción fue
excesiva y ella rompió a llorar. Josef la estrechó fuertemente
entre sus brazos. Entre los dos estaba Berta.
—¿Cuando
vuelves a marchar? —preguntó Asunción.
—¡He
venido para quedarme! —respondió—. Y nunca más volveré a irme.
Entonces
él preguntó con voz entrecortada:
—¿Y
ahora? ¿te casarás ahora conmigo?
—¡Si!
—respondió Asunción con un susurro.
La
niña se abrazó a ellos y los tres marcharon a casa.
II
20 de mayo de 2013
Cuando
tomé la decisión de emprender esta aventura, las personas de mi
entorno me preguntaban el por qué, que necesidad tenía de indagar
en el pasado de unas personas a las que no conocía de nada. Yo
siempre respondía del mismo modo: «porque supongo que soy un
soñador». Porque cuando tuve en mis manos aquella descolorida
fotografía, creció en mi la irrefrenable necesidad de conocerles,
de saber.
En
varias ocasiones me he sorprendido a mi mismo imaginando el momento
en que Mathilde Erner recibió la fotografía de su hermano, después
de tantos años. En mi mente se forjaba la imagen del viejo retrato
asomando en la impresora de María Luise. Imagino su sorpresa ante un
correo electrónico venido desde un país lejano.
Mathilde
llevaba unos años postrada en una silla de ruedas. Sentada ante la
ventana, vio llegar a María Luise con aquella imagen. Entonces debió
girar la cabeza para mirar a la joven que le acababa de regalar un
trozo de su pasado. Supongo que no le hizo falta conocer los
detalles. Luego llegarían las explicaciones a todo aquello. Las
imagino a las dos guardando silencio. Imagino a Mathilde aguantando
la mirada mientras sus pupilas hacían lo mejor que sabían, mirar y
llorar.
Era
medio día del día 20 de mayo, cuando recibí un E-Mail de los
Erner. Aquella mañana María Luise me envió viejas fotografías
familiares. En una de ellas se podía ver al hermano de Hubert, con
su bondadosa mirada. Aquel día pude poner rostro a Hermann Sasse,
vestido con el uniforme de la Wehrmacht, con su gorra de
campaña ladeada. Desde otra imagen me observaba un joven Hubert, de
uniforme. Aparecía sentado junto a sus padres en el jardín de la
granja, durante un permiso. Anton, su padre, sonreía a la cámara
mientras fumaba en su pipa. Theresa, al igual que su marido, mostraba
felicidad por la vuelta a casa de su hijo. El joven dejaba ver una
extrema delgadez.
En
otro de los retratos se podía ver a las tres hermanas que
completaban la familia: Elizabeth, Elfriede y Mathilde. Aquellas
jóvenes bellas, como la obra perfecta de la naturaleza, y mimadas
por la fortuna de ser mujeres en una época en que los hombres
marchaban al frente para no volver.
No
recuerdo con exactitud en que momento tuve la sensación de que la
novela se estaba construyendo sola, pero así era. Yo me limitaba a
llevar las palabras al teclado y a observar como la familia Sasse
tomaba forma. Aquellas viejas imágenes mostraban a una familia de la
Alemania rural de aquellos tiempos, humilde y unida. Antiguas
fotografías en blanco y negro que esperaban entre las páginas de
viejos álbumes, o en algún mueble ajado, a reconstruir el pasado y
la memoria de los familiares de Hubert. Amarillentos retratos que
atravesaron los insondables pasillos del tiempo hasta mí, para
mostrarme a las personas que compartieron su vida con él. Los meses siguientes fueron pasando, mientras los E-Mails seguían llegando,
ayudándome a comprender y a dar forma a la familia que fueron los
Sasse en los lejanos años 40, durante la II Guerra Mundial.
III
2 de septiembre de 1939
El
joven Hubert solía ser el más madrugador de la granja. Todas las
mañanas, con puntualidad marcial, se plantaba ante el espejo del
baño, y procedía a inspeccionar su mentón en busca de algún pelo
que por casualidad, se hubiese dignado asomar, buscando algún rastro
de un incipiente bigote.
En
alguna ocasión, su padre había esbozado una sonrisa al sorprender a
los dos chiquillos encaramados de puntillas sobre el lavabo,
mirándose con atención en el espejo y discutiendo quién
sería el primero en afeitarse. Su hermano había comenzado a
hacerlo al principio del verano, a pesar de que en realidad no lo
necesitaba. Pero Hermann disfrutaba mortificando a su hermano menor,
y recordándole continuamente que él ya era un hombre, que se
afeitaba como papá. Hubert solía quedar embelesado, observando a su
hermano mientras éste se dedicaba a sus cuidados matinales,
empinando el cuello con seriedad ante el espejo.
Con
la mano izquierda sujetaba un tazón de madera lleno de jabón de
lavanda y con la diestra la brocha indispensable. Tras el minucioso
ceremonial en que dedicaba una mirada compasiva a su hermano,
pasaba la navaja plateada a lo largo de sus mejillas cubiertas de
espuma. Seguidamente se empolvaba, y salía del baño con
indiferencia, mientras impregnaba el piso de arriba con aquella
fragancia.
