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jueves, 28 de noviembre de 2013




El niño de la peonza


José Barceló













A mis hijos, Ana y José,

pues todo esto fue por ellos.








Esta historia ocurrió, en verdad







1

14 de abril de 2013


I

Todo comenzó con una fotografía. Una vieja y olvidada fotografía que había esperado más de medio siglo en el interior de un amarillento sobre de correos, en el oscuro cajón de un mueble.
   En ocasiones me viene a la memoria aquella fotografía, o los miles de fotografías que esperan en olvidados cajones, mientras sus historias susurran en la oscuridad, aguardando a que alguien se interese por ellas. Esperando pacientemente a que alguien se enamore de las vivencias que esconden y se decida a contarlas. Es lo que sentí al ver aquella fotografía.
   Supongo que aún habrán de pasar algunos años para que acaben diluyéndose en mi mente los sentimientos y emociones de aquel día. Incluso creo posible y lógico que, mientras viva, guarde en un rincón de mi memoria lo que sentí el día que conocí a Marta.
Mi reloj señalaba las 09:00 de la mañana. En aquel viaje me acompañaban mi hijo José, de cinco años, y Ana, mi esposa. Una niebla espesa nos esperaba al dejar la autopista; incluso algunas gotas de lluvia se dejaron caer, resbalando por el parabrisas del auto. Pensé que era un día horrendo para conocer a alguien.
   Aquella nubosa mañana había quedado con Marta Kaufer, una mujer a la que únicamente conocía por dos llamadas de teléfono. De ella sólo sabía su dirección y el hecho de que fuera la única conexión entre un suceso del que yo tenía conocimiento y que había ocurrido en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, y la fecha en que tomé la decisión de embarcarme en esta locura, el año 2013.
Tras las presentaciones, pasamos a la sala de invitados de aquella impresionante casa de estilo neoclásico. Aquella mujer hizo entonces algo que también recordaré siempre, le entregó a mi hijo una gran bolsa de golosinas que él recibió como si se tratase de un preciado tesoro. Marta sonrió, mientras alegaba que así estaría entretenido, pues tenía mucho que contarme. 
   Aquella mujer comenzó a mostrarme un sinfín de documentos que, el que esto cuenta, revisó con emoción.
Aquellos documentos no eran simples papeles, aquellos ajados documentos conectaban el presente con el pasado y tenían un indudable protagonista, uno de los principales pilares que sostenían esta humilde historia, pues sin su intervención, sin la decisión que tomó un día de aquel remoto año 43, nada de lo que se cuenta aquí tendría sentido. Aquel protagonista era Josef Kaufer Zeller, su padre.
   Aquella mañana, Marta depositó en mis manos un ovillo que esperó pacientemente durante 70 años a ser desmadejado. Aquella dulce joven de 72 años me ofreció el extremo de un hilo del que desde entonces fui tirando con la impaciencia de
un colegial.
    Pero entre aquellos documentos aún me quedaba por contemplar el que era su más preciado tesoro, entre aquellos papeles se encontraba un sobre del que extrajo la preciosa fotografía de un joven que debía rondar los 19 años, fechada en 1941. Un joven de rostro olvidado, como tantos otros. Un rostro que destilaba nostalgia y belleza. Aquel joven era Hubert Sasse, oficial del submarino U-755 de la Marina de Guerra Alemana.
   Cuando aquel marino me miró desde aquella vieja fotografía, percibí algo muy difícil de expresar. Cuando sentí entre mis dedos aquel descolorido retrato que él llevó consigo todos aquellos años, aquella imagen que debió tocar con sus manos en infinidad de ocasiones, fue como entrar en contacto con él a través del tiempo. En aquel preciso instante supe que tenía que contar esta historia.        No tengo ningún problema en admitir que mis manos fueron presa de un inesperado temblor y la imagen estuvo en serio peligro de caer al suelo. Aquella mañana hicimos otra visita, al cementerio viejo, pero este no es el momento de contarlo.
   Regresamos a casa, e intenté reanudar mi vida habitual, intentando en vano volver a la normalidad, pero una parte de mí siguió ligada a aquel joven de la foto. No podía apartar de mi mente la melancólica historia de Hubert Sasse. Durante el día soñaba despierto, oía susurros, estaba ausente. La gente a mi alrededor me hablaba, pero sus diálogos se evaporaban antes de llegar a mí.



