5
9 de junio de 2013
I
El
segundo viaje a casa de Marta llegó transcurridos unos meses. Fuimos
a devolverle los documentos que me había prestado en la primera
visita, meses atrás, incluida la fotografía de Hubert. Aquel día
se empeñó en que nos quedáramos a comer, y conocimos a un gran
hombre, su esposo Pedro.
Creí
que aquel sería el último viaje; que tras devolverle los
documentos, tardaría en volver a ver a aquella mujer. Pero nada más
lejos de la realidad. Tomamos asiento en aquella acogedora salita y
ella se acomodó a mi lado, con un gran sobre entre sus manos. De él
extrajo varios sobres más, donde se clasificaban un gran número de
papeles, planos, documentos, y cartas de la Guerra Civil Española.
Todos propiedad de su padre, Josef Kaufer. Entre ellos se encontraba
un pequeño librito con las cubiertas de piel oscura, que ella me
entregó.
—Quiero
prestarte algo —dijo—. Es un objeto muy preciado para mí. Con
esto podrás conocer mejor a mi padre.
Se me ocurrieron muchas cosas que decir, pero las palabras no
salieron al exterior. Tomé aquel diario con el nerviosismo con que
un amante de la historia sostiene un tesoro, con la veneración que
merece un preciado objeto. Abrí la cubierta con emoción y gratitud,
y con el temor de dañar aquellas frágiles hojas. Como si en
realidad aquello no fueran páginas escritas, como si fuera una
voz que llegaba a mí desde muy lejos, en el tiempo.
Pronto
comprobé que aquel era el diario que su padre había comenzado a
escribir el 24 de diciembre de 1936, cuando llegó al puerto de
Pasajes, desde Alemania. La última página tenía fecha del 29 de
junio de 1939, recién terminada la Guerra Civil.
Todo
estaba allí, el comienzo de la contienda, los sueños, la enfermedad
de Berta, y el recuerdo diario a los suyos desde el frente. Incluso
la toma de Burriana por el Ejercito Nacional y su vuelta a casa tras
el derrumbamiento del campanario.
Él
seguía vivo en aquellas páginas. La persona que fue Josef Kaufer
Zeller.
Aquella
mañana tuve la curiosa sensación de que, sin esperarlo, comenzaba a
formar parte de aquella familia, y de la historia que se desencadenó
entre Hubert Sasse y Josef Kaufer en 1943. A media tarde regresamos a
casa con la gratitud que me inspiraba el hecho de que ella me hubiera
confiado su tesoro. Los días siguientes los pasé perdido entre las
páginas de aquel humilde manuscrito donde una procesión de
historias y sucesos parecían surgir con voz profunda desde un pasado
desconocido para mí, y que Josef se encargó de plasmar con la
pluma, para que pasado el tiempo, emergieran de la niebla que los
ocultaba.
II
24
de diciembre de 1936
Mientras
el barco arribaba al puerto de Pasajes, a Josef Kaufer se le ocurrió
la posibilidad de que el recibimiento en España no fuera como él
esperaba. Se armó de valor por si tenía que llevarse una
desilusión.
Las
espectativas que abrigaba propiciaron que el nerviosismo hiciera
presa en él. Apoyado en la barandilla, sacó una pequeña libreta
con tapas de cuero que se convertiría en su diario, y dedicó un
momento para tomar unas cuantas notas de lo vivido los últimos días.
A
su llegada a Alemania, meses atrás, le esperaba un telegrama en
el que Asunción le informaba de que todos estaban bien, y
además le comentaba algo que entristeció a Josef, el día 23 de
agosto, una semana después de su salida de la prisión de La Sang,
sus compañeros de celda fueron fusilados.
Aquel
puerto estaba ubicado en la desembocadura de la ría de Pasajes,
aislado del oleaje del Mar Cantábrico y comunicado con éste
mediante un estrecho canal natural. La bocana del puerto era
relativamente estrecha.
Desde la cubierta paseaba la vista, mientras recordaba su despedida de
Asunción, cuatro meses atrás. Esperaba que le perdonara por no
cumplir su promesa de permanecer en Alemania, a la espera del fin de
la guerra. Pero él no había
sido nunca hombre de estar
con los brazos cruzados. No iba con su talante el esperar que los
demás solucionaran los problemas por él.
