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viernes, 29 de noviembre de 2013




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9 de junio de 2013

I


El segundo viaje a casa de Marta llegó transcurridos unos meses. Fuimos a devolverle los documentos que me había prestado en la primera visita, meses atrás, incluida la fotografía de Hubert. Aquel día se empeñó en que nos quedáramos a comer, y conocimos a un gran hombre, su esposo Pedro.
  Creí que aquel sería el último viaje; que tras devolverle los documentos, tardaría en volver a ver a aquella mujer. Pero nada más lejos de la realidad. Tomamos asiento en aquella acogedora salita y ella se acomodó a mi lado, con un gran sobre entre sus manos. De él extrajo varios sobres más, donde se clasificaban un gran número de papeles, planos, documentos, y cartas de la Guerra Civil Española. Todos propiedad de su padre, Josef Kaufer. Entre ellos se encontraba un pequeño librito con las cubiertas de piel oscura, que ella me entregó.
   —Quiero prestarte algo —dijo—. Es un objeto muy preciado para mí. Con esto podrás conocer mejor a mi padre.
  Se me ocurrieron muchas cosas que decir, pero las palabras no salieron al exterior. Tomé aquel diario con el nerviosismo con que un amante de la historia sostiene un tesoro, con la veneración que merece un preciado objeto. Abrí la cubierta con emoción y gratitud, y con el temor de dañar aquellas frágiles hojas. Como si en realidad aquello no fueran páginas escritas, como si fuera una voz que llegaba a mí desde muy lejos, en el tiempo.
   Pronto comprobé que aquel era el diario que su padre había comenzado a escribir el 24 de diciembre de 1936, cuando llegó al puerto de Pasajes, desde Alemania. La última página tenía fecha del 29 de junio de 1939, recién terminada la Guerra Civil.
   Todo estaba allí, el comienzo de la contienda, los sueños, la enfermedad de Berta, y el recuerdo diario a los suyos desde el frente. Incluso la toma de Burriana por el Ejercito Nacional y su vuelta a casa tras el derrumbamiento del campanario.
   Él seguía vivo en aquellas páginas. La persona que fue Josef Kaufer Zeller.
   Aquella mañana tuve la curiosa sensación de que, sin esperarlo, comenzaba a formar parte de aquella familia, y de la historia que se desencadenó entre Hubert Sasse y Josef Kaufer en 1943. A media tarde regresamos a casa con la gratitud que me inspiraba el hecho de que ella me hubiera confiado su tesoro. Los días siguientes los pasé perdido entre las páginas de aquel humilde manuscrito donde una procesión de historias y sucesos parecían surgir con voz profunda desde un pasado desconocido para mí, y que Josef se encargó de plasmar con la pluma, para que pasado el tiempo, emergieran de la niebla que los ocultaba.


