6
7 de julio de 1938
I
Un
control de carreteras entre Barcelona y Castellón podía convertirse
en una barrera infranqueable. Cuando se encontraba cerca de la
capital de la comarca, estaba anocheciendo. A ambos lados de la
carretera se apostaban grandes reflectores para rastrear el cielo en
busca de aviones enemigos, mientras desde la lejanía llegaba el
estruendo de cañones. Varios camiones cargados de soldados pasaron a
su lado, peligrosamente cerca de su auto, levantando una densa
polvareda.
Tenía
que llegar a su pueblo, como fuera, no le importaba el precio que
tuviera que pagar. Avanzaba tras un convoy de vehículos militares
que se movilizaban durante un trecho, para tras unos pocos
kilómetros, volverse a detener.
De
joven, Juan Granell Pascual había cursado estudios de Ingeniería,
pero acabó interesándose por la política y en las elecciones
generales españolas de 1933, con apenas 40 años, fue elegido
diputado por la provincia de Castellón. Por ello, aunque era natural
de Burriana, residía durante largas tempo-
temporadas
en Madrid.
Una
larga fila de gente caminaba pesadamente por la cuneta, abandonando
la capital. Mujeres, niños y ancianos. Todos habían salido el día
anterior de Castellón. Algunos con un voluminoso saco al hombro,
otros arrastrando pequeños carretones cargados de enseres y
pertenencias. Mostraban la mirada perdida, la ropa sucia,
increíblemente rota y remendada. Varios niños pasaron junto a
Granell, dedicando durante un lapso de tiempo una corta mirada
de indiferencia al hombre elegante sentado al volante del auto con la
capota bajada. El político los observó mientras se alejaban, con
los zapatos desgarrados e informes, algunos incluso descalzos. España
llevaba dos años de guerra civil y como en todas las guerras, la
población se estaba llevando la peor parte.
En
marzo, las tropas franquistas habían entrado de forma imparable en
la provincia de Castellón. El 4 de abril, la IV División de Navarra
había ocupado varias poblaciones, partiendo en dos el territorio de
la República. La zona costera de la carretera Valencia-Barcelona
sería durante la primavera, testigo de violentos combates en los que
la superioridad numérica y la decisiva intervención de la aviación
italiana y la Luftwaffe alemana desbordaron la capacidad
defensiva de los republicanos. Durante mayo y junio los bombardeos
aéreos se habían vuelto más cruentos y devastadores.
Un
grupo de soldados vistiendo uniformes indescifrables le dieron el
alto. Los soldados italianos de la CTV, con el dedo en el gatillo de
sus ametralladoras, parecían ansiosos por disparar, pero algunos de
aquellos jóvenes mostraban tanto miedo como él.
Granell reconoció inmediatamente a aquellos soldados del Corpo
Truppe Volontarie, con aquellos cascos modelo Adrian. Supuso que
aquel escuadrón debía formar parte de la fuerza italiana de combate
formada por 50.000 soldados enviados por la Italia fascista de Benito
Mussolini a España, en apoyo al bando sublevado. También la
Alemania nazi de Hitler había enviado a 6.500 hombres que componían
la unidad de voluntarios de la Luftwaffe, que una vez en
territorio español recibió el nombre de Legión Cóndor.
La
Unión Soviética era el principal aliado del bando republicano,
aportando carros de combate, cientos de aviones, piezas de artillería
antiaérea y terrestre, además de cientos de pilotos y marinos
profesionales.
Tras
entrar en Castellón, las tropas Nacionales habían avanzado hacia
Valencia, cruzando el río Mijares y ocupando Burriana aquel mismo
día. Aquella pequeña población había quedado seriamente afectada
por los avatares de la guerra. Los fuertes bombardeos y la inminencia
de la ocupación llevaron a gran parte de la población civil a
refugiarse en alquerías y casas de campo. Durante la noche del 4 al
5 de julio, la 203ª Brigada del ejercito republicano había volado
durante su retirada, la torre-campanario, destruyendo además la
techumbre de la iglesia. La destrucción se había adueñado del
centro de la ciudad. El político partió al día siguiente hacia
Barcelona para desde allí bajar por la carretera de la costa, en
poder de los nacionalistas.
Aquellos
militares italianos entendieron a duras penas que aquel demente
quería pasar, que tenía que llegar a Burriana. Se miraron entre
ellos, estallando en carcajadas, mientras hacían comentarios
jocosos que él no llegó a entender. Uno
de
ellos se alejó para dar parte a un superior. Un alférez se volvió,
cruzando una mirada con Granell. El hombre tenía el cabello castaño
y una barba de varios días, irregular. El oficial se acercó
mientras seguía observando al político.