Poco quedaba de aquel muchacho que fastidiaba repetidamente al
panadero Strauss y jugaba con los amigos a la peonza frente a la
iglesia del pueblo, pero a pesar de sus 18 años recién cumplidos,
Hubert seguía siendo un niño. Su mundo transcurría con total
normalidad entre los estudios, las tareas de la granja y aquellos
maravillosos días de pesca junto a su hermano. No le interesaban
para nada las chicas, a diferencia de Hermann, que de repente,
comenzó a seguirlas con la vista, con cara de bobo, cuando iban
algún día al pueblo. Además estaba aquella voz tan rara que se le
había quedado hacía unos años. Pero sin embargo, el joven sentía
una gran admiración por su hermano mayor.
Siempre
recordaría aquel día antes de Navidad, tres años atrás. En Affeln
era una costumbre arraigada el celebrar el tiempo de Adviento. Los
cuatro domingos previos al inicio de las fiestas navideñas se
encendía una vela en los hogares y se iba añadiendo otra más en
las semanas posteriores. Mamá se había quedado sin velas y envió a
los dos hermanos a Affeln a comprar algunas. Hermann estaba en el
interior de la tienda mientras el pequeño vigilaba la bicicleta.
En
la acera de enfrente, junto a la iglesia, Franz Bauer
estaba haciendo de las suyas una vez más. Aquel grandullón tenía
cogido del cuello de la camisa a Arnold Lehner, mientras lo levantaba
del suelo. Los rodeaban varios chiquillos que no se atrevían a
intervenir, pero Hubert no soportaba las injusticias, y se le ocurrió
la brillante idea de hacer de caballero defensor. Además, Arnold era
amigo suyo.
Bauer
era el matón del pueblo y tenía la misma edad que Hubert, aunque le
sacaba una cabeza de altura. El pequeño Sasse cruzó la calle para
enfrentarse a él, y al verlo venir, al
gordinflón
le cambió la cara inmediatamente con un gesto furioso. Hubert no creía que a nadie se le pudiera enrojecer tanto el rostro. Aún no
sabía que pasó aquel día, pero si recordaba que acabó en el suelo
con aquel bestia sentado sobre su abdomen, mientras le mantenía con
los brazos en cruz, pegados al suelo. Bauer le propinó un sonoro
puñetazo en la cara, y entonces ocurrió.
Una
sombra apareció como de la nada y lo siguiente que vio fue a Bauer
volando literalmente por los aires, hasta aterrizar tras los setos
que crecían junto a la acera, y allí estaba su hermano Hermann. El
grandullón quedó descolocado. Nunca nadie antes le había plantado
cara, ningún chico del pueblo se había atrevido a enfrentarse a él.
De
vuelta a la granja, Hubert escondía el rostro a su madre, dándole
la espalda, pero al fin, aquel ojo morado le delató. Estuvo todo
aquel mes de Navidad castigado con sacar el estiércol del establo,
tarea que se solía repartir entre los dos hermanos.
Hermann
aprovechaba para acercarse al establo cuando su padre se ausentaba, y
tras quitarle la pala de las manos, le decía a su hermano:
—¡Vamos,
vete, ya lo sacaré yo hoy!
Aquel castigo, en el fondo, mereció la pena. Hubert aún sonreía al
recordar que desde aquel día, Bauer se cambiaba de acera
apresuradamente cada vez que se topaba por la calle con los hermanos
Sasse. Aquella admiración que sentía por su hermano sólo se veía
ensombrecida en las ocasiones en que, por
mucho que protestara, heredaba la ropa que ya le quedaba pequeña a
Hermann.
Hubert recogió los huevos muy temprano, como todos los sábados,
y entró en casa por la puerta trasera que daba a la cocina. Antes de
hacerlo sumergió las manos en un barril que recogía el agua de la
lluvia y se lavó.
Su
padre y su hermano ya estaban sentados a la mesa, desayunando
mientras discutían. Hermann marchaba temprano todas las mañanas,
pues llevaba un año trabajando en una carpintería. Así ayudaba a
la economía familiar, además de aprender el oficio de ebanista.
Helfriede
y Mathilde ocupaban el otro extremo de la mesa mientras
Elizabeth seguía en la habitación por un resfriado que la tenía
guardando cama desde hacia varios días. El muchacho se sentó a la
mesa mientras su madre le llevaba una rebanada de pan casero y un
tazón de Buttermilch. A Hubert le encantaba el sabor un poco
agrio de aquella leche de mantequilla, ligeramente espesa.
Anton
abrió un pequeño paquete, extrajo un pellizco de tabaco, lo
desmenuzó con los dedos y lo dejó caer dentro de su pipa. A
continuación acomodó el tabaco con el atacador, pero sin apenas
apretar, tan sólo aplanando la superficie. Luego tomó un segundo
pellizco y lo introdujo de la misma manera, pero presionando el
tabaco un poco más. El tercer paso fue idéntico, quedando la pipa
llena en su totalidad, pero aplastó una vez más el tabaco, con algo
más de fuerza. Prendió una cerilla y paseó la llama por la
superficie del tabaco mientras realizaba suaves y repetidas
inspiraciones. El tabaco se rizó, y volvió a apretarlo con pequeños
toques del atacador. Entonces, mientras el aroma del tabaco
impregnaba la estancia, volvió la atención a su hijo, y continuó
con la discusión.
