El niño de la peonza
José
Barceló
A mis hijos, Ana y José,
pues
todo esto fue por ellos.
Esta
historia ocurrió, en verdad
1
14 de abril de 2013
I
Todo
comenzó con una fotografía. Una vieja y olvidada fotografía que
había esperado más de medio siglo en el interior de un amarillento
sobre de correos, en el oscuro cajón de un mueble.
En
ocasiones me viene a la memoria aquella fotografía, o los miles de
fotografías que esperan en olvidados cajones, mientras sus historias
susurran en la oscuridad, aguardando a que alguien se interese por
ellas. Esperando pacientemente a que alguien se enamore de las
vivencias que esconden y se decida a contarlas. Es lo que sentí al
ver aquella fotografía.
Supongo
que aún habrán de pasar algunos años para que acaben diluyéndose
en mi mente los sentimientos y emociones de aquel día. Incluso creo
posible y lógico que, mientras viva, guarde en un rincón de mi
memoria lo que sentí el día que conocí a Marta.
Mi
reloj señalaba las 09:00 de la mañana. En aquel viaje me
acompañaban mi hijo José, de cinco años, y Ana, mi esposa. Una
niebla espesa nos esperaba al dejar la autopista; incluso
algunas gotas de lluvia se dejaron caer, resbalando por el parabrisas
del auto. Pensé que era un día horrendo para conocer a alguien.
Aquella
nubosa mañana había quedado con Marta Kaufer, una mujer a la que
únicamente conocía por dos llamadas de teléfono. De ella sólo
sabía su dirección y el hecho de que fuera la única conexión
entre un suceso del que yo tenía conocimiento y que había ocurrido
en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, y la fecha en que tomé
la decisión de embarcarme en esta locura, el año 2013.
Tras
las presentaciones, pasamos a la sala de invitados de aquella
impresionante casa de estilo neoclásico. Aquella
mujer hizo entonces algo que también recordaré siempre, le
entregó a mi hijo una gran bolsa de golosinas que él recibió como
si se tratase de un preciado tesoro. Marta sonrió, mientras alegaba
que así estaría entretenido, pues tenía mucho que contarme.
Aquella mujer comenzó a mostrarme un sinfín de documentos que, el
que esto cuenta, revisó con emoción.
Aquellos
documentos no eran simples papeles, aquellos ajados documentos
conectaban el presente con el pasado y tenían un indudable
protagonista, uno de los principales pilares que sostenían esta
humilde historia, pues sin su intervención, sin la decisión que
tomó un día de aquel remoto año 43, nada de lo que se cuenta aquí
tendría sentido. Aquel protagonista era Josef Kaufer Zeller, su
padre.
Aquella
mañana, Marta depositó en mis manos un ovillo que esperó
pacientemente durante 70 años a ser desmadejado. Aquella dulce joven
de 72 años me ofreció el extremo de un hilo del que desde entonces
fui tirando con la impaciencia de
un
colegial.
Pero
entre aquellos documentos aún me quedaba por contemplar el que era
su más preciado tesoro, entre aquellos papeles se encontraba un
sobre del que extrajo la preciosa fotografía de un joven que debía
rondar los 19 años, fechada en 1941. Un joven de rostro olvidado,
como tantos otros. Un rostro que destilaba nostalgia y belleza. Aquel
joven era Hubert Sasse, oficial del submarino U-755 de la Marina de
Guerra Alemana.
Cuando
aquel marino me miró desde aquella vieja fotografía, percibí algo
muy difícil de expresar. Cuando sentí entre mis dedos aquel
descolorido retrato que él llevó consigo todos aquellos años,
aquella imagen que debió tocar con sus manos en infinidad de
ocasiones, fue como entrar en contacto con él a través del tiempo.
En aquel preciso instante supe que tenía que contar esta historia. No tengo ningún problema en admitir que mis manos fueron presa de un
inesperado temblor y la imagen estuvo en serio peligro de caer al
suelo. Aquella mañana hicimos otra visita, al cementerio viejo, pero
este no es el momento de contarlo.
Regresamos
a casa, e intenté reanudar mi vida habitual, intentando en vano
volver a la normalidad, pero una parte de mí siguió ligada a aquel
joven de la foto. No podía apartar de mi mente la melancólica
historia de Hubert Sasse. Durante el día soñaba despierto, oía
susurros, estaba ausente. La gente a mi alrededor me hablaba, pero
sus diálogos se evaporaban antes de llegar a mí.
II
6 de octubre de 1946
La
ducha rápida y un buen afeitado le dejaron más o menos presentable,
teniendo en cuenta que no había pegado ojo en toda la noche. Entró
en el servicio y encendió las luces. Se acercó al lavabo y se echó
agua fría en la cara, para intentar despejarse.
No
tenía nada claro lo que le diría a aquella familia que vivía en la
cercana aldea de Affeln. No podía evitar pensar en la profunda
sensación de pérdida que protagonizaría su día a día.
Josef
Kaufer Zeller se vistió, se enfundó en su gabardina beige y se
colocó su sombrero fedora. Recogió su maleta y salió de su
compartimento para dirigirse al vagón restaurante a desayunar
cualquier cosa antes de llegar a su destino.
El
aire frío de octubre se colaba por la ventanilla entreabierta del
coche comedor. El chirrido de las ruedas del tren le indicó que
había llegado a su destino, mientras el cielo de un gris oscuro,
amenazaba tormenta.
La
estación término de Neuenrade, en Renania del Norte, República de
Alemania, se desplegaba ante sus ojos mientras él intentaba
aclararse las ideas. El tenue resplandor de los faroles barría el
adoquinado de la zona de espera del andén. De pronto, se desató el
aguacero que se avecinaba y la cálida lluvia levantó un frío
vapor por el suelo de la estación. En un instante se abrieron
multitud de paraguas.
