3
Octubre de 1929
I
La
laguna estaba rodeada de árboles que se alzaban erguidos, o se
inclinaban recostados sobre el de al lado. Inmensos bosques de
extrema espesura, tanta que parecían impenetrables. Pequeños
torrentes bajaban desde lo alto hasta desembocar en el río
Brüninghauser. El terreno se elevaba desde el arenoso
perímetro del lago, hasta dominar el prado y el tramo de río.
Hubert
bajó la vista hacia el agua oscura, del color de los guijarros, y
contempló las carpas que cruzaban, planeando pegadas al fondo del
lago.
Aquel
pequeño y serpenteante arroyo bajaba por el valle hasta pasar cerca
de la granja de los Sasse, corriendo por entre los frondosos bosques
hasta llegar junto a los muros del castillo de Brüninghausen.
Allí se ensanchaba, formando un pequeño lago cuya agua había
alimentado en otros tiempos la noria de un viejo molino. Los
pequeños solían ir con su padre desde que les compró aquellas
bonitas cañas de pescar, pero en aquella ocasión fueron
solos.
El
majestuoso edificio era conocido como "La Casa de la Torre",
y lo formaban dos imponentes torreones de cuatro plantas con
inclinados tejados a dos aguas, conectados entre sí mediante una
sección central que se abría al valle gracias a balcones con arcos
de estilo barroco, dando acceso a todas las alas gracias a una gran
escalinata y formando una elegante fortaleza residencia. Lo rodeaba
una especie de foso que conectaba con la laguna y las altas fachadas
estaban cubiertas de elegantes ventanales que los dos hermanos
usaban de blanco para lanzarles piedras.
Algunos
documentos mencionaban aquel edificio desde 1311, perteneciente al
feudo del arzobispo de Colonia von Köln Brunnenchusen, y había sido
el antiguo hogar de los Señores de Ohle. Carl Philipp von Wrede lo
había heredado en 1702, manteniéndolo en manos dela familia desde
entonces, aunque por aquellos tiempos se encontraba deshabitado y en
estado de abandono.
Tras
media hora escasa de dedicación a la pesca, su hermano había vuelto
la mirada hacia el castillo, y convenció al pequeño Hubert para ir
a echar un vistazo.
El
edificio mostraba sin reparos el silencioso e inexorable paso del
tiempo, y la intrusión de los pequeños no parecía afectarle lo más
mínimo. Una bandada de cuervos alzó el vuelo desde lo alto del
tejado, y planeando, desaparecieron entre la espesura del bosque. Los
chiquillos les siguieron con la mirada, mientras rozaban las copas de
los árboles. En la parte trasera había un pequeño pórtico,
desvencijado y arrancado de sus goznes.
Hermann tomó su vieja linterna de la mochila e hizo la
intención
de entrar, pero su hermano le tiró de la manga.
—¿A
donde crees que vas? —dijo Hubert —. ¿No iras a entrar ahí?.
—¡Venga
no seas gallina! —contestó Hermann—. No va a pasar nada, sólo
echaremos un vistazo. Además, tal vez haya un tesoro.
—¡No
seas bobo —replicó Hubert—. ¿Como va ha haber un tesoro?.
Los
niños cruzaron el portón y se encontraron en lo que, en otros
tiempos, debió ser la cocina. Varias sartenes y cacerolas seguían
allí, colgando de las paredes junto a un gran horno oxidado, bajo
una chimenea de campana tapizada de humo. Muchos de los azulejos de
las paredes habían sucumbido al tiempo y se hallaban desparramados
por el suelo.
Tras
otra puerta, se encontraron en un angosto pasillo que les llevó a lo
que parecían ser las dependencias del servicio. Parecía una casa
dormida, apagada y polvorienta. El suelo estaba cubierto por los
excrementos de innumerables generaciones de ratas.
Hubert
giraba nerviosamente la vista hacia todos lados, creyendo que en
cualquier momento aparecería una grotesca criatura, acechándoles,
agazapada en un oscuro rincón.
En
el hall, una gran escalera giraba sobre su eje una y otra vez,
subiendo hasta quedar diluida en la oscuridad.
—¡Hola!
—gritó Hermann desde la enorme escalinata de piedra. El
tiempo transcurrió sin obtener respuesta, y el pequeño repitió:
—¡Hola!
¿Hay alguien en casa?
El
eco de las bóvedas del alto techo repetía las palabras y
los
juramentos de los pequeños. El olor acre a humedad lo
impregnaba todo a través de largos corredores oscuros. En algún
punto de la gran casa, un reloj dio la hora, resonando de modo
fantasmal. Hubert se acercó a su hermano. Su cuerpo estaba rígido,
producto del miedo.
Atravesaron
frías estancias cubiertas de sábanas, donde el polvo cubría los
muebles que no habían sido protegidos. En el gran salón del
castillo, una hermosa e imponente chimenea mostraba varias
fotografías ajadas por decenios de olvido. En una se podía ver a
cuatro niños, sentados con las piernas extendidas. Uno, de alrededor
de cuatro años, miraba con fijeza a la cámara, mientras a su lado
los otros dos ya eran unos muchachos. La cuarta protagonista de la
vieja foto era un hermosa niña que con las manos se alisaba la
falda.
Hubert
supuso que aquellos pequeños ya no vivirían allí. Junto a la
chimenea, un gran espejo con el marco dorado, reflejaba a los
hermanos Sasse.
Llegaron
a un largo pasillo de paneles de roble donde se sucedían un sinfín
de puertas cerradas y antiguas fotografías de personas y paisajes.