—¿Que
quiere ir adonde? —preguntó el oficial—. ¿Pero es que no
ve que esto es un frente de guerra?. Granell le explicó quién era
él y sus motivos para querer llegar a Burriana.
—¡No
le puedo dejar ir sólo! —volvió a decir el oficial—. La
aviación republicana sigue protegiendo la retirada de esos malditos
republicanos y entrar en Castellón es una locura.
—Yo
que usted, daría la vuelta y me iría por donde a venido.
El
oficial se volvió para marcharse, mientras maldecía para sus
adentros.
Granell
tenía claro que no había llegado hasta allí para nada y caminó
tras el oficial, cogiéndolo del hombro.
—¿Es
que no me ha entendido? —volvió a gritar aquel alférez.
—No
me voy a mover de aquí hasta que pueda continuar.
—¡Es
usted cabezota!, ¿eh?.
—De
acuerdo —dijo, mientras paseaba la vista, como intentando buscar
una solución.
—Ve
esos camiones, pues van a Villareal. Mandaré que le acompañen
varios soldados y desde allí podrá continuar solo. El oficial dio
varias órdenes y unos soldados recogieron sus armas y se encaminaron
hacia el auto del político.
—¿Quiere
usted que conduzca? —preguntó un sargento, mientras saltaba dentro
del auto.
El
ruido del motor ahogó la respuesta, mientras los soldados
pensaron que sólo a un loco se le ocurriría viajar por una zona de
guerra en un descapotable. Aquel Hispano-Suiza T26 había aguantado
estoicamente el viaje desde Madrid hasta allí sin demostrar
flaqueza. Granell dijo que el coche formaba parte del parque móvil
para los agregados al ministerio.
Cuando
alcanzaron su primer destino, a unos 9 kilómetros del último
control, era media tarde. Castellón había sido arrasado. Llamaban
la atención las heridas de bala en los edificios. La ciudad había
sido bombardeada por aire por los Savoia Marchetti SM 79 italianos y
por los Junkers JU 52 de la Luftwaffe, en el bando nacional, pero
también lo había sido por mar. Con anterioridad, el 26 de diciembre
de 1937, el crucero nacional Canarias lanzó sus proyectiles desde
una zona próxima al Grao de Castellón y estos caían con gran
estrépito sobre la ciudad. Para proteger a la población se
empezaron a construir diversos refugios antiaéreos.
La
plaza que antes ocupaba la Concatredal de Santa María, incendiada en
los primeros días de la contienda, se apareció a ellos convertida
en un sembrado lleno de cadáveres.
Hubo
muchas más víctimas inocentes, sobre todo cuando salieron de la
capital, en dirección a Villarreal. El largo viaje de llegada les
llevó a través de infinitos campos de naranjos.
Una
compañía de tanques T-26 avanzaba lentamente, atravesando
Villareal, mostrando a su paso un pueblo en ruinas. Aquellos tanques
ligeros soviéticos eran suministrados por el ejército rojo a los
republicanos, pero muchas de aquellas unidades fueron capturadas por
los nacionales, siendo utilizados por éstos contra sus antiguos
amos. Granell avanzaba tras los blindados, mientras contemplaban
boquiabiertos el paisaje que venía a su encuentro, varias casas se
ofrecían a los hombres, asoladas hasta los cimientos. Después de
varios kilómetros de lento avance, los carros de combate se
desviaron de la carretera para detenerse en un puesto de control.
Granell
se despidió de sus improvisados escoltas y continuó viaje, mientras
se escuchaba alguna ametralladora lejana en las manos enloquecidas de
algún soldado. A lo lejos comenzó a divisar Burriana, impregnada de
columnas de humo que se perdían en la tímida claridad del amanecer.
Llegar
al centro de la población se convirtió en una tarea imposible,
varias viviendas se habían convertido en una montaña de escombros,
impidiendo el paso. Comenzaba a anochecer cuando un grupo de
militares intentaban apartar varios automóviles que habían sido
usados como barricadas.
Granell
dejó el vehículo para proseguir a pie, mientras observaba varios
montones de escombros y viejos muebles que habían sido usados para
cortar la calle y que estaban siendo retirados por los nacionales. Se
levantó en aquel instante una ligera brisa, como intentando limpiar
la calle de sombras y cenizas. Entonces llegó a la Plaza del Pla, y
quedó perplejo ante aquella visión, contemplando una parte de las
consecuencias de aquella explosión pavorosa. Granell quedó mudo,
porque aquel era uno de aquellos días en que las palabras se
quedaban sin aliento, desplomadas junto a la sinrazón, inválidas
para reflejar lo que allí había sucedido. La dantesca explosión
había borrado las fachadas de los edificios colindantes a la
iglesia. Los árboles que antes florecían en el paseo mostraban sus
troncos aún humeantes, carentes de vida. Algunas contraventanas de
las viviendas colgaban peligrosamente de un sola bisagra,
balanceándose mecidas por
la brisa.
