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jueves, 28 de noviembre de 2013




3

Octubre de 1929

I


La laguna estaba rodeada de árboles que se alzaban erguidos, o se inclinaban recostados sobre el de al lado. Inmensos bosques de extrema espesura, tanta que parecían impenetrables. Pequeños torrentes bajaban desde lo alto hasta desembocar en el río Brüninghauser. El terreno se elevaba desde el arenoso perímetro del lago, hasta dominar el prado y el tramo de río.
   Hubert bajó la vista hacia el agua oscura, del color de los guijarros, y contempló las carpas que cruzaban, planeando pegadas al fondo del lago.
   Aquel pequeño y serpenteante arroyo bajaba por el valle hasta pasar cerca de la granja de los Sasse, corriendo por entre los frondosos bosques hasta llegar junto a los muros del castillo de Brüninghausen. Allí se ensanchaba, formando un pequeño lago cuya agua había alimentado en otros tiempos la noria de un viejo molino. Los pequeños  solían  ir con su  padre desde que les compró aquellas bonitas cañas de pescar, pero en aquella ocasión fueron solos.
    El majestuoso edificio era conocido como "La Casa de la Torre", y lo formaban dos imponentes torreones de cuatro plantas con inclinados tejados a dos aguas, conectados entre sí mediante una sección central que se abría al valle gracias a balcones con arcos de estilo barroco, dando acceso a todas las alas gracias a una gran escalinata y formando una elegante fortaleza residencia. Lo rodeaba una especie de foso que conectaba con la laguna y las altas fachadas estaban cubiertas de elegantes ventanales que los dos hermanos usaban de blanco para lanzarles piedras.
   Algunos documentos mencionaban aquel edificio desde 1311, perteneciente al feudo del arzobispo de Colonia von Köln Brunnenchusen, y había sido el antiguo hogar de los Señores de Ohle. Carl Philipp von Wrede lo había heredado en 1702, manteniéndolo en manos dela familia desde entonces, aunque por aquellos tiempos se encontraba deshabitado y en estado de abandono.
   Tras media hora escasa de dedicación a la pesca, su hermano había vuelto la mirada hacia el castillo, y convenció al pequeño Hubert para ir a echar un vistazo.
    El edificio mostraba sin reparos el silencioso e inexorable paso del tiempo, y la intrusión de los pequeños no parecía afectarle lo más mínimo. Una bandada de cuervos alzó el vuelo desde lo alto del tejado, y planeando, desaparecieron entre la espesura del bosque.         Los chiquillos les siguieron con la mirada, mientras rozaban las copas de los árboles. En la parte trasera había un pequeño pórtico, desvencijado y arrancado de sus goznes.
     Hermann tomó su vieja linterna de la mochila e hizo la intención de entrar, pero su hermano le tiró de la manga.
    —¿A donde crees que vas? —dijo Hubert —. ¿No iras a entrar ahí?.
     —¡Venga no seas gallina! —contestó Hermann—. No va a pasar nada, sólo echaremos un vistazo. Además, tal vez haya un tesoro.
   —¡No seas bobo —replicó Hubert—. ¿Como va ha haber un tesoro?.
    Los niños cruzaron el portón y se encontraron en lo que, en otros tiempos, debió ser la cocina. Varias sartenes y cacerolas seguían allí, colgando de las paredes junto a un gran horno oxidado, bajo una chimenea de campana tapizada de humo. Muchos de los azulejos de las paredes habían sucumbido al tiempo y se hallaban desparramados por el suelo.
   Tras otra puerta, se encontraron en un angosto pasillo que les llevó a lo que parecían ser las dependencias del servicio. Parecía una casa dormida, apagada y polvorienta. El suelo estaba cubierto por los excrementos de innumerables generaciones de ratas.
    Hubert giraba nerviosamente la vista hacia todos lados, creyendo que en cualquier momento aparecería una grotesca criatura, acechándoles, agazapada en un oscuro rincón.
   En el hall, una gran escalera giraba sobre su eje una y otra vez, subiendo hasta quedar diluida en la oscuridad.
   —¡Hola! —gritó Hermann desde la enorme escalinata de piedra.      El tiempo transcurrió sin obtener respuesta, y el pequeño repitió:
    —¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
   El eco de las bóvedas del alto techo repetía las palabras y
los juramentos de los pequeños. El olor acre a humedad lo impregnaba todo a través de largos corredores oscuros. En algún punto de la gran casa, un reloj dio la hora, resonando de modo fantasmal. Hubert se acercó a su hermano. Su cuerpo estaba rígido, producto del miedo.
   Atravesaron frías estancias cubiertas de sábanas, donde el polvo cubría los muebles que no habían sido protegidos. En el gran salón del castillo, una hermosa e imponente chimenea mostraba varias fotografías ajadas por decenios de olvido. En una se podía ver a cuatro niños, sentados con las piernas extendidas. Uno, de alrededor de cuatro años, miraba con fijeza a la cámara, mientras a su lado los otros dos ya eran unos muchachos. La cuarta protagonista de la vieja foto era un hermosa niña que con las manos se alisaba la falda.