—El
año pasado Adolf Hitler decía que estaba furioso con
los
checoslovacos, porque estaban matando a los alemanes que vivían allí
—dijo Anton a su hijo—. Y exigió a los ingleses la anexión del
territorio de los Sudetes.
—¿Y
crees que hizo mal, por querer proteger a su pueblo? —preguntó
Hermann, sentado frente a su padre.
—No,
por supuesto que no, pero debes admitir que si esa era su única
pretensión, no hubiera firmado un compromiso de paz con los
ingleses, para después firmar un tratado de no agresión con Stalin.
—¿Quieres
decir que Hitler desea la guerra? —preguntó su hijo—. ¿Es
lo que insinúas?.
—Hitler
tiene una gran ambición de territorios, y no va a parar,
la prueba la tienes con lo que pasó ayer.
Helfriede
y Mathilde escuchaban la conversación con atención, aunque no
entendían nada. «¿Quien sería el tal Adolf del que hablaban?».
Ya habían oído aquel nombre en Affeln hacia unos días, cuando
fueron al pueblo con mamá. Al parecer, debía ser alguien muy
importante, incluso tal vez había visitado el pueblo y ellas no se
habían enterado. ¿Por qué nadie les contaba nunca nada?.
—De
todas formas, la guerra no puede durar más de unos pocos
meses —dijo Theresa, tomando parte en la discusión. Anton miró a
su esposa con preocupación.
—¡Pues
yo creo que esos polacos necesitan un escarmiento —gritó Hermann,
levantando el tono de voz—. ¡¡No pueden hacer lo que les venga en
gana y esperar que nos quedemos de brazos cruzados!!.
—¡Eh,
mocoso, no grites en la mesa —le recriminó su madre—. Además,
que sepas que tu padre ya ha vivido una guerra y recuerda muy bien
lo que pasó después, nadie se
acordó
de nosotros.
Anton recordó su juventud, cuando el 1 de julio de 1914 participó en la
Batalla del Somme contra los británicos que intentaron reducir la
presión que los alemanes ejercían sobre Francia. Aquel día hubo
centenares de miles de bajas. Aún le parecía escuchar los graznidos
de los cuervos, revoloteando, atraídos por la pestilencia que
desprendían los miles de cadáveres que tapizaban el campo de
batalla. Las trincheras no eran tales, se habían convertido en fosas
comunes llenas de cuerpos sin vida. Pero no era nada fácil para él
explicarle aquello a aquel impetuoso joven, sentado al otro lado de
la mesa.
—Hitler
asegura que Francia e Inglaterra no intervendrán —dijo el padre—.
Que no les interesa meterse en una guerra por unos pocos
territorios.
—¡Pero
él sabe perfectamente que esto no será una escaramuza de unos
meses! —añadió—. Esto será mucho más. Además, ¿que te hace
pensar que si ganáramos la guerra, alguien se acordaría
de nosotros aquí, en este rincón olvidado?.
—¿Que
ganaremos nosotros con todo esto?
—¿Pero,
que es lo que pasó ayer? —preguntó al fin Hubert,
intrigado—. ¿De que estáis hablando?.
—Ayer
se declaró la guerra contra Polonia —dijo su padre—. Al parecer,
guerrilleros polacos atacaron los cuarteles de los guardabosques en
Pitschen, en la frontera. He bajado esta mañana temprano al pueblo y
se decía que también atacaron una emisora en Gleiwitz. Esta mañana
la Luftwaffe ha bombardeado Wielun.
—¿Y
eso que tiene que ver con nosotros? —dijo Hubert.
—Es algo que está ocurriendo muy lejos de aquí
—Además...,
hace dos días llamaron a tu hermano a filas —sentenció su padre.
—¡¿Como?!,
¡¿Que se va a la guerra?! —gritó Hubert—. ¡No se puede ir!.
¿Quién nos ayudara entonces con la granja?. Además:
—¿Hace dos días?, ¿cuando pensabais decírmelo? —Hubert empujó la silla
con los pies mientras se incorporaba, y muy enfadado, salió.
—¡Anton, hubieras podido esperar a mañana! —le regañó Theresa—.
Además habíamos decidido decírselo con calma, no así, de sopetón.
Hubieras podido ser más sutíl.
Anton
masculló algo entre dientes, mientras argumentaba:
—¡Se
tenía que enterar de todos modos!, además, ya es hora de que
aprenda como es el mundo de ahí fuera
—¿Que
crees que pasará el año que viene? —siguió—. ¿O dentro
de año y medio?, lo llamarán a él, ¿o acaso no lo habías
pensado?. —Theresa miró fijamente a su marido, con preocupación.
—No
digas tonterías, Anton, ¿año y medio?, esto concluirá
antes. El año que viene habrá terminado la guerra, será cosa de
unos meses, a lo sumo.