En
el lugar que antes ocupaba la esbelta torre campanario, ahora había
un grotesco muñón de apenas 12 metros, asomando sobre una montaña
de escombros.
—¿Pero
donde demonios están las campanas? —se preguntó Granell en
voz baja.
—Acabamos
de encontrar una —oyó que contestaban a sus espaldas. El hombre
al que vio acercarse era un conocido suyo, Juan Felíu, un empresario
al que consideraba un amigo.
—Los
franquistas acaban de nombrar una Comisión Gestora que quieren que
presida yo, en calidad de Alcalde —volvió a decir Felíu—. Ya
hemos comenzado a retirar los escombros, pero es una ardua tarea que
nos llevará varias semanas, incluso meses.
—Una
de las campanas ha caído cerca del domicilio del sacristán, pero
las demás, no han aparecido aún — siguió diciendo.
La más grande, la llamada “Campana del Nostre Senyor", de cerca
de 1600 kilos no había aparecido aún.
Los
dos hombres rodearon aquel caos para adentrarse en la iglesia. En su
interior se podía ver el cielo. Las bóvedas y la cubierta de la
nave estaban a sus pies, en el suelo. Todo estaba cubierto de
escombros entre vigas verticales, apuntando al cielo. El Retablo del
Altar Mayor, se les apareció destrozado, irreconocible. Granell
se despidió de su amigo entre lágrimas, para acercarse a su
casa.
La
vivienda familiar de los Granell Pascual estaba a mitad de la calle
San Jaime y había sufrido un prolongado abandono después de que él
se trasladara a Madrid. Una descuidada pero elegante puerta
castellana de doble hoja mostraba un viejo
cristal
deslustrado y unas bonitas contraventanas enmarcaban los ventanales.
Con mano temblorosa giró la llave y su rostro dibujó un gesto de
asombro al entrar. La sala de estar ocupaba la mayor parte de la
planta baja, con una vieja mesa en el centro y la pequeña chimenea a
un costado.
El
polvo envolvía la vivienda, mientras el político paseaba las
estancias en evidente estado de abandono. Entonces, de pronto la vio
a través de la puerta que daba al patio. La “Campana de Nuestro
Señor" yacía abatida en el patio interior de la vivienda. Sobrecogido, se sentó en una vieja silla para contemplar aquella
mole, rota en pedazos y semienterrada en el suelo de tierra, tras lo
que debió ser un terrible impacto. El antiguo ingeniero calculó la
distancia existente entre donde estaba ubicado el campanario y su
casa, y no podía explicarse que aquella campana tan pesada hubiera
volado hasta parar allí, a más de 250 metros de distancia. Dio
gracias a que la gran campana hubiera caído en el corral porque si
lo hubiera hecho sobre el tejado de la vivienda, el destrozo habría
sido de proporciones incalculables. Allí estaba la campana más
grande de la torre. En aquel momento, en la oscuridad de la noche, en
su mente comenzó a germinar una idea, un deseo.
II
17 de julio de 1938
Las
ruedas traqueteaban sobre los desiguales adoquines de la calle. A
pesar de la destrucción, Josef reconoció vagamente las familiares
calles grises y la plaza del Pla, con su jardín en el centro. En
cuanto tuvo noticias de la liberación de Burriana, pidió varios
días de permiso para viajar a ver a los suyos.
El
camión que lo transportaba desde la estación se detuvo y él se
apeó de un salto, caminando a través de la multitud y sorteando
los escombros dispersos por el pavimento. Quedó boquiabierto al ver
su preciada iglesia sin el campanario. Varias decenas de hombres
acarreaban los escombros, mientras otros desmontaban los restos de
los edificios colindantes, ayudados con cabestrantes manuales y
picos. Tres mujeres transportaban los escombros pesadamente, en
carretillas. Entonces decidió marchar de allí y giró la esquina
caminando hacia la calle Menéndez Pelayo.
Notaba
en su rostro el calor del sol de mediodía, cuando la observó a lo
lejos.
Asunción
Granell iba vestida con unos pantalones, una sucia blusa de colores y
una chaqueta de lana sin abrochar, desgreñada y enarbolando una
pala. El sudor le corría por la frente, resbalando por sus mejillas
hasta el cuello. Aún así estaba radiante. La calle se mostraba
repleta de gente. Los vecinos se ayudaban unos a otros en la limpieza
de los escombros. Varios sillares de grandes dimensiones procedentes
del campanario habían sido despedidos por la explosión, llegando
hasta allí convertidos en proyectiles que lo destrozaron todo a su
paso. Uno de aquellos bloques de piedra había impactado contra la
reja de una de las ventanas de su casa.