El papel de las paredes, que debía haber sido precioso, con
elegantes ornamentos victorianos, ahora estaba apagado por el tiempo.
El suelo estaba ocupado por una gruesa alfombra que amortiguaba el
sonido de sus pisadas. Los dos niños caminaban muy pegados, mientras
iluminaban con la linterna que arrancaba reflejos de los pomos de
cobre de las puertas y lámparas.
Allí
estaba el reloj de pared que les había asustado al llegar. Sus pesas
de latón colgaban de cadenas doradas, mientras su péndola corría
de un lado al otro.
A
Hubert le extrañó que funcionara y su hermano contestó
que
alguien debía de darle cuerda. Su gran esfera estaba
ocupada por una pequeña araña, que había echo de ella su hogar.
Al fin, en el otro extremo, el corredor torció a la derecha,
siguiendo hasta el final de un oscuro pasillo Allí llegaron a una
puerta entreabierta, que parecía invitarles a cruzarla.
Desde
el interior de la habitación asomaba un haz de luz que se agrandó
cuando Hermann se dispuso a abrir la puerta por completo. Pero algo
se lo impedía. Aferró el oxidado picaporte con los dedos, dispuesto
a empujar, y entonces miró al suelo y dio un paso atrás, a punto de
caer de espaldas.
Entrecerró
los ojos y exclamó:
—¡¡Dios
mio!! ¡no es posible!
Hubert
reculó, enfadado con su hermano. Frunció un poco los labios y
maldijo:
—¡No
me gastes bromas!
Una
sonrisa brilló brevemente en los labios de su hermano mayor, para
desvanecerse al instante.
—¿Has visto lo que yo? —preguntó Hemann. Desde donde estaba,
Hubert no alcanzaba a ver el interior de la habitación.
—Asómate
—dijo, dejándole paso.
Hubert
asintió y echó un vistazo a través de la puerta. Al hacerlo se dio
cuenta de que varios juguetes se amontonaban contra ella,
impidiéndole abrirla. El niño los corrió a un lado con el pie y se
asomó, para quedar asombrado ante la mayor cantidad de juguetes que
había visto nunca. Los dos hermanos permanecieron bajo el umbral de
la puerta, mientras observaban el suelo de aquella habitación,
tapizado de cientos y cientos de juguetes.
Los dos pequeños no daban crédito a los que veían. La
única
forma en que pudieron entrar fue apartándolos a su paso con los
pies, avanzando con cautela en medio de aquel desorden.
—¡Debían ser de los niños que vivían en el castillo, los de la foto!
—dijo Hermann mientras dirigía la vista en todas direcciones.
Las
telarañas se habían adueñado de la habitación. Una de gran tamaño
se elevaba en un rincón, mientras alrededor de su entrada en forma
de embudo se hacinaban decenas de cadáveres de moscas. Hermann cogió
un palo olvidado en el suelo para apartar las telarañas que colgaban
del techo.
Cientos
de juguetes de hojalata se hacinaban unos sobre otros, para acabar
formando un extraña mezcolanza: trenes de cuerda, aviones,
autogiros, autobuses y bólidos. Algunos en buen estado, otros rotos.
Soldados decapitados y tranvías sin ruedas.
Hermann
se agachó a recoger una preciosa motocicleta con sidecar. Un soldado
de hojalata en uniforme asía con fuerza el manillar, mientras a su
lado el sidecar estaba vacío. El pequeño se puso a buscar al
soldado que debió ocuparlo, removiendo entre los juguetes.
—¡Una
peonza! —oyó que decía su hermano tras él. El niño extendió
la palma de su mano abierta, mostrando una pequeña peonza de madera
de encina, que debía ser muy antigua. Tenía la parte superior
horadada y en dicho agujero llevaba una especie de llave en forma de
anillo.
—Es
un Kreisel —dijo Hermann—. ¿El palo, donde está el
palo?.
Hubert
recogió el palo que su hermano había utilizado
para
apartar las telarañas.
—Le falta el cordel
—Hermann le mostró un pequeño orificio
al final de aquel palo, en el que se ataba el hilo que hacía girar
el Kreisel.
—¡Cógela
para ti si te gusta!, y cuando lleguemos a casa te enseñaré
a hacerla girar
—Pero...
los juguetes son de los niños de la foto, no debemos... —dijo
Hubert, dudando.
—¡Vamos!,
sólo uno cada uno —contestó Hermann—. Y yo cogeré la
motocicleta, aunque aún no he encontrado al soldado del sidecar. El
pequeño se puso a revolver entre los juguetes en busca del soldado
extraviado, mientras su hermano objetaba:
—Podríamos
venir a jugar siempre que queramos, pero no nos llevaremos nada más,
¿de acuerdo?
Al
final, el deseo de los pequeños se vio cumplido y encontraron el
mayor tesoro que pueda desear un niño, ¡una habitación repleta de
juguetes!.
Allí
mismo prometieron no decirles nada a sus hermanas, lo último que
necesitaban era que su padre se enterara de que habían entrado en el
castillo sin permiso. Aquel sería su secreto, además, las niñas
siempre lo acababan estropeando todo.
II
Las
incursiones de los dos hermanos al castillo continuaron durante el
resto del otoño. Aunque cada vez se fueron espaciando más en el
tiempo.
Theresa
se extrañaba de que los pequeños solían volver de sus días de
pesca con las manos vacías, con la escusa de que no había peces.