Anton
Sasse miró fijamente a su esposa, y luego, con seriedad, con la
mirada ida hacia ningún sitio, volvió a cargar su pipa.
La
realidad fue bien distinta. Reinhard Heydrich, la figura más oscura
dentro de la élite nazi, puso en marcha un retorcido
plan para justificar la invasión de Polonia. Los ataques a los
cuarteles de los guardabosques en Pitschen, y a la emisora en
Gleiwitz, no fueron lo que parecía. Hombres de
las SS
mandados por Heydrich se disfrazaron con uniformes polacos,
escenificando una farsa que les vino como anillo al dedo. Ya tenían
una excusa para la invasión.
A
las 4:40 de la madrugada del 1 de septiembre, la Wehrmacht,
las fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi, lanzaron la
"Operación Fall Weiss". El general von Keuchler, al mando
de ocho Divisiones de infantería, una División de caballería y una
División Panzer del Grupo de Ejército del sur, junto al general
von Kluge, al frente de veinte Divisiones del Grupo de Ejército del
norte, entraron a sangre y fuego por el norte de Polonia, al tiempo
que el general von Runstedt cerraba una gigantesca tenaza por el
suroeste, al mando de treinta
y cinco Divisiones de infantería, cuatro Divisiones Panzer, dos o
tres Divisiones de montaña y la famosa Legión Cóndor, con
veteranos de la Guerra Civil Española.
El
resto del día, Hubert estuvo distante, no quiso oír hablar del
tema. Todo se arreglaría y su hermano no tendría que marchar,
seguro. Su padre hablaría con el tal Adolf Hitler y le diría que
su hijo no podía ir a la guerra, que era necesario en la granja; y
aquel hombre del pequeño bigote que había visto gritando a la
multitud desde la portada de algún periódico lo comprendería.
IV
El
silencio dominaba la estancia mientras desayunaron. Nadie dijo nada.
Hubert se vistió como los demás, con la ropa del
domingo
para ir a la parroquia, mientras le consumía una ira que no era
capaz de contener.
Nunca
se había separado de su hermano en todos aquellos años, y ahora
aquel fulano, el tal Hitler, aparecía para decir como tenían que
hacerse las cosas. Además, ¿para que necesitaba más territorios?.
Alemania era suficientemente grande; él no había estado nunca en la
frontera con Polonia. Alemania era tan grande que él no había visto
en su vida el mar.
La
nave de la Iglesia de San Lamberto era una estancia encalada en tonos
grises y un hermoso color ocre. Aquel templo, como la mayoría, olía
a tiempo, al incienso de los siglos. A Hubert le gustaba ir, le daba
paz y serenidad, menos aquel día. Un pasillo central separaba las
dos baterías de bancos. Era media mañana y los fieles estaban
entrando cuando llegó la familia Sasse. Anton y Theresa tomaron
asiento junto a sus hijos, cuando el párroco comenzó con el oficio.
Hubert
observó el altar, presidido por el magnífico retablo flamenco de la
Virgen del Rosario. Aquella talla del gótico tardío fue realizada
hacia 1520 por el Gremio de San Lucas, en Amberes. Mostraba en el
centro escenas de la vida de Cristo, María y San Lamberto. En las
alas se hacía referencia al Rey Olaf II de Noruega, a San Lamberto,
al Niño con Santa Ana y a Santa Lucía.
El
órgano comenzó a tocar, mientras impregnaba la estancia de un manto
sonoro que semejaba una danza de gratitud por la obra de Dios. El
joven Sasse escuchaba aquella melodía que pareció
envolverle. Cerró los ojos mientras creyó ver los pájaros en
los bosques, los caminos silvestres,
o la orilla de un lago. Le pareció sentir el viento en el rostro, la
lluvia mojándole. Estaba cautivado por aquella melodía; si en el
cielo había algún sonido, debía ser aquel.
Anton
Sasse giró la vista cuando vio aparecer a Strauss por su izquierda,
y sus miradas se cruzaron durante un segundo. El panadero llevaba su
gorra entre las manos, mientras en silencio, se sentó en el banco de
la primera fila. Sasse lo encontró extraño, pues le conocía desde
siempre. Llevaba la ropa de trabajo, y no le había gustado su
expresión al pasar junto a él. Desde primera hora de la mañana
hacía el reparto de pan por varias aldeas, llegando hasta Amecke,
incluso los domingos; no era normal verle allí.
—¡Que
el Dios de la paz os santifique y que vuestro ser, espíritu, alma y
cuerpo, sean conservados para la venida de nuestro Señor Jesucristo
—dijo el párroco al término de la oración—. La gracia del
Señor sea con todos vosotros. Id en paz.
La
gente comenzó a levantarse para salir. Anton no le quitaba ojo de
encima, cuando vio que Strauss se levantaba con todo su corpachón,
haciendo una señal al cura. El panadero se acercó y le dijo algo
por lo bajo, al oído.
Entonces
el sacerdote llamó la atención de todos, mientras Straus se frotaba
las manos con nerviosismo. Se produjo un breve murmullo de sorpresa
entre los fieles.
—¡Mierda!
—murmuró Anton por lo bajo. Theresa le fulminó con la mirada,
pero su marido seguía mirando hacia el altar, donde se encontraban
Straus y el cura.
