4
1 de agosto de 1936
I
No
importaba si era por el día o durante las largas noches. Los hombres
de la FAI patrullaban las calles en sus coches pintados de negro, a
la búsqueda de nuevas víctimas. Entraban en las casas y detenían a
cualquier sospechoso de intimar con el bando contrario e incautaban
sus pertenencias. No era la primera vez que los patrulleros se
presentaban en la casa de los Granell a detener a José Kaufer
Zeller. Sabían que aquel joven cortejaba a la hija, y si no estaba
en la elegante casa que había adquirido en la calle Menéndez
Pelayo, aquel era el lugar donde debían buscarle.
Ya
lo habían detenido el pasado 30 de julio, pero el padre de su novia,
hombre de recursos, había conseguido que le soltaran. Pero aquella
vez era distinto, traían una orden de detención firmada por el
Gobernador, acusándole de supuesto instructor militar del Requeté y
la Falange de Burriana.
El
camión frenó en seco ante la vivienda y tras aporrear la puerta,
apresaron al alemán y lo sacaron a la fuerza. Granell les plantó
cara y entonces uno de aquellos hombres le estampó
en las narices el documento que les daba derecho a llevárselo.
El
golpe de estado del 17 y 18 de julio de 1936, llevado a cabo por una
parte del ejército contra el Gobierno de la Segunda República,
había desencadenado en una Guerra Civil. En la zona republicana,
grupos de revolucionarios pusieron en marcha una feroz represión
contra aquellos a los que veían como sus enemigos de clase. Aquella
forma de actuar incluía tanto a empresarios, como a industriales,
terratenientes o políticos de la derecha. Aquella persecución
pasaba también por los miembros y bienes de la iglesia católica.
En
Burriana, aquellas milicias locales tenían entre sus acciones el
arresto de numerosos vecinos acusados de derechistas o de comulgar
con el golpe de estado. Campaban a sus anchas sin que el gobierno
republicano pudiera impedirlo.
La
noche anterior habían saqueado la iglesia de El Salvador y rompieron
todos los retablos e imágenes. Al amparo de la noche sacaban de sus
casas a aquellos que consideraban posibles colaboradores de los
militares sublevados, de ideología católica y de derechas, y los
subían a coches y camiones para conducirlos al cementerio o al
Collado de Artana para fusilarlos. Eran meses difíciles en los que
la vida cotidiana estaba marcada por la escasez en las tiendas, y los
apagones nocturnos para evitar los bombardeos aéreos.
Josef
se entristecía al pensar en que había acabado todo aquello. Muchos
de aquellos grupos eran simples bandas criminales con afán de lucro
personal, que se amparaban bajo la
cobertura de los partidos y sindicatos para alcanzar sus objetivos.
Se
avergonzaba ante la conducta delictiva de aquella gente que, sin
ninguna duda, actuaban con ánimo de enriquecerse; y a él le tenían
por un buen objetivo para sus planes. En los últimos años se había
afianzado como un comerciante de renombre en la zona.
Innumerables viajes al
extranjero le habían convertido en un gran conocedor de los puntos
estratégicos de los mercados fruteros. Pero él atribuía parte de
su éxito a la negociación puerta a puerta con los agricultores. Le
gustaba ir a los almacenes y dialogar en persona. A ello se sumaba su
gran conocimiento del mercado alemán.
Kaufer
fue conducido a la iglesia de La Sang, reconvertida en una lúgubre
prisión. Le llevaron a un rincón de la sacristía, donde una puerta
abierta daba paso a un angosto corredor. El comerciante estaba
asustado, y su temor aumentaba al ver que al final del pasillo se
oían voces. Por fin llegaron a una pequeña habitación, le
empujaron dentro y cerraron de golpe la puerta. Girando sobre sí
mismo, Kaufer vio en la penumbra que no estaba sólo. Sus carceleros
le habían requisado sus lentes pero aún pudo reconocerles.
—¿Ustedes
también aquí?
La
habitación estaba ocupada por varios hombres, entre los que
reconoció a Juan Adelantado, a Manuel Granell, y a Vicente Enrique.
—¡Creo
que van a fusilarnos, Kaufer! —dijo el anterior alcalde, Vicente
Enrique. Al pronunciar aquellas palabras inequívocas, la expresión
de su rostro no tenía nada de risueña.
—Yo tengo una hija —sentenció Kaufer—. ¡Y por Dios que voy a
salir de aquí!.