    Hubert supuso que aquellos pequeños ya no vivirían allí. Junto a la chimenea, un gran espejo con el marco dorado, reflejaba a los hermanos Sasse.
    Llegaron a un largo pasillo de paneles de roble donde se sucedían un sinfín de puertas cerradas y antiguas fotografías de personas y paisajes. El papel de las paredes, que debía haber sido precioso, con elegantes ornamentos victorianos, ahora estaba apagado por el tiempo. El suelo estaba ocupado por una gruesa alfombra que amortiguaba el sonido de sus pisadas. Los dos niños caminaban muy pegados, mientras iluminaban con la linterna que arrancaba reflejos de los pomos de cobre de las puertas y lámparas.
   Allí estaba el reloj de pared que les había asustado al llegar. Sus pesas de latón colgaban de cadenas doradas, mientras su péndola corría de un lado al otro.
    A Hubert le extrañó que funcionara y su hermano contestó
que alguien debía de darle cuerda. Su gran esfera estaba ocupada por una pequeña araña, que había echo de ella su hogar. Al fin, en el otro extremo, el corredor torció a la derecha, siguiendo hasta el final de un oscuro pasillo Allí llegaron a una puerta entreabierta, que parecía invitarles a cruzarla.
   Desde el interior de la habitación asomaba un haz de luz que se agrandó cuando Hermann se dispuso a abrir la puerta por completo. Pero algo se lo impedía. Aferró el oxidado picaporte con los dedos, dispuesto a empujar, y entonces miró al suelo y dio un paso atrás, a punto de caer de espaldas.
    Entrecerró los ojos y exclamó:
    —¡¡Dios mio!! ¡no es posible!
  Hubert reculó, enfadado con su hermano. Frunció un poco los labios y maldijo:
    —¡No me gastes bromas!
   Una sonrisa brilló brevemente en los labios de su hermano mayor, para desvanecerse al instante.
   —¿Has  visto lo que yo?   —preguntó Hemann.   Desde donde estaba, Hubert no alcanzaba a ver el interior de la habitación.
    —Asómate —dijo, dejándole paso.
   Hubert asintió y echó un vistazo a través de la puerta. Al hacerlo se dio cuenta de que varios juguetes se amontonaban contra ella, impidiéndole abrirla. El niño los corrió a un lado con el pie y se asomó, para quedar asombrado ante la mayor cantidad de juguetes que había visto nunca. Los dos hermanos permanecieron bajo el umbral de la puerta, mientras observaban el suelo de aquella habitación, tapizado de cientos y cientos de juguetes.
     Los dos pequeños no daban crédito a los que veían. La única forma en que pudieron entrar fue apartándolos a su paso con los pies, avanzando con cautela en medio de aquel desorden.
    —¡Debían  ser  de  los niños que vivían en el castillo,  los de la foto! —dijo Hermann mientras dirigía la vista en todas direcciones.
    Las telarañas se habían adueñado de la habitación. Una de gran tamaño se elevaba en un rincón, mientras alrededor de su entrada en forma de embudo se hacinaban decenas de cadáveres de moscas.     Hermann cogió un palo olvidado en el suelo para apartar las telarañas que colgaban del techo.
   Cientos de juguetes de hojalata se hacinaban unos sobre otros, para acabar formando un extraña mezcolanza: trenes de cuerda, aviones, autogiros, autobuses y bólidos. Algunos en buen estado, otros rotos. Soldados decapitados y tranvías sin ruedas.
  Hermann se agachó a recoger una preciosa motocicleta con sidecar. Un soldado de hojalata en uniforme asía con fuerza el manillar, mientras a su lado el sidecar estaba vacío. El pequeño se puso a buscar al soldado que debió ocuparlo, removiendo entre los juguetes.
   —¡Una peonza! —oyó que decía su hermano tras él. El niño extendió la palma de su mano abierta, mostrando una pequeña peonza de madera de encina, que debía ser muy antigua. Tenía la parte superior horadada y en dicho agujero llevaba una especie de llave en forma de anillo.
   —Es un Kreisel —dijo Hermann—. ¿El palo, donde está el palo?.
Hubert recogió el palo que su hermano había utilizado
para apartar las telarañas.
    —Le falta el cordel —Hermann le mostró un pequeño orificio al final de aquel palo, en el que se ataba el hilo que hacía girar el Kreisel.
   —¡Cógela para ti si te gusta!, y cuando lleguemos a casa te enseñaré a hacerla girar
   —Pero... los juguetes son de los niños de la foto, no debemos... —dijo Hubert, dudando.
  —¡Vamos!, sólo uno cada uno —contestó Hermann—. Y yo cogeré la motocicleta, aunque aún no he encontrado al soldado del sidecar. El pequeño se puso a revolver entre los juguetes en busca del soldado extraviado, mientras su hermano objetaba:
   —Podríamos venir a jugar siempre que queramos, pero no nos llevaremos nada más, ¿de acuerdo?
   Al final, el deseo de los pequeños se vio cumplido y encontraron el mayor tesoro que pueda desear un niño, ¡una habitación repleta de juguetes!.
   Allí mismo prometieron no decirles nada a sus hermanas, lo último que necesitaban era que su padre se enterara de que habían entrado en el castillo sin permiso. Aquel sería su secreto, además, las niñas siempre lo acababan estropeando todo.