—Esto...
—comenzó Strauss mientras tosía para aclararse la garganta—.
Todos me conocéis, y también sabéis que hago el reparto por varias
aldeas. También conocéis, algunos, a mi
hermana
Helga. Vive en Balve y allí regenta un comercio, donde la he
visitado esta mañana. Su cuñado es Friedrich Flick, un industrial
de Kreuztal. Es miembro del NSDAP y estos días está en la sede del
partido, en Múnich.
—Pero,
habla ya, hombre —se escuchó entre la gente.
—Perdón,
estoy un poco nervioso —dijo el panadero—. Al parecer,
Friedrich Flick ha llamado a su hermano para comunicarle que esta
mañana temprano Alemania ha recibido un ultimátum por parte
de Inglaterra y Francia, exigiéndole la retirada de su ejército de
Polonia.
El
templo se quedó de pronto en silencio, nadie se movía.
—Esto
ha ocurrido esta mañana temprano, porque a las once horas se ha
recibido la declaración de guerra por parte de Inglaterra —tras
una pausa, siguió diciendo—. Estamos en guerra con Inglaterra.
Toda
la congregación lo observó, en silencio.
—¡Joder!
—maldijo nuevamente Anton Sasse. Miró a los ojos a su esposa.
Theresa escuchaba a Strauss con atención. Ya era la segunda palabra
malsonante que salía de su boca en la casa de Dios aquella mañana,
pero no le importó.
—¡¿Como
puedes estar tan seguro?! —gritó alguien desde la grada.
—¡Yo
he estado en Neuenrade esta mañana y no he oído nada! —gritó
otro—. ¿Es segura esa información?.
—¡Calma, calma!, no olvidéis donde nos encontramos —habló el párroco—.
Nada de palabras groseras ni levantar la voz.
—¡Hacía
años que no veía llorar a mi hermana!, y si ella lo dice, yo
la creo —sentenció Strauss. Su mirada barrió las de los
congregados, cruzándose nuevamente con la de Anton. El
panadero
bajó y cruzó el pasillo, compungido, mientras un murmullo se
adueñaba de la nave. Llegó a la puerta de doble hoja y la abrió,
saliendo a la calle.
A las 17 horas de aquella misma tarde, Francia declararía también la
guerra a Alemania.
V
Hubert
dejó la mochila y su maletín de pesca en el suelo, junto al de
Hermann, y buscó una zona llana sobre el muro que encauzaba el agua
hacia el antiguo molino. Su hermano le notó triste y sombrío.
Durante todo el trayecto desde la granja hasta la Casa de la Torre no
había pronunciado una palabra.
Los
dos hermanos solían aprovechar los momentos de ocio para hacer a pié
los tres kilómetros y medio que había desde la granja, para pasar
las mañanas pescando en el río Brüninghauser.
Hermann
sacó su caña de pescar con mosca de su maletín, la ensambló y
colocó el carrete, pasando el sedal por las guías. Pasó un pequeño
plomo por el final de la línea de pesca y colocó un anzuelo pequeño
y muy fino en el extremo del hilo. Seguidamente tensó el sedal para
comprobar el nudo y la elasticidad del anzuelo.
Hubert
no había abierto su maletín de pesca. Se había tendido a la
sombra, echado boca arriba observando las hojas marchitas de los
robles, cayendo con suavidad. Le gustaba sentir la tierra contra la
espalda. Levantó la mirada al cielo, entre
las ramas, y luego cerró los ojos. La hayas daban una pincelada
cálida al otoño, mientras la luz de la mañana se filtraba entre el
ramaje y las hojas.
Hermann
cogió su bote de lombrices, desenroscó la tapa y sacó una, gruesa
y resbaladiza. La cogió fuertemente y la sujetó mientras empujaba
la punta del anzuelo a través de la cabeza del anélido y hacia
abajo. Empujó la punta del anzuelo hasta atravesar al gusano y tejió
con él a lo largo de su cuerpo, dejando la cabeza junto al ojo del
anzuelo. Tomó la caña por el mango, colocando la base del carrete
entre sus dedos medios. Extendió su dedo índice hasta tocar la
cubierta de la canilla, abriendo el asa del carrete con su otra mano.
Buscando
un punto en el horizonte y tomándolo como referencia, balanceó la
caña hacia adelante y hacia atrás; y lanzó, siguiendo con la
mirada el recorrido del cebo hasta llegar al agua. El impacto con la
superficie produjo ondas circulares que crecieron hacia afuera,
rompiendo la quietud del lago. Entonces metió el mango de la caña
en un orificio del suelo.
—¡Eh,
Hubert, ¿no te apetece pescar hoy?
Hermann
notó la seriedad en el rostro de su hermano, cuando se sentó a su
lado, pero sin abrir el maletín.
—Mira, has estado esquivo conmigo estos días —dijo—.Debes
comprender que no tengo ningún deseo de marchar. Ya has visto que
están movilizando a todo el mundo. Cualquiera con edad
suficiente es llamado a filas sin contemplaciones. Si me negara a ir
sería perseguido y encarcelado de por vida.