Pasaban mañanas enteras correteando por las dependencias y bajaban
las escaleras montados a horcajadas sobre las barandillas.
Un
día estaban en el desván, en la última planta. Era una gran
habitación con techo bajo que recibía la luz proveniente de las
ventanas del tejado. Revolvían viejos baúles, cuando de pronto,
desde fuera se oyó el ruido sordo del motor de un automóvil. Hermann creía que nadie iba allí desde hacía siglos. Al poco la
puerta se abrió de golpe y oyeron voces.
El
pequeño se deslizó hacia la escalera, se tendió en el suelo del
rellano y atisbó entre los resquicios de la barandilla, hacia abajo.
Varios hombres entraron y comenzaron a charlar, mientras el mayor de
los hermanos Sasse intentaba entender algo de lo que decían.
—¡Se
han parado! ¡no! ¡están subiendo! — susurró.
Los
muchachos se quedaron sin aliento. Oyeron pisadas en la escalera que
parecían acercarse por momentos, y entonces sin esperarlo, las voces
volvieron a alejarse. Los niños permanecieron escondidos durante una
eternidad, hasta que los extraños se hubieron marchado.
—¿Quienes
eran? —preguntó Hubert.
—Estaban visitando el castillo, creo que eran compradores. Alguien querrá arreglarlo y quedarse a vivir.
Al
poco tiempo, los hermanos volvieron una vez más, y encontraron que
la puerta trasera de la cocina había sido reparada. Se quedaron
allí, sentados en el suelo del jardín, mientras asimilaban que su
aventura en La Casa de la Torre había terminado.
III
20 de diciembre de 1930
Pequeñas
gotas de lluvia caían desde los tejados hasta el suelo, martilleando
suavemente sobre las aceras. Varios niños jugaban al Kreisel junto a
la iglesia románica de San Lamberto, en la pequeña aldea de Affeln.
Eran los últimos días de 1930. Durante los días anteriores había
nevado bastante, pero la nieve se había ido fundiendo. Hacía mucho
frío y, aunque estaba lloviznando, a los niños les traía sin
cuidado.
San
Lamberto se construyó con piedra de canteras cercanas, hacia 1240.
La sacristía y el pórtico fueron añadidos en 1903 y la torre
campanario se reconstruyó tras el incendio de 1914. Poseía una
bella cubierta barroca en campana invertida y la luz llegaba al
interior del campanario a través de alargadas ventanas de medio
punto, mientras los coros laterales recibían la luz por unas
ventanas románicas.
Hubert, era el más pequeño del grupo, y tenía las rodillas incadas
sobre los adoquines del pavimento.
Los
niños afilaban la punta metálica de sus peonzas sobre la abrasiva
superficie de los grandes sillares, junto a la portada de la iglesia.
De esta forma mantenían la punta siempre en buen estado, ya que por
el uso contra el suelo la punta acababa volviéndose roma. Como
consecuencia de ello, las peonzas no giraban bien.
Al
frotar sobre la piedra se formaban unas características acanaladuras
verticales de aspecto fusiforme. Hubert se había apropiado de una
especialmente larga y profunda, a la izquierda y un poco más
apartada de las demás. Al pequeño le gustaba aquel surco en
particular. En muchas ocasiones, cuando terminaba de afilar su peonza
solía quedar distraído, como ausente, mientras recorría con su
dedo el largo fusiforme.
Los
trompos de sus amigos eran más gruesos y eran conocidos como
Peitschenkreisel, además poseían una pequeña cola del
grueso de un dedo. En el cuerpo de los trompos se envolvía un cordel
que se sujetaba en su otro extremo entre los dedos, para
posteriormente lanzarlos con fuerza y hacerlos girar.
Hubert
llevaba aquella peonza que encontró en la Casa de la Torre, junto a
su hermano. Hermann le enseñó a usarla y desde entonces no se
separaba de ella. Aquel Kreisel era muy antiguo y en el agujero
superior se insertaba la llave en forma de anillo por donde se
introducía un extremo del cordel, la punta del otro extremo iba
atada al largo palo.
Hubert
se preparó para lanzarla mientras la sostenía con la mano
izquierda. Con la otra sujetaba el palo, y abriendo con
rapidez
los brazos, se desciñó la cuerda en un momento, sacando a la peonza
de la llave y haciéndola girar sobre su punta de hierro contra el
mojado pavimento.
La
peonza comenzó a girar, con un fuerte zumbido. En aquel preciso
instante la campana tocó las doce del mediodía.
Hubert
se levantó como una exhalación al tiempo que apretaba con la mano
su Kreisel, obligándola a detener su giro.
—¡Tengo
que ir con mamá! —exclamó, despidiéndose de sus amigos
mientras comenzaba a correr en dirección al colmado del señor
Schmidt.
El
pequeño sorteaba a la gente que andaba por la acera mientras
sujetaba el largo palo bajo el brazo y se introducía su peonza en el
bolsillo.
Su
madre solía dejarle jugando frente a la iglesia, mientras hacía las
compras, para a medio día regresar juntos a la granja, aunque aquel
día era sábado y había venido toda la familia al pueblo.
Hubert
sorteaba los charcos de agua que se agrupaban sobre los adoquines de
la calle, junto a los bordillos de la acera. En el interior de un
café, hombres y mujeres con vestidos elegantes se sentaban a las
mesas, tomando Glühwein, una bebida típica de las fechas
navideñas a base de vino tinto caliente, hierbas aromáticas y
azúcar, mientras reían alegremente. Siempre que pasaba por aquella
calle, Hubert miraba a través de los ventanales del local,
observando con la nariz pegada al cristal.