II


24 de diciembre de 1936

Mientras el barco arribaba al puerto de Pasajes, a Josef Kaufer se le ocurrió la posibilidad de que el recibimiento en España no fuera como él esperaba. Se armó de valor por si tenía que llevarse una desilusión.
   Las espectativas que abrigaba propiciaron que el nerviosismo hiciera presa en él. Apoyado en la barandilla, sacó una pequeña libreta con tapas de cuero que se convertiría en su diario, y dedicó un momento para tomar unas cuantas notas de lo vivido los últimos días.
   A su llegada a Alemania, meses atrás, le esperaba un telegrama en el que Asunción le informaba de que todos estaban bien, y además le comentaba algo que entristeció a Josef, el día 23 de agosto, una semana después de su salida de la prisión de La Sang, sus compañeros de celda fueron fusilados.
   Aquel puerto estaba ubicado en la desembocadura de la ría de Pasajes, aislado del oleaje del Mar Cantábrico y comunicado con éste mediante un estrecho canal natural. La bocana del puerto era relativamente estrecha.
   Desde  la cubierta paseaba  la  vista,  mientras  recordaba  su despedida de Asunción, cuatro meses atrás. Esperaba que le perdonara por no cumplir su promesa de permanecer en Alemania, a la espera del fin de la guerra. Pero él no había
sido nunca hombre de estar con los brazos cruzados. No iba con su talante el esperar que los demás solucionaran los problemas por él.
   El pueblo de Pasajes se asentaba cobijado entre los montes Ulia y Jaizquíbel y estaba formado por cuatro barrios situados en torno a la ría. Josef desembarcó para quedar inmerso en el bullicio del puerto pesquero, abriéndose paso a través del gentío y entre carretas de pescado. Aquella mañana se puso a disposición del comandante Militar para alistarse en el Ejercito Nacional. Aquel hombre le envió a la Comandancia General, en San Sebastián, y a media tarde se presentaba en el Cuartel del Requeté.
   Allí se preparó a pasar las que supuso, serían las Navidades más tristes de su vida, lejos de los suyos.
  Josef se hospedó en un hotel que había sido requisado por el ejército para alojar a todos los voluntarios que iban llegando desde todas partes. Observaba desde el ventanal los jardines de la ciudad, en un día húmedo. El aspecto tormentoso no invitaba a salir mucho más lejos de algo que le pudiera resguardar de la lluvia. La calle principal era el perfecto escenario para coger un buen resfriado. El militar observó la terraza cubierta de un café, a pocos metros de allí. No sabía exactamente cual era el motivo que le llevo a salir y cruzar sobre aquella avenida asfaltada de hormigón. Pero lo hizo, yendo a sentarse en un banco del pequeño parque cercano a las mesas de la terraza de aquel restaurante. Pidió un café y volvió tras sus pasos al pequeño banco.
   Aquel café le sentó muy bien aquella tarde fría. Permaneció allí sentado con aquella taza caliente entre las manos, lo que le sirvió para volver a recordar a los suyos.
   Intentó tomar alguna idea de a donde querría poder escapar para perder de vista aquella locura en que se había convertido España. Pasó un par de días en aquel café, en compañía del capellán del Tercio de Requetés del Alcázar, José María Lamamié de Clairac y Alonso. A pesar de su juventud, pues apenas frisaba los 25 años, aquel joven mostraba un alto nivel intelectual, y a Josef le encantó compartir varios momentos con él, intentando arreglar el mundo junto a dos humeantes tazas de café.

El día 31 salía hacia el frente de Teruel para incorporarse al Tercio de Santiago. Durante el trayecto, el tren recibió fuego de ametralladoras por parte del enemigo, sin mayores consecuencias.     El primer día del estrenado año de 1937, Josef se levantó temprano para ir a la Iglesia. Allí conoció a parte de su unidad, hombres sencillos que no tenían muy claro por qué estaban allí.
   La noche del día 2 de enero embarcó en un camión con varios nacionales pertrechados con sus Mauser 1893, y al amanecer se detuvieron en Villastar, una pequeña aldea a orillas del río Turia y a diez kilómetros de Teruel. Allí sintió por primera vez la sensación de estar en el frente. Cientos de soldados cruzaron ante él descargando suministros, mientras grandes cajas de armamento eran almacenadas en varios cobertizos.
   Una Compañía de tanques Trubia A4 atravesaba la población entre el ronquido de sus motores, mientras levantaban una densa polvareda a su paso. Aquellos vehículos incorporaban una torreta especial diseñada en dos mitades articuladas, las cuales podían operar independientemente, ca-
da una armada con una ametralladora. Teóricamente, si una ametralladora se encasquillaba, el vehículo disponía aún de otra para poder defenderse.
   A medio día recibió la orden de ingresar en la plana mayor, y las siguientes jornadas las dedicó a recorrer los diferentes frentes.
El día 15, el recién nombrado alférez Josef Kaufer Zeller, fue puesto al mando de la 2ª Compañía de Ametralladoras, compuesta por unos 63 hombres. Habían tomado posiciones en las laderas de la Muela de Villastar, una mole rocosa que superaba los 1000 metros de altitud. La compañía pasaría varias semanas de instrucción con las ametralladoras Hotchkiss Mle 1914 de calibre 7 mm.
    Josef conocía la merecida fama de aquellas armas, por algo fue la ametralladora estándar del Ejército francés durante la Primera Guerra Mundial. Aunque pesada, era resistente y fiable.
   El cañón tenía cinco grandes aletas circulares que ayudaban a su enfriamiento y retrasaban su sobrecalentamiento. El cilindro de gases situado bajo el cañón tenía un pistón regulable que podía ajustarse hasta la cadencia de 450 disparos por minuto. La Hotchkiss estaba formada por 32 piezas y no tenía tornillos o pasadores, haciéndola fácil desarmar y mantener.
   Todos los componentes de la ametralladora estaban hechas de forma que era imposible equivocarse al ensamblarlas. Aquella arma era fácil de alimentar por un equipo de tres sirvientes. Los peines portaban 24 proyectiles, que eran eyectados automáticamente tras haber sido disparado el último, dejando el cerrojo abierto. La introducción de un peine lleno en la ametralladora soltaba el cerrojo y el fuego continuaba.