El
pueblo de Pasajes se asentaba cobijado entre los montes Ulia y
Jaizquíbel y estaba formado por cuatro barrios situados en torno a
la ría. Josef desembarcó para quedar inmerso en el bullicio del
puerto pesquero, abriéndose paso a través del gentío y entre
carretas de pescado. Aquella mañana se puso a disposición del
comandante Militar para alistarse en el Ejercito Nacional. Aquel
hombre le envió a la Comandancia General, en San Sebastián, y a
media tarde se presentaba en el Cuartel del Requeté.
Allí
se preparó a pasar las que supuso, serían las Navidades más
tristes de su vida, lejos de los suyos.
Josef
se hospedó en un hotel que había sido requisado por el ejército
para alojar a todos los voluntarios que iban llegando desde todas
partes. Observaba desde el ventanal los jardines de la ciudad, en un
día húmedo. El aspecto tormentoso no invitaba a salir mucho más
lejos de algo que le pudiera resguardar de la lluvia. La calle
principal era el perfecto escenario para coger un buen resfriado. El
militar observó la terraza cubierta de un café, a pocos metros de
allí. No sabía exactamente cual era el motivo que le llevo a salir
y cruzar sobre aquella avenida asfaltada de hormigón. Pero lo hizo,
yendo a sentarse en un banco del pequeño parque cercano a las mesas
de la terraza de aquel restaurante. Pidió un café y volvió tras
sus pasos al pequeño banco.
Aquel
café le sentó muy bien aquella tarde fría. Permaneció allí
sentado con aquella taza
caliente entre las manos, lo que le sirvió para volver a recordar a
los suyos.
Intentó
tomar alguna idea de a donde querría poder escapar para perder de
vista aquella locura en que se había convertido España. Pasó un
par de días en aquel café, en compañía del capellán del Tercio
de Requetés del Alcázar, José María Lamamié de Clairac y Alonso.
A pesar de su juventud, pues apenas frisaba los 25 años, aquel joven
mostraba un alto nivel intelectual, y a Josef le encantó compartir
varios momentos con él, intentando arreglar el mundo junto a dos
humeantes tazas de café.
El
día 31 salía hacia el frente de Teruel para incorporarse al Tercio
de Santiago. Durante el trayecto, el tren recibió fuego de
ametralladoras por parte del enemigo, sin mayores consecuencias. El
primer día del estrenado año de 1937, Josef se levantó temprano
para ir a la Iglesia. Allí conoció a parte de su unidad, hombres
sencillos que no tenían muy claro por qué estaban allí.
La
noche del día 2 de enero embarcó en un camión con varios
nacionales pertrechados con sus Mauser 1893, y al amanecer se
detuvieron en Villastar, una pequeña aldea a orillas del río Turia
y a diez kilómetros de Teruel. Allí sintió por primera vez la
sensación de estar en el frente. Cientos de soldados cruzaron ante
él descargando suministros, mientras grandes cajas de armamento eran
almacenadas en varios cobertizos.
Una Compañía de tanques Trubia A4 atravesaba la población entre el
ronquido de sus motores, mientras levantaban una densa polvareda a su
paso. Aquellos vehículos
incorporaban una torreta especial diseñada en dos mitades
articuladas, las cuales podían operar independientemente, ca-
da una armada con una
ametralladora. Teóricamente, si una ametralladora se encasquillaba,
el vehículo disponía aún de otra para poder defenderse.
A
medio día recibió la orden de ingresar en la plana mayor, y las
siguientes jornadas las dedicó a recorrer los diferentes frentes.
El
día 15, el recién nombrado alférez Josef Kaufer Zeller, fue puesto
al mando de la 2ª Compañía de Ametralladoras, compuesta por
unos 63 hombres. Habían tomado posiciones en las laderas de la Muela
de Villastar, una mole rocosa que superaba los 1000 metros de
altitud. La compañía pasaría varias semanas de instrucción con
las ametralladoras Hotchkiss Mle 1914 de calibre 7 mm.
Josef
conocía la merecida fama de aquellas armas, por algo fue la
ametralladora estándar del Ejército francés durante la Primera
Guerra Mundial. Aunque pesada, era resistente y fiable.