II


Las incursiones de los dos hermanos al castillo continuaron durante el resto del otoño. Aunque cada vez se fueron espaciando más en el tiempo.
   Theresa se extrañaba de que los pequeños solían volver de sus días de pesca con las manos vacías, con la escusa de que no había peces. Pasaban mañanas enteras correteando por las dependencias y bajaban las escaleras montados a horcajadas sobre las barandillas.
   Un día estaban en el desván, en la última planta. Era una gran habitación con techo bajo que recibía la luz proveniente de las ventanas del tejado. Revolvían viejos baúles, cuando de pronto, desde fuera se oyó el ruido sordo del motor de un automóvil.              Hermann creía que nadie iba allí desde hacía siglos. Al poco la puerta se abrió de golpe y oyeron voces.
   El pequeño se deslizó hacia la escalera, se tendió en el suelo del rellano y atisbó entre los resquicios de la barandilla, hacia abajo. Varios hombres entraron y comenzaron a charlar, mientras el mayor de los hermanos Sasse intentaba entender algo de lo que decían.
   —¡Se han parado! ¡no! ¡están subiendo! — susurró.
  Los muchachos se quedaron sin aliento. Oyeron pisadas en la escalera que parecían acercarse por momentos, y entonces sin esperarlo, las voces volvieron a alejarse. Los niños permanecieron escondidos durante una eternidad, hasta que los extraños se hubieron marchado.
   —¿Quienes eran? —preguntó Hubert.
   —Estaban visitando el castillo, creo que eran compradores. Alguien querrá arreglarlo y quedarse a vivir.
 Al poco tiempo, los hermanos volvieron una vez más, y encontraron que la puerta trasera de la cocina había sido reparada. Se quedaron allí, sentados en el suelo del jardín, mientras asimilaban que su aventura en La Casa de la Torre había terminado.