Aunque
el niño no lo sabía, aquel día el buen humor de la gente se
debía, entre otros motivos, a que un joven Adolf Hitler, que al
frente del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán,
había arrasado en las elecciones que habían tenido lugar el pasado
14 de septiembre, con el propósito de elegir a los miembros del
Parlamento.
El
pequeño se encontraba cerca del colmado, pero aún le daba tiempo de
admirar los comercios. Había tiendas con llamativos escaparates,
protegidos por voluminosos toldos de colores. Puestos de frutas y
verduras con enormes y desgastados cajones. Estos estaban inclinados,
los unos ligeramente sobre los otros, como mostrando con orgullo su
contenido. Había todo tipo de género: coles, zanahorias, coliflores
e incluso mazorcas de maíz. En otros cajones apenas cabían las
lechugas, los calabacines y las judías.
En
ocasiones, Hubert se detenía ante aquellos puestos, cerraba los ojos
y aspiraba sus aromas. Pero aquel día no tenía tiempo para
entretenerse, tenía una misión, el mismo cometido de casi todos los
días que pasaba ante una tienda en particular. ¡La
tienda del panadero Strauss!...la tienda con los mejores toldos de
toda la calle. Grandes y voluminosos toldos italianos de capota de
color azul marino.
Sus
armazones, que habían sido pintados varias veces, permitían que
fueran plegados sobre la pared. La escasa altura a la que se
encontraban del suelo provocaba que los adultos no pudieran pasar
bajo ellos, por lo que se apartaban, esquivándolos al andar por la
acera. Pero él sí, él podía pasar bajo ellos.
Hubert
se aproximaba a la carrera a aquellos grandes toldos que jalonaban la
tienda como centinelas. Al llegar a la altura del primero, saltaba lo
suficientemente alto como para golpear su lateral con la palma de la
mano, produciendo un ruido sordo, mientras proseguía su carrera
esperando llegar a la
altura del siguiente...y, volvía a saltar, golpeando nuevamente
mientras se aproximaba al que le seguía. Aún recordaba cuando de
pequeño no llegaba a ellos por mucho que saltara. «¡Algún día
llegaré!»...pensaba entonces.
En
aquel preciso instante se oyeron gritos que parecían provenir del
interior de la tienda de Strauss. ¡De repente!, ante la puerta del
establecimiento apareció el panadero, recogiéndose el largo
delantal blanco mientras lanzaba un sinfín de improperios.
—¡¡Sasseeeee!!
¡¡pequeño granuja!! —gritó mientras salía
apresuradamente hasta plantarse en medio de la acera, esperando en
vano a dar caza al pequeño que con insistencia golpeaba todos los
días sus preciados toldos.
Strauss
siguió vociferando y haciendo aspavientos con sus grandes brazos
cubiertos de ensortijado vello.
Hubert
se giró a observarlo mientras proseguía su carrera sin la más
mínima intención detenerse.
El
panadero era regordete y tosco como sus Körnerbrötchen,
aquellos redondeados panes de semillas y especias. En su rostro
predominaban unas voluminosas y sonrosadas mejillas y sobre estas los
ojos estaban enmarcados por unas grandes y pobladas cejas. Cubierto
su cuerpo de harina, a Hubert le pareció algún grotesco personaje
de los cuentos de los hermanos Grimm que en tantas ocasiones le había
contado su madre.
El
panadero volvió al interior del local mientras le venía a la mente
cuando tiempo atrás desmontó los dichosos toldos para pintar los
armazones. Semanas después los volvió a montar y pensó que aquel
granuja ya no se acordaría de ellos,pero nada mas lejos de la
realidad.
Hubert llegó a la puerta del colmado, situado en una pequeña plazoleta. Allí estaba la carreta de su padre, pero cuando estaba a
punto de entrar algo extraño llamó su atención.
Al
final de la pequeña plaza había mucha gente, demasiada. Un centenar
de personas se apretujaban unas contra otras vociferando mientras
discutían entre sí. Entonces los vio. Pequeños camiones repletos
de militares cruzaban el pueblo rápidamente en dirección a la
frontera con Francia.
—¡Los
Franceses! ¡Ya se marchan esos bastardos! —gritaba la gente
con gestos de inequívoca alegría.
Algunas
mujeres estaban vociferando mientras gesticulaban con los brazos en
alto. Un grupo de niños se agolpaban encaramados sobre el alfeizar
de una ventana, intentando ver mejor.
Entonces
lo recordó. Su madre le había comentado hacía unos días que por
fin, las tropas francesas de ocupación se marchaban. Todos los
destacamentos abandonaban sus cuarteles y puestos de control.
Con
la pérdida de la Primera Guerra Mundial por parte de Alemania,
durante el tratado de Versalles en 1919, se creó la Comisión de
Reparaciones de Guerra. Entre otras cláusulas se contemplaba el
pago de 132.000 millones de marcos alemanes por las reparaciones de
guerra, una suma que Alemania de ninguna manera se podía permitir
pagar.
Otra
de las cláusulas contemplaba la ocupación de Renania hacia el este,
hasta el río Rin y al oeste, en lugares como Colonia. Dichas zonas
serían ocupadas por las tropas aliadas durante un plazo máximo de
15 años.