Berta
la ayudaba, mientras con sus pequeñas manos recogía los cascotes
que depositaba en el carretón. Entonces, ante la extrañeza de
Asunción, la niña quedó petrificada, mirando en dirección
opuesta, al final de la calle.
—¿Papá?
—dijo entonces la niña.
El
corazón de Asunción dio un vuelco y giró la cabeza en dirección
hacia el callejón, con un gesto espectante en el rostro. Un militar
las observaba desde la distancia, al principio de la calle. Llevaba
pantalones bombachos y una boina de color rojo, donde se adivinaba
una estrella de un tono amarillo brillante. El hombre las miraba a
través de sus lentes. Sujetaba al hombro un saco mientras comenzó a
andar en su dirección, despacio, como si disfrutara de aquella
visión, como si no tuviera ninguna prisa en que acabara. Entonces le
reconoció, el hombre que venía hacia ellas era Josef Kaufer, su
José.
Asunción
contempló a aquel hombre con ternura, al tiempo que las
lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas, mezclándose con la
suciedad que las cubría. Aquella mirada a lo lejos, mostraba a un
hombre de bien que anhelaba una vida sencilla. Su mayor deseo era
crear una familia con la mujer que amaba. Por ello se enamoró de él.
Era un hombre decente y de buenos sentimientos.
Al
ver la delgadez y las ojeras que marcaban su rostro, supuso que
habría sufrido mucho desde que se vieron la última
vez, hacia ya dos largos años.
Asunción
dio unos pasos temblorosos hacia adelante, y entonces echó a correr,
dispuesta a fundirse en un abrazo con el hombre que venía hacia
ella. Cuando llegaron el uno junto al otro, Josef apretó a Asunción
contra él, levantándola del suelo. Ella pasó los brazos alrededor
de su cuello, y lo besó. Entonces la pequeña Berta llegó junto a
ellos. Su padre la levantó en volandas mientras la llenaba de besos,
y de repente y con una pasmosa seriedad, dijo:
—Ya
te dijo papá que no te olvidaría, mi amor.
III
La
noche vestida de oscuridad cubrió el cielo y pequeñas atracciones
de feria cobraron vida. La plaza del Pla intentaba recuperar la
normalidad. Las autoridades habían preparado una verbena para
recibir a los soldados que estaban llegando a Burriana desde el
frente. Todo era luz, música, risas, gritos y conversaciones
animadas. Se había preparado un pequeño baile en la plaza, con
varios puestos de venta ambulante. El día anterior, casi todos los
muchachos del pueblo estuvieron colaborando con los organizadores del
pequeño festejo, ayudando a colgar los adornos de tiras de colores
que cruzaban las calles que acababan su recorrido en la plaza. Por
entonces, la mayoría de los vecinos habían regresado al pueblo.
Los
Granell organizaron una sencilla fiesta para celebrar el pequeño
permiso de que disfrutaría Josef. Él se sintió agrade-
cido
por el detalle, pero en realidad hubiera preferido no ser el centro
de atención y poder disfrutar de la tranquilidad de ver que todos
estaban bien y a salvo, aunque le encantó volver a ver a los
viejos amigos, entre los que se encontraba Juan Granell. El diputado
le puso al corriente de su llegada al pueblo. Y la impresión que le
produjo encontrar una gran campana en el patio trasero de su casa.
Cuando
finalizó la cena, Josef y varios invitados se acercaron a la plaza,
entre el bullicio y las puertas de las casas abiertas de par en par,
como si la guerra estuviera ya lejos de allí, como si no hubiera ya
nada que temer.
Él
lucía un elegante traje a rayas, con chaqueta cruzada con doble
botonadura y anchas solapas. El conjunto se completaba con una camisa
de cuello americano, corbata oscura y pañuelo blanco de bolsillo.
Caminaba de la mano de Asunción. Ella vestía una falda de tubo en
terciopelo de seda plisada. Una chaqueta tres cuartos en crepé y
unas sandalias con tacón y tiras de vivos colores que dejaban ver
los talones y los dedos a la vista. De la otra mano, Josef llevaba a
Berta.
La
niña vestía una falda de jaretas horizontales con volantes en la
zona inferior, mientras el cuerpo llevaba varias jaretas verticales,
con un remate en ondas en el cuello. Las mangas formaban volantes a
juego con la parte inferior de la falda. Ceñía su cintura un
precioso cinturón bordado en crochet, con una gran lazada por
detrás, mientras la espalda iba abotonada. La niña aprovechaba
cuando pasaban ante alguna tienda para observar con detenimiento su
reflejo en el cristal del escaparate.