III


28 de enero de 1936

La lluvia fría caía formando pequeños torrentes sobre el suelo arenoso. El ruido sobre el techo del barracón era ensordecedor. Kaufer suspiró y miró a través de un orificio que hacía de ventana. Apenas se podía ver a algunas decenas de metros la línea de frente que se extendía más allá, envuelta en una neblina baja.
   Llevaba varios días sin parar de llover. Josef aprovechó para escribir en su diario y dedicar prolongados recuerdos a los suyos. Arrebujado en su manta, observaba los copos de aguanieve, cayendo con similar pereza a la que invadía su ánimo. Los oficiales acudían a su barracón, donde se reunían a charlar, mientras esperaban que el enemigo moviera pieza.
   La lluvia paró finalmente, avanzada la noche. Josef se levantó con el alba y abandonó el refugio. Alzó los prismáticos a los ojos, los enfocó y examinó las alambradas que los republicanos habían instalado en tierra de nadie, en la otra orilla del río Turia. El enemigo les observaba también, en silencio. Kaufer regresó al refugio y se dedicó a observar las fotografías aéreas tomadas días antes, nada había cambiado.
   Aunque aquel rudimentario cuartel de invierno estaba próximo a Villastar y demasiado desprotegido junto al río, era muy probable que quedara como definitivo. Se dedicaron los días siguientes a reforzar el sistema de trincheras y el puesto de mando con muros de mampostería. En cuanto a las tiendas de campaña, se repararon en lo posible para evitar las incontables goteras en días de lluvia. La provisión de alimentos, en ocasiones se retrasaba, y cuando llegaba solía hacerlo en malas condiciones.
   Dos días después recibió la orden de bajar de su posición al centro de mando. Cuando llegó lo enviaron a la sección de Radio de Campaña. Aquella noche se encargaría de traducir el discurso radiado que Adolf Hitler dirigiría desde Alemania a los hombres del Ejercito Nacional. Entre los asistentes aquella noche, conoció al coronel Domingo Rey d'Harcourt, al mando de la guarnición de Teruel.