II

6 de octubre de 1946


La ducha rápida y un buen afeitado le dejaron más o menos presentable, teniendo en cuenta que no había pegado ojo en toda la noche. Entró en el servicio y encendió las luces. Se acercó al lavabo y se echó agua fría en la cara, para intentar despejarse.
   No tenía nada claro lo que le diría a aquella familia que vivía en la cercana aldea de Affeln. No podía evitar pensar en la profunda sensación de pérdida que protagonizaría su día a día.
   Josef Kaufer Zeller se vistió, se enfundó en su gabardina beige y se colocó su sombrero fedora. Recogió su maleta y salió de su compartimento para dirigirse al vagón restaurante a desayunar cualquier cosa antes de llegar a su destino.
   El aire frío de octubre se colaba por la ventanilla entreabierta del coche comedor. El chirrido de las ruedas del tren le indicó que había llegado a su destino, mientras el cielo de un gris oscuro, amenazaba tormenta.
   La estación término de Neuenrade, en Renania del Norte, República de Alemania, se desplegaba ante sus ojos mientras él intentaba aclararse las ideas. El tenue resplandor de los faroles barría el adoquinado de la zona de espera del andén. De pronto, se desató el aguacero que se avecinaba y la cálida lluvia levantó un frío vapor por el suelo de la estación. En un instante se abrieron multitud de paraguas.
    Josef Kaufer se quedó allí, quieto un momento. Se protegió
debajo de un tejadillo, mientras veía alejarse el tren y secaba con un pañuelolas gotas de lluvia de sus lentes. Pensó que le sería fácil cambiar de opinión, irse de allí, coger otro tren y seguir viaje. Pero algo le decía que seguramente, más tarde se arrepentiría. Posiblemente era una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer en su vida. En su interior deseaba con todas sus fuerzas que el tiempo se detuviera, para no tener que hacer lo que venía a hacer. Se podría acabar el mundo allí mismo, y posiblemente le traería sin cuidado.
   Se acercó a la salida principal, una puerta de doble hoja. Un grupo de soldados británicos se paseaban por el andén mientras fumaban y charlaban con la gente. A josef se le hizo extraño ver a aquellos jóvenes tan lejos de sus hogares.
   Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el estado de Renania del Norte-Westfalia había sido ocupado por militares británicos.
Desconcertado, metió la mano en el bolsillo izquierdo de la americana, palpando el bolsillo izquierdo en busca de un sobre. Lo sacó, extrajo de él una nota con una dirección y la observó: Affeln, Birnbaum. Kaufer se sentía perdido.
   Entró en el pequeño restaurante de la estación, donde mostró al camarero la dirección que andaba buscando. El joven sonrió, mostrando unas generosas caries en la mayor parte de la dentadura.
     —¡Ah, es muy fácil! —contestó—. Tiene que coger el autocar en la parada de aquí enfrente, que le llevará a Affeln, el siguiente pueblo.
   Había dejado de llover cuando Kaufer cruzó aquella calle ancha de adoquines azules, hasta llegar a la parada. El tejado goteaba mientras esperaba junto a varios viajeros. Luego el
transporte llegó y él subió.
  Escasas gotas de lluvia terminaban de caer, golpeando la ventanilla del autocar que, tras él, levantaba una nube de agua. El viejo vehículo zigzagueaba por aquella vieja carretera, sorteando los baches, cuando giró pesadamente en una curva y al fin apareció el pueblo.
   Affeln era una pequeña aldea de apenas 40 casas y 700 habitantes en el noroeste de la región de Sauerland y estaba formada por un pequeño racimo de viviendas y casas-granja de blancas paredes y preciosas techumbres de oscura pizarra, a cuatro aguas, a la holandesa. Los primeros colonizadores que llegaron a aquella región habían adoptado el estilo de construcción "de media viga" popular en Europa, el cual tenía un marco de vigas abrazadas rellenado de mampostería de piedra o ladrillo. Con el paso del tiempo, los colonos modificaron el método para incluir un primer piso de piedra, un segundo piso y un sistema de techo de vigas o troncos.
   Las amplias calles estaban tachonadas de oscuros adoquines que cobraban un colorido especial en otoño, con la caída de las hojas. Josef bajó en la parada, caminando calle abajo. En el centro del pueblo destacaba la iglesia románica llamada de San Lamberto.
   Mientras seguía andando, pasó junto a un café a un lado de la calle. Más adelante observó lo que parecían antiguos locales comerciales, ya en el olvido, a juzgar por los rotos cristales de las ventanas. Los descoloridos letreros sobre las puertas hacían alusión a las antiguas funciones de los locales. En uno de ellos apenas se podía leer: Früchten.
   De pronto se percató del olor. El aroma a pan recién hecho le llegó desde una pequeña panadería unos metros más ade-
lante. La campanilla de la puerta tintineó cuando entró en el local, atraído por el aroma a harina. El tendero, un joven muy educado con el cabello castaño alzó la vista desde el mostrador, mientras atendía a una mujer que llevaba una gran bolsa repleta de Christstollen, una especie de panes rellenos con frutos secos que se servían como postre, especialmente en Navidad.
    —Buenos días, señora Berlepsch.
    —Buenos días muchacho. ¿Tienes algo para mí?.
    —Si, aquí tiene los dulces que me pidió.
    —¡Gracias Strauss!. Y dale saludos a tu madre, muchacho.
    —¡Gracias señora Berlepsch! —contestó el joven.
  Josef compró algunas cosas que el joven Strauss colocó en una bolsa de papel. Tras pagar, salió del local, no sin antes preguntar al simpático joven por la dirección que buscaba.
   —¡Tiene que salir del pueblo por la carretera principal que va a Eiringhausen!—. Tendrá que andar un par de kilómetros y en la primera granja a mano derecha pregunte por la familia Sasse.
Straus salió a la puerta del establecimiento para observar a aquel elegante y educado desconocido que preguntaba por los Sasse. No tenía aspecto de ser del gobierno.
  Josef Kaufer quedó prendado ante aquella visión, inmensos campos de cereales se perdían en el horizonte, ligeramente difuminados por una neblina que permanecía a ras de suelo.
   Entre aquel ondulante mar de tonos amarillos ocre, llamaban la atención pequeños núcleos de hayas rojas junto a espesos bosques de coníferas, que se elevaban a lo alto, como queriendo alcanzar los primeros rayos del sol de la mañana.
   Josef caminaba por la pequeña carretera, con la chaqueta

sobre el hombro y la maleta en la mano. Cerca de los cauces de los ríos abundaban pequeños grupos de robles y abedules, con sus bellos tonos. Entonces apareció la granja, a lo lejos.


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