Tan
pronto llegaron a la plaza, Josef compró varios dulces para su
hija. Berta sonrió al tomar su algodón de azúcar
mirando
de soslayo a su alrededor. La plaza lucía preciosa, adornada con las
tiras de guirnaldas de papel que la brisa agitaba.
Varios
grupos de militares bailaban alegremente. Josef y Juan Granell
charlaron durante horas, mientras su amigo le interrogaba sobre su
estancia en la cheka de Valencia. Más tarde, se sumaron a la
tertulia varios amigos y conocidos, entre los que se encontraban
Mossen Elias, el párroco, y Vicente Piqueres, el amigo y maestro
ebanista que había realizado la carpintería de la nueva casa.
Bien
entrada la noche, Josef y Asunción se despidieron de los demás y
regresaron al hogar.
Berta
dormía en su habitación, mientras ambos continuaron charlando
hasta altas horas de la madrugada, rodeados por el bullicio de la
calle que comenzaba a recuperar su normalidad perdida. Asunción le
comentó que al día siguiente a la ocupación, habían comenzado los
registros y la incautación de documentos. Los franquistas habían
actuado en la Subdelegación Marítima y en los locales de las
Juventudes Libertarias. También habían realizado detenciones en la
sede del Círculo Socialista y en los locales de Unión Republicana e
Izquierda Republicana, además de efectuar registros en el
Ayuntamiento. Ya habían llegado noticias de fusilamientos en masa,
tras juicios sumarísimos sin ninguna garantía.
El
general Franco había prometido que quien no tuviera las manos
manchadas de sangre, no tendría nada que temer de la justicia, y
muchos de los que huyeron, excombatientes y miembros de partidos y
sindicatos del Frente Popular, estaban volviendo confiados a sus
localidades de origen. Josef esperaba
que el general mantuviera su promesa y no comenzaran las represalias
contra los vencidos.
Josef
observaba a Asunción; estaba radiante. Había pensado comentarle
aquellos sueños tan extraños que le mortificaban desde hacía
meses, pero en aquel instante decidió no hacerlo.
Una
hora después, Josef entró a hurtadillas en la habitación de Berta
para ver como se encontraba su hija. Permaneció un buen rato
contemplándola en la semioscuridad, iluminada por la tenue luz de la
luna que atravesaba la ventana. Hasta se atrevió a acariciarle un
mechón de pelo sin llegar a despertarla. Con el paso de los años,
su hija había desarrollado un gran parecido físico con su difunta
esposa, por lo que no soportaba mirarla durante mucho tiempo seguido.
IV
25
de septiembre de 1938
Se
tocaba diana a las seis de la mañana. El campamento adquiría de
pronto una vida ruidosa, entre los gritos de los soldados y el
tintineo de los platos y los vasos de estaño. Se ordenaban en dos
filas, a partir de un enorme caldero de café y un gran cajón
colmado de mendrugos de pan con manteca, mientras esperaban
pacientemente la distribución del desayuno. A las siete se pasaba
lista y los hombres subían al monte
armados de pico y pala. Josef había sido enviado al sector de
Lebrancón, en la provincia de Guadalajara, donde se había iniciado
la construcción de una carretera desde aquella pequeña aldea hasta
la de Cuevas Minadas. La construcción de la pista recayó en él.
Josef se encargaba de la contabilidad y del avituallamiento de los
hombres, mientras el trazado recaía en un topógrafo que estaba a
sus órdenes.
Varios
hombres trabajaban colocando barrenos sobre el firme y otros
machacaban la piedra, mientras la carretera avanzaba con lentitud y
sigilo, como una gran serpiente.
Hasta
entonces, los hombres habían trabajado a lo largo de la llanura, y
la tierra a nivel hacía imposibles los errores. Pero desde allí en
adelante la pista tuvo que sortear los cerros y descender al valle
del río Gallo. Era necesario planear el trazado cuidadosamente. Esto
les llevó tres largas semanas, durante las cuales Josef se adaptó,
sin darse cuenta, a la rutina diaria.
El
último de los extraños sueños había tenido lugar el siete de
enero de aquel mismo año, por lo que hacía varios meses que
aquellas pesadillas habían dejado de mortificarle.
Josef
amanecía al tajo a caballo, un nervioso alazán de crines espesas, y
llevando el fusil en bandolera. En las primeras horas de la mañana,
parejas de soldados de caballería hacían un recorrido de
reconocimiento entre las posiciones, para intentar dar caza a los
francotiradores republicanos. Aquellos hombres con fusiles de
precisión se apostaban en lo alto de los cerros para intentar
entorpecer en la medida de lo posible la construcción de aquella
carretera. Un tiro afortunado les hacía partícipes del final de la
vida de un enemigo y de la disminución en el número de hombres
para
la terminación de la pista. Además, aquel maldito alemán estaba
continuamente en sus puntos de mira, pero aún no habían conseguido
darle caza.
