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viernes, 29 de noviembre de 2013




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1 de agosto de 1936

I


No importaba si era por el día o durante las largas noches. Los hombres de la FAI patrullaban las calles en sus coches pintados de negro, a la búsqueda de nuevas víctimas. Entraban en las casas y detenían a cualquier sospechoso de intimar con el bando contrario e incautaban sus pertenencias. No era la primera vez que los patrulleros se presentaban en la casa de los Granell a detener a José Kaufer Zeller. Sabían que aquel joven cortejaba a la hija, y si no estaba en la elegante casa que había adquirido en la calle Menéndez Pelayo, aquel era el lugar donde debían buscarle.
   Ya lo habían detenido el pasado 30 de julio, pero el padre de su novia, hombre de recursos, había conseguido que le soltaran. Pero aquella vez era distinto, traían una orden de detención firmada por el Gobernador, acusándole de supuesto instructor militar del Requeté y la Falange de Burriana.
   El camión frenó en seco ante la vivienda y tras aporrear la puerta, apresaron al alemán y lo sacaron a la fuerza. Granell les plantó cara y entonces uno de aquellos hombres le estampó en las narices el documento que les daba derecho a llevárselo.
   El golpe de estado del 17 y 18 de julio de 1936, llevado a cabo por una parte del ejército contra el Gobierno de la Segunda República, había desencadenado en una Guerra Civil. En la zona republicana, grupos de revolucionarios pusieron en marcha una feroz represión contra aquellos a los que veían como sus enemigos de clase. Aquella forma de actuar incluía tanto a empresarios, como a industriales, terratenientes o políticos de la derecha. Aquella persecución pasaba también por los miembros y bienes de la iglesia católica.
   En Burriana, aquellas milicias locales tenían entre sus acciones el arresto de numerosos vecinos acusados de derechistas o de comulgar con el golpe de estado. Campaban a sus anchas sin que el gobierno republicano pudiera impedirlo.
   La noche anterior habían saqueado la iglesia de El Salvador y rompieron todos los retablos e imágenes. Al amparo de la noche sacaban de sus casas a aquellos que consideraban posibles colaboradores de los militares sublevados, de ideología católica y de derechas, y los subían a coches y camiones para conducirlos al cementerio o al Collado de Artana para fusilarlos. Eran meses difíciles en los que la vida cotidiana estaba marcada por la escasez en las tiendas, y los apagones nocturnos para evitar los bombardeos aéreos.
   Josef se entristecía al pensar en que había acabado todo aquello. Muchos de aquellos grupos eran simples bandas criminales con afán de lucro personal, que se amparaban bajo la cobertura de los partidos y sindicatos para alcanzar sus objetivos. 
   Se avergonzaba ante la conducta delictiva de aquella gente que, sin ninguna duda, actuaban con ánimo de enriquecerse; y a él le tenían por un buen objetivo para sus planes. En los últimos años se había afianzado como un comerciante de renombre en la zona.
Innumerables viajes al extranjero le habían convertido en un gran conocedor de los puntos estratégicos de los mercados fruteros. Pero él atribuía parte de su éxito a la negociación puerta a puerta con los agricultores. Le gustaba ir a los almacenes y dialogar en persona. A ello se sumaba su gran conocimiento del mercado alemán.
   Kaufer fue conducido a la iglesia de La Sang, reconvertida en una lúgubre prisión. Le llevaron a un rincón de la sacristía, donde una puerta abierta daba paso a un angosto corredor. El comerciante estaba asustado, y su temor aumentaba al ver que al final del pasillo se oían voces. Por fin llegaron a una pequeña habitación, le empujaron dentro y cerraron de golpe la puerta. Girando sobre sí mismo, Kaufer vio en la penumbra que no estaba sólo. Sus carceleros le habían requisado sus lentes pero aún pudo reconocerles.
    —¿Ustedes también aquí?
   La habitación estaba ocupada por varios hombres, entre los que reconoció a Juan Adelantado, a Manuel Granell, y a Vicente Enrique.
   —¡Creo que van a fusilarnos, Kaufer! —dijo el anterior alcalde, Vicente Enrique. Al pronunciar aquellas palabras inequívocas, la expresión de su rostro no tenía nada de risueña.
   —Yo tengo una hija —sentenció Kaufer—. ¡Y por Dios que voy a salir de aquí!.
   Los prisioneros le abrazaron, mientras Kaufer paseaba la vista por aquel cuartucho. Las paredes rezumaban humedad, mientras un fuerte olor dominaba la pequeña estancia. En el centro, tirado en el suelo, el único objeto que había era un mugriento colchón.
   Durante los días siguientes fueron interrogados varias veces. Las noches eran largas y terribles. Todos sabían lo que significaba el rechinar de la cerradura que abría la puerta de hierro de alguna de las habitaciones contiguas. Al oír aquel ruido, como movidos por un resorte, se quedaban todos en pie contra la pared, con el corazón paralizado.
   Sabían que el que era llamado no volvía más. Kaufer oyó a algunas mujeres gritar en un departamento contiguo. No podía entender el sentido de aquellos actos, ni el motivo de todo aquel odio.


