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17
de abril de 2013
I
Hay
momentos en la vida en que no podemos evitar que los hechos ocurran.
Podemos dejarlos pasar, como si simplemente fuéramos actores sin
poder de decisión, y dejar que otros sean los protagonistas. O
podemos decidir si queremos tomar parte en ellos, y hacerlo.
El día
en que regresé a casa con la fotografía de Hubert Sasse, decidí
involucrarme, y tomé la firme determinación de narrar esta
historia, y sabía que debía contarla tal y como ocurrió. Tenía la
firme convicción de que ninguna historia es totalmente exacta, y que
nadie posee el poder de contar lo que realmente sucedió, por lo que
tenía asumido que esta sería una versión limitada, relativa y, en
el mejor de los casos, posible, de los hechos.
Tenía
el propósito de sacar a la luz de manera ordenada y cronológica la
historia de Hubert, abarcando toda su trayectoria, aún antes de su
ingreso en la Kriegsmarine, cuando apenas era un niño. No
quería narrar una historia inventada, ni con personajes
ficticios; simplemente porqueHubert
no lo merecía. Quería ser fiel a la realidad, y para ello debía
conocer a su familia, a sus padres y hermanos. Pero sabía que los
obstáculos con los que tropezaría serían prácticamente
insalvables. Obstáculos que en otro tiempo, sin los actuales
adelantos, se hubieran considerado ciertamente insondables.
Entre
los documentos de Marta se encontraba una carta, remitida desde
Alemania en 1982. Aquella carta me proporcionaba tan sólo un nombre
y un apellido. Además de una dirección en aquel país del
que yo apenas conocía nada. El remitente estaba a nombre de Mathilde
Erner, desde Birnbaum, en Affeln. Cabía la posibilidad de que
aquella mujer ya no residiera en aquella dirección. Incluso podía
ocurrir que ya hubiera muerto. La probabilidad de localizar a las
personas que compartieron su vida con Hubert Sasse se me antojaba
algo parecido a un milagro, principalmente por los setenta años
transcurridos tras la II Guerra Mundial. Me equivocaba, naturalmente,
porque entonces el milagro ocurrió.
Aquel hilo que fui hilvanando pacientemente me llevó a encontrar, tras
muchas dificultades, a la familia de Hubert en la actualidad, en
Alemania. Aquel día la fotografía del joven viajó, gracias a la
magia de Internet, a través de Europa para volver a casa. Una Europa
muy cambiada, muy diferente a la que había cuando se hizo aquel
retrato del joven marino.
Más
de medio siglo después, Mathilde pudo contemplar a su joven hermano,
como si el tiempo transcurrido se hubiera desvanecido de un plumazo,
y la anciana lloró de felicidad. La hermana de Hubert tenía ahora
86 años, además de una lúcida memoria en la que guardaba los
dulces momentos que
pasó
junto a él. Entonces llegó lo más difícil para mi, intentar
explicar a aquella familia mi intención de relatar la vida sencilla
de Hubert. En buena medida yo podía ser considerado como un intruso
en sus vidas.
María
Luise Erner, la nuera de Mathilde, se convirtió en la voz de la
anciana y se volcó en este proyecto con gran ilusión. Entonces, yo
no podía imaginar el arduo trabajo que me aguardaba en los meses
siguientes, pero el hecho de haber hecho feliz a la hermana de
Hubert, ya merecía todo el esfuerzo.
Marta
y María Luise se habían convertido sin quererlo en lo más
semejante a dos hadas que habían impregnado de magia los últimos
meses. Como los engranajes de mi particular máquina del tiempo.
Una
maravillosa máquina que me permitió viajar a la España de los años
30 y 40, y a la España de la Guerra Civil y de la posterior
represión franquista. Una máquina que me ayudó a viajar a la
Alemania de la pre-guerra, y del posterior conflicto mundial.
Los
recuerdos que Mathilde guardaba de aquella época me permitieron
conocer al resto de la familia de Hubert, y me dieron acceso a la
parte humana de aquel joven que formó parte de la
tripulación de uno de los temibles U-Boots que asolaron los
mares del mundo durante la II Guerra Mundial. Recuerdos abstraídos
por el tiempo que me ayudaron a conocer a aquel joven, sus ilusiones
para afrontar la vida, sus sueños, e incluso sus anhelos e
inquietudes. Y porque no, conocer a aquel niño que jugaba a la
peonza frente a la iglesia de la aldea de montaña donde nació, allá
por los albores de la guerra que sumió a Europa en la oscuridad.