A
la izquierda se sucedían las montañas de calizas y areniscas
rojizas, mientras a la derecha se alineaban los cortes arrancados a
la roca por el río Tajo. Verticales y encajonadas
arameras por las que fluían pequeños arroyos de orillas
cubiertas de sabinas, enebros, quejigos y encinas. El último tramo
de la pista discurría por un valle que no era más que el lecho
de una torrentera donde se vertían las aguas de las montañas en la
época de lluvias. El firme quedaba en alto, y enfrente se levantaban
varios cerros que cortaban el fondo del arenal.
Después
de una marcha de varias horas asfixiantes por el calor y el polvo
blanquecino levantado en la arena por las patas de los mulos,
llegaron al pie de Cuevas Minadas. Un arroyo trazaba un semicírculo
alrededor del cerro donde se asentaba el pueblo, cuya cresta era
plana, como si un gigante hubiera arrancado su cumbre. En aquella
llanura se encontraba la nueva posición. Era una extensión de
terreno rodeada de alambre de espino oxidado y roñoso donde se
amontonaba una Compañía de infantería y una batería de 75 mm,
protegidos por un círculo de diez mil sacos terreros. Dentro, les
recibieron tiendas de lona polvorientas y dos pequeños cobertizos de
madera y mampostería.
V
Josef
se encontraba de nuevo en Lebrancón. El 11 de octubre se había
vuelto a hacer cargo de la Compañía de ametralladoras y se dedicaba
a tiempo completo a intensas jornadas de instrucción.
El
amanecer llegó con una niebla helada, envolviendo el campamento en
la tristeza. Algunos hombres habían hecho una hoguera para intentar
entrar en calor. La línea republicana, a casi un kilómetro de
distancia, quedaba en la otra margen del río Tajo. Josef regresó al
barracón para tomar un escaso desayuno que constaba de pan duro y
jamón curado en aquellas frías tierras. Era una mañana triste, que
dedicó a pensar en los suyos. Asunción llegó a su memoria, y
después tuvo un recuerdo para su hija. Desearía estar junto a ellas
ante la chimenea, viendo las ascuas consumirse, escuchando sus voces
aterciopeladas, mientras hablaban de cualquier cosa. Lo que dijeran
era lo de menos.
Un
cabo entró en el cobertizo y dijo:
—Le
llaman por teléfono, señor. Es del cuartel general, al parecer
ha recibido un telegrama.
Josef
se sorprendió, ya que toda su correspondencia seguía llegando a
Villastar, y alguien se había tomado muchas molestias en localizarle
en aquel escondido rincón del alto Tajo. Preocupado salió del
cobertizo y se dirigió hacia una construcción de mampostería donde
se hallaba el puesto de mando.
Se
agachó para entrar y levantó un viejo teléfono de campaña.
—Kaufer
al aparato
—Buenos
días, alférez —dijo una voz ronca que él no conocía.
—Cabo
Herrera al aparato. Le llamo desde el puesto de mando de Villastar y
tengo un mensaje urgente de su casa. Es un telegrama que llegó desde
Burriana ayer mismo.
—¿Que
dice el mensaje, cabo?
—El
mensaje dice que su hija está muy enferma, señor —volvió
a decir la voz al otro lado de la línea.
Kaufer
se sentó sobre un cajón de madera. Los sueños..., por fin entendía
la razón por la que llevaba tanto tiempo teniendo aquellos malditos
sueños.
—¿Sigue
ahí, señor? —preguntó el cabo Herrera.
—Sí,
sí —dijo Josef—. Muchas gracias por hacerme llegar el
mensaje, cabo, es muy importante para mí.
—Espero
que todo vaya bien, señor —intentó decir Herrera desde
Villastar, pero el alférez Kaufer ya había colgado.
Josef
apoyó las manos temblorosas en el borde de la mesa mientras las
lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero estaba decidido a no llorar.
VI
A
las diez y media del día siguiente, y tras una noche de viaje sin
descanso, Josef entraba en Burriana. Había sido un largo viaje en el
que sus miedos se apoderaron de él. El pueblo se abrió
para recibirle entre escombros y casas en ruinas, pero él no tuvo
tiempo de ver nada. Asunción no confiaba en que pudiera conseguir un
pequeño permiso para desplazarse a casa, y se sorprendió al verle
llegar. Él también se extrañó del ambiente triste que envolvía
la vivienda.
Los
frasquitos de medicinas acaparaban la mesita en la habitación de
la pequeña. Berta estaba postrada en la cama con su cabeza hundida
en un almohadón. Josef cogió su mano cálida y la acercó a su
mejilla. La niña tomó la suya y comenzó a besarla, acercándola a
su rostro.