IV


28 de agosto de 1937

El subsector de Villel se extendía entre la ladera oeste de La Muela de Villastar y el cerro llamado Las Hoyuelas. El día anterior se habían ocupado Los Altos de Marimezquita, batiendo el pueblo y la carretera que llevaba a Villastar.
   Los hombres de Josef se encontraban a una buena distancia para acometer un asalto a las Hoyuelas. La 57ª Brigada Mixta Republicana, al mando del comandante de infantería José Velasco Barcia, avanzaba por la margen izquierda de la carretera, dispuestos también para la toma del cerro. Josef Kaufer guiaba a la 2ª Compañía de ametralladoras directamente hacia varios de los batallones del flanco izquierdo enemigo que estaban consiguiendo acceder a Las Hoyuelas. Una vez que se batieran en retirada, lanzarían su asalto sobre la ladera, intentando la conquista de la cima.
   La primera parte de la batalla se celebró entre barrancos y torrenteras. Josef era consciente de su inferioridad numérica, considerando una temeridad enfrentarse con el enemigo en campo abierto, por lo que optó por la táctica de guerrillas, a base de un pequeño e imprevisto ataque para desaparecer a continuación sin dejar rastro.
   A la  hora concertada  se lanzó un  ataque de  distracción consistente en grupos de asalto del pelotón de reconocimiento junto a varios carros de combate. Los Trubia A4 tenían la misión de atraer el fuego enemigo, y se trasladaron por la carretera de Villel.        Los hombres de Josef avanzaron hacia los primeros búnkers de la línea enemiga, tomándolos a bayoneta calada. El ataque había tenido éxito y el grueso de las tropas ya estaba en marcha sobre Las Hoyuelas. Pero en aquel momento Josef y los suyos estaban a escasos 200 metros de las trincheras republicanas y el fuego se hizo cada vez más denso y preciso, a medida que el enemigo ganaba terreno y la distancia disminuía.
   La trinchera en la que se resguardaron estaba siendo sometida a fuego de mortero que, de momento, caía tras ellos. Tenían que salir de allí.
   Josef y los demás retrocedieron sobre los riscos de la sección sur del cerro, bajo un pesado y preciso fuego enemigo. Pronto advirtió que los batallones republicanos que habían conseguido llegar a Las Hoyuelas estaban muy bien situados frente a ellos y que el fuego provenía de varios puntos. Josef llamó a sus hombres y cargaron ladera arriba.
   De repente, una ametralladora Maxim frente a ellos abrió fuego e hirió a dos de sus hombres, mientras dos balas le destrozaban a Josef la hebilla del cinturón, sin herirle. Aunque el resto de la 2ª Compañía de ametralladoras ya ascendía hacia la cima, él y los demás habían quedado entre dos fuegos.
   Kaufer se arrastró hacia el nido de ametralladora con una granada de mano, con su pelotón cubriéndole bajo una intensa cortina de fusilería.
   Los  proyectiles rebotaban  en  las rocas a su alrededor, cuando Josef se colocó bajo un promontorio que protegía la posición enemiga. Arrojó la granada y gritó a su pelotón que avanzase. Los hombres saltaron y cargaron sobre el nido de ametralladora para constatar que todos habían muerto.
   Cargaron aquella vieja Maxim y corrieron hacia el siguiente promontorio. A su retaguardia el grueso de las tropas republicanas les pisaba los talones y ante ellos, un par de nidos de ametralladoras les seguían cortando el paso. Los republicanos fueron ganando posiciones, hasta que los hombres de Josef pensaron que iban a morir aquel día.
   Entonces, la llegada de la 2ª Compañía de ametralladoras cambió las tornas. Los dos nidos fueron asaltados y se inició una feroz persecución en la que las tropas republicanas se disgregaron, perdiendo la infantería sus líneas de combate y replegándose hasta la margen izquierda del barranco de Fuensanta, hacia el sur de Villel.
   Al día siguiente  Josef llegó a  caballo hasta el  barranco. Éste bajaba muy crecido por las continuas lluvias que habían caído la semana anterior. Ambos bandos habían decidido fortalecer sus posiciones a ambos lados del cauce, cavando trincheras paralelas a sus márgenes.
   Enfrente, los republicanos observaban en silencio a aquel hombre que paseaba a caballo entre las posiciones. El comandante Velasco salió de su tienda para fijarse en él, le habían hablado de aquel alemán que tantos quebraderos de cabeza estaba causando.
    — ¡Eh! ¡alemán! ¡hijo de puta! —gritó Velasco.
    Josef se paró para observar a aquel hombre.
    —¡Ven aquí, con nosotros, y te colmaremos de riquezas!.
  Josef siguió su camino, mientras era observado desde la otra margen del barranco.
   Aquel día, el Ejército Republicano puso precio a su cabeza. A partir de entonces, aquel alemán estaría en el punto de mira de cualquier francotirador republicano apostado sobre algún promontorio.
    Días después y a consecuencia de la pérdida de la posición de Las Hoyuelas por los republicanos, el comandante Velasco sería destituido.