Pero
ante la imposibilidad de que Alemania pudiera hacer frente
a los pagos, en 1929 se redactó el llamado Plan Youg por el cual
Alemania se comprometía a entregar cantidades anuales para dichas
reparaciones de guerra a través del Banco Internacional de Pagos,
con sede en Basilea. Los abonos serían incrementados gradualmente
durante los primeros 36 años. Se fijaba una anualidad incondicional,
que Alemania no podía eludir pagar, de 660 millones de marcos y su
pago quedaba asegurado mediante una hipoteca sobre los ferrocarriles
estatales alemanes. El plan fue aceptado por Alemania en agosto de
1929 e inmediatamente Edouard Herriot, el primer ministro francés,
como muestra de buena fe, ordenó la evacuación anticipada de las
últimas tropas de ocupación en Renania.
Aquel
20 de diciembre de 1930 los últimos destacamentos franceses
abandonaban la región.
Algunos de aquellos soldados iban literalmente colgados fuera del camión,
sobre el portón trasero, mientras con ambas manos se asían
fuertemente a las barras del armazón sobre el que iban colocadas
aquellas descoloridas y mugrientas lonas que cubrían la parte
trasera. Hubert había visto muchas de aquellas camionetas Renault MY
1 con las curiosas manivelas en la parte delantera. En alguna ocasión
había observado como aquellos "Französisch" hacían girar
la manivela para ponerlos en marcha. La delgadez de los neumáticos y
las reducidas dimensiones de la cabina les daban un ridículo
aspecto, lo que era motivo de escarnio al verlos pasar. Aquello llevó
a la invención de más de un mote entre la población, a modo de
burla.
El
rugir de los motores junto al chirriar de los neumáticos sobre el
adoquinado de la calle producían un ensordecedor
ruido,
por lo que el pequeño se llevó las manos a los oídos. En aquel
momento se le cayó el palo de la peonza. Al agacharse a recogerlo
una mano se posó en su espalda.
—¡Mira
mamá! —dijo el pequeño Hubert al ver a su madre tras él—.
Los soldados, la gente dice que los soldados se marchan.
—¿Adonde
se marchan, mamá, a donde? —preguntó el niño con
insistencia.
—Vuelven
a sus casas, cariño, a sus casas —contestó su madre mientras
tiraba de él. Theresa cargaba con una niña pequeña. Helfriede
había nacido hacía apenas un año.
—Vamos
hijo este no es lugar para un niño, vamos con los demás
El
pequeño cruzó la calle de la mano de su madre, que volvió al
interior del colmado mientras él permanecía junto al carro,
indagando con la mirada a su alrededor. Los sonidos cotidianos de las
gentes del pueblo al realizar sus tareas le llenaban de curiosidad.
Varios jóvenes acarreaban árboles de Navidad, recién cortados en
los bosques locales.
Hubert
apartó la nieve pegada al cristal de la puerta y observó desde
fuera el interior de la tienda. Varias mujeres realizaban sus compras
mientras algunos niños, felices y sonrientes, correteaban entre
ellas, entreteniéndose y jugando.
El
pequeño observó las estanterías, repletas de arreglos navideños y
guirnaldas para las puertas. En el escaparate se apretujaban las
velas, candelabros, y figuras de paja o de madera, mientras en otro
estante había té, miel, especias y calcetines tejidos a mano.
Hermann
apareció por la puerta llevando un decorado pan recién salido del
horno y un montón de pasteles de Navidad.
Tras su madre apareció Mathilde, que tomó la mano de su hermano.
Desde
pequeñita había sido muy espabilada, incluso se podría decir que
era lista como una ardilla. Ya había cumplido los tres años y
Hubert se había empecinado en enseñarla a montar en bicicleta,
aunque su madre aseguraba que aún era muy pronto. Mathilde era
morena, y llevaba el pelo largo. Tenía las cejas finas, como
dibujadas al carboncillo. Los ojos verdosos y alegres, y la nariz
casi perfecta. La pequeña se quitó el gorro que llevaba atado a la
cabeza y se dejó el pelo suelto, que le cayó hacia atrás, sobre
los hombros. El viento movía su cabellera color nogal.
Anton
salió de la tienda y se acercó al caballo, ofreciéndole un terrón
de azúcar con la palma abierta. Sasse había adquirido aquel viejo
carro de un familiar que lo tenía abandonado en el granero. Lo
adecentó y le dio una nueva vida. Era un coche abierto, de
cuatro ruedas y de caja alargada. Los asientos estaban situados
paralelos a los ejes, y el pescante era alto.
Anton
arreó al Noric color alazán y la destartalada carreta emprendió el
camino. El maltrecho asiento de cuero oscilaba ligeramente mientras
el coche traqueteaba por la carretera, rodeado de grupos de abetos y
robles. Algunos de ellos estaban cubiertos del manto blanco del
invierno. Era un paisaje hermoso. Hubert lo observaba todo, dejándose
llevar por la sublime belleza de la naturaleza. Sus ojos revelaban
una inusitada curiosidad a pesar de su corta edad.
Tres
años después, el 30 de enero de 1933, Adolf Hitler sería nombrado
Canciller y le faltaría tiempo para iniciar una represión
sistemática contra sus opositores políticos. El
Partido Socialdemócrata sería declarado ilegal y todos sus bienes
incautados.
El
1 de abril del mismo año, los nazis llevarían adelante la primera
acción contra los judíos. Las tropas de asalto, los "Camisas
Pardas" se plantarían amenazadores frente a los comercios y
pintarían en amarillo y negro la estrella de David en miles de
puertas y ventanas.