Berta
había contraído Tuberculosis, y durante todo aquel mes su salud
había empeorado. Por las noches apenas dormía, envuelta en la
colcha, sudando acurrucada en la cama; y durante el día se sentía
dominada por una inmensa debilidad. Las continuas náuseas le
impedían comer, por lo que la niña perdía peso sin remedio.
Josef
se sintió culpable por que fueran otras personas las que ocuparan su
tiempo en el cuidado de su hija. Maldijo aquella guerra que le
impedía dedicarse por completo a ella, asimilando con más tiempo y
detalle su crecimiento. Consideraba que aquello no era vida para
ninguno de los dos, y creyó que tal vez debía haber marchado con la
pequeña a Alemania hasta el fin de la guerra.
El
doctor le había recetado unos medicamentos que en el mejor de los
casos llevarían a la niña a una notable mejoría, pero que debido a
sus efectos secundarios, tendrían nefastas consecuencias en su
esqueleto. Además, les aconsejó que debía descansar, aunque era
conveniente que tomara aire puro, por lo que Josef aprovechó
aquellos días para dar largos paseos por la playa con su hija en
brazos.
La brisa mecía sus cabellos, mientras el agua de la orilla
acariciaba sus pies. Berta era feliz con aquellos paseos por la
orilla del mar. Deseó que su padre no tuviera que marchar de nuevo.
Josef
aprovechó aquellos días para meditar y hablar consigo mismo sobre
lo que esperaba del futuro. Tras darle muchas vueltas, supuso que su
vida estaba en un momento de transición, y deseó que la guerra
terminara cuanto antes. Volvió al frente una semana después, pero
sus pensamientos ya no volverían a estar donde debían.
VII
26 de enero de 1939
Eran
las 06:15 de una noche fría y despejada, cuando Josef llegó con
treinta y cinco Requetés voluntarios al Vado Salmerón, un lecho
bajo lleno de fango que cruzaba el río Tajo. El negro barro se
apareció amasado por pies de hombres, huellas de vehículos y patas
de caballos. Los republicanos habían construido un pequeño puente
allí cerca y el alto mando temía que estuvieran preparando un
asalto a sus líneas. Para evitar sorpresas, Josef había recibido la
orden de volar aquel puente. Los hombres avanzaron semiagachados por
la línea de la orilla.
Al
final del recodo del río se encontraban los republicanos. El único
sonido que les acompañaba era el rumor de la co-
rriente.
Josef inspeccionó el territorio circundante. Al sur el río se
ensanchaba, fluyendo entre marismas, mientras al norte la orilla
estaba salpicada de grupos de pinos y pequeñas arboledas. A cien
metros al oeste se encontraba el puente, y tras él se veían varias
trincheras. Armados con fusiles y una ametralladora, se lanzaron
hacia el puente bajo la protección de la noche.
Josef
ordenó a sus hombres que permanecieran tras las rocas, mientras él
se adelantaba hasta el puente para echar un vistazo. No pensaba
arriesgar las vidas de sus muchachos si podía evitarlo. Entonces, el
puente apareció ante él. Aquella sencilla estructura de vigas de
hierro se apoyaba sobre dos pilares centrales, en medio del río.
Pero el enemigo había retirado varias secciones del firme que daba a
la orilla donde se encontraba él.
Josef
maldijo en silencio, aquello imposibilitaba el llegar hasta los
pilares del puente y colocar las cargas explosivas. Separó el
alambre espino que corría paralelo al puente e intentó pasar a
través de él sin enredarse. Se acercó a la orilla, para comprobar
que el excesivo caudal le dificultaba llegar a nado hasta los pilares
del puente.
Se
preparaba para volver atrás, cuando un repentino ruido le hizo mirar
hacia el norte.
Nunca antes había
visto tanto movimiento de tropas en los meses que llevaba vigilando
aquella orilla. Varias piezas de artillería eran arrastradas hacia
un claro, mientras les seguía un camión cargado, supuestamente, con
munición pesada.
Entonces apareció un
grupo de hombres empujando una gran ametralladora que colocaron a la
derecha del camino, tras el parapeto de una pequeña trinchera.
Josef
trepó sobre un lado del camino para ver a varios camiones que
aparecieron de pronto. Con rapidez, descendieron de ellos lo que a él
le parecieron dos Compañías al completo, a juzgar por los cerca de
doscientos hombres que comenzaron a sentarse contra los troncos de
los árboles del bosque aledaño a la orilla. Les vio perfectamente
gracias a la luz de la luna, echados sobre un costado. La luz les
daba de lleno en la cara, mostrando sus gorros de campaña echados a
un lado. Aquello tenía que formar parte de una cadena de posiciones
fortificadas que debían extenderse entre las montañas de la margen
izquierda del río.