Hubert seguía en silencio, sin decir nada. A su hermano le pareció ver un
brillo húmedo en sus ojos.
—¿Vendrás mañana a despedirme, verdad?.
Su
hermano menor lo fulminó con la mirada.
—¡¿Mañana?!,
pero, ¿ya te vas, tan pronto?
—¡Venga,
no seas crío! —dijo Hermann.
—¿Crío,
yo?! —le espetó Hubert, lleno de ira—. ¿Que yo soy un
crío?. Yo no soy el que se larga a recorrer mundo dejando a papá
con toda la carga que supone la granja.
—Hubert,
padre se las podrá apañar sólo, y en el pueblo no le faltará
quién le ayude. Además, si la guerra se alarga, en un año te
podrían llamar a ti.
—¡¿
A mí?!, ¡Yo no voy a ir a ninguna parte! —gritó Hubert fuera
de sí—. ¡No soy tan egoísta como tú!.
—¿Como
puedes pensar que sería capaz de dejar a papá sólo? —volvió a
gritar.
—¡Eres
un mocoso egoísta! —gritó también Hermann.
De
repente, Hubert se levantó y sacando la caña de Hermann de su
agujero, la lanzó todo lo lejos que pudo con rabia, cayendo a varios
metros, en el agua. Acto seguido recogió su maletín y comenzó a
marchar con pasos largos.
—¡¡Hubert!!
¡Maldita sea!.
Hermann
se adentró en el lago, viendo que la orilla se inclinaba con
suavidad. Los pantalones se le pegaron a las piernas. Sus zapatos
hallaron la grava. El agua estaba tan fría que le impresionó. De
repente el agua le llegó a la cintura, cuando vio la caña en el
fondo, ante él. El muchacho la recogió, mojándose casi por
completo, mientras mascullaba «¡¡maldito crío!!». Entonces se
giró, para ver que su hermano ya no estaba. Hermann salió del agua
y se quedó de pie en el prado, chapoteando, con el agua resbalándole
por los pantalones y saliéndole de los zapatos. Se acercó a los
troncos y
se sentó en uno. No quería forzar sus emociones.
Hermann
llegó a casa a mediodía. Su madre le vio aparecer desde el porche
de la cocina, empapado y fatigado tras la vuelta desde la casa
de la torre.
—¡¿Pero, que te ha pasado?! —preguntó Theresa—. ¡Estás calado
hasta los huesos!.
—¡Ah!,
nada, Hubert ha tirado mi caña al río —contestó
mientras comenzaba a desvestirse.
—¿No
se lo ha tomado nada bien, verdad?.
—No,
para nada, es un cabezota —contestó—. ¿Sabes si ya ha vuelto?.
—Oh
si, ya lo creo, le he visto cruzar por el jardín y entrar en el
granero, refunfuñando y maldiciendo.
Hermann
salió de la cocina por la puerta trasera para bordear el perímetro
de la cerca hasta llegar al establo. Al entrar se percató de que la
escalera que usaban para subir al pajar, no estaba.
—¡Hubert!,
¡eh, Hubert! —gritó—. Venga, sé que estás ahí.
—¡Largate!
—obtuvo por respuesta desde arriba. Herman salió del establo
y volvió a casa. Era hora de comer.
A
media tarde su madre se acercó hasta la puerta del establo y se
detuvo allí, recorriendo con la mirada la planta superior donde se
almacenaba la paja, sin lograr verle.
—Hubert,
mamá te deja un plato de comida aquí abajo, tienes que comer
algo. Escucha, mañana a las ocho sale el tren de Hermann. Vamos a ir
todos a despedirle. Tienes que venir, tu hermano querrá despedirse
de ti.
Theresa
no obtuvo respuesta, aunque sabía que su hijo estaba
allí arriba. Desde pequeño se subía al establo cuando se enfadaba
por cualquier cosa, o simplemente cuando quería estar sólo.
Incluso, en ocasiones, pasaba la noche entera allí arriba.
VI
La
larga columna avanzaba en la noche, entre la nieve. Los cerca de dos
mil hombres iban escoltados por la caballería rusa. La larga fila
estaba formada por soldados alemanes de infantería, aunque también
habían cientos de civiles. La columna no se detenía por nada,
por lo que los prisioneros se hacían las necesidades encima, sin
detenerse.
A
los que caían exhaustos al suelo los obligaban a levantarse a golpes
de látigo, sin bajarse del caballo. El que no se levantaba era
exterminado a sablazos, aquellos perros no merecían malgastar una
bala. De vez en cuando se escuchaban disparos en la noche helada,
cuando algún compañero se desplomaba en la nieve incapaz de
caminar más. Tras varios días de marcha, decenas de cadáveres
quedaban olvidados a ambos lados del camino.
Hermann
Sasse cargaba a un compañero herido en una pierna. No se permitía
aminorar el ritmo de la marcha y sabia que si lo dejaba en el suelo
le darían muerte sin pestañear. Ante él se perdía en la distancia
una interminable hilera de cadáveres vivientes, sucios y con las
miradas desorientadas.