El
7 de abril el gobierno nazi promulgaría la Ley para la Restauración
del Funcionariado Público Profesional, buscando excluir a quienes
consideraran opositores del estado nazi: judíos y opositores
políticos. Como consecuencia, los empleados de la función pública
serían obligados a demostrar su descendencia aria, documentando la
religión de sus padres y abuelos. De no poder hacerlo, serían
excluidos de la función pública.
El
2 de mayo todos los sindicatos serían disueltos y sus dirigentes
detenidos, algunos enviados a campos de concentración, y el 14 de
julio, el NSDAP sería declarado el único partido político legal en
Alemania. Hitler conseguiría así el poder absoluto por encima del
anciano presidente de la república Hindenburg, y durante la fatídica
"Noche de los Cuchillos Largos" aprovecharía el caos
reinante para eliminar a todos los miembros de la oposición que
pudieran presentar batalla en unas elecciones o en una lucha por el
poder. Aquella noche serían asesinados políticos comunistas y
liberales, además de judíos, homosexuales, periodistas y activistas
de su mismo partido con opiniones contrarias.
En
todas partes, la gente recelaba de cualquier extraño. Cualquiera se
cuidaba de hablar y con quien lo hacía, incluso se tenía cuidado
con lo que se leía y hasta los locales que se
frecuentaban,
pues cualquiera podía ser un soplón nazi. Hitler prepararía así
el terreno para su sueño imperialista, seduciendo a una nación
entera a cometer el crimen más grande de la historia.
IV
La niña se paró de
puntillas y dio dos o tres pasos inseguros, hasta que perdió el
equilibrio y cayó con las palmas de las manos abiertas sobre los
adoquines. Berta estaba en la plaza del “Pla” de Burriana, frente
a la iglesia del Salvador. Anochecía y la luz de las farolas era
suave, de un color tenue. El cielo se había cubierto, y quizás
estallara una tormenta en cualquier momento.
La
pequeña sujetaba con fuerza la mano de su padre. Ya había cumplido
los tres años, y se mantenía despierta en aquella fecha señalada.
A las doce se celebraba la misa del gallo. Tenía lugar la
conmemoración cristiana del nacimiento del Niño Dios.
La
mayoría de las ventanas que daban a la plaza dejaban ver a través
de los cristales pequeñas lámparas de aceite que alumbraban en
todos los hogares. En las calles de alrededor, la gente apretaba el
paso mientras se dirigían a la iglesia, mientras que el repicar de
las campanas les llamaba a la misa de medianoche.
Aunque
estaba demasiado oscuro para apreciar los detalles, aquel templo le
produjo a su padre una gran impresión. Estaba construido en
piedra caliza amarilla y la fachada
principal, orientada hacia el norte, mostraba dos grandes pórticos
barrocos del siglo XVII.
En la cabecera del edificio surgían una serie de elegantes contrafuertes
que acababan estrechándose sobre los muros. En el extremo oeste del
edificio se alzaba la torre del campanario. Nacía exenta a la nave,
desde el suelo. Mostraba una sólida planta cuadrangular en el primer
cuerpo, mientras el resto de la estructura era octogonal.
Josef
Kaufer advirtió al instante que aquella torre era enorme. Al
principio, la catedral le pareció fea y desproporcionada pero
luego, al contemplarla
con más atención, paseando con la niña de la mano, comenzó a
descubrir en ella una sencilla belleza.
Se
aproximaron a la iglesia y observó el pórtico de entrada más
cercano a la torre. El cuerpo inferior estaba flanqueado por
pedestales sobre los que arrancaban columnas con el fuste decorado
con estrías y motivos alegóricos.
El
cuerpo superior mostraba una hornacina enmarcada por columnas y
pilastras, mientras que el tercer cuerpo tenía un óculo oval sobre
el que se disponía una línea de cornisa, muy del estilo barroco.
De
pronto, se desató el aguacero que se avecinaba y la lluvia levantó
un frío vapor por encima de los adoquines de la plaza. En un
instante se abrieron cientos de paraguas negros. Kaufer había
olvidado el suyo, aunque en realidad no le gustaban. Cuando empezaron
a caer goterones, dudó, pero Berta le tiró de la mano y su padre la
cogió en brazos, corriendo juntos a través del parque hacia la
puerta de la iglesia, cruzando ante los automóviles.
Kaufer
sostenía con su mano derecha el sombrero negro, en
equilibrio sobre su cabeza mientras corría, con gestos de esfuerzo.
Aquellos ademanes hicieron sonreír a Berta y, al verla reír,
también él se rió, y entonces, riendo juntos buscaron cobijo en la
iglesia.
Aquel
joven irradiaba una personalidad turbadora, mientras avanzaba con
determinación por la nave. La gente se hacía a un lado ante aquel
hombre alto de abrigo oscuro, tocado con un sombrero y llevando en
brazos a aquella niña de largas trenzas, endomingada con su vestido
azul y botines.
Kaufer
era un atractivo joven de apenas 31 años. Esbelto, de cabello oscuro
y de rostro severo. La frente alta, la nariz arqueada y
el mentón prominente. Su porte exhalaba autoridad. A Berta le daba
la impresión de ir acompañada por un gigante, un hombre que podía
abrirse paso en medio de cualquier tumulto con que se tropezara.
La
iglesia le pareció un sitio maravilloso. Berta nunca había visto,
cosa igual. Al entrar en la iglesia les recibió el olor del
incienso. Aquella fragancia inundaba el templo por completo.