III

20 de diciembre de 1930


Pequeñas gotas de lluvia caían desde los tejados hasta el suelo, martilleando suavemente sobre las aceras. Varios niños jugaban al Kreisel junto a la iglesia románica de San Lamberto, en la pequeña aldea de Affeln. Eran los últimos días de 1930. Durante los días anteriores había nevado bastante, pero la nieve se había ido fundiendo. Hacía mucho frío y, aunque estaba lloviznando, a los niños les traía sin cuidado.
   San Lamberto se construyó con piedra de canteras cercanas, hacia 1240. La sacristía y el pórtico fueron añadidos en 1903 y la torre campanario se reconstruyó tras el incendio de 1914. Poseía una bella cubierta barroca en campana invertida y la luz llegaba al interior del campanario a través de alargadas ventanas de medio punto, mientras los coros laterales recibían la luz por unas ventanas románicas.
    Hubert, era el más pequeño del grupo, y tenía las rodillas incadas sobre los adoquines del pavimento.
  Los niños afilaban la punta metálica de sus peonzas sobre la abrasiva superficie de los grandes sillares, junto a la portada de la iglesia. De esta forma mantenían la punta siempre en buen estado, ya que por el uso contra el suelo la punta acababa volviéndose roma. Como consecuencia de ello, las peonzas no giraban bien.
  Al frotar sobre la piedra se formaban unas características acanaladuras verticales de aspecto fusiforme. Hubert se había apropiado de una especialmente larga y profunda, a la izquierda y un poco más apartada de las demás. Al pequeño le gustaba aquel surco en particular. En muchas ocasiones, cuando terminaba de afilar su peonza solía quedar distraído, como ausente, mientras recorría con su dedo el largo fusiforme.
   Los trompos de sus amigos eran más gruesos y eran conocidos como Peitschenkreisel, además poseían una pequeña cola del grueso de un dedo. En el cuerpo de los trompos se envolvía un cordel que se sujetaba en su otro extremo entre los dedos, para posteriormente lanzarlos con fuerza y hacerlos girar.
   Hubert llevaba aquella peonza que encontró en la Casa de la Torre, junto a su hermano. Hermann le enseñó a usarla y desde entonces no se separaba de ella. Aquel Kreisel era muy antiguo y en el agujero superior se insertaba la llave en forma de anillo por donde se introducía un extremo del cordel, la punta del otro extremo iba atada al largo palo.
    Hubert se preparó para lanzarla mientras la sostenía con la mano izquierda. Con la otra sujetaba el palo, y abriendo con
rapidez los brazos, se desciñó la cuerda en un momento, sacando a la peonza de la llave y haciéndola girar sobre su punta de hierro contra el mojado pavimento.
   La peonza comenzó a girar, con un fuerte zumbido. En aquel preciso instante la campana tocó las doce del mediodía.
Hubert se levantó como una exhalación al tiempo que apretaba con la mano su Kreisel, obligándola a detener su giro.
   —¡Tengo que ir con mamá! —exclamó, despidiéndose de sus amigos mientras comenzaba a correr en dirección al colmado del señor Schmidt.
   El pequeño sorteaba a la gente que andaba por la acera mientras sujetaba el largo palo bajo el brazo y se introducía su peonza en el bolsillo.
   Su madre solía dejarle jugando frente a la iglesia, mientras hacía las compras, para a medio día regresar juntos a la granja, aunque aquel día era sábado y había venido toda la familia al pueblo.
   Hubert sorteaba los charcos de agua que se agrupaban sobre los adoquines de la calle, junto a los bordillos de la acera. En el interior de un café, hombres y mujeres con vestidos elegantes se sentaban a las mesas, tomando Glühwein, una bebida típica de las fechas navideñas a base de vino tinto caliente, hierbas aromáticas y azúcar, mientras reían alegremente. Siempre que pasaba por aquella calle, Hubert miraba a través de los ventanales del local, observando con la nariz pegada al cristal.
    Aunque el niño no lo sabía, aquel día el buen humor de la gente se debía, entre otros motivos, a que un joven Adolf Hitler, que al frente del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, había arrasado en las elecciones que habían tenido lugar el pasado 14 de septiembre, con el propósito de elegir a los miembros del Parlamento.
   El pequeño se encontraba cerca del colmado, pero aún le daba tiempo de admirar los comercios. Había tiendas con llamativos escaparates, protegidos por voluminosos toldos de colores. Puestos de frutas y verduras con enormes y desgastados cajones. Estos estaban inclinados, los unos ligeramente sobre los otros, como mostrando con orgullo su contenido. Había todo tipo de género: coles, zanahorias, coliflores e incluso mazorcas de maíz. En otros cajones apenas cabían las lechugas, los calabacines y las judías.
   En ocasiones, Hubert se detenía ante aquellos puestos, cerraba los ojos y aspiraba sus aromas. Pero aquel día no tenía tiempo para entretenerse, tenía una misión, el mismo cometido de casi todos los días que pasaba ante una tienda en particular. ¡La tienda del panadero Strauss!...la tienda con los mejores toldos de toda la calle. Grandes y voluminosos toldos italianos de capota de color azul marino.