El
compañero que precedía a Hermann ya no aguantaba el sufrimiento. Se
colapsó, se detuvo un instante y quedó arrodillado
en la nieve a la espera de que un algún soldado del Ejercito Rojo le
golpeara con la espada y finalizara su dolor. Sin embargo, dos
prisioneros de la fila que le conocían le levantaron mientras le
daban esperanzas. Sasse les escuchó mientras le hablaban de
Alemania, de su hogar, al cual querían volver. Aquellas palabras le
devolvieron el ánimo.
No
habían refugios disponibles para pasar las noches, de modo que los
prisioneros dormían juntos sobre la nieve. Muchos se despertaban
para encontrar a sus camaradas muertos y congelados junto a ellos.
Las mañanas no traían consigo ninguna mejora, sino el horror de una
nueva marcha.
Al día siguiente les cargaron en un tren, en vagones de mercancías que
apestaban a muerte. La gente se amontonó en el suelo como animales,
mientras eran apretujados a culatazos y puntapiés. Un campesino se
sentó junto a Hermann mientras mostraba los pies descalzos, apenas
cubiertos con trapos. Entonces se cerró la puerta corrediza del
vagón con un gran estrépito, quedando casi a oscuras.
La
gente gemía en la penumbra, cuando los guardianes debieron de perder
la cordura, por algún motivo. Bruscamente se volvió a abrir la
puerta con estruendo y un soldado lanzó una ráfaga de disparos de
ametralladora hacia el interior del vagón. La gente gritaba
aterrada, escondiéndose los unos tras los otros. Algunos de
los más fuertes tiraron de los más débiles, usándolos como
escudo. En aquel instante no importó si eran niños o mujeres. El
campesino que iba descalzo se incorporó, y presa del pánico, saltó
del vagón. A Hermann le dio la impresión de que todo sucedía a
cámara lenta.
Aún
no había tocado el suelo, cuando uno de los soldados
le
descerrajó tres tiros a quemarropa con su pistola. Después,
con el mismo tremor con que se había abierto, la
puerta se volvió a cerrar, entre un festival de carcajadas que no
cesaban.
De
pronto, Hubert despertó sudoroso. Había tenido un mal sueño, un
horrendo sueño. La larga marcha por la nieve, el vagón de tren. El
sol entraba por la puerta del granero y finos rayos de luz penetraban
por algunos agujeros del techo del cobertizo.
—¡¡Dios
mio, Hermann!!, ¡el tren! —exclamó.
Hubert saltó desde arriba sin poner la escalera, mientras se preguntaba
atormentado que hora sería. su hermano marchaba a la guerra, y no
podría perdonarse que le ocurriera nada malo sin haber hecho las
paces con él. Rodeó el patio hasta llegar a la puerta de la cocina.
—¡Cerrado!,
¡estúpido, soy un estúpido! —gritó—. ¡Maldita sea!.
Corrió
hacia el establo para ver que el carro no estaba.
—¡La
estación!
Hubert
corrió a la parte trasera en busca de la bicicleta, mientras
recordaba que toda la familia habría ido a despedir a Hermann a la
estación de Neuenrade. La vieja Diamant salió despedida por el
camino, a toda velocidad.
Recordó
que hasta Affeln eran dos kilómetros escasos, más los casi seis que
habían hasta Neuenrade. En aquel momento se dio cuenta de que todo
carecía de importancia, la guerra, que su hermano hiciera falta en
la granja, incluso su estúpido enfado del día anterior. Debía
llegar a tiempo para despedirse de él, de lo contrarío no se lo
perdonaría a sí mismo.
Tenía el cuerpo agitado por un temblor cuando llegó a la calle
principal de Affeln. Giró por la calle, dejando la Iglesia a su
derecha, mientras miraba el reloj de la torre por el rabillo del ojo.
—¡Las
siete y treinta y cinco!, ¡puedo conseguirlo!
La
bicicleta corría a toda velocidad, mientras parecía levitar sobre
el firme de la carretera. Hubert deseaba con todas sus fuerzas que la
vieja bicicleta aguantara el esfuerzo. Rezaba en silencio que no
tuviera un pinchazo o que se le saliera la cadena. «¡Ahora no, por
Dios!».
La
estación de Neuenrade era un sobrio y fiel exponente de la
arquitectura ferroviaria alemana. Oscuros maderos contrastaban con el
blanco de la fachada. Las jambas y dinteles de las puertas y ventanas
estaban construidos en piedra de sillería de un tono claro y la
techumbre de pizarra adquiría un tono gris oscuro con la luz del
Sol.
A
primera hora de la mañana, la estación apareció inundada de gente.
La gran mayoría eran familias que despedían a sus hijos. Las madres
lloraban, mientras algunas agitaban sus pañuelos.
—¡¿Nos
escribirás, verdad?! —preguntó Theresa a su hijo.
Las lágrimas recorrían sus mejillas, sin poder contenerse. Elizabeth mostraba la nariz enrojecida por el resfriado de los días pasados,
mientras junto a su hermana Helfriede se agarraban a su madre con
fuerza. Anton Sasse intentaba mantener la compostura, consiguiéndolo
a duras penas. Mahilde se apretaba a él con fuerza, mientras
alargaba su manó en busca de la mejilla de su hermano mayor.