La pequeña señaló
hacia el techo y balbuceó:
—¡Bonito!
—Si, cariño
—respondió su padre.
Kaufer bajó a la niña
al suelo. El interior del templo era inmenso y la cabecera estaba
cubierta por una bóveda de crucería de ladrillo. Giró la cabeza
hacia el lado oeste de la nave y contempló el inmenso órgano que
allí se alzaba; era el más hermoso que jamás había visto, con sus
grandes tubos cilíndricos agrupados como haces de cañas, elevándose
a lo alto, como queriendo llegar al cielo.
El cura
inició la lectura del evangelio, centrándose en la narración del nacimiento del hijo de Dios en Belén. Los sonidos del
órgano inundaron la nave por entero, mientras Josef quedaba
abstraído en sus pensamientos, en los últimos acontecimientos de su
vida.
Hacía
unos días que Josef Kaufer Zeller había llegado a Burriana. Se
había instalado junto a su hija en una casa del pueblo, para
comenzar una nueva vida. Aquel alemán había llegado a España en
los años veinte para labrarse un futuro como jugador de fútbol en
el Gimnástico de Valencia.
Transcurridos
algunos años, pasó a ser entrenador en el C.D. Castellón, en 1923.
Su forma de entrenar levantó una tempestad de comentarios.
Favorables unos, terriblemente maliciosos otros. Pero Kaufer demostró
que valía. Sus “cachorros”, entrenados como caballos, fueron
campeones aquel mismo año. Pero tras la trágica muerte de su
esposa, tuvo que elegir entre convertirse en un gran entrenador o ser
un padre para su hija Berta.
A lo
largo de aquellos años comenzaron a surgir importantes rutas
comerciales transcontinentales que intentaban suplir la alta demanda
europea de naranjas y mercancías, incluso de artículos de lujo. El
incipiente comercio entre España y Europa era ya una realidad, un
comercio directo. La mayor parte de las mercancías se embarcaban en
puertos valencianos, hasta llegar a las ricas ciudades europeas.
España
era el primer exportador mundial de naranjas y él tenía mucho
contactos en Alemania. Pronto se inició en el complejo mundo de las
transacciones comerciales, aprendiendo los rudimentos de la
profesión. Desde el puerto de Burriana salía entre el veinte y
el treinta por ciento del
volumen total de los cítricos exportados por España, y él tomó la
decisión de irse a vivir a aquel pueblo bañado por el Mediterráneo. A partir de entonces se dedicaría por entero a su nuevo negocio y al
cuidado de su hija.
Terminaron los oficios y padre e hija se pusieron de nuevo en marcha,
recorriendo en silencio el camino hacia la salida. Había dejado de
llover y caminaron de la mano de vuelta a casa.
Después
de aquella hermosa visión, Berta no podía conciliar el sueño. Se
pasó una hora dando vueltas y cambiando de lado en la cuna, que
crujía sin cesar. Su padre la contempló, asomando su cabecita sobre
la barandilla. Se levantó y la trajo con él a la cama.
Aquella
era una noche especial, y a ciencia cierta no tenía muy claro quién
de los dos necesitaba más compañía.
Su padre
la observó en silencio con sus largas trenzas de aquel color castaño
oscuro. Con su carita alargada y aquellos ojos vivaces y negros como
la noche que le escrutaban en la oscuridad. Maldijo al destino que
dejó a aquella niña sin su don más preciado, su madre. En
ocasiones le asaltaban las dudas sobre su capacidad para criar a
aquella muñequita él sólo. Pero aquellas dudas sombrías se
disipaban cuando contemplaba su pequeño rostro en la penumbra de la
habitación, como estaba haciendo en aquel momento. Entonces
aprovechaba aquella intimidad para llorar. No se durmieron, hasta el
amanecer.
V
La
camarera iba y venía, atendiendo a la clientela, en la pastelería
de "Pablo Julián". La vida de un domingo por la mañana
alrededor de la plaza del Pla continuaba siendo
placentera.
Era un pequeño local con motivos de madera y un aspecto un tanto
señorial. Las vitrinas de cristal exponían sus deliciosas pastitas,
pastelitos y bombones, llegando prácticamente hasta el fondo de la
cafetería.
El
jardín de la plaza mostraba árboles caducifolios que durante el
otoño cambiaban de color. Multitud de hojas amarillentas caían
formando dibujos que envolvían de melancolía el entorno.
Tres
jóvenes estaban sentadas a una mesa cuadrada de mármol junto a la
entrada. Era una fría mañana, y a pesar de las protestas de Carmen
Felíu, la puerta del local permanecía entreabierta.
Belén,
con gafas de cerca, estaba sentada contra la pared, así podía ver
quién entraba y quién salía. Presumía de conocer a todo el
mundo en el pueblo. A pesar de ser la hija del guardaagujas y vivir
junto a la estación, apartada del núcleo de la población, hacía
lo imposible por estar al corriente de quién llegaba al pueblo. Disfrutaba con las bromas y los chismes y le encantaba charlar con la
gente.
Carmen
era una robusta joven de unos veintipocos años. Llevaba abrigo y
falda color café y un sombrero a la última moda, decorado con un
gran lazo azul. Su padre era el maestro del pueblo y ella pronto
heredaría el oficio, aunque no le hacía demasiada gracia tener que aguantar a un puñado de
mocosos, encerrada en un cuartucho, un día tras otro.