Josef
Kaufer se quedó allí, quieto un momento. Se protegió
debajo
de un tejadillo, mientras veía alejarse el tren y secaba con un
pañuelolas gotas de lluvia de sus lentes. Pensó que le sería fácil
cambiar de opinión, irse de allí, coger otro tren y seguir viaje.
Pero algo le decía que seguramente, más tarde se arrepentiría.
Posiblemente era una de las cosas más difíciles que había tenido
que hacer en su vida. En su interior deseaba con todas sus fuerzas
que el tiempo se detuviera, para no tener que hacer lo que venía a
hacer. Se podría acabar el mundo allí mismo, y posiblemente le
traería sin cuidado.
Se
acercó a la salida principal, una puerta de doble hoja. Un grupo de
soldados británicos se paseaban por el andén mientras fumaban y
charlaban con la gente. A josef se le hizo extraño ver a aquellos
jóvenes tan lejos de sus hogares.
Al
terminar la Segunda Guerra Mundial, el estado de Renania del
Norte-Westfalia había sido ocupado por militares británicos.
Desconcertado,
metió la mano en el bolsillo izquierdo de la americana, palpando el
bolsillo izquierdo en busca de un sobre. Lo sacó, extrajo de él una
nota con una dirección y la observó: Affeln, Birnbaum. Kaufer
se sentía perdido.
Entró
en el pequeño restaurante de la estación, donde mostró al camarero
la dirección que andaba buscando. El joven sonrió, mostrando unas
generosas caries en la mayor parte de la dentadura.
—¡Ah,
es muy fácil! —contestó—. Tiene que coger el autocar en la
parada de aquí enfrente, que le llevará a Affeln, el siguiente
pueblo.
Había
dejado de llover cuando Kaufer cruzó aquella calle ancha de
adoquines azules, hasta llegar a la parada. El tejado goteaba
mientras esperaba junto a varios viajeros. Luego el
transporte
llegó y él subió.
Escasas
gotas de lluvia terminaban de caer, golpeando la ventanilla del
autocar que, tras él, levantaba una nube de agua. El viejo vehículo
zigzagueaba por aquella vieja carretera, sorteando los baches, cuando
giró pesadamente en una curva y al fin apareció el pueblo.
Affeln
era una pequeña aldea de apenas 40 casas y 700 habitantes en el
noroeste de la región de Sauerland y estaba formada por un pequeño
racimo de viviendas y casas-granja de blancas paredes y preciosas
techumbres de oscura pizarra, a cuatro aguas, a la holandesa. Los
primeros colonizadores que llegaron a aquella región habían
adoptado el estilo de construcción "de media viga" popular
en Europa, el cual tenía un marco de vigas abrazadas rellenado
de mampostería de piedra o ladrillo. Con el paso del tiempo, los
colonos modificaron el método para incluir un primer piso de
piedra, un segundo piso y un sistema de techo de vigas o troncos.
Las
amplias calles estaban tachonadas de oscuros adoquines que cobraban
un colorido especial en otoño, con la caída de las hojas. Josef
bajó en la parada, caminando calle abajo. En el centro del pueblo
destacaba la iglesia románica llamada de San Lamberto.
Mientras
seguía andando, pasó junto a un café a un lado de la calle. Más
adelante observó lo que parecían antiguos locales comerciales, ya
en el olvido, a juzgar por los rotos cristales de las ventanas. Los
descoloridos letreros sobre las puertas hacían alusión a las
antiguas funciones de los locales. En uno de ellos apenas se podía
leer: Früchten.
De
pronto se percató del olor. El aroma a pan recién hecho le llegó
desde una pequeña panadería unos metros más ade-
lante. La campanilla de la
puerta tintineó cuando entró en el local, atraído por el aroma a
harina. El tendero, un joven muy educado con el cabello castaño alzó
la vista desde el mostrador, mientras atendía a una mujer que
llevaba una gran bolsa repleta de Christstollen,
una especie de panes rellenos con frutos secos que se servían como
postre, especialmente en Navidad.
—Buenos
días, señora Berlepsch.
—Buenos
días muchacho. ¿Tienes algo para mí?.
—Si,
aquí tiene los dulces que me pidió.
—¡Gracias
Strauss!. Y dale saludos a tu madre, muchacho.
—¡Gracias
señora Berlepsch! —contestó el joven.
Josef
compró algunas cosas que el joven Strauss colocó en una bolsa de
papel. Tras pagar, salió del local, no sin antes preguntar al
simpático joven por la dirección que buscaba.
—¡Tiene
que salir del pueblo por la carretera principal que va a
Eiringhausen!—. Tendrá que andar un par de kilómetros y en la
primera granja a mano derecha pregunte por la familia Sasse.
Straus
salió a la puerta del establecimiento para observar a aquel elegante
y educado desconocido que preguntaba por los Sasse. No tenía aspecto
de ser del gobierno.
Josef
Kaufer quedó prendado ante aquella visión, inmensos campos de
cereales se perdían en el horizonte, ligeramente difuminados por una
neblina que permanecía a ras de suelo.
Entre
aquel ondulante mar de tonos amarillos ocre, llamaban la atención
pequeños núcleos de hayas rojas junto a espesos bosques de
coníferas, que se elevaban a lo alto, como queriendo alcanzar los
primeros rayos del sol de la mañana.
Josef
caminaba por la pequeña carretera, con la chaqueta
sobre el hombro y la maleta
en la mano. Cerca de los cauces de los ríos abundaban pequeños
grupos de robles y abedules, con sus bellos tonos. Entonces apareció
la granja, a lo lejos.
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