El
cañón tenía cinco grandes aletas circulares que ayudaban a su
enfriamiento y retrasaban su sobrecalentamiento. El cilindro de gases
situado bajo el cañón tenía un pistón regulable que podía
ajustarse hasta la cadencia de 450 disparos por minuto. La Hotchkiss
estaba formada por 32 piezas y no tenía tornillos o pasadores,
haciéndola fácil desarmar y mantener.
Todos
los componentes de la ametralladora estaban hechas de forma que era
imposible equivocarse al ensamblarlas. Aquella arma era fácil de
alimentar por un equipo de tres sirvientes. Los peines portaban 24
proyectiles, que eran eyectados automáticamente tras haber sido
disparado el último, dejando el cerrojo abierto. La
introducción de un peine lleno en la
ametralladora soltaba el cerrojo y el fuego continuaba.
III
28
de enero de 1936
La
lluvia fría caía formando pequeños torrentes sobre el suelo
arenoso. El ruido sobre el techo del barracón era ensordecedor.
Kaufer suspiró y miró a través de un orificio que hacía de
ventana. Apenas se podía ver a algunas decenas de metros la línea
de frente que se extendía más allá, envuelta en una neblina baja.
Llevaba
varios días sin parar de llover. Josef aprovechó para escribir en
su diario y dedicar prolongados recuerdos a los suyos. Arrebujado en
su manta, observaba los copos de aguanieve, cayendo con similar
pereza a la que invadía su ánimo. Los oficiales acudían a su
barracón, donde se reunían a charlar, mientras esperaban que el
enemigo moviera pieza.
La
lluvia paró finalmente, avanzada la noche. Josef se levantó con
el alba y abandonó el refugio. Alzó los prismáticos a los ojos,
los enfocó y examinó las alambradas que los republicanos habían
instalado en tierra de nadie, en la otra orilla del río Turia. El
enemigo les observaba también, en silencio. Kaufer regresó al
refugio y se dedicó a observar las fotografías aéreas tomadas días
antes, nada había cambiado.
Aunque
aquel rudimentario cuartel de invierno estaba próximo
a Villastar y demasiado desprotegido junto al río, era muy probable
que quedara como definitivo. Se dedicaron los días siguientes a
reforzar el sistema de trincheras y el puesto de mando con muros de
mampostería. En cuanto a las tiendas de campaña, se repararon en lo
posible para evitar las incontables goteras en días de lluvia. La
provisión de alimentos, en ocasiones se retrasaba, y cuando llegaba
solía hacerlo en malas condiciones.
Dos
días después recibió la orden de bajar de su posición al centro
de mando. Cuando llegó lo enviaron a la sección de Radio de
Campaña. Aquella noche se encargaría de traducir el discurso
radiado que Adolf Hitler dirigiría desde Alemania a los hombres del
Ejercito Nacional. Entre los asistentes aquella noche, conoció al
coronel Domingo Rey d'Harcourt, al mando de la guarnición de Teruel.
IV
28
de agosto de 1937
El
subsector de Villel se extendía entre la ladera oeste de La Muela de
Villastar y el cerro llamado Las Hoyuelas. El día anterior se habían
ocupado Los Altos de Marimezquita, batiendo el pueblo y la carretera
que llevaba a Villastar.
Los
hombres de Josef se encontraban a una buena
distancia para acometer un asalto a las Hoyuelas. La 57ª Brigada
Mixta Republicana, al mando del comandante de infantería José Velasco Barcia,
avanzaba por la margen izquierda de la carretera, dispuestos también
para la toma del cerro. Josef Kaufer guiaba a la 2ª Compañía de
ametralladoras directamente hacia varios de los batallones del flanco
izquierdo enemigo que estaban consiguiendo acceder a Las Hoyuelas.
Una vez que se batieran en retirada, lanzarían su asalto sobre la
ladera, intentando la conquista de la cima.
La
primera parte de la batalla se celebró entre barrancos y
torrenteras. Josef era consciente de su inferioridad numérica,
considerando una temeridad enfrentarse con el enemigo en campo
abierto, por lo que optó por la táctica de guerrillas, a base de un
pequeño e imprevisto ataque para desaparecer a continuación sin
dejar rastro.