Le
dio la impresión de que aquellos hombres se estaban preparando para
un ataque inminente.
Con
precaución, volvió sobre sus pasos y tomó la decisión de retirar
sus fuerzas, ordenando volver a Lebrancón. Desmontaron la
ametralladora, se colgaron los fusiles a la espalda y comenzaron a
retroceder. Josef volvió a dirigir la vista hacia el puente,
mientras maldecía, después se sumó a sus hombres en la retirada.
Llegaron
a su campamento sobre las 11.00 de aquella mañana y Josef se
apresuró a llamar al cuartel general para informar del movimiento de
tropas y del inminente ataque. Se sentó frente a la máquina de
escribir y comenzó a redactar un informe. Una vez terminó, se lavó,
comió algo y volvió a salir con tres hombres hacia el Vado
Salmerón.
Su reloj marcaba las 13:00 horas, cuando llagaron frente al puente. El
efecto sorpresa otorgó ventaja a los dos Messerschmitt Bf-109E-1 de
la Legión Cóndor y pertenecientes al Jagdgruppe 88.
Los
dos cazabombarderos habían despegado desde el aeródromo
de Santo Tomé, en Segovia. Volaban muy bajos, mientras el ruido
lejano se convertía en un fuerte zumbido que ahogó los demás
sonidos, envolviendo el valle en un estruendo ensordecedor. Los
republicanos levantaron las cabezas, pero tuvieron tiempo para poco
más. Esperaron en tensión desde los refugios la caída de las
bombas.
Los
cazas descargaron 4 bombas de 50 kilogramos cada una, entre el puente
y el punto donde estaban destacados los republicanos, al mismo tiempo
que barrían la posición con sus 2 ametralladoras MG 131 de 13 mm.
Un
silbido estremecedor anunció la caída de las bombas y el tronar de
las explosiones se mezcló con el eco que devolvían las colinas,
convirtiendo aquel recodo del río en un manicomio infernal.
Sobre
las 13:15 un fulgor blanco estalló en el cielo, absorbiendo la luz
del sol.
Josef
había alcanzado la orilla del vado cuando saltó el puente. Hubo un
estrépito endemoniado, mientras el centro de la estructura se
levantó por los aires, describiendo una gigantesca ola.
La
violencia de las explosiones le dejó sin aliento, mientras varios
sectores del puente comenzaron a caer lentamente. La mayor parte de
la estructura se precipitó al río. Las grandes columnas y largueros
repletos de remaches caían al agua para desaparecer bajo la
superficie. La rotura de los puntales que sujetaban la estructura a
las orillas proyectó restos de fragmentos y remaches en todas
direcciones, con una fuerza que los convertía en verdaderos
proyectiles.
Cuando todo terminó,
Josef levantó la cabeza y observó lo que quedaba del puente. Toda
la sección central había desaparecido. El camino y el lecho del río estaban sembrados de restos
retorcidos, mientras el humo comenzó a saturar el aire.
El
pequeño bosque donde antes habían estado las dos compañías
enemigas era ahora pasto de las llamas, y en el campamento enemigo
todo eran gritos y confusión.
Josef
se limpió las gafas con un pañuelo, con parsimonia. Frotó a
conciencia. Las miró al trasluz con un gesto de satisfacción y se
las puso. Recogió su fusil, se lo echó al hombro y junto a sus
hombres, comenzó a subir la cuesta en dirección al bosque. Aún se
oía el rumor de los Messerschmitt alejándose, cuando desató el
caballo. Montó y hundió las espuelas en los flancos de su
montura, precipitándose camino arriba, con la sola compañía del
martilleo de los cascos.
Dos
días más tarde, Josef recibía un telegrama desde San Sebastián,
en el que se le comunicaba su ascenso al grado de teniente del Tercio
de Requetés de Santigo.
Finalmente
serían enviados a bordo de camiones hacia Teruel. A
finales de marzo comenzaron a llegar las primeros rumores sobre el
fin de la guerra, que se daría por terminada el 1 de abril de 1939
con el último parte de guerra firmado por Francisco Franco,
declarando su victoria.
Dos
días después, Josef salía con sus hombres hacia Valencia para
participar en el Desfile de la Victoria por las calles de la capital.
Josef lucía la Medalla de Campaña, dos Cruces Rojas y dos Cruces de Guerra. Aquel mismo día pedía ser licenciado del ejército, pero se lo denegaron, y aún tuvo que esperar varios meses, recibiendo la notificación el trece de julio. Por fin volvía a casa.
Josef lucía la Medalla de Campaña, dos Cruces Rojas y dos Cruces de Guerra. Aquel mismo día pedía ser licenciado del ejército, pero se lo denegaron, y aún tuvo que esperar varios meses, recibiendo la notificación el trece de julio. Por fin volvía a casa.
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