V

15 de diciembre de 1937


Josef Kaufer salió gateando de la trinchera, y sin pensarlo, echó a correr por la tierra de nadie. La noche se abatía sobre el lugar, convirtiendo aquel bosque en algo tenebroso y lúgubre. Árboles sin edad de gigantescos troncos, y ramajes siniestros que se descolgaban hasta el suelo, entrechocando con un sonido espantoso, como manos grotescas.
   Formaban una tupida cubierta a través de la cual no entraba la luz del sol, produciendo una absurda mezcolanza entre el amanecer y el anochecer. La humedad era tan intensa que le costaba respirar, pero tenía que encontrarla, tenía que encontrarlas a las dos.
  Innumerables senderos cruzaban ante  él, perdiéndose en el profundo espesor del bosque.
   Corrió, contra el viento que intentaba abatirlo levantando arbustos resecos que arrancaba del suelo y lanzaba contra él, mientras los sonidos del bosque lo envolvían. Pero Josef no podía abandonar, tenía que encontrarlas.
   En el lugar más recóndito del bosque, ante él, apareció lo que parecía una pantanal, de aguas negras y pútridas. Allí, en el centro, las vio. Asunción llevaba a Berta de la mano, y las dos estaban cubiertas hasta las rodillas de aquel lodo siniestro. Asunción vestía toda de negro, mientras intentaba proteger a la niña, ¿pero de qué?.
  Berta estaba pálida y extremadamente delgada. Las dos se encontraban de espaldas, mirando en otra dirección, y no le veían.      Josef comenzó a andar hacia ellas, hundiéndose hasta la cintura. Intentó avanzar con todas sus fuerzas, pero estaban demasiado lejos de él. Deseaba llegar, pero como solía pasar en los otros sueños que había tenido, sus manos, intangibles, resbalaban en el lodo, impidiéndole avanzar. Entonces, las dos se volvieron hacia él. Sus labios se movían, pero él no podía distinguir las palabras que de ellos salían. Un manto de niebla putrefacta surgía del suelo boscoso, cubriendo las oscuras aguas del pantano, ascendiendo lentamente.
   De repente, de entre la negrura de aquel hediondo vapor surgió una presencia. Josef no le veía, pero percibió un sonido susurrante, sabía que había alguien allí. Aquella presencia llamó a la pequeña.      Asunción intentó protegerla con todas sus fuerzas, pero la niña sintió que la llamaban y se soltó, avanzando a través del pantano, alejándose mientras Asunción intentaba llegar a ella, gritando. Josef también intentó gritar pero cuando estaba a punto de hacerlo, el temor desapareció, y fue reemplazado por una oleada de ternura y pena.
  Entonces despertó sobresaltado, tratando de recomponer los retazos del sueño antes de que se diluyera en su memoria. Durante un instante permaneció inmóvil, luego se incorporó en su catre, enrolló la delgada manta, la dejó a los pies y se vistió. Observó sus botas de caña alta, empapadas de la noche anterior, metió los pies en ellas y suspiró.