A
la hora concertada se lanzó un ataque de distracción consistente en
grupos de asalto del pelotón de reconocimiento junto a varios carros
de combate. Los Trubia A4 tenían la misión de atraer el fuego
enemigo, y se trasladaron por la carretera de Villel. Los hombres de
Josef avanzaron hacia los primeros búnkers de la línea enemiga,
tomándolos a bayoneta calada. El ataque había tenido éxito y el
grueso de las tropas ya estaba en marcha sobre Las Hoyuelas. Pero en
aquel momento Josef y los suyos estaban a escasos 200 metros de las
trincheras republicanas y el fuego se hizo cada vez más denso y
preciso, a medida que el enemigo ganaba terreno y la distancia
disminuía.
La
trinchera en la que se resguardaron estaba siendo sometida a fuego de
mortero que, de momento, caía tras ellos. Tenían que salir de allí.
Josef
y los demás retrocedieron sobre los riscos de la sección
sur del cerro, bajo un pesado y preciso fuego enemigo. Pronto
advirtió que los batallones republicanos que habían conseguido
llegar a Las Hoyuelas estaban muy bien situados frente a ellos y que
el fuego provenía de varios puntos. Josef llamó a sus hombres y
cargaron ladera arriba.
De
repente, una ametralladora Maxim frente a ellos abrió fuego e hirió
a dos de sus hombres, mientras dos balas le destrozaban a Josef la
hebilla del cinturón, sin herirle. Aunque el resto de la 2ª
Compañía de ametralladoras ya ascendía hacia la cima, él y los
demás habían quedado entre dos fuegos.
Kaufer
se arrastró hacia el nido de ametralladora con una granada de mano,
con su pelotón cubriéndole bajo una intensa cortina de fusilería.
Los proyectiles rebotaban en las rocas a su alrededor, cuando Josef se
colocó bajo un promontorio que protegía la posición enemiga.
Arrojó la granada y gritó a su pelotón que avanzase. Los hombres
saltaron y cargaron sobre el nido de ametralladora para constatar que
todos habían muerto.
Cargaron
aquella vieja Maxim y corrieron hacia el siguiente promontorio. A su
retaguardia el grueso de las tropas republicanas les pisaba los
talones y ante ellos, un par de nidos de ametralladoras les seguían
cortando el paso. Los republicanos fueron ganando posiciones, hasta
que los hombres de Josef pensaron que iban a morir aquel día.
Entonces,
la llegada de la 2ª Compañía de ametralladoras cambió las tornas.
Los dos nidos fueron asaltados y se inició una feroz persecución en
la que las tropas republicanas se disgregaron, perdiendo la
infantería sus líneas de combate y replegándose hasta la margen
izquierda del barranco de Fuensanta, hacia el sur de Villel.
Al
día siguiente Josef llegó a caballo hasta el barranco. Éste bajaba
muy crecido por las continuas lluvias que habían caído la semana
anterior. Ambos bandos habían decidido fortalecer sus posiciones a
ambos lados del cauce, cavando trincheras paralelas a sus márgenes.
Enfrente,
los republicanos observaban en silencio a aquel hombre que paseaba a
caballo entre las posiciones. El comandante Velasco salió de su
tienda para fijarse en él, le habían hablado de aquel alemán que
tantos quebraderos de cabeza estaba causando.
— ¡Eh!
¡alemán! ¡hijo de puta! —gritó Velasco.
Josef
se paró para observar a aquel hombre.
—¡Ven
aquí, con nosotros, y te colmaremos de riquezas!.
Josef
siguió su camino, mientras era observado desde la otra margen del
barranco.
Aquel
día, el Ejército Republicano puso precio a su cabeza. A partir de
entonces, aquel alemán estaría en el punto de mira de cualquier
francotirador republicano apostado sobre algún promontorio.
Días
después y a consecuencia de la pérdida de la posición de Las
Hoyuelas por los republicanos, el comandante Velasco sería
destituido.
V
15 de diciembre de 1937
Josef
Kaufer salió gateando de la trinchera, y sin pensarlo, echó a
correr por la tierra de nadie. La noche se abatía sobre el lugar,
convirtiendo aquel bosque en algo tenebroso y lúgubre. Árboles sin
edad de gigantescos troncos, y ramajes siniestros que se descolgaban
hasta el suelo, entrechocando con un sonido espantoso, como manos
grotescas.