Fueron
tiempos difíciles aquellos, durante la ascensión al poder
de Adolf Hitler. Pero en aquella escondida aldea de montaña las
noticias llegaban con dificultad, y la familia de Hubert vivía en
una aparente normalidad, entre las tareas de la granja y el bullicio
de los pequeños.
II
Julio de 1927
Aquella
mañana, Theresa Sasse preparó el desayuno de los menores de sus
tres hijos. El mayor, Hermann, estaba en el establo con su padre y
Elizabeth, la pequeña, se estaba terminando de vestir.
Aquella
mujer fuerte no necesitaba muchas palabras para decir lo que pensaba
y lo que sentía. Sus manos y su rostro, tallados por el trabajo en
el campo, hablaban por ella. Era una mujer acostumbrada al frío, al
hielo y a las dulzuras y sinsabores de la vida.
Theresa
era baja y robusta, de cara redonda y afable. De mejillas coloradas y
pelo recogido en un pequeño moño. Sus ojos azules eran sumamente
vivaces. Lucía una prominente barriga, pues el sexto integrante de
la familia Sasse, estaba en camino.
Theresa
asomó por la escalera que desembocaba en el piso superior y en los
dormitorios de los pequeños.
—¡Hubert!,
¡Elizabeth!, ¡bajad a desayunar!.
Desde
que mamá creyó que ya no era necesario tener la cuna
de Hubert junto a su cama, él y Hermann dormían en la misma
habitación, un pequeño cuarto donde había dos camas con
dosel y cuya ventana daba a la parte trasera de la casa.
Cada
noche, Theresa los acostaba, les colocaba bien la almohada y salía
de la habitación. Entonces, recién cerrada la puerta, intentando
hacer el menor ruido posible, las almohadas volaban a través de la
oscuridad de la habitación. Eran verdaderas batallas campales en las
que uno de los dos hermanos acababa tomando la iniciativa, saltando a
la cama del otro y tomando posesión de ella. Entonces se enzarzaban
en auténticos combates cuerpo a cuerpo, en los cuales, los chirridos
de la cama acababan por delatarles. Al momento se oían pasos y
seguidamente se hacía la luz.
—¡Vamos muchachos! —susurraba su padre—. Como venga vuestra madre se va
a enfadar.
Y
entonces, en contadas ocasiones, su padre sonreía con malicia.
—¡Aunque,
pensándolo bien!
Entonces
se lanzaba sobre los pequeños, que lo esperaban entre aterrados y
gozosos, dando comienzo a una encarnizada batalla. Aquello siempre
acababa mal para los tres, cuando al poco rato, Theresa aparecía
ante la puerta con los brazos en jarras.
Frente
a la puerta de entrada que llegaba hasta el piso superior había un
gran ventanal, tapado con una pesada y gruesa cortina de un marrón
claro, que no permitía la entrada de la luz.
El
pequeño Hubert, de seis años, apareció bajando los escalones de
dos en dos, mientras se enfundaba los holgados pantalones,
que en otro tiempo habían pertenecido a su hermano.
Llevaba
una camisa blanca de manga larga, que hacía resaltar
el tostado de su piel adquirido por el trabajo al sol. En su mano
derecha, su inseparable soldadito de estaño policromado.
—¡No
nos marcharemos hasta que desayunes! —dijo su madre—. ¡Estas muy
delgado!.
El
pequeño se sentó en el banco de madera junto a la larga mesa
rectangular situada en el centro de la estancia. Más allá estaban
los fogones de la cocina, que se alimentaban con leña o carbón. En
la pared de enfrente se hallaba una enorme chimenea con una especie
de cadena que colgaba en su centro, sosteniendo un gran caldero. Una
puerta daba al patio, encerrado entre una empalizada de postes de
madera; desde la cocina, era el paso obligado para llegar al establo.
Hubert
era un niño de estatura mediana y extrema-damente delgado. En
su rostro destacaba una nariz estrecha y alargada sobre unos labios
finos. El cabello de una tonalidad rojiza y ligeramente acaramelada,
era corto y peinado con la raya al costado izquierdo. Pero lo más
llamativo eran sus ojos, pequeños y del color de la miel. Unos ojos
que mostraban ciertos atisbos de melancolía, aunque Hubert siempre
estaba riendo. Su sonrisa resultaba simpática y cautivadora, y
mostraba una hilera de bien formados y blancos dientes.