II


14 de agosto de 1936

Después de dos semanas de tenerlos incomunicados, algo cambió. Se oyeron voces al final del pasillo. Kaufer pegó el oído a la puerta, pero a pesar de sus esfuerzos por oír lo que decían, estuvo largo tiempo sin comprender ni una sola palabra del confuso murmullo.
Finalmente elevaron las voces, y entonces pudo distinguir una o dos palabras, entremezcladas con varios gritos de desaprobación.
    —¡No, no y no! ¡y basta ya! —pudo entender—. Si tenemos que soltarlo, se le suelta.
   De repente, estalló una violenta discusión y varios gritos. Y luego, el silencio.
   Entonces, sin previo aviso, se oyó chirriar la cerradura y la puerta se abrió de pronto.
  —¡Alemán! ¡sal! —gritó uno de  los guardias. Todos  sus compañeros de celda clavaron la mirada en Kaufer, y no pudieron evitar abrazarse a él.
   —¡Venga!, ¡venga!, dejaros de remilgos —volvieron a decir los carceleros, mientras sacaban a Kaufer.
  La pequeña y oscura habitación a donde le llevaron estaba presidida por un gran armario fichero tras el que se adivinaba una mesa repleta de papeles. Kaufer llegó a poder observar un cartón clavado con alfileres en la pared. Estaba atestado de nombres, algunos de los cuales habían sido tachados; aquella visión le estremeció. Entonces vio sus papeles sobre la mesa.
   —¡Joder!, no se como te las arreglas —dijo el que supuso que mandaba—. Debes tener un ángel de la guarda, o algo así. El cónsul de Alemania se ha enterado de que te teníamos aquí, y le ha faltado tiempo para comenzar a telefonear al gobernador.
    —Ya es  la segunda vez  que nos visitas y la segunda vez que tengo que firmar tu acta de liberación. ¡Con las ganas que tenía de llevarte a dar un paseo!, ¡y de descerrajarte un tiro en medio de la frente!.
     —Vamos a hacer una cosa —siguió diciendo—. Como dice
ese cabrón de cónsul tuyo, eres ciudadano alemán. Y según le ha dicho al gobernador, no te podemos tocar un pelo sin exponernos a un conflicto internacional.
  —Pero a mi entender, ellos están allá, con sus cosas y su burocracia, y yo estoy aquí. Por lo tanto de mis cosas mando yo.
    —¡Te doy dos días para sacar tu apestosa cara del pueblo!. Si a partir de entonces sigues por aquí, daré por entendido que buscas enfrentarte a mí, y volveré a buscarte. Y la próxima vez no tendrás tanta suerte, ¡porque, por mi puta madre, que entonces no habrá quien te salve!
  —¡Devolvedle sus cosas! —dijo, mientras abandonaba el despacho—. ¡Dos días, alemán!. Dos días...
    Kaufer  no  pronunció una palabra, recogió sus documentos y salió. Una vez fuera, quedó deslumbrado por el sol, mientras le venían a la memoria los que quedaban dentro, pero no podía hacer nada por ellos, aún.