Los
prisioneros le abrazaron, mientras Kaufer paseaba la vista por aquel
cuartucho. Las paredes rezumaban humedad, mientras un fuerte olor
dominaba la pequeña estancia. En el centro, tirado en el suelo, el
único objeto que había era un mugriento colchón.
Durante
los días siguientes fueron interrogados varias veces. Las noches
eran largas y terribles. Todos sabían lo que significaba el rechinar
de la cerradura que abría la puerta de hierro de alguna de las
habitaciones contiguas. Al oír aquel ruido, como movidos por un
resorte, se quedaban todos en pie contra la pared, con el corazón
paralizado.
Sabían
que el que era llamado no volvía más. Kaufer oyó a algunas mujeres
gritar en un departamento contiguo. No podía entender el sentido de
aquellos actos, ni el motivo de todo aquel odio.
II
14
de agosto de 1936
Después
de dos semanas de tenerlos incomunicados, algo cambió. Se oyeron
voces al final del pasillo. Kaufer pegó el oído a la puerta, pero a
pesar de sus esfuerzos por oír lo que decían, estuvo largo tiempo
sin comprender ni una sola palabra del confuso murmullo.
Finalmente elevaron las voces, y entonces pudo distinguir una o dos
palabras, entremezcladas con varios gritos de desaprobación.
—¡No,
no y no! ¡y basta ya! —pudo entender—. Si tenemos que
soltarlo, se le suelta.
De
repente, estalló una violenta discusión y varios gritos. Y luego,
el silencio.
Entonces,
sin previo aviso, se oyó chirriar la cerradura y la puerta se abrió
de pronto.
—¡Alemán!
¡sal! —gritó uno de los guardias. Todos sus compañeros de
celda clavaron la mirada en Kaufer, y no pudieron evitar abrazarse a
él.
—¡Venga!,
¡venga!, dejaros de remilgos —volvieron a decir los
carceleros, mientras sacaban a Kaufer.
La
pequeña y oscura habitación a donde le llevaron estaba presidida
por un gran armario fichero tras el que se adivinaba una mesa repleta
de papeles. Kaufer llegó a poder observar un cartón clavado con
alfileres en la pared. Estaba atestado de nombres, algunos de los
cuales habían sido tachados; aquella visión le estremeció.
Entonces vio sus papeles sobre la mesa.
—¡Joder!,
no se como te las arreglas —dijo el que supuso que mandaba—.
Debes tener un ángel de la guarda, o algo así. El cónsul de
Alemania se ha enterado de que te teníamos aquí, y le ha faltado
tiempo para comenzar a telefonear al gobernador.
—Ya
es la segunda vez que nos visitas y la segunda vez que tengo que
firmar tu acta de liberación. ¡Con las ganas que tenía de llevarte
a dar un paseo!, ¡y de descerrajarte un tiro en medio de la frente!.
—Vamos
a hacer una cosa —siguió diciendo—. Como dice
ese
cabrón de cónsul tuyo, eres ciudadano alemán. Y según le ha dicho
al gobernador, no te podemos tocar un pelo sin exponernos a un
conflicto internacional.
—Pero
a mi entender, ellos están allá, con sus cosas y su
burocracia, y yo estoy aquí. Por lo tanto de mis cosas mando yo.
—¡Te
doy dos días para sacar tu apestosa cara del pueblo!. Si a partir
de entonces sigues por aquí, daré por entendido que buscas
enfrentarte a mí, y volveré a buscarte. Y la próxima vez no
tendrás tanta suerte, ¡porque, por mi puta madre, que entonces no
habrá quien te salve!
—¡Devolvedle
sus cosas! —dijo, mientras abandonaba el despacho—. ¡Dos días,
alemán!. Dos días...
Kaufer no pronunció una palabra, recogió sus documentos y salió. Una vez
fuera, quedó deslumbrado por el sol, mientras le venían a la
memoria los que quedaban dentro, pero no podía hacer nada por ellos,
aún.
III
Kaufer
llegó a la casa de los Granell sin previo aviso. Estaba desierta,
por lo que decidió acercarse a la suya. Al girar la esquina las
observó a lo lejos.
Asunción
salía por el portal en aquel momento, con Berta de la mano. Giró la
llave en la cerradura, volvió a coger la mano de la pequeña y se
dieron la vuelta para comenzar a andar. Entonces lo vieron venir
desde el otro extremo de la calle.