Formaban
una tupida cubierta a través de la cual no entraba la luz del sol,
produciendo una absurda mezcolanza entre el amanecer y el anochecer.
La humedad era tan intensa que le costaba respirar, pero tenía que
encontrarla, tenía que encontrarlas a las dos.
Innumerables
senderos cruzaban ante él, perdiéndose en el profundo espesor del
bosque.
Corrió,
contra el viento que intentaba abatirlo levantando arbustos resecos
que arrancaba del suelo y lanzaba contra él, mientras los sonidos
del bosque lo envolvían. Pero Josef no podía abandonar, tenía que
encontrarlas.
En
el lugar más recóndito del bosque, ante él, apareció lo que
parecía una pantanal, de aguas negras y pútridas. Allí, en el
centro, las vio. Asunción llevaba a Berta de la mano, y las dos
estaban cubiertas hasta las rodillas de aquel lodo siniestro.
Asunción vestía toda de negro, mientras intentaba proteger a
la niña, ¿pero de qué?.
Berta estaba pálida y extremadamente delgada. Las dos se encontraban de espaldas,
mirando en otra dirección, y no le veían. Josef comenzó a andar
hacia ellas, hundiéndose hasta la cintura. Intentó avanzar con
todas sus fuerzas, pero estaban demasiado lejos de él. Deseaba
llegar, pero como solía pasar en los otros sueños que había
tenido, sus manos, intangibles,
resbalaban en el lodo, impidiéndole avanzar. Entonces, las dos se
volvieron hacia él. Sus labios se movían, pero él no
podía distinguir las palabras que de ellos salían. Un manto de
niebla putrefacta surgía del suelo boscoso, cubriendo las oscuras
aguas del pantano, ascendiendo lentamente.
De
repente, de entre la negrura de aquel hediondo vapor surgió una
presencia. Josef no le veía, pero percibió un sonido susurrante,
sabía que había alguien allí. Aquella presencia llamó a la
pequeña. Asunción intentó protegerla con todas sus fuerzas, pero
la niña sintió que la llamaban y se soltó, avanzando a través del
pantano, alejándose mientras Asunción intentaba llegar a ella,
gritando. Josef también intentó gritar pero cuando estaba a punto
de hacerlo, el temor desapareció, y fue reemplazado por una oleada
de ternura y pena.
Entonces
despertó sobresaltado, tratando de recomponer los retazos del sueño
antes de que se diluyera en su memoria. Durante un instante
permaneció inmóvil, luego se incorporó en su catre, enrolló la
delgada manta, la dejó a los pies y se vistió. Observó sus botas
de caña alta, empapadas de la noche anterior, metió los pies en
ellas y suspiró.
Hacía
un mes que Josef había llegado a Orihuela del Tremedal con un
pelotón a caballo. Aquel día de pleno invier-
no
partieron sobre las seis de la madrugada, sin víveres ni abrigo, en
una penosa marcha por la inmensa llanura cubierta de nieve que duró
dos días.
En
el centro de la columna, varias mulas iban pertrechadas con el
armamento. Fue una dura prueba para hombres y caballos.
Aquella aldea se encontraba a 62 kilómetros de Teruel, la capital
provincial; en el límite con la provincia de Guadalajara. A su
llegada, la población les recibió entre vítores, mientras las
mujeres repartían alimentos entre los soldados.
Al
día siguiente quedaron incomunicados, rodeados de montañas de
nevadas cumbres. Las patrullas que se aventuraban en la nieve,
volvían con heridos, debido a las minas republicanas sepultadas bajo
la nieve. El pelotón de Josef pasó las navidades entre pequeñas
escaramuzas, mientras él siguió teniendo aquellas pesadillas que le
producían incertidumbre, y recibiendo escasas y desalentadoras
noticias del exterior.
Dos
días más tarde, el 17, la Muela de Villastar caía en manos del
enemigo, y el 19 las tropas republicanas llegaban a los arrabales de
Teruel. A partir de entonces las operaciones militares dentro
de la ciudad se desarrollaron con una conquista calle por calle, con
gran cantidad de bajas civiles. Para el día de navidad los
republicanos ya se habían hecho con la mayor parte de la capital, y
finalmente las tropas franquistas al mando del coronel Rey d'Harcourt
se rendían el 8 de enero a los republicanos. Rey fue juzgado por
traición a la República y quedó encarcelado en Barcelona. Pero
Teruel iba a durar poco tiempo en manos de los republicanos. El 17
de febrero, el general Yagüe cruzó el río Alfambra y avanzó hacia el
sur por la margen derecha, aislando la ciudad desde el norte. Al día
siguiente el Cuerpo de Ejército de Galicia del general Aranda atacó
por el sur. Entonces, los dos generales franquistas iniciaron un
movimiento envolvente sobre la ciudad.