   Sus armazones, que habían sido pintados varias veces, permitían que fueran plegados sobre la pared. La escasa altura a la que se encontraban del suelo provocaba que los adultos no pudieran pasar bajo ellos, por lo que se apartaban, esquivándolos al andar por la acera. Pero él sí, él podía pasar bajo ellos.
   Hubert se aproximaba a la carrera a aquellos grandes toldos que jalonaban la tienda como centinelas. Al llegar a la altura del primero, saltaba lo suficientemente alto como para golpear su lateral con la palma de la mano, produciendo un ruido sordo, mientras proseguía su carrera esperando llegar a la altura del siguiente...y, volvía a saltar, golpeando nuevamente mientras se aproximaba al que le seguía. Aún recordaba cuando de pequeño no llegaba a ellos por mucho que saltara. «¡Algún día llegaré!»...pensaba entonces.
    En aquel preciso instante se oyeron gritos que parecían provenir del interior de la tienda de Strauss. ¡De repente!, ante la puerta del establecimiento apareció el panadero, recogiéndose el largo delantal blanco mientras lanzaba un sinfín de improperios.
  —¡¡Sasseeeee!! ¡¡pequeño granuja!! —gritó mientras salía apresuradamente hasta plantarse en medio de la acera, esperando en vano a dar caza al pequeño que con insistencia golpeaba todos los días sus preciados toldos.
   Strauss siguió vociferando  y haciendo aspavientos  con sus grandes brazos cubiertos de ensortijado vello.
   Hubert se giró a observarlo mientras proseguía su carrera sin la más mínima intención detenerse.
  El panadero era regordete y tosco como sus Körnerbrötchen, aquellos redondeados panes de semillas y especias. En su rostro predominaban unas voluminosas y sonrosadas mejillas y sobre estas los ojos estaban enmarcados por unas grandes y pobladas cejas.          Cubierto su cuerpo de harina, a Hubert le pareció algún grotesco personaje de los cuentos de los hermanos Grimm que en tantas ocasiones le había contado su madre.
   El panadero volvió al interior del local mientras le venía a la mente cuando tiempo atrás desmontó los dichosos toldos para pintar los armazones. Semanas después los volvió a montar y pensó que aquel granuja ya no se acordaría de ellos,pero nada mas lejos de la realidad.
   Hubert llegó a la puerta del colmado, situado en una pequeña plazoleta. Allí estaba la carreta de su padre, pero cuando estaba a punto de entrar algo extraño llamó su atención.
   Al final de la pequeña plaza había mucha gente, demasiada. Un centenar de personas se apretujaban unas contra otras vociferando mientras discutían entre sí. Entonces los vio. Pequeños camiones repletos de militares cruzaban el pueblo rápidamente en dirección a la frontera con Francia.
   —¡Los Franceses! ¡Ya se marchan esos bastardos! —gritaba la gente con gestos de inequívoca alegría.
   Algunas mujeres estaban vociferando mientras gesticulaban con los brazos en alto. Un grupo de niños se agolpaban encaramados sobre el alfeizar de una ventana, intentando ver mejor.
   Entonces lo recordó. Su madre le había comentado hacía unos días que por fin, las tropas francesas de ocupación se marchaban. Todos los destacamentos abandonaban sus cuarteles y puestos de control.
   Con la pérdida de la Primera Guerra Mundial por parte de Alemania, durante el tratado de Versalles en 1919, se creó la Comisión de Reparaciones de Guerra. Entre otras cláusulas se contemplaba el pago de 132.000 millones de marcos alemanes por las reparaciones de guerra, una suma que Alemania de ninguna manera se podía permitir pagar.
    Otra de las cláusulas contemplaba la ocupación de Renania hacia el este, hasta el río Rin y al oeste, en lugares como Colonia. Dichas zonas serían ocupadas por las tropas aliadas durante un plazo máximo de 15 años.
   Pero ante la imposibilidad de que Alemania pudiera hacer frente a los pagos, en 1929 se redactó el llamado Plan Youg por el cual Alemania se comprometía a entregar cantidades anuales para dichas reparaciones de guerra a través del Banco Internacional de Pagos, con sede en Basilea. Los abonos serían incrementados gradualmente durante los primeros 36 años. Se fijaba una anualidad incondicional, que Alemania no podía eludir pagar, de 660 millones de marcos y su pago quedaba asegurado mediante una hipoteca sobre los ferrocarriles estatales alemanes. El plan fue aceptado por Alemania en agosto de 1929 e inmediatamente Edouard Herriot, el primer ministro francés, como muestra de buena fe, ordenó la evacuación anticipada de las últimas tropas de ocupación en Renania.
  Aquel 20 de diciembre de 1930 los últimos destacamentos franceses abandonaban la región.
    Algunos  de aquellos soldados  iban  literalmente  colgados  fuera del camión, sobre el portón trasero, mientras con ambas manos se asían fuertemente a las barras del armazón sobre el que iban colocadas aquellas descoloridas y mugrientas lonas que cubrían la parte trasera. Hubert había visto muchas de aquellas camionetas Renault MY 1 con las curiosas manivelas en la parte delantera. En alguna ocasión había observado como aquellos "Französisch" hacían girar la manivela para ponerlos en marcha. La delgadez de los neumáticos y las reducidas dimensiones de la cabina les daban un ridículo aspecto, lo que era motivo de escarnio al verlos pasar. Aquello llevó a la invención de más de un mote entre la población, a modo de burla.