III


Kaufer llegó a la casa de los Granell sin previo aviso. Estaba desierta, por lo que decidió acercarse a la suya. Al girar la esquina las observó a lo lejos.
    Asunción salía por el portal en aquel momento, con Berta de la mano. Giró la llave en la cerradura, volvió a coger la mano de la pequeña y se dieron la vuelta para comenzar a andar. Entonces lo vieron venir desde el otro extremo de la calle.
    La alegría la embargó sin poder contenerla. Después del miedo sentido los días pasados, comenzó a llorar, y a reír, tan fuerte que las lágrimas resbalaban por sus manos y su rostro.
Josef también empezó a reír, mientras corría hacia las dos mujeres de su vida. Ella salió a su encuentro. Se abrazaron y se besaron, mientras sus lágrimas se mezclaban. Entonces su padre cogió a Berta y la levantó en lo alto. La niña rió y los tres desandaron el camino hacia la casa.
    Al entrar, Josef observó que la vivienda tenía un aspecto apagado y frío. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas y, extrañado, preguntó. Asunción le explicó que todos en el pueblo estaban marchando, y ella estaba a punto de hacerlo cuando le vio llegar. En realidad, el pueblo estaba prácticamente desierto. La situación se había vuelto insostenible, las milicias campaban a sus anchas y realizaban toda clase de tropelías.
    Se hallaban sentados en la salita, en dos butacas tapizadas con bellos estampados de motivos victorianos, junto a unas cortinas de color crema, uno frente al otro, con sus rostros iluminados por la luz de una lámpara. Josef le explicó que le ordenaron que dejara el pueblo, que incluso se marchara del país. Y que en un par de días volverían.
    Ella le pidió que le acompañara, se esconderían con los demás en el Grao, hasta que todo aquello pasara. Kaufer juntó sus manos con las de ella mientras la pequeña Berta observaba con seriedad, como si intuyera que allí fuera a suceder algo importante. Asunción no esperaba lo que vino a continuación.
    —¡Casémonos! —dijo él, mirándola a los ojos.
    —¿Que? —susurró ella—. ¿Como has dicho?.
   —Cásate  conmigo,  mañana mismo. Así no podrán obligarme a marchar.
    —No puedo..., no de este modo, escondiéndonos.
    —Esperemos a que todo esto pase, después seré tu esposa.
    —¡Pero no sabemos lo que va a pasar! —exclamó él—. ¿Que vas a hacer?.
    —Me esconderé con mis padres  en el Grao,  y tú deberías volver a Alemania hasta que pase toda esta locura.
   Él miró a su pequeña, y Asunción se ofreció a quedarse con ella. En la situación en que se encontraba el país, no era seguro que un hombre anduviera por ahí con una niña a cuestas. Berta se sentó en su regazo y su padre la abrazó. Inspiró la fragancia que emanaba de su cabello, olía a inocencia. Intentó retener aquel olor en la memoria, para poder recordarlo cuando estuviera lejos.
    Miró a Asunción mientras intentaba contener las lágrimas, que al fin corrieron libres. Pensó que estaba siendo un mal padre para su pequeña, entrando y saliendo de las cárceles republicanas, y ahora marchando lejos.
    Sabía que no podía pedirle a Asunción que le acompañara, que lo dejara todo y se fuera con él, los tres juntos, muy lejos de allí. Ella nunca abandonaría a sus padres. Antes de que pudieran decir nada más, escucharon ruidos de motores. Josef se asomó por la ventana para llegar a ver pasando a lo lejos, dos vehículos de la FAI.
    Kaufer preparó un macuto con ropa y se caló una boina, mientras le aconsejaba que esperase a la noche para marchar, incluso pensó que sería más seguro que alguien viniera a por ellas. Asunción lo retuvo unos segundos más entre sus brazos, mientras le decía que lo conocía muy bien y que no le perdo-
naría que hiciera ninguna insensatez. Le pidió que pusiera mar de por medio entre él y aquella barbarie, que ellas estarían bien.
    Cuando salió a la calle, el sol caía a plomo sobre los adoquines. A mediodía aquella ciudad, antaño alegre y festiva, había adquirido un aspecto fantasmal, donde la poca gente que se aventuraba a salir lo hacía corriendo entre los escombros de las calles, mientras lanzaban miradas a un lado y a otro. A varios pasos de la casa, Kaufer se detuvo a observar a aquellos dos seres. Entonces Berta hizo algo que él recordaría mientras viviera.
    —¡Papá!, ¡No te olvidarás de mí!, ¿verdad? —gritó la niña.
   La  pequeña  despedía  a  su  padre,  desconsolada,  cuando  él desandó el camino y la levantó en el aire, abrazándola con fuerza.
    —¿Como podría olvidaros nunca?, ¡mi amor!
Kaufer la devolvió al suelo, se dio la vuelta y comenzó a recorrer la calle conteniendo una inmensa rabia. De camino a la estación no conseguía sacarse de la cabeza a las dos mujeres que dejaba atrás.