Elizabeth
entró en aquel momento por la puerta de la cocina, con las mejillas
sonrosadas como caramelos. La pequeña, de cuatro años, tenía el
cabello rubio y rizado, peinado con flequillos que caían a los
lados. Sus ojos eran de
un
azul profundo, y mostraba una hermosa tez blanca como el nácar
—Hubert,
¿ya has terminado de desayunar? —dijo Theresa—.Tienes que
traerle a mamá uno de los sacos de patatas del establo, ¡y llévate
a tu hermana con papá!.
El
olor acre que desprendía el estiércol, impregnaba el establo.
Hubert entró con Elizabeth de la mano, para encontrar a su hermano
mayor preparándose para ordeñar a una de las vacas. Él le saludó
mientras Hermann cogía un cubo de cinc y un pequeño y viejo
taburete de madera de tres patas. Lo situó en el costado de uno de
los rumiantes y se sentó en él. Colocó un cubo justo bajo de las
ubres y cogió con ambas manos dos de ellas, iniciando el ordeñado.
Su hermano le llevaba
un año y sus ojos eran pequeños, vivos y alegres. De cabeza redonda
y pómulos prominentes. Su rostro denotaba un carácter amable y
bonachón. Tenía los ojos azules y sus cabellos castaños estaban
siempre enredados.
La vaca en su afán por
ahuyentar a las molestas moscas, sacudía el rabo a diestro y
siniestro, alcanzando a Hermann en un par de ocasiones en el rostro.
Los dos pequeños se pusieron en cuclillas junto a él, contemplando como
la leche caía en el recipiente. En aquel instante, la figura
solitaria de Anton Sasse apareció por la puerta. Cogió una pala y
se dispuso a amontonar todo el estiércol depositado durante los
últimos días, para luego echarlo al estercolero fuera del corral.
Hubert, inclinado bajo la res, alzó la cabeza y miró a su padre.
—¡Hola
papá!
—¡Ah!,
¡Buenos días, Hubert! —contestó Anton—. Papá no te había
visto, ahí agachado.
—¡Vaya!, ¿y quien es esa cosita rubia que está a tu lado?,
¡no creo conocerla!
Anton
apoyó la pala contra la pared, puso una rodilla en el suelo y abrió
los brazos. La pequeña Elizabeth salió disparada en busca de su
padre.
Su
aire grave, revelaba que se trataba de un hombre de edad madura.
Anton había sido un hombre guapo de joven, y aún conservaba algo de
aquel atractivo. Decían que Hubert se le parecía mucho.
De
rostro alto y estrecho, con una fina barbilla. La nariz era
ligeramente alargada, y los labios finos. Su frente era despejada, y
el cabello era lacio. Tenía una mirada triste, como ausente, lo que
le daba un aire nostálgico. Llevaba una preciosa pipa tirolesa, con
la cazoleta de raíz de brezo tallada con hermosos ornamentos. Como
todo gran fumador, coleccionaba varias de aquellas elegantes pipas,
guardadas en sus estuches de madera originales.
Anton
levantó la pequeña tapa metálica que cerraba la cazoleta y volvió
a encenderla, aspirando el humo, sin tragarlo. Degustándolo entre el
paladar y la nariz. El fumador de pipa no quemaba el tabaco, lo
saboreaba. Anton giró sobre sus talones y miro al pequeño Hubert.
—Oye,
papá, ¿cuando podré ordeñar yo también? —preguntó Hubert con
interés.
—Cuando
quieras, papá te enseña—. Pero creo que aún eres pequeño—.
Además...¿No ibas con mamá al pueblo?.
—¡Oh!,
¡si!, ya no lo recordaba —dijo Hubert.
El
pequeño recogió el saco de patatas y se lo cargó al hombro,
saliendo pesadamente en dirección a la casa.
Theresa
salió fuera y preparó algunas verduras de su
huerto.
Llevaba varias docenas de huevos en una pequeña cesta que colgó del
manillar de una bicicleta. Aquella
Diamant era algo vieja, sin embargo los neumáticos estaban
todavía en buen estado de uso. Probablemente era una de las marcas
más antiguas del país, pues las fabricaban desde 1885. Aquella
bicicleta de paseo tenía un portaequipajes tras el asiento sobre el
que el pequeño se sentaba cuando acompañaba a su madre al pueblo.