    El rugir de los motores junto al chirriar de los neumáticos sobre el adoquinado de la calle producían un ensordecedor
ruido, por lo que el pequeño se llevó las manos a los oídos. En aquel momento se le cayó el palo de la peonza. Al agacharse a recogerlo una mano se posó en su espalda.
    —¡Mira mamá! —dijo el pequeño Hubert al ver a su madre tras él—. Los soldados, la gente dice que los soldados se marchan.
   —¿Adonde se marchan, mamá, a donde? —preguntó el niño con insistencia.
   —Vuelven a sus casas, cariño, a sus casas —contestó su madre mientras tiraba de él. Theresa cargaba con una niña pequeña. Helfriede había nacido hacía apenas un año.
    —Vamos hijo este no es lugar para un niño, vamos con los demás
   El pequeño cruzó la calle de la mano de su madre, que volvió al interior del colmado mientras él permanecía junto al carro, indagando con la mirada a su alrededor. Los sonidos cotidianos de las gentes del pueblo al realizar sus tareas le llenaban de curiosidad. Varios jóvenes acarreaban árboles de Navidad, recién cortados en los bosques locales.
   Hubert apartó la nieve pegada al cristal de la puerta y observó desde fuera el interior de la tienda. Varias mujeres realizaban sus compras mientras algunos niños, felices y sonrientes, correteaban entre ellas, entreteniéndose y jugando.
   El pequeño observó las estanterías, repletas de arreglos navideños y guirnaldas para las puertas. En el escaparate se apretujaban las velas, candelabros, y figuras de paja o de madera, mientras en otro estante había té, miel, especias y calcetines tejidos a mano.
   Hermann apareció por la puerta llevando un decorado pan recién salido del horno y un montón de pasteles de Navidad.
Tras su madre apareció Mathilde, que tomó la mano de su hermano.
   Desde pequeñita había sido muy espabilada, incluso se podría decir que era lista como una ardilla. Ya había cumplido los tres años y Hubert se había empecinado en enseñarla a montar en bicicleta, aunque su madre aseguraba que aún era muy pronto. Mathilde era morena, y llevaba el pelo largo. Tenía las cejas finas, como dibujadas al carboncillo. Los ojos verdosos y alegres, y la nariz casi perfecta. La pequeña se quitó el gorro que llevaba atado a la cabeza y se dejó el pelo suelto, que le cayó hacia atrás, sobre los hombros. El viento movía su cabellera color nogal.
   Anton salió de la tienda y se acercó al caballo, ofreciéndole un terrón de azúcar con la palma abierta. Sasse había adquirido aquel viejo carro de un familiar que lo tenía abandonado en el granero. Lo adecentó y le dio una nueva vida. Era un coche abierto, de cuatro ruedas y de caja alargada. Los asientos estaban situados paralelos a los ejes, y el pescante era alto.
  Anton arreó al Noric color alazán y la destartalada carreta emprendió el camino. El maltrecho asiento de cuero oscilaba ligeramente mientras el coche traqueteaba por la carretera, rodeado de grupos de abetos y robles. Algunos de ellos estaban cubiertos del manto blanco del invierno. Era un paisaje hermoso. Hubert lo observaba todo, dejándose llevar por la sublime belleza de la naturaleza. Sus ojos revelaban una inusitada curiosidad a pesar de su corta edad.
   Tres años después, el 30 de enero de 1933, Adolf Hitler sería nombrado Canciller y le faltaría tiempo para iniciar una represión sistemática contra sus opositores políticos. El Partido Socialdemócrata sería declarado ilegal y todos sus bienes incautados.
    El 1  de  abril del mismo año, los nazis  llevarían adelante  la primera acción contra los judíos. Las tropas de asalto, los "Camisas Pardas" se plantarían amenazadores frente a los comercios y pintarían en amarillo y negro la estrella de David en miles de puertas y ventanas.
   El 7 de abril el gobierno nazi promulgaría la Ley para la Restauración del Funcionariado Público Profesional, buscando excluir a quienes consideraran opositores del estado nazi: judíos y opositores políticos. Como consecuencia, los empleados de la función pública serían obligados a demostrar su descendencia aria, documentando la religión de sus padres y abuelos. De no poder hacerlo, serían excluidos de la función pública.
    El 2 de mayo todos los sindicatos serían disueltos y sus dirigentes detenidos, algunos enviados a campos de concentración, y el 14 de julio, el NSDAP sería declarado el único partido político legal en Alemania. Hitler conseguiría así el poder absoluto por encima del anciano presidente de la república Hindenburg, y durante la fatídica "Noche de los Cuchillos Largos" aprovecharía el caos reinante para eliminar a todos los miembros de la oposición que pudieran presentar batalla en unas elecciones o en una lucha por el poder.         Aquella noche serían asesinados políticos comunistas y liberales, además de judíos, homosexuales, periodistas y activistas de su mismo partido con opiniones contrarias.
   En todas  partes, la  gente recelaba  de  cualquier  extraño. Cualquiera se cuidaba de hablar y con quien lo hacía, incluso se tenía cuidado con lo que se leía y hasta los locales que se
frecuentaban, pues cualquiera podía ser un soplón nazi. Hitler prepararía así el terreno para su sueño imperialista, seduciendo a una nación entera a cometer el crimen más grande de la historia.