IV


La mañana siguiente, en la estación de Valencia, Kaufer preguntó para ir al puerto. Tomaría un barco y marcharía a su patria, y una vez allí pensaría con calma que hacer. No estaba dispuesto a esperar sentado, mientras en España tenía lugar
una guerra que podía ser larga.
    El tranvía se sacudía sobre los rieles, al tiempo que la ciudad se aparecía bulliciosa y desconcertante. Pronto se aparecieron tras los edificios, cientos de mástiles entre las chimeneas de los vapores.          Más allá, grandes grúas se alzaban al cielo, como ciclópeos guardianes preparados para la defensa de la ciudad.
    El conductor hizo un aviso, y Kaufer se apeó. En la calle frente al puerto había una especie de pequeño mercado, con tenderetes callejeros en los que se vendían toda clase de artículos.
    Cruzaba entre los puestos, cuando oyó que alguien le decía:
    —¿Que hay, camarada?
   Fingió no oírles y siguió andando. Oyó unos murmullos y Kaufer creyó entender que uno de los hombres decía «parece sospechoso».
   —¡Alto!, !policía revolucionaria!
Josef dobló por el callejón y desapareció de la vista de la patrulla de control. Cruzó la calle y entró en el puerto. Tenía que subir a aquel barco. Se acercó a la ventanilla y pidió un pasaje para Alemania.
  —Ese barco sale en media hora para Hamburgo —dijo el expendedor.
    —¡Perfecto!
   —¡Se deja el cambio! —dijo  el hombre,  pero Kaufer ya había echado a correr a grandes zancadas, mientras apretaba el billete en su mano. Alcanzaba a ver a los pasajeros encaramados a la barandilla, y el vapor de la chimenea.
    —¡Allí está! —Oyó gritar a sus espaldas.
Kaufer se giró en el instante justo para recibir un puñetazo en plena cara. Se estampó de espaldas contra la pared y cayó de rodillas al suelo.
—¿Donde creías que ibas, eh? —gritó uno de los patrulleros de la FAI.