La alegría la embargó sin poder contenerla. Después del miedo
sentido los días pasados, comenzó a llorar, y a reír, tan fuerte
que las lágrimas resbalaban por sus manos y su rostro.
Josef
también empezó a reír, mientras corría hacia las dos mujeres de
su vida. Ella salió a su encuentro. Se abrazaron y se besaron,
mientras sus lágrimas se mezclaban. Entonces su padre cogió a Berta
y la levantó en lo alto. La niña rió y los tres desandaron el
camino hacia la casa.
Al
entrar, Josef observó que la vivienda tenía un aspecto apagado y
frío. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas y, extrañado,
preguntó. Asunción le explicó que todos en el pueblo estaban
marchando, y ella estaba a punto de hacerlo cuando le vio llegar. En
realidad, el pueblo estaba prácticamente desierto. La situación se
había vuelto insostenible, las milicias campaban a sus anchas y
realizaban toda clase de tropelías.
Se
hallaban sentados en la salita, en dos butacas tapizadas con bellos
estampados de motivos victorianos, junto a unas cortinas de color
crema, uno frente al otro, con sus rostros iluminados por la luz
de una lámpara. Josef le explicó que le ordenaron que dejara el
pueblo, que incluso se marchara del país. Y que en un par de días
volverían.
Ella
le pidió que le acompañara, se esconderían con los demás en el
Grao, hasta que todo aquello pasara. Kaufer juntó sus manos con las
de ella mientras la pequeña Berta observaba con seriedad, como si
intuyera que allí fuera a suceder algo importante. Asunción no
esperaba lo que vino a continuación.
—¡Casémonos!
—dijo él, mirándola a los ojos.
—¿Que?
—susurró ella—. ¿Como has dicho?.
—Cásate conmigo, mañana mismo. Así no podrán obligarme a
marchar.
—No
puedo..., no de este modo, escondiéndonos.
—Esperemos
a que todo esto pase, después seré tu esposa.
—¡Pero
no sabemos lo que va a pasar! —exclamó él—. ¿Que vas a
hacer?.
—Me esconderé con mis padres en el Grao, y tú deberías volver
a Alemania hasta que pase toda esta locura.
Él
miró a su pequeña, y Asunción se ofreció a quedarse con ella. En
la situación en que se encontraba el país, no era seguro que un
hombre anduviera por ahí con una niña a cuestas. Berta se sentó en
su regazo y su padre la abrazó. Inspiró la fragancia que emanaba de
su cabello, olía a inocencia. Intentó retener aquel olor en la
memoria, para poder recordarlo cuando estuviera lejos.
Miró
a Asunción mientras intentaba contener las lágrimas, que al fin
corrieron libres. Pensó que estaba siendo un mal padre para su
pequeña, entrando y saliendo de las cárceles republicanas, y ahora
marchando lejos.
Sabía
que no podía pedirle a Asunción que le acompañara, que lo dejara
todo y se fuera con él, los tres juntos, muy lejos de allí. Ella
nunca abandonaría a sus padres. Antes de que pudieran decir nada
más, escucharon ruidos de motores. Josef se asomó por la
ventana para llegar a ver pasando a lo lejos, dos vehículos de la
FAI.
Kaufer
preparó un macuto con ropa y se caló una boina, mientras le
aconsejaba que esperase a la noche para marchar, incluso pensó que
sería más seguro que alguien viniera a por ellas. Asunción lo
retuvo unos segundos más entre sus brazos, mientras le decía que
lo conocía muy bien y que no le perdo-
naría que hiciera ninguna insensatez. Le pidió que pusiera mar
de por medio entre él y aquella barbarie, que ellas estarían bien.
Cuando
salió a la calle, el sol caía a plomo sobre los adoquines. A
mediodía aquella ciudad, antaño alegre y festiva, había adquirido
un aspecto fantasmal, donde la poca gente que se aventuraba a salir
lo hacía corriendo entre los escombros de las calles, mientras
lanzaban miradas a un lado y a otro. A varios pasos de la casa,
Kaufer se detuvo a observar a aquellos dos seres. Entonces Berta hizo
algo que él recordaría mientras viviera.
—¡Papá!,
¡No te olvidarás de mí!, ¿verdad? —gritó la niña.
La pequeña despedía a su padre, desconsolada, cuando él desandó el
camino y la levantó en el aire, abrazándola con fuerza.