IV


La niña se paró de puntillas y dio dos o tres pasos inseguros, hasta que perdió el equilibrio y cayó con las palmas de las manos abiertas sobre los adoquines. Berta estaba en la plaza del “Pla” de Burriana, frente a la iglesia del Salvador. Anochecía y la luz de las farolas era suave, de un color tenue. El cielo se había cubierto, y quizás estallara una tormenta en cualquier momento.
   La pequeña sujetaba con fuerza la mano de su padre. Ya había cumplido los tres años, y se mantenía despierta en aquella fecha señalada. A las doce se celebraba la misa del gallo. Tenía lugar la conmemoración cristiana del nacimiento del Niño Dios.
   La mayoría de las ventanas que daban a la plaza dejaban ver a través de los cristales pequeñas lámparas de aceite que alumbraban en todos los hogares. En las calles de alrededor, la gente apretaba el paso mientras se dirigían a la iglesia, mientras que el repicar de las campanas les llamaba a la misa de medianoche.
   Aunque estaba demasiado oscuro para apreciar los detalles, aquel templo le produjo a su padre una gran impresión. Estaba construido en piedra caliza amarilla y la fachada
principal, orientada hacia el norte, mostraba dos grandes pórticos barrocos del siglo XVII.
   En  la  cabecera  del  edificio surgían una  serie  de  elegantes contrafuertes que acababan estrechándose sobre los muros. En el extremo oeste del edificio se alzaba la torre del campanario. Nacía exenta a la nave, desde el suelo. Mostraba una sólida planta cuadrangular en el primer cuerpo, mientras el resto de la estructura era octogonal.
    Josef Kaufer advirtió al instante que aquella torre era enorme. Al principio, la catedral le pareció fea y desproporcionada pero luego, al contemplarla con más atención, paseando con la niña de la mano, comenzó a descubrir en ella una sencilla belleza.
   Se aproximaron a la iglesia y observó el pórtico de entrada más cercano a la torre. El cuerpo inferior estaba flanqueado por pedestales sobre los que arrancaban columnas con el fuste decorado con estrías y motivos alegóricos.
   El cuerpo superior mostraba una hornacina enmarcada por columnas y pilastras, mientras que el tercer cuerpo tenía un óculo oval sobre el que se disponía una línea de cornisa, muy del estilo barroco.
   De pronto, se desató el aguacero que se avecinaba y la lluvia levantó un frío vapor por encima de los adoquines de la plaza. En un instante se abrieron cientos de paraguas negros. Kaufer había olvidado el suyo, aunque en realidad no le gustaban. Cuando empezaron a caer goterones, dudó, pero Berta le tiró de la mano y su padre la cogió en brazos, corriendo juntos a través del parque hacia la puerta de la iglesia, cruzando ante los automóviles.
   Kaufer sostenía con su mano derecha el sombrero negro, en equilibrio sobre su cabeza mientras corría, con gestos de esfuerzo. Aquellos ademanes hicieron sonreír a Berta y, al verla reír, también él se rió, y entonces, riendo juntos buscaron cobijo en la iglesia.
   Aquel joven irradiaba una personalidad turbadora, mientras avanzaba con determinación por la nave. La gente se hacía a un lado ante aquel hombre alto de abrigo oscuro, tocado con un sombrero y llevando en brazos a aquella niña de largas trenzas, endomingada con su vestido azul y botines.
   Kaufer era un atractivo joven de apenas 31 años. Esbelto, de cabello oscuro y de rostro severo. La frente alta, la nariz arqueada y el mentón prominente. Su porte exhalaba autoridad. A Berta le daba la impresión de ir acompañada por un gigante, un hombre que podía abrirse paso en medio de cualquier tumulto con que se tropezara.
   La iglesia le pareció un sitio maravilloso. Berta nunca había visto, cosa igual. Al entrar en la iglesia les recibió el olor del incienso. Aquella fragancia inundaba el templo por completo.
   La pequeña señaló hacia el techo y balbuceó:
   —¡Bonito!
   —Si, cariño —respondió su padre.
   Kaufer bajó a la niña al suelo. El interior del templo era inmenso y la cabecera estaba cubierta por una bóveda de crucería de ladrillo. Giró la cabeza hacia el lado oeste de la nave y contempló el inmenso órgano que allí se alzaba; era el más hermoso que jamás había visto, con sus grandes tubos cilíndricos agrupados como haces de cañas, elevándose a lo alto, como queriendo llegar al cielo.
   El cura inició la lectura del evangelio, centrándose en la narración del nacimiento del hijo de Dios en Belén. Los sonidos del órgano inundaron la nave por entero, mientras Josef quedaba abstraído en sus pensamientos, en los últimos acontecimientos de su vida.
   Hacía unos días que Josef Kaufer Zeller había llegado a Burriana. Se había instalado junto a su hija en una casa del pueblo, para comenzar una nueva vida. Aquel alemán había llegado a España en los años veinte para labrarse un futuro como jugador de fútbol en el Gimnástico de Valencia.
  Transcurridos algunos años, pasó a ser entrenador en el C.D. Castellón, en 1923. Su forma de entrenar levantó una tempestad de comentarios. Favorables unos, terriblemente maliciosos otros. Pero Kaufer demostró que valía. Sus “cachorros”, entrenados como caballos, fueron campeones aquel mismo año. Pero tras la trágica muerte de su esposa, tuvo que elegir entre convertirse en un gran entrenador o ser un padre para su hija Berta.
   A lo largo de aquellos años comenzaron a surgir importantes rutas comerciales transcontinentales que intentaban suplir la alta demanda europea de naranjas y mercancías, incluso de artículos de lujo. El incipiente comercio entre España y Europa era ya una realidad, un comercio directo. La mayor parte de las mercancías se embarcaban en puertos valencianos, hasta llegar a las ricas ciudades europeas.
   España era el primer exportador mundial de naranjas y él tenía mucho contactos en Alemania. Pronto se inició en el complejo mundo de las transacciones comerciales, aprendiendo los rudimentos de la profesión. Desde el puerto de Burriana salía entre el veinte y el treinta por ciento del
volumen total de los cítricos exportados por España, y él tomó la decisión de irse a vivir a aquel pueblo bañado por el Mediterráneo.       A partir de entonces se dedicaría por entero a su nuevo negocio y al cuidado de su hija.
   Terminaron  los oficios   y   padre e hija se pusieron de nuevo en marcha, recorriendo en silencio el camino hacia la salida. Había dejado de llover y caminaron de la mano de vuelta a casa.
   Después de aquella hermosa visión, Berta no podía conciliar el sueño. Se pasó una hora dando vueltas y cambiando de lado en la cuna, que crujía sin cesar. Su padre la contempló, asomando su cabecita sobre la barandilla. Se levantó y la trajo con él a la cama.
Aquella era una noche especial, y a ciencia cierta no tenía muy claro quién de los dos necesitaba más compañía.
   Su padre la observó en silencio con sus largas trenzas de aquel color castaño oscuro. Con su carita alargada y aquellos ojos vivaces y negros como la noche que le escrutaban en la oscuridad. Maldijo al destino que dejó a aquella niña sin su don más preciado, su madre. En ocasiones le asaltaban las dudas sobre su capacidad para criar a aquella muñequita él sólo. Pero aquellas dudas sombrías se disipaban cuando contemplaba su pequeño rostro en la penumbra de la habitación, como estaba haciendo en aquel momento. Entonces aprovechaba aquella intimidad para llorar. No se durmieron, hasta el amanecer.