Los cuatro hombres iban apretujados dentro del auto. En Valencia helaba. A las siete y media de la mañana la ciudad estaba lívida y el viento corría a ras del suelo. Las calles de la ciudad estaban desiertas, mostrando la destrucción de los bombardeos.
   López, con aire malhumorado, giraba la cabeza, observándolo todo. Los postigos permanecían cerrados y varios transeúntes que paseaban se cambiaron de acera al ver aquel auto acercarse. Cerca de su destino, dos porteras se metieron adentro al verlos venir.
   Kaufer escuchó que al que le había golpeado le llamaban “el Asturiano”. De mandíbula fuerte, envuelto en un recio abrigo y con un sombrero en la cabeza. Jugueteaba con unas esposas, mientras pegado al labio inferior, mantenía en equilibrio un cigarrillo, cuyo humo exhalaba hacia la cara del detenido.
    López, de pequeña estatura, era el más bajo y delgado de los tres. Tenía una perla en un ojo y exhibía un revólver. El conductor se llamaba Fidel y era bajo, moreno, y con ojos grandes y negros.
  —¿Que hacemos con este? —preguntó el de las esposas—.               Podríamos perdernos por algún camino, dar un paseo, ¡y quien sabe!.
   López gruñó, quitándole el cigarrillo de los labios y abrien-
do la portezuela, porque ya habían llegado al antiguo Seminario Conciliar de la calle Trinitarios.
    —No quieras pasarte de listo —añadió.
   Cruzaron el umbral y de allí llegaron a un vestíbulo, y más tarde a un claustro soberbio. Pasaron bajo un arco y subieron una escalera.
Sentaron a Kaufer en una silla del semioscuro primer piso, donde la poca luz que había entraba por unas ventanas arquitrabadas de piedra. Josef paseó la vista por aquella especie de galería, donde dos puertas simétricas daban paso al claustro con columnas que habían cruzado al llegar, alrededor del cual se articulaba todo el edificio.
    Pensó que en un descuido de sus captores podría saltar por una de aquellas ventanas, pero con casi total seguridad, se rompería las piernas, por lo que desechó la idea. Aún no se había puesto cómodo, cuando el Asturiano pasó tras él, propinándole un puntapié que le hizo tambalearse en la silla.
    Josef sabía que los milicianos del bando republicano utilizaban varios de aquellos edificios repartidos por toda la ciudad para detener, interrogar y ejecutar a sospechosos de simpatizar con el bando contrario. Por lo general, se les conocía por el nombre de chekas, y eran conocidas por la calle donde se encontraban, o bien por el nombre de quien las dirigía.
    López se sentó cerca del detenido y ojeó su pasaporte.
    —¡Vaya!, ¡pero si es alemán!.
    Se levantó  y cruzó  una  puerta  de dos hojas y, tras ella, entró en un despacho moderno y bien iluminado. Al cerrarse la hoja, la penumbra volvió a cernirse sobre la galería.
    Se escuchó que aquel tipo llamaba por teléfono. Kaufer
pudo entender con claridad que aquel fulano estaba pidiendo consejo a alguien. Entonces escuchó el nombre: Leo.
    Kaufer se quedó lívido. Sabía que el tal Leo dirigía una cheka en la avenida Nicolás Salmerón, donde delincuentes habituales se dedicaban a saquear los pisos y asesinar a personas de buena posición social. El cónsul de Alemania le había comentado en una ocasión que allí, dos rusas llamadas Berta Sonin y una tal Nora, martirizaban a los detenidos. También le habían comentado que el tal Leo no era otro que Rosenberg, el embajador de Rusia.
    El Asturiano daba vueltas alrededor de Kaufer, sonriéndole con malicia, cuando López salió ojeando los papeles. El jefe apoyó una mano firme y fría sobre el hombro de Josef y dijo:
    —¡Vaya!, ¡eres un tipo con suerte!.
  —¡Soltad a este desgraciado!, ¡Leo no quiere buscarse más problemas de los que ya tiene con el alemán!.
    Josef supuso que se referían al cónsul de Alemania Schellert.
    —¡¿Lo  dirás  de  broma?! —gritó el Asturiano, encarándose con su jefe—. ¡Maldita sea!.
  Entonces se acercó como una exhalación y rodeó el cuello de Kaufer con su antebrazo.
    —¡Te mato!, ¡Vaya si te mato, cabrón!
   Aún no había parpadeado, cuando notó el frío cañón del revólver de su jefe junto a su ojo derecho.
    —Voy a contar hasta tres —escuchó—. Uno, dos...
   El Asturiano dejó de hacer presión, mientras dirigía la mirada a López, como un perro de presa que se disculpara ante su amo.
    
   Josef sintió la necesidad de abandonar la ciudad de inmediato. De haber tenido dinero, se habría largado sin pensárselo. Pero se lo habían quedado todo y no tenía para el billete, por lo que cruzó penosamente la ciudad en dirección al Consulado de Alemania.
  Tres días después, un vehículo identificado como adscrito al Consulado llegó a toda velocidad al puerto de Valencia. La puerta del auto se abrió y tres hombres salieron del interior. Con paso apresurado cruzaron la zona de tránsito y se encaminaron hacia la pasarela de un buque que hacía sonar la sirena, mientras los marineros soltaban las amarras. Un oficial de guardia revisó su documentación y se apartó para dejarles paso.
   Sólo el rumor que producía el ir y venir de los pasajeros en cubierta se superponía el rítmico pitido de la bocina del vapor, mientras realizaba la maniobra de desatraque.

   Aquellos tres hombres se asomaron a la barandilla, mientras parecían despedirse de lo que dejaban atrás. El consulado de Alemania había tramitado con el Gobierno Republicano la evacuación a su tierra natal. El más alto de los tres se limpiaba las lentes con un pañuelo. Llevaba una boina ladeada, caída al lado izquierdo. Aquel hombre rezaba en silencio para que Asunción Granell y Berta Kaufer estuvieran a salvo. Al cabo de diez minutos caminaba pesadamente por la cubierta en compañía de aquel par de funcionarios del Consulado que parecían muy felices de poder salir de allí cuanto antes.


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