—¿Como
podría olvidaros nunca?, ¡mi amor!
Kaufer
la devolvió al suelo, se dio la vuelta y comenzó a recorrer la
calle conteniendo una inmensa rabia. De camino a la estación no
conseguía sacarse de la cabeza a las dos mujeres que dejaba atrás.
IV
La
mañana siguiente, en la estación de Valencia, Kaufer preguntó para
ir al puerto. Tomaría un barco y marcharía a su patria, y una vez
allí pensaría con calma que hacer. No estaba dispuesto a esperar
sentado, mientras en España tenía lugar
una
guerra que podía ser larga.
El
tranvía se sacudía sobre los rieles, al tiempo que la ciudad se
aparecía bulliciosa y desconcertante. Pronto se aparecieron tras los
edificios, cientos de mástiles entre las chimeneas de los vapores. Más allá, grandes grúas se alzaban al cielo, como ciclópeos
guardianes preparados para la defensa de la ciudad.
El
conductor hizo un aviso, y Kaufer se apeó. En la calle frente al
puerto había una especie de pequeño mercado, con tenderetes
callejeros en los que se vendían toda clase de artículos.
Cruzaba
entre los puestos, cuando oyó que alguien le decía:
—¿Que
hay, camarada?
Fingió
no oírles y siguió andando. Oyó
unos murmullos y Kaufer creyó entender que uno de los hombres decía
«parece sospechoso».
—¡Alto!,
!policía revolucionaria!
Josef
dobló por el callejón y desapareció de la vista de la patrulla de
control. Cruzó la calle y entró en el puerto. Tenía que subir
a aquel barco. Se acercó a la ventanilla y pidió un pasaje para
Alemania.
—Ese
barco sale en media hora para Hamburgo —dijo el
expendedor.
—¡Perfecto!
—¡Se
deja el cambio! —dijo el hombre, pero Kaufer ya había echado a
correr a grandes zancadas, mientras apretaba el billete en su mano.
Alcanzaba a ver a los pasajeros encaramados a la barandilla, y el
vapor de la chimenea.
—¡Allí
está! —Oyó gritar a sus espaldas.
Kaufer se giró en el instante justo para recibir un puñetazo en
plena cara. Se estampó de espaldas contra la pared y cayó de
rodillas al suelo.
—¿Donde creías que
ibas, eh? —gritó uno de los patrulleros
de la FAI.
Los
cuatro hombres iban apretujados dentro del auto. En Valencia helaba.
A las siete y media de la mañana la ciudad estaba lívida y el
viento corría a ras del suelo. Las calles de la ciudad estaban
desiertas, mostrando la destrucción de los bombardeos.
López,
con aire malhumorado, giraba la cabeza, observándolo todo. Los
postigos permanecían cerrados y varios transeúntes que paseaban se
cambiaron de acera al ver aquel auto acercarse. Cerca de su destino,
dos porteras se metieron adentro al verlos venir.
Kaufer
escuchó que al que le había golpeado le llamaban “el Asturiano”.
De mandíbula fuerte, envuelto en un recio abrigo y con un sombrero
en la cabeza. Jugueteaba con unas esposas, mientras pegado al labio
inferior, mantenía en equilibrio un cigarrillo, cuyo humo exhalaba
hacia la cara del detenido.
López,
de pequeña estatura, era el más bajo y delgado de los tres. Tenía
una perla en un ojo y exhibía un revólver. El conductor se llamaba
Fidel y era bajo, moreno, y con ojos grandes y negros.
—¿Que
hacemos con este? —preguntó el de las esposas—. Podríamos
perdernos por algún camino, dar un paseo, ¡y quien sabe!.
López
gruñó, quitándole el cigarrillo de los labios y abrien-
do la portezuela, porque ya habían llegado al antiguo Seminario
Conciliar de la calle Trinitarios.
—No quieras pasarte
de listo —añadió.
Cruzaron
el umbral y de allí llegaron a un vestíbulo, y más tarde a un
claustro soberbio. Pasaron bajo un arco y subieron una escalera.
Sentaron a Kaufer en
una silla del semioscuro primer piso, donde la poca luz que había
entraba por unas ventanas arquitrabadas de piedra. Josef paseó la
vista por aquella especie de galería, donde dos puertas simétricas
daban paso al claustro con columnas que habían cruzado al llegar,
alrededor del cual se articulaba todo el edificio.