Hacía un mes que Josef había llegado a Orihuela del Tremedal con un pelotón a caballo. Aquel día de pleno invier-
no partieron sobre las seis de la madrugada, sin víveres ni abrigo, en una penosa marcha por la inmensa llanura cubierta de nieve que duró dos días.
    En el centro de la columna, varias mulas iban pertrechadas con el armamento. Fue una dura prueba para hombres y caballos. Aquella aldea se encontraba a 62 kilómetros de Teruel, la capital provincial; en el límite con la provincia de Guadalajara. A su llegada, la población les recibió entre vítores, mientras las mujeres repartían alimentos entre los soldados.
   Al día siguiente quedaron incomunicados, rodeados de montañas de nevadas cumbres. Las patrullas que se aventuraban en la nieve, volvían con heridos, debido a las minas republicanas sepultadas bajo la nieve. El pelotón de Josef pasó las navidades entre pequeñas escaramuzas, mientras él siguió teniendo aquellas pesadillas que le producían incertidumbre, y recibiendo escasas y desalentadoras noticias del exterior.
    Dos días más tarde, el 17, la Muela de Villastar caía en manos del enemigo, y el 19 las tropas republicanas llegaban a los arrabales de Teruel. A partir de entonces las operaciones militares dentro de la ciudad se desarrollaron con una conquista calle por calle, con gran cantidad de bajas civiles. Para el día de navidad los republicanos ya se habían hecho con la mayor parte de la capital, y finalmente las tropas franquistas al mando del coronel Rey d'Harcourt se rendían el 8 de enero a los republicanos. Rey fue juzgado por traición a la República y quedó encarcelado en Barcelona. Pero Teruel iba a durar poco tiempo en manos de los republicanos. El 17 de febrero, el general Yagüe cruzó el río Alfambra y avanzó hacia el sur por la margen derecha, aislando la ciudad desde el norte. Al día siguiente el Cuerpo de Ejército de Galicia del general Aranda atacó por el sur. Entonces, los dos generales franquistas iniciaron un movimiento envolvente sobre la ciudad.
    Al comienzo del día 20 quedaron amenazadas por ambos lados las comunicaciones con Valencia por carretera y ferrocarril, y los republicanos, conscientes de la amenaza, lanzaron fuertes contraataques a lo largo de toda la línea del frente para detener la ofensiva, pero no pudieron evitar que el 21 de febrero quedase totalmente cercada Teruel. Al anochecer de aquel día, el cerco estaba completamente cerrado y las tropas republicanas quedaban sitiadas sin suministros.
    No fue hasta la mañana del 22 de febrero, cuando los hombres de Josef recibieron la noticia de la entrada en Teruel de las tropas nacionales, sin apenas encontrar resistencia republicana. Al llegar a la pequeña capital de provincia, los soldados y mandos nacionales apreciaron la devastación de la ciudad con cientos de edificaciones destruidas. En contraste con otras victorias, allí no hubo una entrada triunfal, ni alegría por parte de los vencedores.
    La batalla de Teruel había sido una dura prueba para el Ejército Popular de la República y de su capacidad para organizarse y efectuar operaciones militares solventes frente a un enemigo mejor armado y más profesional. Teruel sería la primera y única capital de provincia conquistada por los republicanos, y lo fue por muy poco tiempo y a un precio demasiado elevado para la República.
   Al final, Teruel se convirtió en una batalla de desgaste donde ambos bandos consumieron hombres y recursos para la posesión de aquella pequeña ciudad de provincias. Para Franco, abandonar Teruel suponía un desprestigio político que no estaba dispuesto a permitir, a pesar de que aquella plaza no tuviera ningún valor militar o estratégico. Después de todo, desde diciembre su principal objetivo era la conquista de Madrid.


VI


Se puso su gorra y se frotó la cara con tierra húmeda. Subió una pequeña hondonada y rodeó el parapeto en la oscuridad, por el punto en el que una trinchera de comunicación hacía intersección con la trinchera frontal. Josef corrió medio agachado por la colina, mientras se acercaba a la primera línea de alambradas del enemigo. A medida que se aproximaba, la línea de protección se fue haciendo visible.
    Ambos bandos solían enviar gente a hacer rondas nocturnas, por lo general oficiales. Llegó tan cerca que podía escuchar a dos centinelas republicanos discutir por un cigarrillo. Se agachó al máximo, con el rostro a unos centímetros del suelo. La fría temperatura le empañaba las lentes. Las rodillas le dolían en aquella postura forzada. Avanzó por el lateral de los postes que sujetaban la alambrada y volvió sobre sus pasos.
    Durante el día, los francotiradores y los observadores hacían que el movimiento fuese peligroso. Por ello, las trincheras estaban más activas durante la noche, cuando la
cobertura de la oscuridad permitía el movimiento de las tropas y de los suministros, el mantenimiento y la expansión del alambre de espino y el reconocimiento de las defensas enemigas. Las incursiones en tierra de nadie intentaban detectar patrullas enemigas, así como indicios de un posible ataque.
   Al llegar  a  la línea nacional  bajó la  hondonada, y entonces escuchó que alguien gritaba.
    —¡Alto! ¿Quien, va?.
   Josef no respondió, y el centinela volvió a preguntar, dos veces más. Kaufer siguió sin contestar.
    Entonces, siguiendo las ordenanzas, el joven disparó su fusil.

   Kaufer se tiró al suelo y hundió la cara en el fango, mientras la bala le pasaba rozando. Entonces varios soldados del destacamento se acercaron a la carrera. Josef apareció de entre las sombras para ver al muchacho que le había dado el alto. El joven palideció al comprobar que había disparado a un oficial. Josef se acercó, y ante el asombro de los demás, felicitó al centinela.


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