Hubert
llegó acarreando el pequeño saco de patatas que dejó en el
suelo, para salir corriendo de vuelta a la casa. Regresó a la
cocina y tomó su soldadito de estaño que había quedado sobre la
mesa. Aquel viejo y pequeño soldado le acompañaba a todas partes.
Theresa
acomodó las patatas y las legumbres en la cesta que llevaba sobre el
farol y llamó a su hijo:
—¡Vamos
Hubert!, ¡se nos hará tarde!
El
pequeño se encaramó por la alta valla de tablas, mientras su madre
le regañaba.
—¿Por
qué crees que se inventaron las puertas, muchacho?
Las
Tierras de la granja se extendían en una zona llamada Birnbaum, a lo
largo de una colina junto a densas arboledas y núcleos de coníferas.
El lado norte de la casa daba al camino y tenía cuatro ventanas
altas. Era una sencilla casa de madera de dos plantas, y la parte
baja tenía aspecto de granero.
Theresa
aprovechaba los sábados para ir a realizar algunas compras al
colmado del señor Schmidt, en Affeln, a pocos minutos de allí. El
dependiente estaba encantado de realizar pequeños trueques con la
señora Sasse: Huevos y algún que otro artículo, por azúcar,
especias o incluso sal.
A
pesar de estar a punto de dar a luz, aún le sobraban energías
para encargarse de las compras y la mayoría de tareas de la casa.
El único problema se lo daba su prominente barriga a la hora de
pedalear.
El
pequeño subió de un brinco al portaequipajes. Theresa se recogió
pesadamente las faldas, montó en la bicicleta, e inició el pedaleo.
Madre e hijo se alejaron en dirección al pueblo, por la carretera
asfaltada.
El
manso silencio de la mañana sólo era roto por el limpio sonido del
timbre de la bicicleta, ¡Clinc, Clinc!. Theresa llevaba un
deshilachado sombrero de paja cuya ala le proyectaba la sombra
suficiente. El pequeño se cogía con fuerza a su madre, mientras
asomaba su cabecita por el costado, observándolo todo con
curiosidad.
De
pronto, Theresa notó las frías manitas del pequeño sobre su
abdomen, y preguntó:
—¿Pero?,
¿que haces, Hubert?
—Mathilde
tiene frío —obtuvo por respuesta.
El
pequeño había metido las manos por debajo de su blusa, mientras le
daba a entender su razonamiento.
—Así
le doy calor —añadió. El embarazo de Theresa había sido toda una
revelación para el pequeño Hubert. Según él, sería una niña y
había decidido que Mathilde era un bonito nombre, o incluso, el
nombre más bonito del mundo.
—¿Y
todo eso se te ha ocurrido a ti sólo? —preguntó su
madre, sin esperar contestación.
—¡Demonio
de niño!
Theresa tenía a su hijo por un idealista, incluso un soñador, y no era que
aquello fuera malo. El problema radicaba en que en ocasiones no
separaba el mundo de los sueños del real. Anton decía que aún
era un crío, que ya maduraría,
pero ella sabía que en aquellos tiempos tan difíciles no había
cabida para los soñadores. Su hermano era el mayor de casa, y se
notaba. Hermann tenía un carácter autoritario con sus demás
hermanos, pero conciliador al mismo tiempo. A pesar de sus siete años
era un niño de maduro temperamento, y como era lógico, le encantaba
hacer cosas de mayores.
El
trayecto hasta Affeln transcurrió entre explicaciones del pequeño.
Según él, cuando en ocasiones colocaba la oreja sobre la barriga de
mamá, podía escuchar lo que Mathilde le decía.
Mientras
su madre se sonreía, el pequeño le dejó claro que los mayores no
podían oírla porque siempre estaban hablando alto y nunca tenían
un momento para pararse a escuchar.
Hubert
sacó de pronto las manos, sujetándose para no caerse, y su madre
preguntó:
—¿Y
ahora?
—¡Mamá!,
¡Mathilde se ha dormido! —contestó Hubert con aire
displicente.
Theresa
se maravillaba de las ocurrencias de su hijo, al tiempo que pensaba
como le explicaría aquello a su marido. Para entonces ya se estaban
acercando al pueblo, y el tañido de la campana de la iglesia, que
llamaba a la misa de la mañana, sonó débilmente a lo lejos.
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