La tercera de las
jóvenes era María Asunción Granell, alta y encantadora. Grandes
ojos, nariz regular y boca madura. Llevaba un elegante sombrero rojo,
decorado con dos lazos, y un pequeño bolso de lamé. Asunción era
hija de una acomodada e importante familia de comerciantes del
pueblo.
Carmen extrajo la
pitillera del bolso, cogió un cigarrillo y se lo llevó a la boca,
lo encendió y el olor del humo se mezcló con el aroma de los
pasteles.
La mesa
de al lado estaba vacía. Pero lo estuvo por poco tiempo. Un frío
soplo de aire asomó cuando se abrió nuevamente la puerta del local.
Un hombre joven y elegante entró, llevando de la mano a una niña y
en la otra un periódico. Miró a su alrededor, dio unos pasos,
vaciló y, por fin, vino a sentarse a la mesa de al lado. La pequeña
permaneció allí sentada, mientras el que debía ser su padre se
acercó al mostrador y pidió.
La
camarera trajo a la mesa un café y una elegante copa de helado de
frutas. Ante aquella visión la niña reía con la boca llena y le
brillaban los ojos oscuros. A su izquierda, un mostrador dejaba ver
una gran variedad de tartas y bombones.
El joven
se quitó el abrigo, dejando ver un traje gris hierro. Dejó sobre la
silla un sombrero fedora y abrió el periódico. La pequeña tomó el
vaso fuertemente, y con la cuchara empezó a comer sin decir palabra,
ensimismada en su tarea.
El joven, tomaba pequeños sorbos de café al tiempo que, de tanto en tanto,
levantaba los ojos de su periódico y recorría con la mirada el
plácido rostro de la niña. Asunción
la observaba, con su cabello oscuro recogido en dos trenzas que
le
caían a ambos lados del rostro. Iba vestida de fiesta, con un suéter
color miel y un lazo anudado a la cintura.
Belén
miró por encima de sus gafas, estirando el cuello para observar
mejor a aquel joven.
—¿No
sabéis quién es? —dijo de pronto, con un gesto de
autoridad.
—Es
Von Kaufer, el famoso entrenador —siguió diciendo con la mano
cerca de la boca, como queriendo atenuar su voz.
—Su
esposa falleció, y él ha dejado el fútbol para dedicarse a su
hijita. Creo que es Alemán, o Austríaco. Tengo entendido que se ha
establecido aquí, en el pueblo, para dedicarse al comercio.
La
cuchara de Berta chirriaba sobre el fondo de la vacía copa,
intentando dar caza al último resto de fruta. Se la comió, y bajó
al suelo.
La
pequeña comenzó la exploración de aquella estancia, avanzando
tambaleante y ayudándose de los respaldos de las sillas. Asunción
guardó su pañuelo en el bolso, y al alzar la vista descubrió a la
niña, que las observaba con curiosidad desde el otro lado de la
mesa. La pequeña se quedó mirando los vivos colores de los
elegantes sombreros de las jóvenes. Se acercó y no tardó en apoyar
la manita en las rodillas de Carmen, manteniendo el equilibrio.
Kaufer
alzó la vista del periódico y se levantó, azorado.
—¡Disculpen,
señoritas! —dijo—. No, no Bertina, no puedes molestar a las
señoritas.
—¡Al
contrario! —dijo Belén, de manera displicente. Le
invitamos a que también usted nos acompañe...,señor Kaufer,
porque... ¿es usted Von Kaufer, el entrenador de fútbol?,
¿verdad?.
—¿Me
conoce? —preguntó él, sorprendido y mostrando una cordial
sonrisa—. Hace ya mucho tiempo de eso. Ahora este pequeño demonio
es mi principal ocupación.
Kaufer
dijo que no quería molestar, mientras hacía ademán de llevarse a
la niña, pero las jóvenes insistieron.
El
comerciante tendió su mano y acercó una silla para tomar asiento,
mientras la pequeña Berta se agarraba al borde de la mesa. Asunción
le tendió los brazos para cogerla, y la pequeña se acercó
entusiasmada. La joven sintió un intenso placer al tener a
aquella niña sobre sus rodillas.
Las
demás soltaron una risilla nerviosa al decirle a su amiga que la
niña le quedaba bien en su regazo. Asunción se ruborizó, y Carmen
siguió.
—¿A
que le queda bien, señor Kaufer?
A
Asunción le dieron ganas de estrangularla. Su amiga se sobresaltó
al recibir un puntapié por debajo de la mesa.
—Llámenme
José, por favor
Asunción
preguntó a la pequeña cuantos años tenía. Ella respondió
irguiendo fuertemente el pulgar, el índice y el corazón, mientras
sujetaba los restantes deditos con la otra mano.
La
niña alargó los brazos hacia su padre y Asunción devolvió a Berta
al regazo de Josef, que se inclinó sobre el hombro de la bella
joven..., y sucedió algo extraño. Solo duró un segundo, y no fue
un estremecimiento o un sobresalto, ni un temblor o una emoción. Su
rostro se acercó a pocos centímetros de las ondas rizadas y
perfumadas de su cabello y, cuando instintivamente alzó la mirada,
sus ojos turbados se cruzaron con los de la joven.
Era la primera vez que
Josef Kaufer veía a María Asunción Granell, y aquellos segundos
fueron el comienzo de un estado de ensueño, de un sentimiento
impetuoso y exaltado que apenas comprendió. Así despertó de
repente en la vida de aquel hombre sencillo un sueño embriagador,
como una flor de jardín cuidadosamente mimada. Ya no pudo apartar la
mirada de aquella joven.
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