—¡Todo
el mundo arriba! —grito un oficial desde la puerta
de
un vagón.
Hermann
besó a sus padres y hermanas entre lágrimas y subió al vagón. Lo
recorrió sin perder de vista a los suyos, a través de las
ventanillas. Dejó su equipaje y se sentó para saludar con la mano. En el andén, la familia Sasse se había convertido en un ovillo,
abrazados juntos. La estación se llenó de gritos de madres e hijos,
del humo de la locomotora y silbatos de partida.
El
tren arrancó entre una gran humareda mientras avanzaba con esfuerzo.
Hermann se acomodó en su puesto, mientras comprobaba por enésima
vez que tenía todos los documentos en el bolsillo de arriba de su
chaqueta. Volvió a echar el último vistazo a través de la
ventanilla para ver a los suyos, a lo lejos. Estaban todos menos él,
faltaba su hermano.
Cuando
Hubert llegó a Neuenrade, le dolían las piernas, como nunca lo
habían hecho. Respiraba el aire frío atropelladamente, como si
no hubiera suficiente oxigeno para él. Entonces oyó los pitidos del
tren a lo lejos. Sorteó peligrosamente a varios transeúntes que
cruzaban la calle principal, cerca de la estación. Creía que el
corazón le iba a estallar. Desfallecido, resbaló peligrosamente en
la cuneta al doblar hacia la estación.
Los
Sasse estaban viendo alejarse el tren, cuando oyeron gritos entre la
multitud que ocupaba la parada. Theresa se volvió para acertar a ver
a un joven que, montado en una bicicleta, cruzaba como una
exhalación por el andén, sorteando a varios grupos de personas.
—¡¡Hubert!!,
¡Demonio de chico! —dijo Anton.
El
joven condujo su bicicleta junto a la vía, intentando dar alcance al
tren, que adquiría velocidad, abandonando la esta-
ción.
Consiguió colocarse junto a los últimos vagones, a duras penas,
mientras buscaba entre las ventanillas el rostro de su hermano.
—¡¡Hermaaan!!,
¡¡Hermaaaan!! —gritaba con desesperación—. ¡¡Hermaaan!!.
Herman
bajó su bolsa del portaequipajes para guardar su gorra, cuando oyó
a los pasajeros que ocupaban el asiento contiguo.
—¡Dios
mio!, ¡mira ese joven! —gritó una señora, mientras se asomada a
la ventanilla—. ¡Ese muchacho de la bicicleta se va a matar!.
Cuando
Hermann oyó aquello, reaccionó.
—¿Joven?
¿Bicicleta?..., ¡¡Hubert!!
Cuando se asomó por la ventanilla el corazón le dio un vuelco. Allí
estaba su hermano, corriendo peligrosamente junto al tren.
—¡¡Hubeeeert!!
—gritó levantando los brazos—. ¡¡Hubert!!.
—¡Cuidaré
de todoooos! —gritó su hermano—. ¡Lo sientooo!.
El
joven Sasse detuvo la bicicleta exhausto, mientras se despedía de su
hermano levantando los brazos.
El
tren siguió su camino hasta perderse de vista, doblando una de las
colinas. Hubert dejó la bicicleta, que cayó al suelo, inútil, y se
sentó sobre un fardo de lonas junto a varios pertrechos del cambio
de agujas.
Contempló
la extensión de colinas, a lo lejos, donde se comenzaban a
difuminar las desperdigadas casas del pueblo, y a
continuación recorrió junto a la bicicleta la vía férrea hasta el
andén.
Los Sasse estaban allí, abrazados juntos, como formando un
único ser. Hubert llegó junto a ellos y bajó la vista hacia el
suelo de piedra marrón clara, del color de los guijarros de la vía.
Su padre le pasó el brazo sobre los hombros, y partieron.
VII
El
7 de septiembre, Josef Kaufer y Asunción Granell contraían
matrimonio en la maltrecha iglesia del Salvador. Fue una boda
sencilla, entre familiares y amigos de la pareja. No se lanzó arroz
a los contrayentes, simplemente porque no había. Aquella mañana, el
viento agitó el pequeño velo de la novia.
Pasaron
pocos días, hasta que Josef recibiera noticias del mundo del
deporte. España intentaba caminar hacia la normalidad y la gente
volvía a los estadios de fútbol. Rafael Valls tomó las riendas de
la Unión Deportiva Levante-Gimnástico. Aquel club había nacido
hacía pocos meses, de la fusión entre el Levante FC y el R.
Gimnástico FC.
Durante
la guerra civil, el campo del Levante había sido destruido, pero
seguía teniendo a sus jugadores. En contraste, el Gimnástico
contaba con su campo, el Estadio de Vallejo, pero había perdido a la
mayoría de sus jugadores en la contienda.
Como
resultado, Valls decidió contar con Josef como entrenador. Asunción
le animó a aceptar. Berta se encontraba bastante mejor, además,
aquello le ayudaría a olvidarse de la guerra que tanto le había
marcado. El 25 de octubre, Josef Kaufer era nombrado entrenador del
club.
No hay comentarios:
Publicar un comentario