V


La camarera iba y venía, atendiendo a la clientela, en la pastelería de "Pablo Julián". La vida de un domingo por la mañana alrededor de la plaza del Pla continuaba siendo placentera. Era un pequeño local con motivos de madera y un aspecto un tanto señorial. Las vitrinas de cristal exponían sus deliciosas pastitas, pastelitos y bombones, llegando prácticamente hasta el fondo de la cafetería.
    El jardín de la plaza mostraba árboles caducifolios que durante el otoño cambiaban de color. Multitud de hojas amarillentas caían formando dibujos que envolvían de melancolía el entorno.
  Tres jóvenes estaban sentadas a una mesa cuadrada de mármol junto a la entrada. Era una fría mañana, y a pesar de las protestas de Carmen Felíu, la puerta del local permanecía entreabierta.
  Belén, con gafas de cerca, estaba sentada contra la pared, así podía ver quién entraba y quién salía. Presumía de conocer a todo el mundo en el pueblo. A pesar de ser la hija del guardaagujas y vivir junto a la estación, apartada del núcleo de la población, hacía lo imposible por estar al corriente de quién llegaba al pueblo.     Disfrutaba con las bromas y los chismes y le encantaba charlar con la gente.
    Carmen era una robusta joven de unos veintipocos años. Llevaba abrigo y falda color café y un sombrero a la última moda, decorado con un gran lazo azul. Su padre era el maestro del pueblo y ella pronto heredaría el oficio, aunque no le hacía demasiada gracia tener que aguantar a un puñado de mocosos, encerrada en un cuartucho, un día tras otro.
   La tercera de las jóvenes era María Asunción Granell, alta y encantadora. Grandes ojos, nariz regular y boca madura. Llevaba un elegante sombrero rojo, decorado con dos lazos, y un pequeño bolso de lamé. Asunción era hija de una acomodada e importante familia de comerciantes del pueblo.
    Carmen extrajo la pitillera del bolso, cogió un cigarrillo y se lo llevó a la boca, lo encendió y el olor del humo se mezcló con el aroma de los pasteles.
    La mesa de al lado estaba vacía. Pero lo estuvo por poco tiempo. Un frío soplo de aire asomó cuando se abrió nuevamente la puerta del local. Un hombre joven y elegante entró, llevando de la mano a una niña y en la otra un periódico. Miró a su alrededor, dio unos pasos, vaciló y, por fin, vino a sentarse a la mesa de al lado. La pequeña permaneció allí sentada, mientras el que debía ser su padre se acercó al mostrador y pidió.
   La camarera trajo a la mesa un café y una elegante copa de helado de frutas. Ante aquella visión la niña reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros. A su izquierda, un mostrador dejaba ver una gran variedad de tartas y bombones.
    El joven se quitó el abrigo, dejando ver un traje gris hierro. Dejó sobre la silla un sombrero fedora y abrió el periódico. La pequeña tomó el vaso fuertemente, y con la cuchara empezó a comer sin decir palabra, ensimismada en su tarea.
    El joven,  tomaba  pequeños sorbos de  café al  tiempo que,  de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y recorría con la mirada el plácido rostro de la niña. Asunción la observaba, con su cabello oscuro recogido en dos trenzas que
le caían a ambos lados del rostro. Iba vestida de fiesta, con un suéter color miel y un lazo anudado a la cintura.
  Belén miró por encima de sus gafas, estirando el cuello para observar mejor a aquel joven.
  —¿No sabéis quién es? —dijo de pronto, con un gesto de autoridad.
   —Es Von Kaufer, el famoso entrenador —siguió diciendo con la mano cerca de la boca, como queriendo atenuar su voz.
   —Su esposa falleció, y él ha dejado el fútbol para dedicarse a su hijita. Creo que es Alemán, o Austríaco. Tengo entendido que se ha establecido aquí, en el pueblo, para dedicarse al comercio.

La cuchara de Berta chirriaba sobre el fondo de la vacía copa, intentando dar caza al último resto de fruta. Se la comió, y bajó al suelo.
  La pequeña comenzó la exploración de aquella estancia, avanzando tambaleante y ayudándose de los respaldos de las sillas.    Asunción guardó  su pañuelo en  el bolso, y  al alzar la vista descubrió a la niña, que las observaba con curiosidad desde el otro lado de la mesa. La pequeña se quedó mirando los vivos colores de los elegantes sombreros de las jóvenes. Se acercó y no tardó en apoyar la manita en las rodillas de Carmen, manteniendo el equilibrio.
    Kaufer alzó la vista del periódico y se levantó, azorado.
  —¡Disculpen, señoritas! —dijo—. No, no Bertina, no puedes molestar a las señoritas.
  —¡Al contrario! —dijo Belén, de manera displicente. Le invitamos a que también usted nos acompañe...,señor Kaufer, porque... ¿es usted Von Kaufer, el entrenador de fútbol?, ¿verdad?.
   —¿Me conoce? —preguntó él, sorprendido y mostrando una cordial sonrisa—. Hace ya mucho tiempo de eso. Ahora este pequeño demonio es mi principal ocupación.
   Kaufer dijo que no quería molestar, mientras hacía ademán de llevarse a la niña, pero las jóvenes insistieron.
   El comerciante tendió su mano y acercó una silla para tomar asiento, mientras la pequeña Berta se agarraba al borde de la mesa.     Asunción le tendió los brazos para cogerla, y la pequeña se acercó entusiasmada. La joven sintió un intenso placer al tener a aquella niña sobre sus rodillas.
   Las demás soltaron una risilla nerviosa al decirle a su amiga que la niña le quedaba bien en su regazo. Asunción se ruborizó, y Carmen siguió.
    —¿A que le queda bien, señor Kaufer?
  A Asunción le dieron ganas  de estrangularla.  Su amiga se sobresaltó al recibir un puntapié por debajo de la mesa.
    —Llámenme José, por favor
  Asunción preguntó a la pequeña cuantos años  tenía. Ella respondió irguiendo fuertemente el pulgar, el índice y el corazón, mientras sujetaba los restantes deditos con la otra mano.
   La niña alargó los brazos hacia su padre y Asunción devolvió a Berta al regazo de Josef, que se inclinó sobre el hombro de la bella joven..., y sucedió algo extraño. Solo duró un segundo, y no fue un estremecimiento o un sobresalto, ni un temblor o una emoción. Su rostro se acercó a pocos centímetros de las ondas rizadas y perfumadas de su cabello y, cuando instintivamente alzó la mirada, sus ojos turbados se cruzaron con los de la joven.

    Era la primera vez que Josef Kaufer veía a María Asunción Granell, y aquellos segundos fueron el comienzo de un estado de ensueño, de un sentimiento impetuoso y exaltado que apenas comprendió. Así despertó de repente en la vida de aquel hombre sencillo un sueño embriagador, como una flor de jardín cuidadosamente mimada. Ya no pudo apartar la mirada de aquella joven.


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