Pensó
que en un descuido de sus captores podría saltar por una de aquellas
ventanas, pero con casi total seguridad, se rompería las piernas,
por lo que desechó la idea. Aún no se había puesto cómodo, cuando
el Asturiano pasó tras él, propinándole un puntapié que le hizo
tambalearse en la silla.
Josef
sabía que los milicianos del bando republicano utilizaban varios de
aquellos edificios repartidos por toda la ciudad para detener,
interrogar y ejecutar a sospechosos de simpatizar con el bando
contrario. Por lo general, se les conocía por el nombre de chekas,
y eran conocidas por la calle donde se encontraban, o bien por el
nombre de quien las dirigía.
López se sentó cerca
del detenido y ojeó su pasaporte.
—¡Vaya!, ¡pero si
es alemán!.
Se levantó y cruzó una puerta de dos hojas y, tras ella, entró en un
despacho moderno y bien iluminado. Al cerrarse la hoja, la penumbra
volvió a cernirse sobre la galería.
Se
escuchó que aquel tipo llamaba por teléfono. Kaufer
pudo entender con claridad que aquel fulano estaba pidiendo consejo a
alguien. Entonces escuchó el nombre: Leo.
Kaufer se
quedó lívido. Sabía que el tal Leo dirigía una cheka en la
avenida Nicolás Salmerón, donde delincuentes habituales se
dedicaban a saquear los pisos y asesinar a personas de buena posición
social. El cónsul de Alemania le había comentado en una ocasión
que allí, dos rusas llamadas Berta Sonin y una tal Nora,
martirizaban a los detenidos. También le habían comentado que el
tal Leo no era otro que Rosenberg, el embajador de Rusia.
El
Asturiano daba vueltas alrededor de Kaufer, sonriéndole con
malicia,
cuando López salió ojeando los papeles. El jefe apoyó una mano
firme y fría sobre el hombro de Josef y dijo:
—¡Vaya!,
¡eres un tipo con suerte!.
—¡Soltad
a este desgraciado!, ¡Leo no quiere buscarse más problemas
de los que ya tiene con el alemán!.
Josef
supuso que se referían al cónsul de Alemania Schellert.
—¡¿Lo dirás de broma?! —gritó el Asturiano, encarándose con su jefe—.
¡Maldita sea!.
Entonces
se acercó como una exhalación y rodeó el cuello de Kaufer con su
antebrazo.
—¡Te
mato!, ¡Vaya si te mato, cabrón!
Aún
no había parpadeado, cuando notó el frío cañón del revólver de
su jefe junto a su ojo derecho.
—Voy
a contar hasta tres —escuchó—. Uno, dos...
El
Asturiano dejó de hacer presión, mientras dirigía la mirada a
López, como un perro de presa que se disculpara ante su amo.
Josef
sintió la necesidad de abandonar la ciudad de inmediato. De haber
tenido dinero, se habría largado sin pensárselo. Pero se lo habían
quedado todo y no tenía para el billete, por lo que cruzó
penosamente la ciudad en dirección al Consulado de Alemania.
Tres
días después, un vehículo identificado como adscrito al Consulado
llegó a toda velocidad al puerto de Valencia. La puerta del auto se
abrió y tres hombres salieron del interior. Con paso apresurado
cruzaron la zona de tránsito y se encaminaron hacia la pasarela de
un buque que hacía sonar la sirena, mientras los marineros soltaban
las amarras. Un oficial de guardia revisó su documentación y
se apartó para dejarles paso.
Sólo
el rumor que producía el ir y venir de los pasajeros en cubierta se
superponía el rítmico pitido de la bocina del vapor, mientras
realizaba la maniobra de desatraque.
Aquellos
tres hombres se asomaron a la barandilla, mientras parecían
despedirse de lo que dejaban atrás. El consulado de Alemania había
tramitado con el Gobierno Republicano la evacuación a su tierra
natal. El más alto de los tres se limpiaba las lentes con un
pañuelo. Llevaba una boina ladeada, caída al lado izquierdo. Aquel
hombre rezaba en silencio para que Asunción Granell y Berta
Kaufer estuvieran a salvo. Al cabo de diez minutos caminaba
pesadamente por la cubierta en compañía de aquel par de
funcionarios del Consulado que parecían muy felices de poder salir
de allí cuanto antes.
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