Al
comienzo del día 20 quedaron amenazadas por ambos lados las
comunicaciones con Valencia por carretera y ferrocarril, y los
republicanos, conscientes de la amenaza, lanzaron fuertes
contraataques a lo largo de toda la línea del frente para detener la
ofensiva, pero no pudieron evitar que el 21 de febrero quedase
totalmente cercada Teruel. Al anochecer de aquel día, el cerco
estaba completamente cerrado y las tropas republicanas quedaban
sitiadas sin suministros.
No
fue hasta la mañana del 22 de febrero, cuando los hombres de Josef
recibieron la noticia de la entrada en Teruel de las tropas
nacionales, sin apenas encontrar resistencia republicana. Al llegar a
la pequeña capital de provincia, los soldados y mandos nacionales
apreciaron la devastación de la ciudad
con cientos de edificaciones destruidas. En contraste con otras
victorias, allí no hubo una entrada triunfal, ni alegría por parte
de los vencedores.
La
batalla de Teruel había sido una dura prueba para el Ejército
Popular de la República y de su capacidad para organizarse y
efectuar operaciones militares solventes frente a un enemigo mejor
armado y más profesional. Teruel sería la primera y única capital
de provincia conquistada por los republicanos, y lo fue por muy poco
tiempo y a un precio demasiado elevado para la República.
Al
final, Teruel se convirtió en una batalla de desgaste donde
ambos bandos consumieron hombres y recursos para la posesión de
aquella pequeña ciudad de provincias. Para Franco, abandonar Teruel
suponía un desprestigio político que no estaba dispuesto a
permitir, a pesar de que aquella plaza no tuviera ningún valor
militar o estratégico. Después de todo, desde diciembre su
principal objetivo era la conquista de Madrid.
VI
Se
puso su gorra y se frotó la cara con tierra húmeda. Subió una
pequeña hondonada y rodeó el parapeto en la oscuridad, por el punto
en el que una trinchera de comunicación hacía intersección con la
trinchera frontal. Josef corrió medio agachado por la colina,
mientras se acercaba a la primera línea de alambradas del enemigo. A
medida que se aproximaba, la línea de protección se fue haciendo
visible.
Ambos
bandos solían enviar gente a hacer rondas nocturnas, por lo general
oficiales. Llegó tan cerca que podía escuchar a dos centinelas
republicanos discutir por un cigarrillo. Se agachó al máximo, con
el rostro a unos centímetros del suelo. La fría temperatura le
empañaba las lentes. Las rodillas le dolían en aquella postura
forzada. Avanzó por el lateral de los postes que sujetaban la
alambrada y volvió sobre sus pasos.
Durante
el día, los francotiradores y los observadores hacían que el
movimiento fuese peligroso. Por ello, las trincheras estaban más
activas durante la noche, cuando la
cobertura
de la oscuridad permitía el movimiento de las tropas y de los
suministros, el mantenimiento y la expansión del alambre de espino y
el reconocimiento de las defensas enemigas. Las incursiones en tierra
de nadie intentaban detectar patrullas enemigas, así como indicios
de un posible ataque.
Al
llegar a la línea nacional bajó la hondonada, y entonces escuchó
que alguien gritaba.
—¡Alto!
¿Quien, va?.
Josef
no respondió, y el centinela volvió a preguntar, dos veces más.
Kaufer siguió sin contestar.
Entonces,
siguiendo las ordenanzas, el joven disparó su fusil.
Kaufer
se tiró al suelo y hundió la cara en el fango, mientras la bala le
pasaba rozando. Entonces varios soldados del destacamento se
acercaron a la carrera. Josef apareció de entre las sombras para
ver al muchacho que le había dado el alto. El joven palideció al
comprobar que había disparado a un oficial. Josef se acercó, y ante
el asombro de los demás, felicitó al centinela.
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